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Las mujeres que adoptan una actitud determinada reciben a veces el calificativo de “agentes patriarcales”. También se las conoce simplemente como “arpías”.»
En el tercer episodio de Bridget Christie Minds the Gap, mi serie de programas radiofónicos que se emitió en la primavera de 2013, quería explicar cómo la misoginia, a lo largo de miles de años, ha condicionado la forma en que las mujeres se tratan unas a otras en sus relaciones cotidianas. Algo tan complejo y sutil que, cuando intentas explicárselo a otra persona, acaba creyendo que has perdido la chaveta. En las siguientes páginas, para demostrar que no estoy loca, intentaré llegar al fondo de la cuestión con la ayuda de unos gusanitos de trigo ecológicos a las finas hierbas, un banco de iglesia y una bolsa de ropa sucia.
La feminista A no es mejor que la feminista B (¡o el feminista, ojo!) porque sepa quién es Ariel Levy. Eso da igual. Algo tan fundamental y básico como la igualdad de derechos para las mujeres es patrimonio de todas las mujeres, no sólo de las que han leído más sobre el tema. Sea cual sea tu tipo de feminismo, ten por seguro que será el mejor para ti. Puedes adaptarlo a tu estilo de vida, al igual que el ejercicio o la dependencia del alcohol.
Yo no soy mejor feminista por el hecho de usar Dr. Martens. Aquí no hay jerarquías, aunque a veces da la impresión de que sí, desde luego. No necesitas una licenciatura en estudios de género o teoría feminista para comprender la ideología que hay detrás del feminismo. La pedantería intelectual no es sino una forma erudita de ejercer la superioridad sobre los demás. Es como mirar un chándal con desdén, pero en el plano mental.
Deberíamos invertir nuestras energías en luchar por los fines comunes, no en discutir por la forma de alcanzarlos. Deberíamos celebrar las diversas voces del feminismo, no burlarnos de ellas. Yo acabé de escribir este libro con más de un año de retraso por miedo. Miedo a no estar haciéndolo bien. Miedo a la reacción que suscitaría en el seno del feminismo. Miedo al desprecio de mis hermanas feministas. Absurdo, ¿verdad? Que un movimiento que lucha para que se oiga la voz de la mujer pueda ser también lo que las hace enmudecer. Pero entonces me dije: Bueno, ésta es mi forma de escribir este libro, así que sólo puede ser la buena. Si intento escribirlo prescindiendo de mi esencia, no será un libro para ellas, ni para ellos, ni para nadie. Ni siquiera sería un libro para mí. Además, si lo vendiera como un libro escrito «en clave de humor», habría montones de feministas que nunca lo leerían.
No necesitamos saberlo todo. Las mujeres que colaboran en Kenia con la organización FORWARD, concienciando a las comunidades locales y tratando de erradicar la mutilación genital femenina, tal vez no hayan leído Feminismo cultural frente a posestructuralismo, la crisis de identidad en la teoría feminista, de Alcoff. Una mujer británica que vive en un centro de acogida con sus tres hijos tras haber reunido el valor suficiente para dejar a su marido maltratador, seguramente no llamará a su madre después de acostar a los niños para charlar sobre la epistemología hegemónica en el discurso feminista.
Gloria Steinem dijo en cierta ocasión, en una entrevista: «Escucha tu voz interna y síguela [...]. Lo importante no es que [las jóvenes] sepan quién soy yo, sino quiénes son ellas.»
No tengo ni la más remota idea de por qué hacemos lo que hacemos. Yo no soy una estudiosa del feminismo. De hecho, ni siquiera soy feminista. Soy Bridget Christie. Había oído decir que la comedia necesitaba un toque feminista y fingí saber a qué se referían. Y aquí estoy, metida hasta el cuello. No debería dedicarme a hacer humor sobre las complejidades de la mente femenina. Ni siquiera conozco mi propia mente.
Por lo general, me limito a copiar cosas de internet y las incorporo a mis números. Para este episodio, busqué en google «explicación mujeres». No encontré nada. Luego busqué «artículos académicos sobre las complejidades del comportamiento femenino». Se me colgó el ordenador.
Pero si unimos nuestras fuerzas, no podemos equivocarnos. A lo largo de la historia, las mujeres no hemos tenido acceso al poder real. Hemos tenido que contentarnos con el pariente pobre del poder, el estatus. Y esta lucha constante por hacerse un hueco en la jerarquía social saca lo peorcito de nosotras. O eso o Dios estaba cargado de razón y somos sencillamente malas.
Ya sé que ahora mismo tal vez no lo parezca, pero sí que soy feminista. Nada me gusta más que una generosa porción de mujer. Y siempre me alegro horrores de encontrar a una mujer esperándome, espátula en mano y con una sonrisa en los labios, cuando voy a hacerme la citología. Pero no vamos a arreglar nada dando por sentado que todas las mujeres son fantásticas, a todas horas, porque no lo somos. Algunas de esas enfermeras pueden ser muy desagradables. Recuerdo una que tardó tanto, y era tan brusca, que sospecho que su reloj de muñeca sigue metido ahí dentro. Y creo que hubiese sido buena idea averiguar cómo funcionaba el espéculo antes de introducirlo en mis partes. Es una lástima. Antes me hacía una ilusión tremenda someterme a un frotis cervical, pero ahora, por su culpa, ya no le veo la gracia. Lo último en lo que quieres pensar mientras te raspan el cuello del útero es: «Ostras, ¿qué fue de la solidaridad entre mujeres?»
Para mí las mujeres son criaturas hermosas, capaces de demostrar una increíble elegancia, dignidad, fuerza, paciencia y resistencia. Pero también podemos ser perversas, vengativas, despreciables, rencorosas y maliciosas. Y podemos serlo todo al mismo tiempo. Porque somos mujeres. Somos geniales y podemos hacer varias cosas a la vez. Nos hemos visto obligadas a perfeccionar el arte de la manipulación y la astucia a lo largo de miles de años, hasta el punto de que no sólo los hombres ignoran que lo hacemos, sino que, la mitad del tiempo, ni siquiera nosotras somos conscientes de ello. Ésa es la razón por la que las mujeres son tan buenas espías. Stella Rimington ni siquiera sabía que era la directora general del MI5 hasta que la prensa filtró la noticia.
Nadie creería lo que he llegado a tener que hacer para mantener a determinadas mujeres lejos de mi marido imaginario. Y os aseguro que no es algo de lo que me enorgullezca. ¿Recordáis aquel volcán islandés que entró en erupción y obligó a cancelar un porrón de vuelos? Eso fue cosa mía. La ex novia de mi marido imaginario, que vive en Estados Unidos, iba a venir de visita y pretendía quedar con él para «ponerse al día», así que me dediqué a dar botes como una loca hasta resquebrajar las placas tectónicas. Algunas de mis mejores amigas dijeron que nada más verlo supieron que había sido yo. La verdad es que después de hacerlo me sentí un poquito culpable, no porque me hubiese mostrado mezquina e insegura, ni porque me hubiese rebajado a hacer algo indigno de mí, sino porque fastidié la agenda del presidente Obama. Mujeres, debemos aprender que este tipo de comportamiento irresponsable puede tener graves consecuencias.
En los viejos tiempos las mujeres apenas podían dar rienda suelta a sus tendencias dictatoriales –salvo por Catalina la Grande, Isabel I de Inglaterra, Juana de Arco y Boudica, reina de los icenos–, pues su capacidad de decisión se limitaba a las creencias religiosas de la familia y la marca de papel higiénico. Tradicionalmente, el poder que ejercíamos se manifestaba sobre todo en el ámbito doméstico. Por eso nos lo tomamos tan a pecho cada vez que alguien nos acusa de ser malas madres, malas esposas o de haber elegido un papel pintado «demasiado barroco». Y sí, estoy poniendo a mis hijos al mismo nivel que el interiorismo. Mi papel pintado es de William Morris, dicho sea de paso, y no tiene nada de barroco. De hecho, le vendría bien un poco más de color. Y así ha sido siempre.
Escribí este sketch «cavernícola» para el programa de radio a fin de demostrar cómo podemos llegar a ser las mujeres:
RUIDOS CAVERNÍCOLAS UNA CAVERNA. HACE MUCHOS MILES DE AÑOS.
FRED: Bridget, ¿quieres que hable como un neandertal en este sketch?
BRIDGET: Sí, Fred, si eres tan amable. Eso sería genial.
FRED: Hecho. Mmm... ¡Mujer!
BRIDGET: ¿Sí, Ugg?
FRED: Antes no me he acordado de decírtelo, pero se ha instalado una mujer en la caverna de al lado y hace un rato ha venido a pedir un poco de sílex prestado.
BRIDGET: ¿Ha venido a por sílex?
FRED: Sí.
BRIDGET: ¿Para usarlo ella misma?
FRED: Ya lo sé, a mí también me ha parecido raro.
BRIDGET: Bueno, no es algo que se vea todos los días, desde luego. ¿Qué más ibas a decir?
FRED: Nada. Sólo eso.
BRIDGET: ¿«Sólo» eso? ¿Una desconocida viene a pedirte sílex prestado y crees que vamos a dejarlo así, sin más?
FRED: Bueno, es que no ha pasado nada. Ha venido, ha echado un vistazo y luego se ha ido.
BRIDGET: ¿De qué habéis hablado?
FRED: De nada, en realidad.
BRIDGET: ¿O sea, que ninguno de los dos ha abierto la boca? Un poco extraño, ¿no?
FRED: Bueno, mientras yo buscaba el sílex, ella ha hablado un poco.
BRIDGET: ¿Y qué ha dicho?
FRED: Nada importante. Sólo hablaba por hablar.
BRIDGET: ¿Pero de qué?
FRED: Bueno, se ha fijado en nuestras pinturas rupestres y ha dicho que tienen más de «arte decorativo» que de «bellas artes».
BRIDGET: ¿Y qué se supone que quería decir con eso? ¿Qué es el arte?
FRED: Al parecer, el arte decorativo lo componen todas las cosas que nos gusta tener en las paredes de casa. Ya sabes, algo que puedes consumir de forma pasiva, que no requiere demasiado esfuerzo intelectual. Como una escena de caza, un bisonte o cualquier cosa que lleve la firma de Jack Vettriano.
BRIDGET: Ah, vale. ¿Y te ha contado todo eso sin conocerte de nada? ¿Cuánto tiempo se ha quedado? ¿Dónde estaba exactamente? ¿Y qué llevaba puesto? ¿Le has pedido opinión sobre nuestras pinturas rupestres o te la ha dado sin que viniera a cuento? ¿Qué más ha dicho? Cuando no hablaba, ¿tenía la boca ligeramente entreabierta o cerrada del todo?
FRED: Mmm..., en realidad no me he fijado...
BRIDGET: (interrumpiendo) ¿Te ha preguntado dónde estaba yo? ¿Está casada? Cuando te ha pedido el sílex, ¿cómo lo ha dicho? ¿Y a qué distancia de ti? ¿En qué palabra puso el énfasis? Porque si fue en la palabra «sílex», tipo «¿Podrías prestarme un poco de “sílex”?» en lugar de «¿Podrías prestarme un poco de sílex?», os habéis metido los dos en un BUEN LÍO.
FRED: Ah, en realidad se le ha olvidado coger el sílex. BRIDGET: ¡No se le ha olvidado, Ugg! No ha venido por el sílex. ¡Esto no tiene nada que ver con el sílex, ni con nuestras pinturas rupestres! Qué buena es. Muy buena. Ni siquiera nos hemos visto y ya me gana por la mano. Bueno, tendré que hacerle una visita y ver qué animales tiene en sus paredes, ¿verdad? Y le llevaré el sílex que se ha dejado. Le diré: «Aquí tienes tu SÍLEX. Creo que te lo has OLVIDADO.»
FRED: Yo creo que sólo quería un poco de sílex. Parecía muy agradable.
BRIDGET: ¡No, Ugg! Yo sé exactamente qué se proponía, porque la semana pasada le hizo lo mismo a Wilma.
Yo no vivo en una caverna, claro está,* sino en Stoke Newington, que está en la zona alta de Londres, donde algunas mujeres son bastante dadas a emitir juicios críticos. Sobre todo si son madres. Te critican por minucias como que tu bebé lleve un chupete en la boca. O un pitillo.
Esta «crianza competitiva» es una forma estupenda de que las mujeres conquistemos prestigio social a costa de las demás. Un día estaba en una zapatería y mi hijo ofreció uno de sus gusanitos de trigo ecológico Organix a otro niño, cuya madre no tardó en poner el grito en el cielo. Me refiero a que gritó de verdad. En medio de una zapatería. Y todo por un diminuto trozo de trigo inflado.
A eso se dedican las madres londinenses de clase media. Chillan al ver que un tentempié no identificado se acerca a sus hijos. Era un gusanito de trigo ecológico a las finas hierbas, por el amor de Dios. No es que el ISIS irrumpiera en la zapatería, ni que el techo se viniera abajo. Tampoco acababan de decirle cuánto cuestan unas Converse para bebé. Puso el grito en el cielo por un gusanito de trigo ecológico.
Buenas noches. A continuación, los titulares de hoy. Una mujer se recupera en el hospital de la conmoción sufrida cuando otra mujer con fuerte acento regional ha ofrecido un gusanito de trigo ecológico a su hijo de corta edad, que en el momento del incidente se estaba probando unas zapatillas Converse para bebés.
Por su parte, la mujer que ha ofrecido el tentempié al menor, y que ha pedido permanecer en el anonimato, ha dicho que la madre de Islington ha sacado las cosas de quicio y la ha tachado de histérica.
El ministro de Sanidad, Jeremy Hunt, ha manifestado que, si bien los padres deben controlar lo que comen sus hijos, no hay motivo para perder la calma. A renglón seguido, y antes de volver a esconderse detrás de un arbusto, ha añadido que habría que acortar el plazo legal para la interrupción del embarazo.
En otro orden de cosas, la bailarina de burlesque Dita Von Teese también se esconde estos días, pero detrás de unas plumas. Y lo llama arte.
Era evidente que aquella mujer había dado por sentado, ya fuera por mi acento, o porque llevaba la ropa manchada de vómito, o porque mi bebé estaba fumando un pitillo, que mi hijo estaba comiendo algo que el suyo no debería probar. En otras palabras, su hijo era mejor que el mío. Cuando mis hijos eran pequeños no les daba patatas fritas de bolsa debido a su elevado contenido en sal, pero aunque lo hubiese hecho eso no me convertiría en una mala madre. Ni siquiera el hecho de haberlos dejado olvidados en el súper y no haberme percatado de ello hasta que estaba a punto de llegar a casa me convierte en una mala madre.
Aquella mujer no me hizo sentir odio, sino lástima. Cuando renuncias a trabajar y tienes hijos, tu mundo se ve muy reducido. Nadie habla contigo, ni te pregunta nada. Las cosas más triviales se convierten en grandes cuestiones. Tienes que reafirmarte de algún modo, aunque sea gritándole a un gusanito de trigo ecológico. Puede que fuera eso, o que sencillamente fuese una imbécil y una estirada. Como he dicho de entrada, no lo sé. Es complicado.
Pero esta necesidad de controlar hasta el último detalle de nuestras vidas, y de conservar un puesto de trabajo sin por ello dejar de estar divinas, nos trae por la calle de la amargura. De vez en cuando me da por pensar que no estaría mal morirse un ratito. No para siempre, sólo el tiempo suficiente para poder leer el diario de cabo a rabo.
El tiempo del que dispongo para mí misma estos días es tan escaso que me veo obligada a tomar medidas drásticas. Todos los domingos a mediodía finjo que tengo cagalera sólo para poder leer la hoja parroquial. Cuando estoy en casa, no pasa un segundo sin que alguien me pida algo a gritos. ¡Tengo hambre! ¿Dónde están mis zapatos? ¿Me limpias el culo? ¡Me he hecho pis encima! Y eso sólo cuando vienen mis suegros de visita.
El caso, volviendo a las relaciones entre mujeres, aunque yo no tengo ninguna, es que son realmente complejas y nunca llegaremos a entender del todo qué impulsos las guían. Algunas relaciones se convierten en luchas por el poder sin que nadie sepa muy bien por qué. A ver qué opináis de esto que os voy a contar.
Estando embarazada de ocho meses fui a ver una función navideña y tuve que quedarme de pie porque no había ningún asiento libre. Esto fue lo que pasó.
UN HOMBRE: (en voz baja) Ah, siéntese aquí. ¡Y enhorabuena!
YO: (en voz baja) Ah, gracias. Es usted muy amable. ¿Está seguro?
HOMBRE: Sí, por supuesto. Faltaría más.
Entonces la esposa del hombre caballeroso me miró con infinito desprecio y le dijo a su marido: «¿Por qué lo has hecho? Te has quedado sin asiento. Hemos venido pronto para poder sentarnos juntos.»
HOMBRE: Está embarazada. ¡Es una función navideña! ¿Conoces la historia?
A lo que la mujer replicó entre dientes: «Eres muy bueno, cariño.»
Y todo esto lo dijo estando yo sentada a su lado. Era como si fuera invisible. Pero en realidad estábamos tan cerca que cada vez que la mujer movía la cabeza me rozaba la cara con el pelo, lo que resultaba muy molesto. He dicho «pelo», pero en realidad era una maraña de serpientes. No sé por qué se comportó de ese modo. ¿Lo hizo porque había perdido el control en el asunto de las sillas? ¿O era algo que iba mucho más allá? Creo que cuando las mujeres se comportan así, a menudo se debe a su inseguridad, o bien... a que sencillamente son unos ogros.
Pero no sólo nos vapuleamos las unas a las otras en las zapaterías y las iglesias. Las oficinas pueden llegar a ser auténticos nidos de víboras. El entorno laboral sigue siendo algo relativamente nuevo para las mujeres, por lo que aún estamos buscando el modo de encajar en él. Los ascensores son especialmente complicados para nosotras, con todos esos botones, números, sistemas hidráulicos, espejos y esa pésima iluminación que destaca nuestros defectos. Ni siquiera podemos subir y bajar sin que nos hundan la autoestima.
En cierta ocasión, hace muchos años, cuando trabajaba para un diario, una columnista galardonada por su trayectoria profesional que pertenece al grupo demográfico de madres trabajadoras de mediana edad y que a menudo escribe sobre cuestiones relacionadas con la mujer y el feminismo, me pidió que le hiciera la colada. No es que me pusiera en las manos una botella de Vanish y los calzoncillos usados de su marido y me deseara suerte, sino que me dio una bolsa de Harrods llena de ropa sucia para que se la llevara a la lavandería.
Hasta ese momento, yo había tenido una buena relación con ella. Proveníamos de un entorno similar, nos habían educado de forma parecida y a ambas nos pirraba contemplar fotos de caniches. Todo iba a pedir de boca hasta que me pidió que le hiciera la colada. Por entonces yo tenía treinta y tres años. Llevaba casi veinte trabajando como administrativa y de pronto me veía reducida a lidiar con la ropa sucia de otra mujer. Aquello me hizo sentirme humillada y menospreciada.
Evidentemente le contesté: «¿Cómo? No me parece una buena idea. ¿A ti te lo parece?»
En honor a la verdad, debo decir que se deshizo en disculpas y se mostró abochornada por haberme pedido que le lavara la ropa, y yo pensé que ahí se quedaría la cosa. Pero luego me pidió que le llevara la bolsa a una de las otras secretarias, así que esperé hasta que una de ellas tuvo que ir al lavabo, la dejé encima de su escritorio y me escabullí a toda prisa. ¡No había solucionado nada! Me había limitado a cargarle el mochuelo a otra mujer. Pero la gran pregunta es: ¿por qué me pidió la columnista que le hiciera la colada? ¿Para recordarme que en realidad no éramos iguales? No tengo ni idea. Si ni siquiera las profesionales feministas, entre las que me incluyo, las que defienden los derechos de la mujer en el ejercicio de su profesión, son conscientes de que ellas mismas forman parte del problema, estamos apañadas.
Nunca averigüé qué pasó con aquella bolsa de ropa sucia. Me gusta pensar que la otra mujer tampoco aceptó el encargo, y que a su vez se lo pasó a otra compañera, y así sucesivamente hasta que la bolsa acabó regresando al despacho de la columnista, donde sigue. Apestando como un ratón electrocutado en una caja de plomos.
Conste que no tengo nada en contra de las tareas de la casa o los trabajos considerados menores. Al contrario, disfruto bastante con ellos. Que sea feminista no quiere decir que no disfrute de la vida doméstica. Me encanta pasar la aspiradora, hacer la colada, preparar pasteles. No a todas horas, claro está, porque eso es de lo más aburrido. Por eso pago a otras mujeres para que lo hagan por mí. Pero dejad que os diga que, cuando me meto en la cocina, mi tronco de chocolate está para chuparse los dedos. Por cierto, se puede ser feminista y tener mujer de la limpieza. La limpieza no es el quid de la cuestión. Yo pago a una mujer de la limpieza para que haga su trabajo, que consiste en limpiar, pero no le pido que haga por mí otras cosas que no tienen nada que ver con la limpieza, como emitir mis facturas, o planificar mis actuaciones, o escribir este libro. No cuando puedo acostarme con alguien que hará todas esas cosas por mí con tal de prosperar en este oficio.
Por lo menos la columnista de marras no se valió del sexo para manipularme y conseguir así que le hiciera la colada, que es otro de los métodos empleados por algunas mujeres para conseguir lo que quieren. ¿Me permitís subrayar, llegados a este punto, que soy feminista? Creo en la igualdad social, en los derechos económicos y políticos de las mujeres, y no creo que una mujer deba sufrir opresión sencillamente por ser mujer. Puede sufrir opresión por otros motivos, pero no por ser mujer.
Yo trabajé durante un tiempo con una chica muy pija llamada Emily que un día vino a trabajar con el brazo en cabestrillo porque le dolía de haberse secado el pelo con secador la víspera. Así que los hombres de la oficina se ofrecieron para hacer sus tareas. Después de aquello, no podía tratarla como a una igual. Mary Wollstonecraft, autora de la obra Vindicación de los derechos de la mujer, que se publicó en 1792, pasó por nuestra oficina como empleada temporal. Fue después de trabajar con Emily cuando escribió lo siguiente:
Las mujeres se encuentran tan degradadas por nociones erróneas acerca de la excelencia femenina que no pretendo hacer una paradoja cuando afirmo que esta debilidad artificial genera cierta propensión a la tiranía y fomenta la astucia, que las lleva a adoptar esos deleznables gestos pueriles que socavan su estima personal aun cuando despierten el deseo ajeno.
Yo jamás usaría el sexo para manipular a alguien de mi entorno laboral con fines egoístas. Aunque sí lo haría por una buena causa. En cierta ocasión obligué a un ex novio a pagarme a cambio de sexo, pero no a mí directamente, sino que le hice ingresar el dinero en la cuenta de donaciones de la Fawcett Society. Aquel masaje de pies ha dado sus frutos en forma de campañas de concienciación y debates preelectorales.
Pero comportarse como una casquivana escasa de luces no es la única opción. Algunas mujeres desprecian a las demás reivindicando una especie de masculinidad honoraria de la que se sienten muy orgullosas. En cierta ocasión, una agente inmobiliaria me dijo, mientras intentaba venderme una propiedad: «Yo es que no tengo amigas. Las mujeres no me caen bien. Las cosas que dicen me sacan de quicio, y sus voces me parecen de lo más crispantes. La verdad es que los hombres me caen mejor.» Así que le dije: «Bueno, pues me parece que aquí se acaba la visita, ¿no crees? Más que nada porque soy una mujer...» Agente patriarcal.
Cuando una mujer alcanza el poder con mayúsculas, son la prensa y los medios de comunicación los que se encargan de desautorizarla y degradarla. Da igual que haya ganado una medalla de oro, que la hayan nombrado ministra o que le hayan concedido por segunda vez el Booker Prize a la mejor novela, porque al final todo se reduce a su trasero respingón, la altura de sus tacones o su tasa de fertilidad.
Y a los medios de comunicación nada les gusta más que inventar conflictos ficticios entre nosotras para perpetuar el mito de que las mujeres somos así, de que no deberíamos ocupar puestos influyentes y de que sólo hay dos tipos de mujeres: las que tienen ideas propias, que son malvadas y peligrosas, como Hilary Mantel, es decir, «arpías», y las mujeres buenas a las que no se les permite opinar, como Kate Middleton. Mantel ha ganado el Booker Prize. Dos veces. Tiene el título honorífico de Dame.
La conferencia «Cuerpos reales», que Mantel pronunció en el British Museum para la revista London Review of Books, abordaba el proceso de mercantilización de la realeza a lo largo de los siglos, pero la acusaron de lanzar un «escandaloso y viperino ataque» contra Kate Middleton. El Daily Mail eligió el siguiente titular: «Una princesa de plástico diseñada para procrear.»
Nos gustaría creer que todo esto lo hicieron hombres, pero no es así. Y las revistas de mujeres están repletas de críticas mezquinas, despiadadas y superficiales (no sé por qué me dedico a escribir detestables artículos para ellas), pese a que las redactan mujeres y las leen mujeres.
Muchas veces no nos fijamos en cómo nos tratamos las unas a las otras porque los hombres nos siguen tratando fatal. Pero tenemos que hacerlo. Las mujeres siempre han sido mis críticas más despiadadas. Las cosas por las que me han criticado, y de las que me han acusado, son las peores que he leído nunca sobre mí misma.
Como ya he dicho, quiero que este libro transmita un mensaje positivo y no me interesa demasiado poner de vuelta y media a otras mujeres, porque eso sería un poco corto de miras, sobre todo teniendo en cuenta la cantidad de violadores, maltratadores y pedómanos de librería en los que tendríamos que centrar nuestros esfuerzos.
Pero ni todos los hombres son opresores, ni todas las mujeres son salvadoras. Algunas son seres detestables que piensan cosas detestables, y otras somos buena gente. Y hasta que la empresa de demoscopia Ipsos MORI haga una encuesta entre racistas, homófobos, tránsfobos y misóginos para averiguar cuántos de ellos son hombres y cuántos mujeres, tendremos que dar por sentado que hay la misma cantidad de cretinos en uno y otro bando.
Cabría añadir, no obstante, que según un estudio de opinión de lo más estúpido llevado a cabo por Ticketmaster en 2013, los hombres son más proclives a reírse con el humor «basado en la raza» que las mujeres. ¿Basado en la raza? ¿Qué significa eso, que los hombres se ríen más que nosotras con los chistes racistas? ¿Que se ríen de los racistas? Creo que Ticketmaster tiene que volver a plantear la pregunta, sólo para salir de dudas. Se trata de una distinción importante.
El caso es que no podemos saber a ciencia cierta si la mujer media es mejor persona que el hombre medio. No disponemos de esas cifras. Lo que sí sabemos, sin embargo, es que las mujeres no han impedido a los hombres estudiar, votar, trabajar como guionistas para La extraña pareja, entrar en la iglesia con pantalones, correr la maratón, participar en los Juegos Olímpicos, presentarse a unas elecciones, usar tarjetas de crédito, convertirse en astronautas, entrar en el ejército o acceder a clubs privados.*
Sabemos que el UKIP es menos popular entre las votantes de sexo femenino, pero eso podría deberse al simple hecho de que somos unos pendones desorejados y no hay diputados del UKIP lo bastante atractivos como para llevárnoslos al huerto. Y menos ahora que se han largado a Negrolandia con un búho y un tarro de miel para contemplar la flora local. Y ya sabemos que David Cameron no es popular entre las votantes del sexo femenino, pero eso es sólo porque les preocupa que, si van con él a un pub para hablar de política, se largue sin previo aviso aprovechando que han ido al lavabo. Y también sabemos que Ed Miliband no es popular entre las mujeres porque su hermano es más guapo. Y que Nick Clegg no lo es porque no echó del Partido Liberal Demócrata a Lord Rennard, denunciado por acoso sexual, por más que una investigación interna dictaminara que dichas acusaciones carecían de base legal.
Pero el poder que las mujeres ejercen a través de añagazas de todo tipo no es verdadero, porque implica manipular a los hombres, seducirlos o bien granjearse su aceptación. ¡Cuando una mujer ejerce verdadero poder, los hombres no tienen nada que ver con ello! No hay ningún hombre detrás del verdadero poder femenino. No sale ninguno en los retratos de mujeres poderosas. Si la mitad de la población se extinguiera de pronto (la mitad masculina, claro está), estas mujeres seguirían conservando su poder, que obtienen de fuentes muy diversas: pericia, talento, perspicacia, valentía o conocimiento. O que puede deberse sencillamente al respeto. En las sociedades matriarcales (unas seis en todo el mundo), las mujeres son poderosas por la sencilla razón de que esa cultura decidió que lo fueran, lo que no tiene nada de malo. Pero una mujer realmente poderosa jamás estará en deuda con «el Hombre» ni con ningún hombre en particular.
Por supuesto, hasta hace relativamente poco, las mujeres y las niñas no gozaban de las libertades que les habrían dado las herramientas necesarias para alcanzar el verdadero poder –educación formal, derechos reproductivos, control de sus bienes y propiedades, instrucciones para saber cómo usar un enchufe eléctrico– y en muchas partes del mundo las mujeres siguen sin disfrutar de esos derechos básicos, pero muchas de nosotras sí los tenemos. Sería una lástima desperdiciarlos.
Me gustaría que las mujeres jóvenes se sintieran empoderadas y liberadas como resultado de sus propias decisiones, actos y logros. Me encantaría que, cuando las mujeres hablan de empoderamiento y liberación, no se dé por sentado que eso implica ejercer control sexual o emocional sobre los hombres. Si el poder que ejerce una mujer emana de algo que no tiene nada que ver con los hombres, es verdadero. En cambio, si su poder depende por completo de la reacción, manipulación, aceptación o seducción de los hombres, entonces es falso. Se lo acabará llevando el viento. ¿Qué pasa si de pronto el hombre cambia de idea? Os daré algunos ejemplos de mujeres a las que considero verdaderamente poderosas. Podéis elegir las vuestras. Recordad, todas somos distintas.
Mujeres verdaderamente poderosas
Aung San Suu Kyi, líder de la oposición política en Birmania (nada que ver con hombres ni con sexo; sólo con la política).
Lynsey Addario, fotoperiodista (nada que ver con hombres ni con sexo; sólo con la fotografía).
Marie Curie, física y química (nada que ver con hombres ni con sexo; sólo con la investigación científica y la radiactividad).
Dame Sally Davies, máxima autoridad sanitaria de Inglaterra (nada que ver con hombres ni con sexo; sólo con la medicina y la compasión).
Mary Beard. Latinista e historiadora (nada que ver con hombres ni con sexo; sólo con la historia, los hechos y las ideas).
Ellen Johnson Sirleaf, presidenta de Liberia (nada que ver con hombres ni con sexo; sólo con la condo-
nación de la deuda externa y la investigación de los crímenes de guerra).
Janet Yellen, presidenta de la Reserva Federal estadounidense (nada que ver con hombres ni con sexo; sólo con pilas de dinero y grandes decisiones).
Mujeres supuestamente poderosas
La mayor parte de las que salen en las obras de ficción (por lo general, algo han tenido que ver los hombres y el sexo en su supuesto poder).
Kim Kardashian (vale, esto podría considerarse poner de vuelta y media a otra mujer, algo que había prometido no hacer, pero venga ya, lo de embadurnarse el culo de aceite para el videoclip fue totalmente ridículo. ¿Qué tiene de poderoso un culo embadurnado de aceite? No tiene nada de poderoso. Si acaso, de resbaladizo. Kim es una diana fácil, y de verdad que no quería usarla como ejemplo de una mujer con falso poder, pero tenía que hacerlo, porque muchas personas la consideran poderosa y porque intentó «petarlo en internet» embadurnándose el culo de aceite, lo que tiene su gracia).
Cuando veo a una mujer hermosa a la que respetan y veneran por su belleza Y SÓLO por su belleza, veo a una mujer a la que puedo admirar, pero no a una mujer poderosa, porque su belleza se desvanecerá, y con ella su poder. Pero el verdadero poder es aquel que se desvanece cuando las urnas te lo quitan, o cuando te dan el finiquito, o cuando te quedas sin pilas o sin ideas, no cuando se te caen las tetas.
No digo que no debamos admirar la belleza. Por supuesto que debemos admirarla. El mundo necesita belleza. Ponerse guapas es divertido y nos hace sentirnos bien. ¡La belleza es maravillosa! Barbara Castle, la impulsora de la Ley de Igualdad Salarial de 1970, se negaba a dejarse fotografiar sin maquillaje, según ella porque: «Me gusta cuidar mi aspecto y creo que todas las mujeres que ocupan cargos públicos deberían hacerlo, por lo que tiene de divertido y para su propia satisfacción.» Pero nunca usó su condición femenina como herramienta política: «Jamás he explotado de forma consciente el hecho de ser mujer. No me atrevería a intentarlo aunque supiera cómo se hace. Respeto demasiado a mis colegas masculinos para creer que podría impresionarlos.» Así que, por supuesto, tenemos derecho a ponernos guapas. Lo único que digo es que nuestra autoestima y nuestras metas en la vida no deberían basarse SOLAMENTE en la belleza. Deberíamos juzgarnos a nosotras mismas en función de nuestro valor personal y de lo que aportamos a la sociedad, porque una vez cumplidos los cuarenta, los cincuenta, los sesenta, los setenta y más allá, vamos a necesitar algo más que nuestro reflejo en el espejo y la adoración de los hombres para sentirnos poderosas.
Los hombres no son los únicos que hacen sentir a las mujeres que belleza y poder van de la mano. Las propias mujeres se encargan de recordárselo unas a otras a todas horas. Las que adoptan esta actitud reciben a veces el calificativo de «agentes patriarcales». También se las conoce simplemente como arpías.
Mirémoslo así: una de cada cuatro mujeres sufrirá algún tipo de violencia doméstica a lo largo de su vida. ¿De verdad hace falta que, además, nos burlemos de ella por tener los tobillos rechonchos? ¿O que nos evadamos mentalmente mientras hablamos con otra mujer en una fiesta y dejemos de hacerlo en cuanto se acerca un hombre? ¿O que reservemos nuestras mejores ideas para cuando estamos en compañía de los hombres porque nosotras no lo valemos?
Una de cada tres mujeres sufrirá algún tipo de ataque sexual. ¿De verdad hace falta que pongamos la zancadilla a las que vienen detrás cuando hemos alcanzado el éxito en nuestra profesión? ¿O que nos enrosquemos un mechón de pelo en torno a un dedo y metamos los pies hacia dentro mientras hablamos con el novio o el marido de otra mujer, pero soltemos el mechón y enderecemos los pies en cuanto él se va a por algo de beber, aunque la respectiva nos esté mirando con el ceño fruncido y lleve puesta una camiseta que pone «Él no sabe qué te traes entre manos, pero yo te tengo calada, así que corta el rollo»?
Una de cada cuatro mujeres será violada. ¿De verdad necesitamos alimentar la noción de que algunas mujeres deberían espabilar y dejar de ser víctimas? ¿O no reírnos con el chiste que cuenta una mujer pero luego desternillarnos hasta que nos salga un enfisema cuando un hombre repita ese mismo chiste, palabra por palabra? ¿O no soportar a otras mujeres bajo ningún concepto, ni valorar sus aportaciones en ninguna materia?
Una vez tuve una cita con un hombre a la que también se apuntó su ex novia, cuyos pies desnudos él acabó masajeando. Trataré de aclararlo, por si os habéis liado un poco. Era mi primera cita con este hombre, pese a lo cual nos acompañaba su ex novia. Y luego él le masajeó los pies. Nos habíamos sentado a una mesa de pícnic con bancos que había en el exterior de un pub (él y yo estábamos el uno frente al otro; ella estaba sentada a su lado). La ex novia se quitó los zapatos, dijo que le dolían los pies y pidió al ex novio que le diera un masaje, algo a lo que él accedió. Ninguno de los dos se ofreció en ningún momento a masajearme los pies (yo llevaba los calcetines y los zapatos puestos y tenía los pies apoyados en el suelo, por si os lo estáis preguntando). Ninguno de los dos prestó la menor atención a mis pies, ni al resto de mi persona, la verdad sea dicha. Fue una de esas situaciones en las que piensas que te has vuelto loca. Pies Descalzos quería hacerme saber que, si ella así lo deseaba, podía arrebatarme a aquel hombre y sus manos, pero lo cierto es que yo no quería ni lo uno ni lo otro, así que ella no tenía el poder que creía tener.
Si os sentís amenazadas por una colega de trabajo, ya sea porque es guapa, o popular, o porque tiene una lengua viperina y no deja títere con cabeza, intentad recordar que os pagan menos que a vuestros colegas hombres por hacer el mismo trabajo. Si eso no fomenta la solidaridad entre mujeres, apaga y vámonos.
Y por último, si sois mujeres y os dedicáis a la política, por favor, intentad abordar los problemas que afectan a las mujeres, o por lo menos ponerlos un poquito de relieve. Y no, Nadine Dorries, eso no significa comparar la investigación de tus gastos personales con la persecución que sufrieron las sufragistas.
Todas las mujeres nos hemos topado en algún momento de nuestras vidas con la madre histérica antigusanitos, la Medusa acaparadora de sillas o la endilgadora de ropa sucia, y si no os ha pasado ninguna de las tres cosas es porque vosotras sois esas mujeres, en cuyo caso va siendo hora de que saquéis esas narices de mi libro, pedazo de arpías. ¡Es broma! Gracias por comprarlo. ¡No os olvidéis de recomendarlo a las arpías de vuestras amigas!
Y de nada sirve que la mitad de nosotras nos empeñemos en tratarnos bien unas a otras. Como buena arpía que soy, sé que nunca dejaremos de mostrarnos mezquinas, vengativas y crueles con otras mujeres, porque en el fondo nos divierte demasiado para renunciar a ello, pero a lo mejor podríamos intentar refrenarnos un poco, por lo menos hasta que logremos erradicar la violencia de género. Lo que puede tardar un poco.
En palabras de Wollstonecraft, «Para que la igualdad sea posible, la sociedad debe cambiar su modo de pensar». La mitad de esa sociedad somos nosotras.
El feminismo ha vivido un par de años fantásticos en lo que se refiere a la atención mediática, y sin embargo, para muchas adolescentes sigue siendo como cuando sus padres se presentan en la discoteca: algo ridículo, embarazoso y que les da ganas de correr a encerrarse en el lavabo.
Muchas personas siguen creyendo que las feministas son unas marimachos lesbianas sin pizca de sentido del humor que odian a los hombres, se abren paso a pisotones en el mundo académico con sus Dr. Martens, se las dan de eruditas usando palabras como «interseccionalidad» y dibujan pantalones en los letreros de los lavabos de señoras. Esto viene del capítulo uno, ¿os suena?
La única feminista famosa a la que conocen las adolescentes de hoy en día es Millie Tant, el personaje de cómic que caricaturiza a las feministas de izquierdas y que protagoniza la viñeta homónima de la revista satírica Viz. Seguramente, Millie Tant ha hecho más por divulgar el feminismo que Germaine Greer. ¿Cuántos hombres han leído La mujer eunuco? ¿Y cuántos hombres leen Viz? Pues eso.
Nadie tiene por qué avergonzarse de ser feminista. Nadie debería sentir la necesidad de empezar una frase con la advertencia «Yo no soy feminista, pero...» porque ser feminista no es lo mismo que ser racista. Las palabras que vengan a continuación, sean las que sean, defenderán a las mujeres o los derechos de las mujeres, seguro. No tenemos por qué curarnos en salud por temor al ostracismo o el rechazo social. Nadie debería decir: «Yo no soy feminista, pero... lo de la lapidación es pasarse un poquito, ¿no?», «Yo no soy feminista, pero... esa violación colectiva en Nueva Delhi me parece algo horrible» o «Yo no soy feminista, pero... no puedo creer que los talibanes hayan disparado a una niña sólo porque quería ir a la escuela».
Creo que debemos cambiar nuestra forma de enfocar el debate. La gran pregunta no es «¿Eres feminista?» sino «¿Acaso no eres feminista?». Ser feminista debería ser nuestra actitud por defecto. Algo que se da por sentado.
Puede que sea ahí donde nos hemos equivocado. A lo mejor deberíamos abordar la cuestión de un modo distinto. Hay tantos antifeministas ahí fuera, muchos de los cuales son mujeres económicamente independientes, con acceso a métodos anticonceptivos y derecho a voto, que quizá deberíamos dejar de luchar por conquistar más derechos para las mujeres y empezar a luchar por restringirlos. A lo mejor deberíamos pedir que nos vuelvan a arrebatar todos los derechos que hemos conquistado con tanto esfuerzo a lo largo de los siglos, porque tal vez así lograríamos zanjar el debate de una vez por todas. Evidentemente, nuestro objetivo seguiría siendo la igualdad de género, así que los hombres tampoco tendrían derechos. Sería como vivir en Irán. Puede que entonces todo el mundo dejara a un lado esta actitud estúpida y reaccionaria frente al feminismo.
Buena parte del problema se debe a que la palabra «feminista» ha sido tan estigmatizada a lo largo de los últimos veinte años que declararse abiertamente feminista se ha convertido en poco menos que tabú. En parte, la responsabilidad la tienen los medios de comunicación, que tratan de desacreditar el movimiento feminista atacando a sus defensoras con insultos de lo más tontos.
Esos insultos nunca responden a una crítica inteligente o perspicaz, porque no puedes criticar con argumentos inteligentes un movimiento cuyo único objetivo es la igualdad de género. No sin quedar como un perfecto imbécil. Siempre son ataques mezquinos que se ceban con una feminista en particular o que ridiculizan determinadas campañas comparándolas con otras. En resumidas cuentas, se trata de ir en contra de la razón, la imparcialidad, la lógica y los hechos, por lo que no queda más remedio que recurrir al insulto fácil. A las sufragistas las acusaron de «desnaturalizadas» y de comportarse de un modo «impropio para una dama», pero dudo que eso minara demasiado su moral.
EMILY WILDING DAVISON: Perdona, Emmeline, lamento interrumpirte, pero tengo pésimas noticias.
EMMELINE PANKHURST: ¿Qué ha pasado, Emily?
EMILY: La verdad es que no sé ni cómo decírtelo, Emmeline. A lo mejor deberías sentarte.
EMMELINE: No pasa nada, encajaré la noticia de pie, como un hombre, pero te lo agradezco, Emily.
EMILY: El Daily Mail ha dicho que somos..., nos ha llamado...
EMMELINE: Venga, Emily, desembucha de una vez.
EMILY: Han dicho que... que no... no merecemos llamarnos damas (rompe a llorar).
EMMELINE: (grita) ¡Oh! ¡Oh, no! ¡Qué horror! ¡No quiero que nadie piense que no soy una dama. Vaya por Dios. A lo mejor deberíamos olvidarnos de todo esto del derecho a votar. Estábamos a punto de conseguirlo, pero no creo que valga la pena. No si los hombres que escriben en el Daily Mail creen que no somos dignas de llamarnos damas.
La visión estereotipada de las feministas es la de mujeres desprovistas de humor y libido. Pero yo no soy ninguna de las dos cosas, y tampoco lo es ninguna de mis amigas feministas. Sólo carecemos de humor y libido cuando nos dicen que alegremos esa cara o que tengamos relaciones sexuales con alguien en contra de nuestra voluntad.
De todos modos, no me había percatado de que el feminismo tuviera que ser gracioso. ¿A qué viene hablar todo el rato de la supuesta falta de sentido del humor de las feministas? ¿Desde cuándo tener sentido del humor y una libido desatada se ha convertido en parte integral de la lucha por la igualdad?
La gente no va por ahí diciendo: «Oh, los de Amnistía Internacional son maravillosos, ¿a que sí? Defienden los derechos humanos en todo el mundo. Son la repanocha, pero ya puestos podrían hacerlo con un poquito más de gracia. Si les echaran una pizca de humor a sus mensajes, seguro que mucha gente dejaría de ver a las organizaciones de derechos humanos como una especie de secta. Y es probable que más hombres se animaran a apoyarlas.»
Nadie dice tampoco: «Ese tal Martin Luther King promete. Tiene unas ideas brillantes y un carisma increíble. Lástima que a su discurso “Yo tengo un sueño” le faltara sentido del humor. A ver, desde el punto de vista ideológico era intachable, y ponía el dedo en unas cuantas llagas. Tampoco se le puede negar que era bastante conmovedor e incluso poético a ratos, pero me temo que en general le faltaba chispa. En los primeros cinco minutos no hay un solo chiste. Que no, que eso tan serio de los derechos civiles no es para mí. Creo que seguiré siendo racista.»
Mary Wollstonecraft dijo: «No deseo que las mujeres ejerzan poder sobre los hombres, sino sobre sí mismas.» No queremos más de lo que tienen los hombres, sino lo mismo que ellos.
Por increíble que parezca, muchas mujeres siguen rechazando el feminismo, aunque le deban muchos de los derechos de que disfrutan, porque en el fondo no entienden qué significa. Estas mujeres no creen que el feminismo tenga nada que ver con ellas. Ni lo necesitan, ni lo quieren. Lo odian por desestabilizar el statu quo, por desafiar «el orden establecido». Lo odian porque creen que supone percibir a las mujeres como víctimas y no se identifican como tales.
Ya sé que defender los ideales feministas es un lujo, y que ya quisieran muchas mujeres de todo el mundo tener esa libertad. También entiendo qué lleva a tantas mujeres a rechazar el feminismo, y no las juzgo. Muchas de ellas rechazan el feminismo y todo lo que representa porque aspiran a pasar por la vida sin más problemas que los estrictamente necesarios.
Lo que sigue es un extracto de Right-Wing Women [Mujeres de la derecha], el libro de Andrea Dworkin:
Desde la casa del padre a la del marido, y de ésta a una tumba que posiblemente tampoco le pertenezca, una mujer se somete a la autoridad masculina con el fin de protegerse de la violencia ejercida por los hombres. Se resigna para sentirse lo más segura posible. A veces se trata de una resignación apática, en cuyo caso las exigencias de hombre la van asfixiando poco a poco, como si fuera un personaje enterrado vivo en algún relato de Edgar Allan Poe. Otras veces se trata de una resignación militante; la mujer aspira a salvarse demostrando que es una fiel, obediente, útil e incluso fanática servidora de los hombres que la rodean. Es la puta feliz, el ama de casa feliz, la cristiana ejemplar, la intelectual pura, la perfecta camarada, la terrorista por excelencia.
Pero a las mujeres que son libres y rechazan el feminismo porque no les gusta esa etiqueta o porque creen que es un club lleno de reglas, os diré que no es así. Que pueden crear su propia versión del feminismo. En palabras de Jessica Valenti, «el feminismo no es un monolito, sino un discurso que cambia constantemente». Sin embargo, no está de más recordar que las mujeres no tendrían derecho a votar si no fuera por el feminismo. Si no fuera por el feminismo, tampoco tendrían derecho a la educación, libertad sexual y derechos reproductivos, ni a ejercer control sobre sus propios bienes, cuerpos y destinos. No tendríamos acceso a los métodos anticonceptivos si no fuera por el feminismo, y podrían despedirnos del trabajo por quedarnos embarazadas. Si nos violaran, indemnizarían a nuestro padre por haber causado daños a su «propiedad». No nos estaría permitido formar parte de un jurado.
Por eso me declaro feminista. Por eso y porque vende mucho.