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Todas y cada una de las vaginas que hay en el mundo son únicas y mágicas. Las vaginas son como los copos de nieve. Pero hechas de jamón.»
Como sabéis, soy una mujer de raza blanca, clase trabajadora y descendiente de irlandeses que se crió en Gloucester y luego se mudó a Londres, donde se convirtió en humorista. Tal vez penséis que en el fondo no tengo ningún derecho a hablar de la mutilación genital femenina. Tal vez lo penséis porque, a menos que me haya visto envuelta en una cadena de acontecimientos altamente improbables que hayan propiciado una terrible confusión de identidad, no estoy ni he estado nunca expuesta al peligro de que me mutilen los genitales. Tal vez penséis que no tengo derecho a hablar sobre la mutilación genital femenina porque a finales de los años noventa me depilé las ingles con cera antes de irme de vacaciones. Pero en ese caso no estoy de acuerdo con vosotros, así que, por si no lo sabéis todavía, pasaré a explicar brevemente en qué consiste la mutilación genital femenina.
Hay cuatro tipos principales de mutilación genital femenina.
El tipo I es la resección total o parcial del clítoris y/o del prepucio clitoridiano.
El tipo II es la resección total o parcial del clítoris y los labios menores, con o sin la resección de los labios mayores.
El tipo III es el más extremo, e implica la formación de una cicatriz que estrecha la abertura vaginal mediante la resección y recolocación mediante sutura de los labios menores y/o mayores, con o sin resección del clítoris.
El tipo IV se refiere a todos los demás procedimientos lesivos a los que se someten los genitales femeninos con fines no médicos, tales como la punción, la perforación, el raspado o la cauterización.
La mutilación genital femenina es algo real. Es algo real que alguien, hace mucho, mucho tiempo, consideró una buena idea. No sé qué aspecto tenía* ni qué llevaba puesto cuando se le ocurrió semejante idea, sencillamente no lo sé. Lo siento, han pasado cinco mil años. Pero en cierta ocasión tuve una pesadilla con el inventor de la mutilación genital femenina, y era más o menos así:

Ignoro qué clase de experiencia traumática había sufrido para adoptar un conjunto de reglas distinto al del resto de la humanidad. Ignoro cuáles de sus otras ideas fueron desechadas por considerarse demasiado extremas. Pasara lo que pasase en aquella reunión –por fuerza tuvo que haber alguna clase de reunión–, nadie osó llevarle la contraria. La persona que presidía la reunión no dijo «Veamos..., creo que entiendo qué te propones..., y reconozco que las mujeres se nos están desmandando un poco, pero no estoy seguro de que sea el modo adecuado de abordar el problema. Creo que no has sopesado bien los pros y los contras. Me parece un pelín drástico, la verdad. Es una jugada atrevida, eso no te lo voy a negar. Pero no estoy seguro de que tu plan vaya a tener una buena aceptación. ¿Qué te parece si todos nos comprometemos a consultarlo con la almohada? Y mañana lo comentamos con las zorras, cuando hayan acabado de hacer todas sus tareas, a ver qué opinan. Pero yo que tú no lanzaría las campanas al vuelo. Creo que te va a caer la del pulpo a cuenta de esto, amigo mío.»
Pero nadie le paró los pies. De eso han pasado cinco mil años. Y a día de hoy, en mayo de 2015, cerca de 130 millones de mujeres en todo el mundo sufren las consecuencias de la mutilación genital femenina sin haber tenido voz ni voto en la materia. Y sin embargo, en Occidente decidimos por propia voluntad ponernos en manos de cirujanos plásticos para cambiar el aspecto de nuestros genitales porque el consumo generalizado del porno ha hecho que hombres y mujeres por igual tengan una concepción idealizada de la vagina. Señoras, por favor, dejad en paz vuestras vaginas. Todas son magníficas. No tienen que ser todas idénticas, sino que se supone que deben ser distintas. Todas y cada una de las vaginas que hay en el mundo son únicas y mágicas. Las vaginas son como los copos de nieve. Pero hechas de jamón.
Cuando descubres la existencia de la mutilación genital femenina, tu cerebro no puede procesarlo. Recuerdo mi propia reacción de repugnancia, estupor e incredulidad, y compruebo que otras personas reaccionan del mismo modo. Nos cuesta creer que ocurra, pero así es. No se trata de una horrible fantasía inventada por alguien. No pertenece al mundo de la ficción.
No se lo inventaron Enigma ni el Pingüino como arma patriarcal para amenazar a Batman después de que éste se declarara feminista y jurara liberar a Gotham City de toda forma de opresión femenina. No se trata de un mito urbano. Ni griego. Ni siquiera escandinavo.
La mutilación genital femenina no es una sátira digna de Jonathan Swift. La mutilación genital femenina de tipo III no respeta las reglas ni la estructura de una sátira clásica latina. La mutilación genital femenina no figuraba en la obra de Swift Una humilde propuesta para impedir que los hijos de los pobres sean una carga para sus padres o para Irlanda, y para que sean útiles a la sociedad. El autor no sugirió que la mutilación genital femenina se aplicara a los pobres de Irlanda como un método eficaz para controlar la población y aliviar así los problemas económicos del país tras la escasa acogida de su polémica sugerencia de «comer a los bebés».
Si analizamos todo el espectro de la opresión femenina, en uno de sus extremos hallaremos los bolígrafos sexistas, y en el otro, firmemente asentada, la mutilación genital femenina. No se me pasaría por la cabeza sugerir que un acto de violencia es peor que otro. El dolor, el sufrimiento y la humillación que sufren todas las mujeres son idénticos y relativos. Pero lo que distingue la mutilación genital femenina de todas las demás formas de violencia basadas en la discriminación sexual (a excepción de los asesinatos cometidos en nombre del honor) es que las comunidades que la practican la consideran algo bueno. Tanto los hombres como las mujeres que conforman las sociedades en las que se practica la mutilación genital femenina respetan la ideología que subyace a la misma. Creen que la mutilación genital mejora la vida de las niñas y las mujeres, tanto física como psicológicamente. Se trata de una tradición fuertemente enraizada, motivo por el cual resulta tan difícil erradicarla. Además, las personas que llevan a cabo la mutilación están bien remuneradas, por lo que tienen motivos económicos para seguir haciéndolo.
Hay países cuyos gobiernos están a favor de la mutilación genital femenina, que de hecho aprueban y legitiman una práctica que Naciones Unidas ha declarado proscrita. En 2012, Azza El Garf, que ocupa un cargo prominente en el Partido de la Libertad y la Justicia de Egipto, el ala política del grupo islamista Hermandad Musulmana, definió la mutilación genital femenina como una «operación estética de embellecimiento» y afirmó que en su opinión no habría que proscribirla, puesto que se trataba de la decisión personal de cada mujer. Pero no se trata de la decisión personal de cada mujer, ¿verdad que no? Las niñas se ven retenidas en contra de su voluntad y torturadas de la forma más inhumana y bárbara que se pueda imaginar por las personas en las que más confían. Salvo que, cuando habla de la «decisión personal de cada mujer» El Garf se refiera a que es la madre la que decide a título personal contravenir las recomendaciones de la ONU violando los derechos humanos de su hija, en cuyo caso no estaríamos hablando de lo mismo, ni mucho menos, ¿verdad que no? No estoy segura de que un representante político deba afirmar que maltratar y torturar a los niños es algo que depende del libre albedrío de sus padres. Es como si Jeremy Hunt, ministro de Sanidad del Reino Unido, dijera que si los padres deciden rebanarles las orejas a sus hijos y arrancarles los globos oculares están en su pleno derecho y el gobierno no puede hacer nada por evitarlo.
La mutilación genital femenina se prohibió en Egipto en 2008 pero sigue practicándose de forma generalizada. Según las estadísticas que maneja el gobierno, afecta a más del 90 % de las mujeres egipcias. En noviembre de 2014, el médico y el padre de una niña de trece años que murió supuestamente tras someterse a una operación de mutilación genital, fueron absueltos en un juicio que marcó un hito en la historia de Egipto. Suhair al Bataa murió en junio de 2013. Su médico negó haberle mutilado los genitales y achacó la muerte de la niña a una reacción alérgica.
No podremos afirmar que vivimos en un mundo civilizado hasta que hayamos erradicado la mutilación genital femenina. ¿Cómo hemos podido alcanzar toda clase de avances médicos y científicos y sin embargo seguir tolerando esta práctica? ¿Cómo hemos podido inventar la sonda espacial Rosetta, que transportaba el módulo de aterrizaje Philae, enviarla al espacio en 2004 aprovechando la gravedad combinada de la Tierra y de Marte para propulsarla hasta el cometa 67P, lograr que aterrizara en éste, saliera rebotada y luego volviera a aterrizar, Y SEGUIR TOLERANDO LA MUTILACIÓN GENITAL FEMENINA?
El 24 de octubre de 2013 leí un artículo de Maggie O’Kane y Patrick Farrelly en el diario The Guardian en el que hablaban de una pareja de cineastas, Shara Amin y Nabaz Ahmed, que habían rodado un documental sobre la prevalencia de la mutilación genital femenina en el Kurdistán iraquí. Todavía conservo el artículo. No tengo valor para deshacerme de él.
Amin y Ahmed se pasaron diez años en la carretera, hablando con mujeres y hombres sobre el impacto de la mutilación genital femenina en sus matrimonios, en sus vidas y en las de sus hijos. A veces les llevaba meses conseguir que les hablaran sobre el tema, pero al final las mujeres se sinceraban. Su documental, A Handful of Ash [Un puñado de cenizas], no sólo logró cambiar opiniones férreamente conservadoras, sino que además ayudó a cambiar la ley. Amin y Ahmed unieron fuerzas con WADI, una pequeña ONG germano-iraquí que lucha por erradicar la mutilación genital femenina en el Kurdistán iraquí, y juntos llevaron el documental al Parlamento. A raíz de aquella proyección, una comisión de diputadas del Parlamento kurdo lideró una campaña para lograr la prohibición de la mutilación genital femenina, que se aprobó por ley en 2011.
Una de las claves de su victoria fue el hecho de que un líder religioso kurdo, Mullah Omar Chngyani, dijera en una conferencia que «la circuncisión femenina es una injusticia. Es un crimen contra las mujeres». Se declaró una fetua en contra de dicha práctica y la noticia llegó hasta las aldeas más recónditas. Una comadrona que practicaba la mutilación genital femenina declaró que, de no ser por la fetua, seguiría haciéndolo en nombre del islam. Por lo general, llegados a este punto me sentiría tentada de hacer algún comentario sarcástico sobre el hecho de que un hombre abra la boca y todo el mundo le haga caso, pero por esta vez me callaré. Es fundamental que los líderes musulmanes y tribales tomen partido en torno a la mutilación genital femenina. Recordemos que ni el islam ni el cristianismo la contemplan como un requisito, y el hecho de proscribirla no va a suponer un gran trastorno si las comunidades permanecen unidas. La mutilación genital femenina no tiene nada que ver con la religión, por más que algunos cretinos la utilicen, como siempre, para justificar la opresión de la mujer.
Esta que acabo de contar es, qué duda cabe, una historia con final feliz. Estos valientes y brillantes cineastas han logrado cambiar de forma radical la vida de miles de niñas y mujeres. Han ayudado a cambiar la ley. Es una historia que nos cautiva y nos brinda esperanza. No fue la historia en sí lo que me afectó, sino la imagen que acompañaba el artículo.
Era la foto de una niña de siete años, acompañada por su madre. No se menciona su nombre. Lleva el pelo rubio cobrizo recogido en un moño, tiene pecas en la nariz y grandes ojos marrones. Luce pendientes dorados en forma de aro, un bonito vestido rojo de estampado floral con el cuello blanco y una pulsera roja y amarilla. Se parece a cualquier otra niña de siete años. De hecho, se parece un poco a mi propia hija, que tiene un vestido rojo de H&M y una pulsera parecidos.
Y entonces leo el pie de foto, que dice sencillamente: «Una mujer ofrece una bolsa de chucherías a su hija de siete años después de que la hayan circuncidado en el Kurdistán iraquí, antes de que esta práctica fuera prohibida.»
Hasta ese instante, la mutilación genital femenina despertaba en mí emociones como la ira, la frustración, la indignación o el rechazo, pero el hecho de que aquella niña me recordara tanto a mi propia hija hizo que me afectara de un modo distinto, más visceral. No es que me disgustara más, sino que me disgustó de una forma diferente. Me llegó al alma. Es como si la información se hubiese procesado en otra parte de mi cerebro. La mirada en el rostro de aquella niña es idéntica a la de mi hija cuando le desenredo el pelo. Me limito a deshacer los nudos que se le forman, pero tiene el cuero cabelludo muy sensible y me hace sentirme fatal cuando me mira así. Aquella niña tenía la misma expresión, pero su madre acababa de sujetarla para que otra mujer le cortara los genitales sin anestesia, y sin más motivo que la «tradición cultural».
Aquello me hizo pensar en mi propia niñez. En mi yo de siete años. La niña de la foto sostiene una bolsa de plástico llena de chucherías que su madre le ha dado como recompensa. Cuando yo tenía siete años, mi padre nos daba golosinas los viernes por la noche a mis hermanos y a mí por haber ordenado nuestras habitaciones. Aquella niña, en cambio, las recibía por haber soportado la más inimaginable de las crueldades. Ese detalle me hizo reflexionar sobre lo tremendamente injusto de todo aquello, de que la geografía fuera lo único que separaba su experiencia vital de la mía y la de mi hija. Y si bien no soy capaz de contemplar aquella foto, tampoco tengo fuerzas para tirar el artículo. Desde un punto de vista simbólico, sería como si pasara página, y me niego a hacerlo.
La foto está tomada instantes después de que le hayan cortado los genitales a esa niña, que mira a su madre buscando alguna señal tranquilizadora, algún tipo de apoyo; está tratando de comprender lo que acaba de ocurrirle, pero no puede, y nunca podrá, porque la mutilación genital femenina es algo incomprensible.
Hay muchas imágenes asociadas con la mutilación genital femenina que son sencillamente espeluznantes y difíciles de contemplar. Esta imagen no es truculenta ni explícita, pero capta a través de la mirada de una niña lo que acababa de ocurrirle en el plano real: el dolor, el trauma físico y psicológico, la inocencia infantil arrebatada de forma brutal, la confianza que había puesto en su madre rota de golpe, el descubrimiento de que el mundo es en realidad una mierda y está lleno de hijos de puta. Sólo tiene siete años, la edad de mi propio hijo, pero su infancia, tal como ella la conocía, acababa de irse al garete, de desvanecerse para siempre, sólo porque a algún amargado se le fue la olla y se le ocurrió un remedio mágico para tener a las mujeres bajo control.
Mi propia reacción al ver aquella foto me hizo cuestionarlo todo, no sólo en lo que respecta a mí misma, sino también a la cuestión en términos más generales.
¿Nos hemos vuelto insensibles a lo que consideramos «problemas tercermundistas»? En el último puente de mayo me detuve en una estación de servicio de camino al Machynlleth Comedy Festival de Gales, donde iba a presentar mi trabajo más reciente, An Ungrateful Woman.
Encima del secador de manos del lavabo de señoras había carteles en los que se anunciaba la venta de niñas africanas como esposas. Eran niñas de diez años que se ofrecían como mercancía a hombres de cincuenta o sesenta años. Huelga decir que se trataba de algo abominable y repugnante, pero tuve ocasión de comprobar cómo, una tras otra, las mujeres que entraban en el lavabo consumían aquella información de forma absolutamente pasiva mientras se secaban las manos. Una de ellas chasqueó la lengua, pero la mayoría ni siquiera exteriorizó reacción alguna.
Aquellos carteles podrían estar hablando de la malaria, la pobreza, el ébola, el VIH o la escasez de agua potable, cosas que no nos afectan de forma directa. El destino de las niñas nigerianas secuestradas por Boko Haram, que siguen en paradero desconocido, tampoco nos afecta. ¿Qué ha sido de esa noticia? ¿Por qué nadie ha ido a buscarlas? Si alguien hubiese secuestrado a doscientas niñas blancas en Surrey, estoy bastante segura de que ya las habrían rescatado, y en caso contrario seguirían apareciendo con regularidad en los medios de comunicación.
Me pregunto si más mujeres hubiesen enviado un mensaje de texto al número que aparecía en el cartel del lavabo para donar dos libras esterlinas a la campaña de recaudación de fondos si se tratara de Maddie McCann y no de niñas africanas. ¿O acaso habrían consumido su imagen con idéntica pasividad? No lo sé.
Se calcula que cerca de sesenta y seis mil mujeres han sufrido mutilación genital en el Reino Unido, y veinte mil niñas menores de quince años corren el riesgo de sufrirla pese a vivir entre nosotros (o bien viene al Reino Unido alguien que se encarga de mutilar a veinte o veinticinco niñas de una sentada, o bien las envían al extranjero para que se lo hagan allí, aprovechando las vacaciones escolares), y sin embargo la justicia no persigue a los responsables. Si no hacemos nada por impedir la mutilación genital femenina, nos convertimos en cómplices de la misma. La mutilación genital femenina es una violación de los derechos humanos y es maltrato infantil, pero también es una cuestión racial. Estoy bastante segura de que, si las víctimas fueran niñas blancas occidentales, habría por lo menos un proceso judicial abierto en torno a esta cuestión en el Reino Unido. Estas niñas son ciudadanas británicas. Tenemos el deber de protegerlas.
La foto de aquella niña me hizo pensar en cómo abordamos cuestiones que afectan a las mujeres de raza negra, asiática o de cualquier minoría étnica. Creo que si las víctimas de la mutilación genital, los matrimonios forzados y los asesinatos cometidos en nombre del honor fueran mujeres blancas europeas, todas esas atrocidades estarían ya erradicadas. Hay grandes defensores de los derechos humanos en el seno de esas comunidades, pero nos hallamos ante una causa que requiere un apoyo más amplio, pues no afecta solamente a las feministas negras o poscolonialistas.
Algunas sociedades que practican la mutilación genital femenina contemplan dicha práctica como una tradición propia, y entiendo que quieran aferrarse a sus costumbres y su identidad cultural. En el Kurdistán iraquí, por ejemplo, la caída de Sadam Husein trajo el resurgimiento de la mutilación genital femenina, que los kurdos veían como un signo de independencia cultural. Así que, si bien entiendo el deseo de aferrarse a la propia idiosincrasia y el concepto de relativismo cultural, no puedo respetar lo uno ni lo otro cuando dicha idiosincrasia incluye la costumbre de mutilar los genitales de una niña. No se trata de preservar un sombrero de aspecto peculiar, ni unos extraños zapatos de madera ni un instrumento musical, sino de defender el maltrato y la tortura infantil. Es como sentir nostalgia por las formas de castigo medievales, cuando la gente moría ahorcada, desmembrada o descuartizada.
Afirmar que la mutilación genital femenina es una atrocidad no es racismo. Racismo sería afirmar que no es una atrocidad, porque entonces estaría diciendo que es aceptable que mutilen los genitales de las niñas de ciertos países, cuando NO ES ACEPTABLE BAJO NINGÚN CONCEPTO, ya sean iraquíes, kurdas, somalíes o egipcias.
Pero no se trata sólo de que nos hayamos vuelto insensibles a lo que sucede lejos de nosotros, sino también de algo que resulta difícil de asumir.
¿Reaccioné como lo hice a la foto de aquella niña porque era de raza blanca? ¿Quiere eso decir que soy racista, o sencillamente que me afectó más por tratarse de una imagen con la que podía identificarme a nivel personal? ¿Están los seres humanos genéticamente diseñados para sentir más empatía hacia aquello en lo que pueden reconocerse? Si no nos identificamos con imágenes de personas no blancas y no occidentales que sufren es porque creemos que no son como nosotros. En el plano intelectual no reaccionamos de ese modo, pero ante lo que percibimos como «el otro» se desencadenan respuestas emocionales que se hallan profundamente arraigadas.
Desde enero de 2015, más de 1.750 personas han muerto mientras intentaban cruzar el mar Mediterráneo. El Foreign Office ha declarado que no seguirá financiando operaciones de búsqueda y rescate en alta mar porque fomentan la llegada de más inmigrantes.
El hundimiento del crucero Costa Concordia se saldó con la muerte de treinta y dos personas, muchas de ellas europeos de raza blanca. ¿Financiará el Foreign Office las operaciones de salvamento marítimo de los cruceros que zozobren llevando a bordo turistas blancos con gran poder adquisitivo? ¿O acaso teme que eso sólo sirva para que más personas se animen a contratar unas vacaciones a bordo de un crucero? La incómoda verdad es que las vidas humanas tienen precio, y que algunas se consideran más valiosas que otras.
Con su vergonzosa decisión de anular las operaciones de rescate marítimo, el gobierno británico ha deshumanizado a los inmigrantes víctimas de las mafias que trafican con vidas humanas, tratándolos casi como una cuestión política abstracta con tal de justificar su actitud. Pero tenía que hacerlo, porque la alternativa hubiese sido verlos como seres humanos individuales idénticos a nosotros, cada cual con su historia personal. Y no puede permitirse el lujo de hacerlo, porque entonces sería inconcebible que siguiera mirando hacia otro lado y dejando que se ahoguen sin mover un dedo.
Como occidentales de raza blanca que somos, hay cosas a las que debemos enfrentarnos para poder empezar a abordar determinadas cuestiones de un modo eficaz, por muy incómodas que sean ciertas verdades. Yo me he visto obligada a hacer ese ejercicio a raíz de mi propia reacción ante la foto de una niña que me recordó a mi hija. Me conmovió de un modo distinto, y lo reconozco con una mezcla de estupefacción y vergüenza.
No sé si nuestra escasa implicación en todas estas cuestiones significa que somos racistas, pero sí sé que toleramos que se cometan verdaderas atrocidades contra mujeres negras y de minorías étnicas que de ninguna manera consentiríamos si las víctimas fueran mujeres blancas occidentales, y sé también que no estamos haciendo lo bastante para poner fin a esas atrocidades.
Jaha Dukureh, fundadora de la organización Safe Hands for Girls, afirma: «Es responsabilidad de todos poner fin a este sufrimiento. Erradicando la mutilación genital femenina no sólo protegemos a las generaciones futuras, sino que también curamos nuestras propias heridas.»
The Girl Generation, una campaña mundial contra la mutilación genital femenina impulsada por el Ministerio para el Desarrollo Internacional que respalda el movimiento nacido en África para erradicar la mutilación genital femenina en la presente generación, me llena de entusiasmo e ilusión, pero aún queda mucho por hacer. Como ciudadana del mundo, me siento avergonzada, culpable y responsable cada vez que una niña sufre mutilación genital. El mundo tiene que ponerse de acuerdo para acabar con este problema de una vez por todas.
La otra noche me encontré por casualidad con un amigo mío, Simon Munnery, seguramente uno de los mejores cómicos en activo de todo el mundo. Me contó que acababa de apuntarse a un curso de danza Morris, el baile tradicional inglés, y estuvimos charlando. Le recordé que en cierta ocasión di una fiesta a la que él asistió y en la que actuó el grupo de baile Forest of Dean Morris Dancers. Aquello fue genial. Doce hombres de mediana edad bailando en corro con cascabeles en las piernas y agitando pañuelos blancos. Uno de los bailarines iba disfrazado de ciervo, lo que le pareció de lo más sexy a una de mis amigas. Fue una situación bastante bochornosa. Mi amiga no lo dejaba en paz. Creo que era el cabezón de papel maché lo que tanto la atraía. No soltaba al pobre hombre mientras le decía: «¡Ooh! Hola, señor Ciervo, ¡qué hermosas astas tiene usted!» Yo pasé mucha vergüenza. El hombre tenía cerca de ochenta años. Mi amiga no lo sabía, claro está, porque él llevaba puesta una enorme cabeza de ciervo hecha de papel y cola.
El caso es que, de momento, la ONU no ha prohibido la costumbre de agitar pañuelos blancos y bailar con cascabeles cosidos a las perneras de los pantalones. Que yo sepa. Eso sí, ahora que la «élite liberal dogmática» se las ha arreglado para echar a Jeremy Clarkson por sus reiterados ataques físicos y verbales a un inocente productor de la BBC, sólo es cuestión de tiempo que la televisión pública se deshaga también de la danza Morris.
La Organización Mundial de la Salud no afirma lo siguiente en su página web:
La danza Morris es reconocida internacionalmente como una violación de los derechos humanos de las mujeres y las niñas. Refleja una desigualdad muy arraigada entre sexos y constituye una forma extrema de discriminación de la mujer. Las víctimas de la danza Morris son casi siempre menores y la danza en sí supone una violación de los derechos del niño. Asimismo, atenta contra el derecho a la salud, la seguridad y la integridad física, el derecho a no sufrir torturas ni tratos crueles o degradantes y el derecho a la vida en los casos en que el número de baile acaba produciendo la muerte. Y, para colmo, la música es insufrible.
Ban Ki-moon, secretario general de la ONU, no ha dicho de la danza Morris que es «un grave problema que afecta a la salud y los derechos humanos», ni que «sus secuelas incluyen depresión, inseguridad, dolor, infecciones, incontinencia y complicaciones médicas que implican riesgo de muerte durante el embarazo y el parto. Por más que algunos sostengan que la danza Morris es una tradición, constituye una violación de los derechos humanos que debe cesar». Si Ban Ki-moon hubiese dicho eso, yo no habría contratado a un grupo de danza Morris para entretener a los invitados a mi boda, contraviniendo el mandato de la ONU.
El 25 de febrero de 2014 Michael Gove, ministro de Educación, también se significó en contra de la mutilación genital femenina. Hay que ver. De todos los hombres del mundo que podían significarse en contra de la mutilación genital femenina –desde George Clooney y el historiador Michael Wood hasta Robbie Williams y Zayn Malik–, tenían que hacerlo Nigel Farage y Michael Gove.
Una petición pública impulsada por el diario The Guardian y Fahma Mohamed, representante de la ONG Integrate Bristol, con sede en la ciudad homónima, instaba a Gove a remitir a todos los centros educativos del Reino Unido una serie de pautas para que los profesores pudieran reconocer entre su alumnado a las potenciales víctimas de mutilación genital femenina. Gove recogió el guante, lo que supuso una buena noticia para la campaña en contra de la mutilación genital femenina, pero mala para cualquier persona que sufriese pesadillas o recuerdos traumáticos a causa de su experiencia, porque a partir de ese momento Michael Gove y Nigel Farage también formarían parte de esos recuerdos.
Unos pocos datos curiosos acerca de Gove:
Le chifla la crema de queso Dairylea Dunkers, esa que viene con bastoncitos de pan para mojar, y la ensalada de repollo.
Está aprendiendo a tocar el ukelele porque le pirra el grupo de folk rock Mumford & Sons.
En su despacho hay tantas fotos de Margaret Thatcher como de su esposa e hijos.
Adora a Wagner hasta tal punto que volvió de vacaciones luciendo unos pantalones cortos de cuero al más puro estilo bávaro.
Come demasiados Doritos.
El caso es que yo quería hablar sobre la mutilación genital femenina en mi nuevo espectáculo. Muchas personas siguen sin saber en qué consiste dicha práctica, y hasta que eso cambie no creo que sea posible erradicarla. Sé que la gente no lo sabe porque viene a verme al final de las funciones o me escribe más tarde. Sarah Vine, esposa de Michael Gove y columnista del diario Daily Mail, no cree que las niñas británicas que viven en suelo británico deban saber qué es la mutilación genital femenina, y de hecho se opuso a que su marido secundara la petición. Ella cree que las chicas británicas que viven en suelo británico no corren peligro de que les mutilen los británicos genitales, por lo que no necesitan saber qué es.
Como madre de dos niños, comprendo que el instinto maternal de Vine la llevara a intentar proteger y salvaguardar la inocencia de nuestras jóvenes, pero en esta ocasión se equivoca. Y la opinión pública debe saber que también se equivocó al juzgar a Ed Miliband por el aspecto de su cocina. Tenemos que enfrentarnos a la mutilación genital femenina, por difícil que sea, y dejar de juzgar a los líderes políticos de los principales partidos por el tamaño de sus cocinas y no por sus ideas políticas.
Ignoro si el compromiso de Michael Gove para acabar con la mutilación genital femenina era sincero o no. Seguramente lo era. O eso o se las ingenió para que le instaran, a través de una petición pública, a enseñar al personal docente de los centros educativos británicos cómo reconocer determinados indicios de que una niña es víctima potencial de mutilación genital femenina, y tal vez lo hizo a sabiendas de que su mujer se pondría hecha un basilisco, acaso porque estaba harto de que hablara de él en su columna. Pero en el fondo da igual por qué lo hizo. Se sumó a la campaña y yo me alegro de que así fuera, porque ha hecho algo bueno. Eso sí, es una lástima que dejara el sistema educativo para el arrastre.
Una gran mujer llamada Caroline Pridgeon, la encargada de organizar una campaña de recaudación de fondos para erradicar la mutilación genital femenina, me presentó a Leyla Hussein. Leyla es la cofundadora de la ONG Daughters of Eve junto con Nimco Ali y Sainab Abdi, pero además está detrás del Dahlia Project y es la autora del duro y poderoso documental The Cruel Cut, que está entre los finalistas de los premios BAFTA. Exceptuando a Darius Danesh, finalista del premio Pop Idol de 2002, Leyla es la persona más inteligente y guay que he conocido nunca. Y eso que conozco a Peter Stringfellow. Leyla es tan evolucionada, intelectual, emocional y espiritualmente, que cuando quedamos para tomar un café me hace sentirme como un arcaico Homo sapiens del Paleolítico medio. O como alguien natural de Gloucester. Que es exactamente lo que soy.
Le pregunté a Leyla que si una humorista, sobre todo si es de Gloucester, tiene dos dedos palmeados en el pie derecho y todavía no ha aprendido a dominar las herramientas de piedra, puede permitirse hablar sobre la mutilación genital femenina en un monólogo cómico. Y ella me dijo que sí. Le pregunté si creía que ese tema generaría rechazo entre el público de comedia. Volvió a decirme que sí. Le pregunté si creía que las víctimas de la mutilación genital femenina se ofenderían o enfadarían si yo intentaba abordar el tema. Me dijo que no. A las víctimas, y a todas las personas que luchan por la erradicación de la mutilación genital femenina, les da igual quién hable de ello, mientras se hable. «Los extraterrestres pueden hablar de la mutilación genital femenina si les apetece», dijo.*
¡Genial!, pensé yo. Pero sólo hasta que comprendí lo bueno que tendría que ser cualquier chiste sobre la mutilación genital femenina, y entonces se me encogió el estómago y lamenté haberle preguntado nada y deseé que me hubiese dicho no, no puedes escribir sobre la mutilación genital femenina.
El caso es que Leyla y yo organizamos una función benéfica cuyos fondos se destinarían a la campaña contra la mutilación genital femenina liderada por el Manor Gardens Health Advocacy Service, donde Leyla trabaja como asesora y psicoterapeuta. La función se celebró en el Bloomsbury Theatre de Londres, y en ella participaron los humoristas Daniel Kitson, Isy Suttie, Jo Brand y Shazia Mirza. El proyecto de Manor Gardens Health Advocacy se centra en la prevención de la mutilación genital femenina en el seno de las comunidades que la practican, algo que no sería posible sin los mediadores culturales procedentes de esas mismas comunidades, que se contratan temporalmente. Manor Gardens les proporciona la formación y la ayuda necesarias para que hagan pedagogía sobre la mutilación genital femenina y para que conciencien, apoyen y empoderen a sus comunidades.
Para mí era muy importante contar con la aprobación de Leyla. Necesitaba que me dijera que podía hablar sobre la mutilación genital femenina. Ella hizo que cambiara mi forma de pensar. Me explicó que todos aportamos algo distinto a la causa. Se trata de aplicar nuestras habilidades a una determinada cuestión para divulgar y concienciar a los demás acerca de la misma. Yo me dedico al humor, así que es ahí donde puedo hacer mi contribución.
En el mundo de la comedia nadie tiene la exclusiva de los temas. Sólo porque un humorista hable de algo, no quiere decir que nadie más pueda hacerlo. Leyla opina que cuantas más voces haya, y cuanto más diversas sean, mejor, porque eso permite que el mensaje llegue a distintas capas sociales y se extienda más. Siempre recuerdo algo que me comentó cuando le pedí su opinión: «Nos cuesta Dios y ayuda que la gente vaya a charlas y conferencias sobre la mutilación genital femenina, así que si consigues colar el tema en los clubs de la comedia, ¡no te lo pienses dos veces!» Luego empezó a reírse de mí a carcajada limpia.
Las humoristas llevan siglos hablando sobre el feminismo. Yo he visto contenidos explícitamente feministas de las humoristas británicas Danielle Ward, Josie Long, Sara Pascoe, Sarah Kendall, Lucy Porter, Nadia Kamil, Katherine Ryan, Shappi Khorsandi y muchas más, por no hablar de todas las cómicas que nos preceden. Así que no estoy sola en esto. Después de que me concedieran el Edinburgh Comedy Award, era habitual que la prensa me citara cada vez que otra humorista decía las palabras «vagina», «teta» o «feminismo radical», lo que debía de darles mucha rabia. Ahora ya no pasa tan a menudo, pero yo no podía hacer nada por evitarlo. No escribía los titulares ni tenía conocimiento de los artículos que se publicaban. Pero no «acaparé» el feminismo. Nadie lo ha hecho. Además, Kate Smurthwaite lleva diez años hablando del feminismo, así que si alguien puede proclamarse más feminista que nadie es ella (pero nadie puede).
Como iba diciendo, nadie tiene la exclusiva de este tema, y deberíamos poder hablar de cualquier cosa que nos apetezca. Si Tracey Emin decide crear una obra de arte abiertamente feminista, debería poder hacerlo aunque para ello emplee algunas compresas menstruales usadas. Sólo me gustaría señalar que, al parecer, hay una serie de normas que se aplican a los artistas consagrados, que gozan de un prestigio considerable y tienen algún premio en su haber, y otra serie de normas muy distinta para las humoristas feministas, a las que el público y la crítica pondrían a los pies de los caballos si se atrevieran a mencionar los tampones en un escenario, no digamos ya si tiraran tampones usados por todas partes. No quiero ni pensar la que se liaría si por casualidad uno de esos tampones aterrizara en la copa de algún espectador.
En fin, el caso es que Josie Long, que es una humorista consagrada, goza de cierto prestigio y ha sido galardonada por su trabajo, tiene un monólogo muy bueno sobre la menstruación, así que presupuéstalo donde te quepa, George Osborne (ministro de Economía y Hacienda a fecha de hoy, abril de 2015) y haz el favor de rebajar el IVA de los productos de higiene femenina del 5 al 1 %, o, mejor aún, elimínalo del todo y no se hable más.
Esperad un momento. ¿Son cosas mías o antes he hecho un chiste sobre la regla? ¿Acabo de caer en eso que todo el mundo nos acusa de hacer constantemente? ¿Acaso es eso lo único que recordará la gente de este libro, como le pasó a Charlotte Runcie con los pedos grabados? Bueno, por lo menos no acabaré el libro con un chiste sobre la regla. ¡Menuda se armaría si lo hiciera!
Siempre que me subo a un escenario me esfuerzo mucho por no parecer una sabihonda, ni alguien que está de vuelta de nada. Es un arte que todavía no domino del todo. El humorista holandés Hans Teeuwen, en cambio, lo domina a la perfección. Ha escrito un monólogo buenísimo en el que defiende las bondades de la mutilación genital femenina. Teeuwen proviene de un entorno muy progresista y se crió en los Países Bajos, donde la corrección política es la norma, así que a nadie se le escapa cuál es su verdadera postura: la defensa a ultranza de la libertad de expresión y los derechos de la mujer. Tiene gracia que finja creer que las mujeres sólo sienten placer en la medida en que se lo proporcionan a sus maridos, y que por tanto no necesitan el clítoris para nada. Hay que tener valor para defender una postura tan abyecta, pero el resultado es hilarante y Teeuwen lo sabe. Sabe lo estúpidas y ridículas que son esas ideas, y qué mejor manera de transmitir esa actitud misógina que fingir que la comparte. Es para quitarse el sombrero. Aunque también puede ser que me haya equivocado por completo con Hans Teeuwen y que sea realmente un cretino integral.*
Leyla está convencida de que hay un hueco en el mundo de la comedia para la mutilación genital femenina. Ella diría incluso que el enfoque humorístico es absolutamente necesario. De hecho, reírse de la mutilación genital femenina es una parte muy importante de su lucha personal por superarla.
«El objetivo de la mutilación genital femenina es dominar a las mujeres, así de sencillo», afirma. Es como decir: «Voy a controlar lo que haces con tu cuerpo, y cómo lo usas.» Su reacción ante esto es burlarse de ese ideal y de quienes defienden esa postura. Al burlarse de la mutilación genital femenina, rebaja su categoría. Cuando uno se ríe de algo considerado tan trascendental, tan sagrado, le resta importancia. Lo convierte en algo ridículo.
Leyla y yo hicimos un corto juntas, titulado What is FMG? [¿Qué es la mutilación genital femenina?], a partir de la experiencia de Leyla en los medios de comunicación y las entrevistas que ha concedido, en las que sale a relucir la ignorancia que persiste en el Reino Unido en torno a la mutilación genital femenina y lo reacios que somos a censurar dicha práctica por supuestos escrúpulos culturales, tal como denunció la propia Leyla en su documental The Cruel Cut. Así que todo fue idea suya. Ella lo sugirió un día, mientras esperábamos a que empezara una audiencia de la comisión especial del Ministerio del Interior en la que se hablaría sobre la mutilación genital femenina.
Por cierto, sé lo que estáis pensando, y no, no me hice amiga de Leyla para poder entrar en las audiencias de la comisión especial del Ministerio del Interior sobre mutilación genital femenina. Yo no haría algo así. Me gusta seguir los cauces adecuados. Lo que pasa es que Leyla iba a ir a esa reunión y aprovechó para colarme. Yo necesitaba ver por mí misma cómo funcionaba todo aquello, y qué estaba haciendo el gobierno para intentar detener esta práctica en el Reino Unido. Hubiera ido a esa audiencia aunque no tuviera previsto escribir sobre la mutilación genital femenina, pero cuanta más información y experiencias de primera mano pudiera recabar sobre lo que se estaba haciendo para ponerle coto, mejor. Al final conseguimos sentarnos en primera fila, lo que fue estupendo, porque teníamos una vista privilegiada de Keith Vaz, el mordaz presidente de la comisión, ocupando su silla presidencial, derrochando sarcasmo con todo el mundo y poniendo los ojos en blanco mientras hablaban los técnicos del gobierno y los médicos. Uno de sus ataques más memorables tuvo por diana al diputado Edward Timpson, subsecretario de Estado para la Infancia y la Familia, que afirmó ante la comisión que «el email que Michael Gove remitió a los centros educativos con pautas de actuación ante la mutilación genital femenina fue mucho más leído entre los profesores que otros emails enviados por el ministerio». Lo dijo en respuesta a una pregunta de Keith Vaz sobre el grado de éxito de la petición que Integrate Bristol y The Guardian habían hecho circular en internet para que se enviara a los directores de los centros educativos una serie de directrices que les permitieran detectar si una niña era víctima potencial de la mutilación genital femenina.
Vaz replicó, con el tono más sarcástico del que era capaz: «¿Insinúa usted que los profesores no leen los emails del Ministerio de Educación?», algo que yo, por mi parte, incorporé a mi monólogo como sigue:
¿Por qué enviaron a los profesores un email sobre algo tan importante como la mutilación genital femenina desde la cuenta de correo personal de Gove? ¡Por supuesto que no iban a leerlo! ¡Hasta yo lo sé! ¡Deberían haberlo enviado desde una dirección electrónica de la agencia de viajes Thomson Holidays, con el asunto «¡Este verano gana un crucero gratis!»
La cuestión es que, mientras esperábamos para asistir a la audiencia, Leyla me dijo que había visto en internet unos sketches que yo había hecho con Harry Hill, y que le había gustado uno en el que salgo disfrazada de hormiga dentro de una caja de cartón, rodeada de azúcar. Luego sugirió que hiciéramos una película sobre la mutilación genital femenina. No disfrazadas de hormiga, claro está. Su idea era que yo la entrevistara de un modo divertido, fingiendo ignorarlo todo sobre la mutilación genital femenina, lo que nos permitiría denunciar la gran ignorancia que hay en torno a esta cuestión. Leyla acababa de ver en la página web Funny or Die la entrevista del humorista Zach Galifianakis a Barack Obama en su programa paródico Between Two Ferns [Entre dos helechos] y creía que podíamos hacer algo parecido.
Para financiar nuestro corto, Leyla y yo necesitábamos reunir dinero de forma rápida, porque queríamos rodarlo antes de la inminente función benéfica para poder proyectarlo en el transcurso de la misma. El método más rápido que se nos ocurrió para conseguir pasta fue que yo participara en Celebrity Squares, el concurso cómico de la tele. Llegados a este punto, me gustaría hacer hincapié en todos los sacrificios que he tenido que hacer, y en el hecho de que eso me sitúa muy por encima de todas esas activistas del montón, completamente desconocidas y ninguneadas, que arriesgan su vida por intentar erradicar la mutilación genital femenina.
Hay que ver lo mucho que se esfuerzan estas mujeres por concienciar a las comunidades y presionar a los gobiernos. Sólo en el Reino Unido, hay heroínas olvidadas como Sainab Abdi, cofundadora de Daughters of Eve junto con Leyla y Nimco Ali; Sarian Kamara del proyecto Manor Gardens Health Advocacy; Jennifer Bourne, enfermera especializada en mutilación genital femenina; Joy Clarke, comadrona especializada en mutilación genital femenina; Janet Fyle, del Royal College of Midwives [asociación colegial de comadronas británicas], autora de las recomendaciones del RCM para abordar la mutilación genital femenina, y Dana Jade, fundadora de Clit Rock. Estas mujeres valientes son una fuente de inspiración para todas nosotras y luchan por mejorar las condiciones de vida de otras mujeres, por lo que debemos reconocer su trabajo, qué duda cabe, pero ninguna de ellas ha tenido que concursar en Celebrity Squares, ¿a que no? Por tanto, yo soy cien veces mejor que ellas y tendré mi recompensa en el más allá, o tal vez no, porque estoy a favor del derecho a abortar.
Celebrity Squares no se parece demasiado a lo que suelo hacer para ganarme la vida. Carezco de las habilidades y el carácter adecuados para participar en un concurso de esas características. Ni mi aspecto ni mi forma de expresarme encajan en el formato del programa, y además siempre me quedo en blanco. Es algo que no tiene nada que ver con mi talento humorístico ni con el hecho de ser mujer, por cierto, así que no nos enredemos en debates estériles. Muchas de mis compañeras de oficio participan en esa clase de programas con resultados magníficos: Kath Ryan, Sara Pascoe, Jo Caulfield, Josie Long, Shappi Khorsandi, Holly Walsh, Lucy Porter, Sarah Millican, Sue Perkins, Susan Calman, Aisling Bea, Jo Brand y Roisin Conaty, por ejemplo, y me dejo a muchas en el tintero. Pero a mí no se me da nada bien. Tampoco sé improvisar diálogos competitivos con los demás concursantes, ni se me da bien hablar con el público. No tengo ese don, pero sí otros. No importa. Todos aportamos algo distinto a la causa.
Y no, no me limité a pedirle el dinero a mi marido imaginario porque ¿qué clase de feminista le pide pasta a un hombre para financiar su corto feminista sobre la mutilación genital femenina? ¡El Líder de las Mujeres, Jimmy Somerville, el de los Bronski Beat, me desterraría para siempre!
He hecho otras cosas cuestionables, eso sí. Hace once años estaba soltera y vivía realquilada. Una empresa de trabajo temporal me ofreció trabajar durante dos semanas como secretaria y administrativa en el Daily Mail y, puesto que estaba sin blanca, acepté. Acabé quedándome tres años porque mi nuevo jefe contrajo una enfermedad neurológica degenerativa llamada PSP (Parálisis Supranuclear Progresiva) y no me parecía muy sensato dejar las tareas de archivo en sus manos.
Conseguí que me dieran una columna de cotilleos en el Daily Mail gracias a una mentira. Llevaba cinco años en Londres intentando convertirme en actriz y humorista, seguía sin encontrar trabajo y tampoco me ofrecían bolos remunerados, así que me apunté a una agencia de colocación temporal, me inventé un currículum y acepté un puesto como secretaria en la sección de «Diarios» del Daily Mail. Por entonces, mi presencia en el circuito de la comedia londinense se reducía a imitar la forma de caminar de los historiadores de la tele, y por lo general no tenía muy buena acogida. Al menos no durante los primeros siete minutos. Hay una regla en el mundo de la comedia por la cual siempre debes empezar por tu chiste más redondo, y recuerdo haber pensado: Mierda, si no se han reído con David Starkey, no les va a gustar Dan Cruickshank, que es menos conocido todavía.
Por entonces, ni siquiera sabía reconocer una buena historia. Un domingo pasé casualmente por delante del River Café, un restaurante de mucho postín en los alrededores de Hammersmith, y vi que se celebraba una fiesta de algún tipo. Me detuve a observar a un hombre de cierta edad que bailoteaba de aquí para allá. Estaba borracho como una cuba y bailaba realmente mal. Me pareció hilarante. Me lo pareció porque, por una vez, no era mi padre el que bailaba fatal. El caso es que luego aquel hombre se encaramó a una silla de plástico y se puso a hacer no sé qué extraño paso de baile, hasta que se cayó y tiró unas cuantas sillas más por los aires. Yo me eché a reír. Luego me percaté de que era Alan Yentob, a la sazón jefe de programas de entretenimiento de la BBC, pero ni así caí en la cuenta de que allí había una buena historia. Tenía su gracia que Alan Yentob se cayera de una silla de plástico, eso fue lo único que pensé. Después me fui a casa y me puse a ver Antiques Roadshow, el programa de compra y venta de antigüedades. Al día siguiente, sin embargo, se lo comenté de pasada a una compañera de trabajo, y como es un hacha en lo suyo, convirtió la anécdota en un artículo de fondo de cuatrocientas palabras. Alan Yentob se cae de una silla de plástico, ¿quién lo hubiese dicho? Lo pusieron a caldo.
Fue un escándalo. Lo menos que cabía esperar de él, siendo el jefe de programas de entretenimiento de la BBC, era que bailase como Fred Astaire. ¿A qué demonios jugaba la BBC? La cosa no sería tan grave si Yentob fuera el jefe de documentales o algo igual de sesudo, pero era el jefe de entretenimiento y ni siquiera sabía bailar como Dios manda. Las clases de baile no cuestan una fortuna. ¡Estamos hablando de alguien que ganaba trescientas veintiuna mil libras esterlinas al año! Le estábamos pagando ese dineral y él ni siquiera se molestaba en apuntarse a clases de baile. Y para colmo se había dejado barba. Le estábamos pagando para que se la recortaran y acicalaran. ¿Qué tal os sienta eso, contribuyentes? Habéis estado pagando para que Alan Yentob vaya a que le recorten la barba. La próxima vez que lo veáis en la tele, podréis afirmar sin temor a equivocaros que le habéis pagado la factura del barbero. ¡Es un escándalo sin precedentes! Si Nostradamus me hubiese dicho cuando yo tenía catorce años que a los treinta y tres sería la culpable de que se publicara un artículo periodístico sobre la inocente caída de un hombre que la derecha usaría para generar polémica y atacar la televisión pública, no habría dado crédito. Pero su increíble profecía se habría cumplido.
Lo que hacemos para ganarnos la vida no nos define como personas, pero se nos juzga en función de ello. Fijaos en Hitler. Era un artista de enorme talento, y sin embargo sólo se le recuerda por su forma de ganarse el pan, como un psicópata con tendencias genocidas. Total, que me apunté a Celebrity Squares.
Cuando llegué al estudio de grabación, coincidí entre bastidores con Dame Edna Everage. Acababa de grabar el programa que se emitiría antes que el mío. Por ese concurso han pasado unos cuantos famosos, ya lo creo, como Jonathan Ross y... otros. El caso es que en aquella ocasión no hablé con Dame Edna Everage sobre la mutilación genital femenina. Parecía un poco preocupada. Ya en el plató, me tocó sentarme por encima de Reece Shearsmith, de la serie cómica The League of Gentlemen, y al lado de Andi Peters, la mitad del dúo «Edd el Pato», que no paraba de caerse de la silla, según él porque su asiento no era lo bastante ancho. Estoy segura de que a Andi no le importará que cuente esta anécdota. El público del programa lo sabía, porque Andi desaparecía una y otra vez, así que es como si uno de los espectadores lo hubiese contado en su blog o algo parecido. Probablemente se convirtió en la comidilla del día en Twitter. Estoy segura de que a él no le molestará que se sepa. Hizo un excelente papel en el concurso, y se mostró divertido y carismático. Además, esto lo cuento en un capítulo sobre la mutilación genital femenina. Si a Andi Peters se le ocurre quejarse porque he revelado que se cayó de una silla durante la grabación del concurso Celebrity Squares, va a quedar como un tiquismiquis. Además, siempre puede decir que ese día estaba un poco desorientado por haber salido de casa sin su pato.
Cuando logramos reunir el dinero necesario para rodar el documental, lo hicimos en una tarde en el sótano del pub King’s Head de Crouch End, un maravilloso club de la comedia y el más longevo de Londres, capitaneado por el legendario recopilador de chistes Peter Graham. Colin Dench, un productor al que yo conocía, lo rodó con tres cámaras, como en la tele. Leyla no sabía qué preguntas iba a hacerle, pero acordamos que, dijera lo que dijera, ella intentaría contestar sin perder la compostura. Más tarde, le pregunté qué había significado el documental para ella, y me dijo: «Para mí, no se trata de restar importancia al sufrimiento que provoca la mutilación genital femenina, sino de reírme de un sistema concebido para controlarme. La cultura concede prestigio social a la mutilación genital femenina. Al reírme de ella, rebajo ese prestigio social. Le quito importancia, tal como los raperos han reivindicado para sí la palabra “negraco”. Mi reacción ante la mutilación genital femenina es reírme de ella. No tomármela tan en serio. Tiene una categoría social que no se merece, y que proclama: “Serás virgen hasta que te cases.” ¿Pues sabes qué? Conmigo no ha funcionado.»
Rodamos el documental y lo editamos enseguida. Las prisas se debían a que queríamos proyectarlo en la función benéfica del Bloomsbury Theatre, pero antes tanto Leyla como yo decidimos enseñárselo a un grupo de supervivientes de la mutilación genital femenina, sólo para asegurarnos de que no nos habíamos equivocado por completo en la forma de abordar la cuestión.
Leyla me dijo hace poco: «No conozco a una sola víctima de la mutilación genital femenina que se sintiera ofendida por nuestro documental. Las supervivientes con las que he hablado me han dicho que les dio la oportunidad de reírse de ello, algo que buena parte de ellas no había podido hacer hasta entonces. A muchas les pareció una experiencia catártica.»
Si el documental funciona es porque fue idea de Leyla y porque ella es la protagonista. Para mí fue un privilegio desempeñar un papel secundario. Leyla me ha enseñado muchísimo sobre la vida y la comedia, y también sobre mi propia forma de abordar el humor. Ella no cree que deba haber temas intocables. Lo único que hay que tener claro es quién o qué es el objetivo. El documental que hicimos juntas, por ejemplo, tenía por objetivo fomentar la concienciación en torno a la mutilación genital femenina, por lo que no hablaba de las víctimas sino de la ignorancia ajena. Era una versión exagerada de las experiencias de la propia Leyla. Su sabiduría y generosidad me liberaron como humorista. Pero es imposible contentar a todo el mundo, por lo que al final tienes que seguir tu instinto y cruzar los dedos. Otra cosa que aprendí es que todos podemos equivocarnos, pero para mí el fracaso no es equivocarse, sino no atreverse siquiera a intentarlo.
Leyla dice que la concienciación es una de las claves para combatir la mutilación genital femenina en el Reino Unido. Hay una gran confusión en torno a esta práctica, y mucha gente sigue sin saber qué significa. En los últimos años la lucha contra la mutilación genital femenina ha recibido un gran impulso por parte del gobierno y los medios de comunicación, y activistas infatigables como Leyla y sus compañeras son las encargadas de conseguir que no bajemos la guardia. El informe de la comisión especial del Ministerio del Interior sobre la mutilación genital femenina, en el que se defiende la necesidad de poner en marcha un plan de prevención a nivel nacional y se califica de escándalo mayúsculo la incapacidad del gobierno para atajar la mutilación genital femenina en el Reino Unido, es el resultado de la recogida de firmas impulsada por Leyla en internet. Podéis encontrar dicho informe en la página web del Parlamento británico.
Los medios de comunicación, la cultura y el arte pueden desempeñar un papel fundamental en la lucha contra la mutilación genital femenina, ejerciendo de altavoces y no consintiendo que el problema caiga en el olvido. Leyla me dio permiso para reírme de la mutilación genital femenina, la ideología que la justifica y quienes la practican. Lo único que yo tuve que hacer fue asegurarme de que mi número sobre la mutilación genital femenina no fuera una birria. Y me di cuenta de que lo mismo valía para todos y cada uno de los temas supuestamente polémicos que existen.