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«No esperes que te la chupe sólo porque has fregado los platos.»

En vista de la inesperada popularidad y rentabilidad de mi anterior espectáculo, decidí escribir otro monólogo sobre el feminismo con nuevos e hilarantes ejemplos de misoginia.

Me dije que tenía que aprovechar el tirón del sufrimiento femenino antes de que se agotara el interés de los medios de comunicación por el tema, que para entonces ya empezaba a decaer. Por suerte, no tenía que seguir dando la lata con los mismos sexistas contra los que había cargado en 2013 con A Bic for Her. Incluso después de haber llenado salas en Edimburgo y de haber creado mi propia serie para Radio 4, seguía habiendo montones de sexistas entre los que elegir. Podría escribir cien monólogos más, si quería.

Estrené A Bic for Her convencida de que sería un estrepitoso fracaso, lo que me permitiría tirar la toalla de una vez por todas y pasar a depender económicamente de mi marido imaginario. Por desgracia, el espectáculo tuvo bastante éxito, aunque no el suficiente para catapultarme al olimpo televisivo, por lo que me he visto obligada a seguir trabajando. Un desastre, en resumidas cuentas. Porque vamos a ver, como he señalado en el capítulo uno, ¿de qué me sirve ser una mujer liberada si estoy demasiado ocupada y hecha polvo para disfrutarlo? Sólo porque defienda las políticas de igualdad laboral no significa que yo, personalmente, desee trabajar.

¡No he tenido más que unas cinco noches libres desde agosto de 2013! Puede que el feminismo haya mejorado la calidad de vida de muchas mujeres, pero la mía se la ha cargado. No recuerdo la última vez que vi The Real Housewives of Orange County. O que me corté las uñas de los pies. O que leí un libro. Por no leer, no me he leído ni éste. No tengo ni idea de lo que se cuenta en él, aunque lo he escrito yo misma, a diferencia de la mayoría de los supuestos escritores que mi editora tiene en cartera.

Si algo tenía claro, después de ganar el Foster’s Award, era que debía regresar a los escenarios cuanto antes con un nuevo espectáculo, aun a sabiendas de que, tanto si dejaba pasar un año como si dejaba pasar seis, lo compararían con el anterior. Precisamente por eso, lo mejor que podía hacer era presentarlo enseguida y salir de dudas cuanto antes. Si tenía que acabar hundiéndome, prefería hacerlo deprisa y de una vez por todas, lo que me ahorraría otra década de incertidumbre.

Todo cambió para mí después de ganar el Foster’s Edinburgh Comedy Award. Hasta entonces podía hacer lo que me viniera en gana sobre el escenario sin tener que rendir cuentas del modo en que lo hago ahora. No me sentía responsable de mí misma, mi familia, mi gato, mi público o las opiniones de mis colegas. Me limitaba a hacer el tonto sin tener nada parecido a un rumbo ni un plan establecido de antemano.

Si me daba por ahí, podía colgar del techo tres burros de juguete pertrechados con paracaídas. Podía ponerme un disfraz inflable de bailarina e inflarlo poco a poco. Podía ponerme en la piel de un personaje como la Peste. Podía comer un tallo de apio entero sin decir una sola palabra. Pero ya no puedo hacer nada de eso, porque ahora soy esa mujer que ganó no sé qué premio y la gente paga para verme, pero no paga para verme haciendo ninguna de esas cosas. Vienen a escuchar lo que tiene que decir la «cara feminista del humor» en nombre de todas las mujeres del mundo. Sin comerlo ni beberlo, me he convertido en lo que algunas personas esperan cuando salen a divertirse por la noche. Personas que se han gastado en mí su asignación semanal para espectáculos de humor, que han pagado a una canguro, que tal vez han tenido que desplazarse para verme. Durante mi gira otoñal de 2014, en Shoreham-by-Sea vinieron unas mujeres a verme desde Islandia. Nadie debería tener que hacer algo así. Es una gran responsabilidad. No me malinterpretéis, está bien sentirse reconocido y ganar premios, pero éstos no sirven de mucho cuando estás sobre el escenario. No puedes decir: «¡Reíros, panolis! ¿Qué os pasa? ¿No os habéis enterado de que los expertos del mundo de la comedia creen que soy graciosa?» y enseñar los premios que escondes detrás del telón. Para el público, esos trofeos no significan nada, y así es como debe ser. Yo tengo una regla que aplico cada vez que gano algo: celebrarlo esa misma noche y luego olvidarlo.

Cuando ganas un premio las expectativas en torno a tu persona se disparan. Si no estás a la altura de las alabanzas, nadie echa la culpa al jurado del premio, a los críticos, a los promotores o al premio en sí. Nadie señala con el dedo ese objeto de plástico mientras grita: «¡Te equivocas, te equivocas, estúpido cacho de polímero orgánico!», sino que te culpan a ti y solamente a ti, y te lo hacen saber sentándose en primera fila con los brazos cruzados y poniendo los ojos en blanco. Y eso por mencionar sólo a mi padre y mi agente.

Tengo la sensación de que sigo partiendo de cero, y ésa es una posición en la que me siento muy cómoda. Soy consciente de que, después de lo que me ha pasado en los últimos dos años, hay personas que tal vez piensen lo contrario, que tal vez me vean como alguien que ya no tiene nada que demostrar, pero mi percepción de mí misma no cambia en función de lo bien o mal que me vayan las cosas.

Por ejemplo, durante la edición de 2014 del Fringe Festival coincidí entre bastidores con John Bishop (y con cerca de una veintena más de humoristas, aunque no todos al mismo tiempo). Ambos actuábamos en el Stand Comedy Club. Los organizadores habían dejado un cuenco con fruta para que nos sirviéramos mientras esperábamos para salir a escena. Fue todo un detalle por parte del Stand, aunque Edimburgo está en Escocia y allí no existe la fruta fresca, por lo que estaba tratada con cera, pero aun así... tenía el aspecto de fruta.

El caso es que John y yo estábamos allí charlando hacia el final del festival y en un momento dado yo le dije que creía que habían dejado la fruta allí para él, porque es John Bishop, el humorista de la tele. Pero él me dijo que creía que la habían dejado para mí, porque soy Bridget Christie, ¡la ganadora del premio! Ambos nos equivocábamos, por supuesto. Al Stand Comedy Club no podrían importarle menos los premios o la tele, por lo que no dejó la fruta allí para ninguno de nosotros. Seguramente lo hizo para Simon Munnery, que es famoso por sus exigencias frutales.

En 2013, cuando escribí A Bic for Her, los derechos de la mujer estaban en boca de todos, al igual que el hijo recién nacido del príncipe Guillermo, la Xbox One y el perreo, así que la gente se mostraba más abierta y predispuesta a oír a las mujeres quejándose de sus circunstancias. Creo que, en parte, eso explica el éxito de A Bic for Her. Fue una feliz coincidencia temporal, una tormenta perfecta en la que me metí de cabeza sin darme cuenta mientras me dirigía al lavabo.

Pero aquello no podía durar. En enero de 2014 ese efecto se había desvanecido. Caitlin Moran había escrito un libro gracioso sobre la condición femenina, y una humorista había hecho un monólogo gracioso sobre el feminismo y Karl Lagerfeld lo había usado como inspiración para uno de sus desfiles de moda. Ya nos podíamos ir todos a casa. En la rueda de prensa que siguió a una de mis funciones en el festival de Edimburgo, allá por septiembre de 2013, un periodista me preguntó: «Bridget, ahora que puedes tachar el feminismo de tu lista, ¿qué es lo siguiente?», como si el tema estuviera más que superado y pudiéramos dejarlo atrás para centrarnos en otros asuntos.

¿De veras puedo tachar el feminismo de mi lista?, pensé. ¿He zanjado el tema yo solita? ¿Y qué hay de todas las activistas y defensoras de los derechos de las mujeres, las políticas de igualdad, las leyes que hay que modificar y la necesidad de introducir cambios reales en la sociedad? ¿Qué hay de Barbara Castle, que en 1970 impulsó la Ley de Igualdad Salarial? ¿Acaso no tuvo nada que ver con todo esto? ¿Qué hay de Margaret Sanger, la defensora de los derechos reproductivos y sexóloga estadounidense en la que se inspiró William Moulton Marston para crear a la Mujer Maravilla? Ella popularizó el término «anticoncepción» y fundó la primera clínica de control de la natalidad de Estados Unidos. ¿Acaso no ha aportado nada a todo este proceso? ¿Es todo mérito mío? ¡Caramba, no esperaba «poder tachar el feminismo de mi lista» con un puñado de chistes pueriles sobre bolígrafos sexistas! Lo único que pretendía era hacer reír a la gente, no resolver nada. Ni siquiera soy capaz de resolver el cubo de Rubik. Alguien podría decírselo a Ban Ki-moon. Seguro que se sentirá muy aliviado. Toda esta violencia contra las mujeres estaba empezando a deprimirlo un poco.

El mismo periodista añadió: «He leído en tu página web que te encantan las chaquetas impermeables. ¿Qué te parece si escribes tu próximo monólogo sobre eso?», como si las políticas de género y todo lo que implican no pudieran generar suficientes contenidos para una segunda hora de monólogo humorístico. Debo confesar que me ha costado un poco encontrar ideas. Para escribir mi segundo monólogo humorístico sobre el feminismo he tenido que estrujarme las meninges. Y es que en 2014 no se han producido situaciones sexistas. Ni una sola. Ni siquiera la clase de sexismo inocentón y desenfadado, al estilo de los chistes sobre el repartidor de leche, que aparecía en las sitcom de los años setenta. Nada de nada. He leído todos los periódicos, he visto las noticias todos los días, he salido de mi propia casa..., pero nada..., ha sido como vivir en una utopía matriarcal intergaláctica, o en Finlandia.

He consultado a las organizaciones sin ánimo de lucro que luchan contra la violencia doméstica, y también a la plataforma End Violence Against Women; he hurgado en las páginas web de Refuge y Karen Ingala Smith (cuya campaña, Counting Dead Women [Contando mujeres muertas], se centra en las víctimas de actos claramente misóginos), y todos coinciden en que la violencia doméstica ha llegado a su fin. No ha habido violaciones en ningún lugar del mundo. No se ha producido una sola agresión sexual en 2014. Ni en la India, ni en zonas de guerra, ni en Weston-super-Mare, ni en los campus universitarios, ni en ninguna cama matrimonial. Simplemente se han acabado. Los hombres han decidido que ya iba siendo hora de dejar todo eso atrás.

Tampoco se han llevado a cabo esterilizaciones masivas en la India; el ISIS ya no obliga a niñas de doce años a convertirse en esclavas sexuales; la médica del Chelsea, la doctora Eva Carneiro, no ha tenido que oír cómo los seguidores del Manchester United y del Arsenal le gritaban: «Enséñanos por donde meas, zorra» mientras atendía a un jugador lesionado; los veintiocho países en los que actualmente se practica la mutilación genital femenina han erradicado dicha práctica; Boko Haram ha liberado a las niñas nigerianas secuestradas; los asesinatos cometidos en nombre del honor son cosa del pasado. En resumen, no he visto ni oído un solo ejemplo de sexismo, misoginia o violencia contra las mujeres por ninguna parte.

No contenta con eso, me he ido infiltrando poco a poco en los medios de comunicación, las redes sociales, la tele y la radio, el mundo del arte, las finanzas, los negocios, la política, la industria musical, la arqueología, la publicidad, las fuerzas armadas, el deporte, los conflictos armados, la religión, las ciencias ocultas, la aviación, la ciencia, la zapatería artesanal, la literatura, la medicina, la moda, los mitos griegos y escandinavos y la sección de derechos de la mujer de la web de Amnistía Internacional hasta que finalmente, tras mucho buscar, he llegado a la correspondencia de Charles Darwin..., ahí sí que hay sexismo. Veamos cómo enumeraba las ventajas y desventajas de tener esposa:

Ventajas:

Una compañera constante.

Un objeto con el que jugar.

Más vale eso que un perro.

Alguien que se encargue de la casa.

Todo lo anterior repercute favorablemente en la salud de uno.

Desventajas:

Es una terrible pérdida de tiempo.

¡Esposas británicas! Dejad de consumir el tiempo de vuestros maridos con vuestra tiránica compañía y vuestras labores domésticas, y fabricadle una TARDIS para que pueda viajar en el tiempo. Las declaraciones públicas de Darwin sobre las mujeres contradecían sus actos privados. Afirmó públicamente que existían fundamentales y persistentes «diferencias entre las capacidades mentales de ambos sexos» pero al mismo tiempo apoyó sin vacilar a varias conocidas suyas. De hecho, se convirtió en el mentor de la sufragista, bióloga, astrónoma y botánica Lydia Becker, y allá donde iba no dudaba en alentar los intereses científicos de las mujeres. A lo mejor no quería que los demás hombres lo viesen como un bicho raro.

Esa actitud no parece demasiado evolucionada, ¿verdad que no? A ver, sabemos que el cerebro de los hombres es físicamente mayor que el de las mujeres, todos lo hemos comprobado viendo CSI y en El último mohicano, pero el que sean más voluminosos no implica necesariamente que sean más inteligentes. Como señaló mi hijo de siete años mientras veíamos el documental ¿Es tu cerebro masculino o femenino?, en el que interviene la doctora Alice Roberts: «A ver, mamá, en el fondo eso no quiere decir nada, ¿sabes? Ese espacio de más debe de estar lleno de porquería. Por ejemplo, yo tengo el hemisferio izquierdo a reventar con chorradas de Doctor Who.»

También he estado investigando la agricultura, los viajes en el tiempo, el mundo académico, la geología, la ingeniería, la literatura infantil, la ferretería, la albañilería, el porno, la astrología, la historia, las tecnologías de la información, los juegos de azar, la industria de la construcción, la mecánica, la construcción naval, la minería, el trainspotting, el transporte de mercancías, la física cuántica, la sastrería, la industria cinematográfica, la caza furtiva, el sistema judicial, la meteorología, los fenómenos paranormales, el terrorismo, el activismo político, los comentarios que siguen a cualquier artículo sobre una mujer que ha alcanzado el éxito, los comentarios que siguen a cualquier artículo sobre el feminismo, los comentarios que siguen a cualquier artículo sobre una mujer humorista, los comentarios que siguen a cualquier artículo sobre una humorista feminista, los comentarios que siguen a cualquier artículo sobre mí..., en un intento desesperado de encontrar un solo ejemplo de sexismo o misoginia que pudiera desarrollar en mi segundo monólogo sobre feminismo. Pero he pinchado en hueso. A duras penas he podido hilvanar siete minutos de contenido. Dedicaré los restantes cincuenta y tres minutos del espectáculo a hablar sobre la marginalización de los hombres blancos de clase media. Por suerte, siempre los hay a montones entre el público.

Cuando «me subí al carro del feminismo» en abril de 2012 como una estrategia de marketing con la que aspiraba a hacerme mucho más popular y a ganar montones de premios, tuve que dejar de ser feminista a tiempo parcial para convertirme en feminista a tiempo completo. Es algo agotador. Ahora soy así todo el tiempo. No puedo desconectar ni un segundo. Soy como Rob Brydon en la sitcom The Trip. Deberían hacer un spin-off de la serie, protagonizado por Rob Brydon y una servidora, que se titulara El imitador y la feminista, dos voluntades enfrentadas. En Radio Times, la revista de programación televisiva y radiofónica de la BBC, podrían anunciarlo como sigue:

Una hora de imitaciones de Ronnie Corbett y Michael Caine interrumpida por deprimentes datos estadísticos sobre la violencia de género. Protagonizado por Rob Brydon y una mujer sarcástica natural de Gloucester. No se pierdan a Brydon haciendo de «hombrecillo encerrado en una caja» mientras intenta degustar una selección de platos patriarcales. Las delicias culinarias de esta semana son costillas al estilo de Adán, morcillas picantes y criadillas en su salsa.

Participar en el festival de Edimburgo es, en el mejor de los casos, una tarea desalentadora: a las malas críticas, la escasa afluencia de público, el deterioro de la salud mental y el comportamiento lunático de todos los humoristas, incluida una misma, se suman las hemorroides (no sé si he mencionado ya la quedada anual de la pandilla del flotador).

Volver al año siguiente, tras haber ganado el principal premio del festival, me intimidaba bastante. El año anterior no estaba nerviosa porque no tenía nada que perder, pero ahora aspiraba a conservar mi nuevo público. Me preparé lo mejor que pude para An Ungrateful Woman, pero a pesar de todo me podía la inseguridad, que me llevaba a imaginar críticas virulentas y el mal disimulado regocijo que despertarían en mi círculo íntimo de amistades. Todo producto de mi débil mente gloucesteriana. «Vaya por Dios, qué lástima. Christie ha tardado diez años en encontrar una voz propia y un año en perderla» (The Guardian). «Ah, qué bochorno. El año pasado todos la aplaudimos con ganas, pero este año ha vuelto a su habitual mediocridad» (The Independent). «Como las estrellas de un solo éxito, Christie se repite con un segundo monólogo en torno al sexismo» (The Times). «No, por favor, ¿¿el feminismo OTRA VEZ?? Christie se limita a darnos más de lo mismo, como un viejo disco rayado» (The Telegraph).

La estructura de A Bic for Her era mucho más sencilla que la de An Ungrateful Woman. Se puede saber mucho de un monólogo cómico por lo que el humorista lleva escrito en el dorso de la mano. Si no lleva nada apuntado, es que el monólogo será largo. O eso o lo ha memorizado todo y no necesita chuletas. Así que, en realidad, no hay manera de salir de dudas.

En el caso de A Bic for Her, yo llevaba lo siguiente apuntado en el dorso de la mano (no voy a dibujaros una mano, tendréis que imaginárosla; me temo que sólo sé dibujar hombres de aspecto repugnante):

Thatcher. Adán y Eva. Moss.

Luther. Bolis. Espontáneo. Centro acogida.

Revistas masculinas. Iconos feministas. Malala.

En el caso de An Ungrateful Woman llevaba la mano completamente tatuada. Había números dentro de otros números, por lo que no podía equivocarme en el orden o me saltaría una parte esencial del monólogo. En A Bic for Her hacía alguna que otra alusión a algo que había dicho antes, pero no tenía que pensar demasiado para situar los temas a lo largo de la hora que duraba el monólogo, salvo por la parte de Malala, que tenía que ir justo al final.

Esto es lo que llevaba escrito en el dorso de la mano cuando hacía An Ungrateful Woman (no voy a dibujaros una mano, tendréis que imaginárosla; me temo que sólo sé dibujar hombres de aspecto repugnante):

Jersey. Farage. Osborne. Brand.

Sexismo británico. Manjoo. Taxi. Pedo. Gisele.

Anuncios. Mary Beard. Gisele. Yogur.

Celebrity Squares. Yogur. Michael Gove.

Copos de jamón. Yogur. Bragas antiviolación. Yogur. Asociación PSHE.

La primera idea que tuve para An Ungrateful Woman se me ocurrió tras leer un artículo de The Guardian en noviembre de 2013 sobre una empresa con sede en Nueva York llamada AR Wear [anti-rape wear o prendas antiviolación] que había fabricado «ropa interior antiviolación» concebida para frustrar los planes de los violadores. Su modo de funcionamiento consiste en que un violador en potencia (o un violador con antecedentes, o un violador a secas, o uno que no se haya rehabilitado, o uno al que nunca han pillado, o cualquier hombre del montón, en realidad) se ponga voluntariamente los calzoncillos antiviolación (que cuestan la friolera de sesenta dólares cada par) nada más levantarse por la mañana, antes incluso de desayunar y lavarse los dientes, y luego encierre bajo llave las partes de su anatomía que quedan entre los muslos y la cintura gracias a una cerradura de combinación. A partir de entonces ya puede dedicarse a sus quehaceres diarios, como barrer las hojas caídas o arreglar grifos que pierden agua. Cuando sienta la apremiante necesidad de violar a alguien, sólo tendrá que presionar un botoncito rojo de emergencia que pone «ALERTA: VIOLACIÓN INMINENTE» para recibir una serie de descargas eléctricas de claro efecto disuasorio en la zona genital. Bueno, en realidad no va así la cosa. La ropa interior antiviolación no se ha concebido para que la usen los violadores, obviamente, sino sus víctimas, porque es responsabilidad de éstas evitar que las violen y no al revés. Todo el mundo lo sabe.

Así que las bragas antiviolación iban destinadas a potenciales víctimas con suficiente capacidad adquisitiva para derrochar dinero en dichas prendas y usarlas. Nada más lejos de mi intención que sembrar el odio entre clases, y tampoco pretendo insinuar que violar a una mujer pobre es peor, en ningún sentido, que violar a una mujer rica. Ésa no es mi intención en absoluto. La violación es un acto abominable, sea quien sea la víctima. Lo que trato de decir es que, en mi opinión, es injusto que algunas mujeres puedan llevar unas bragas carísimas para evitar que las violen mientras que otras se ven expuestas a ese peligro por no poder permitírselas. Y tampoco creo que AR Wear vaya a sobrevolar las zonas en guerra para lanzar millones de bragas antiviolación destinadas a todas las mujeres y niños víctimas de violencia sexual. Además, sólo cerca del 10 % de los violadores son desconocidos para la víctima, así que ¿cuándo deberíamos ponernos las bragas? ¿Habría que llevarlas puestas a todas horas? ¿Y si no las llevamos puestas y pasa algo? ¿Nos echará la culpa algún juez por no habernos encerrado bajo las siete llaves de nuestras bragas, o, lo que es lo mismo, por ir por ahí provocando?

AR Wear ha logrado reunir, a través de la plataforma de micromecenazgo Indiegogo, más de cincuenta mil dólares en poco más de un mes, lo que quiere decir que muchas mujeres opinan que sus carísimas bragas antiviolación con ese sofisticado sistema de cierre son una buena idea, lo que resulta de lo más inquietante. No me estoy burlando de las mujeres a las que se les ocurrió la idea; cualquier cosa que sirva para prevenir u obstaculizar una violación es una iniciativa buena y encomiable, y por supuesto no me estoy burlando de las mujeres que querrían comprar estas bragas. Las mujeres no quieren que las violen. Lo que pasa es que sería mucho mejor, más barato y más justo que los hombres dejaran de violar a las mujeres. Si eso no es posible en un futuro inmediato, tal vez el poder judicial pueda buscar una forma más eficaz de tratar la violencia sexual y no delegar su responsabilidad en un costoso servicio de lencería a medida.

AR Wear tuvo la amabilidad de crear un vídeo en clave de humor para demostrar cómo funcionan las bragas antiviolación. El eslogan del vídeo es «Porque a veces las cosas salen mal». ¿¿Porque a veces las cosas salen mal?? Pero eso no es lo que ocurre cuando se produce una violación, ¿verdad que no? Que te violen no es como que se te queme la lasaña, o que derrames vino tinto en una alfombra blanca, o que se te pinche una rueda o que tu gato te vomite en los zapatos. Lo que ocurre es que un hombre ha decidido violarte.

Existe la noción de que la mujer es responsable de la agresión por el mero hecho de ser mujer, cuando por supuesto nunca lo es. Tenemos que erradicar esta mentalidad que tiende a dar la vuelta a la tortilla y culpar a la víctima. «Siento que hayas sido víctima de una agresión sexual grave. Perdona que te lo pregunte, pero ¿cómo de femenina ibas? ¿Llevabas puesta una minifalda? ¿Ibas presumiendo de piernas? No digo que sea culpa tuya. Lo que pasa es que, por desgracia, los violadores existen, aunque podrías tomar ciertas medidas para intentar parecerte menos a una mujer.»

Esto no pasa con las agresiones por motivo racista, ni debería pasar. No existe la noción de que una persona de raza negra es responsable de la agresión por el mero hecho de ser negra, porque por supuesto, nunca lo es. «Siento que hayas sido víctima de una agresión por motivos raciales. Perdona que te lo pregunte, pero ¿cómo de negro ibas? ¿Llevabas puesta una camiseta de Bob Marley? ¿Ibas presumiendo de tu negritud? ¿Habías salido de casa sin ponerte maquillaje antirracista?»

La violencia contra las mujeres se ha definido como «la más omnipresente y sin embargo la menos reconocida de todas las violaciones de los derechos humanos que se producen en el mundo». No podemos consentir que el sistema judicial y los medios de comunicación sigan trivializando esta forma de violencia. Las bragas antiviolación no constituyen «la simple constatación de una amenaza y de una iniciativa para prevenirla», sino que equivalen a afirmar que no es el violador el responsable de no violar, sino que es la mujer la que debe encargarse de no ser violada. Además, ¿qué pasa si estoy borracha como una cuba y me entran ganas de mear? ¿Tengo que hacérmelo encima?

Así que ya tenía otro tema. Sólo me quedaba encajarlo en el monólogo. También quería hablar de la columna de The Telegraph en la que se defiende el sexismo británico. Pero el tema en el que quería centrar mi nuevo espectáculo era la mutilación genital femenina, y en el capítulo anterior ya he hablado de la experiencia con Leyla que me permitió encontrar la forma de abordarlo.

Un tema sobre el que no cuesta nada escribir chistes es la forma en que las mujeres aparecen retratadas en los medios de comunicación. Sobre todo en la publicidad. Las mujeres que salen en los anuncios son absolutamente divinas, ¿no creéis? Mi peor pesadilla sería irme de excursión con la que sale en el anuncio de suavizante Lenor. Hasta los gnomos están mejor representados en los anuncios que las mujeres. A ellos se les permite ir de pesca, beber cerveza, tocar el acordeón. ¿Cuándo fue la última vez que visteis el anuncio de algún producto de limpieza en el que saliera una mujer trasegando una pinta de cerveza Bishops Finger, sentada en una seta, tocando un instrumento musical o fumando en pipa?

La mayoría de las mujeres que salen en la publicidad responden a dos estereotipos muy distintos. O somos unas libertinas de campeonato y aparecemos hipersexualizadas, o bien somos seres frívolos y pasivos. Así que o bien tenemos un orgasmo con una ventana de PVC porque no podemos creer que el doble acristalamiento impida el paso de las corrientes de aire, o bien –y éste es el único estereotipo alternativo– no podemos evitar desternillarnos de risa al ver un plato de ensalada, y no hay término medio. Ésas son nuestras únicas opciones: cachondas perdidas o tontas de remate.

Por cierto, hay un blog en Tumblr titulado «Women laughing alone with salads» [Mujeres que se ríen solas ante una ensalada] en el que algún genio ha colgado montones de fotos de mujeres, todas ellas solas, todas ellas riéndose ante un plato de ensalada. Algunas echan la cabeza hacia atrás con tal regocijo que más parece que acaben de ver la versión satírica de «Anaconda» (el videoclip de Nicki Minaj en el que revela una verdadera fijación con las posaderas), en la que la letra se ha sustituido por pedorretas. Yo me reí tanto al verla que pensé que los ojos se me saldrían de las órbitas. Pero eso no ha pasado, porque los tengo mirando ensaladas. Recomiendo echar un vistazo al mencionado blog. La foto de unos ángeles llorosos12 riéndose ante un plato de ensalada es una de mis preferidas. A ver, que nadie me malinterprete: a mí me chifla una buena ensalada, pero no tanto.

A lo mejor las ensaladas no me parecen descacharrantes precisamente porque soy humorista. Las analizo demasiado, buscando un subtexto y un hilo conductor. Intento averiguar por qué la ensalada se ha presentado de esa manera, con la lechuga a un lado y las aceitunas en medio. ¿Acaso la posición del pepino representa una sátira de algo? ¿Son los tomates una metáfora?

Ahí va un ejemplo de mujer frívola en la publicidad. Se trata de un anuncio de ambientadores eléctricos de la marca Ambi-Pur: una mujer introduce el ambientador en el enchufe de la pared, olisquea el aire como un perro trufero y se arranca a bailar sin ton ni son, como si una amiga la hubiese arrastrado hasta la iglesia evangélica y allí hubiese encontrado a Jesús contra todo pronóstico, y encima resultara que el hijo de Dios huele a gloria bendita, mientras el resto de la familia sigue a lo suyo como si nada.

Su esposo en la pantalla, que está sentado en el sofá leyendo el Financial Times, permanece del todo ajeno a este despertar espiritual. No tiene ni idea de que la casa huele a «algodón fresco» ni de que su mujer ha tenido una epifanía religiosa porque a él se le permite seguir en el Mundo con mayúsculas, mientras que el principal interés de la vida de su esposa son los Aromas.

Me limito a sugerir que lo mezclen todo un poco. Yo leo los diarios, al igual que muchas de mis amigas. A veces no estaría mal que se intercambiaran los papeles. Hoy en día son cada vez más las parejas que comparten las tareas domésticas, aunque sigan haciéndolo según los típicos roles de género. Lo que quiero decir es que, para variar, podrían poner a la mujer sentada en el sofá leyendo el periódico y al hombre hiperventilando a cuenta del olor a lavanda. Mejor todavía sería que simplemente hicieran anuncios más realistas. ¿Por qué no enseñar un ambientador adosado al váter y hacer que el marido le diga a la esposa: «Cariño, ese ambientador de lirio de los valles consigue neutralizar el olor de tu mierda. Habrá que volver a comprarlo. Lo más que conseguía el de vainilla era hacer que el baño oliera a mierda avainillada, pero esta nueva fragancia es milagrosa. ¿A qué hora viene la mujer de la limpieza? Espero que se retrase. Siempre piensa que he sido yo.»

A primera vista, el anuncio de yogures Müller en el que un hombre aparece dentro de la nevera sosteniendo una bandeja con un yogur y se lo ofrece a un ama de casa cachonda que está sola en casa suena como una inofensiva y divertida idea para vender yogures. Eso pensaba yo cuando me presenté a una prueba para ese anuncio, pero luego aquel hombre se tiró un pedo en la librería y me di cuenta de que un anuncio de yogur Müller en el que sale un hombre dentro de una nevera sosteniendo una bandeja con un yogur y se lo ofrece a un ama de casa cachonda que está sola en casa no sólo no es una idea inofensiva y divertida para vender yogures, sino que en realidad sirve para reforzar estereotipos y perpetuar mitos en torno a la violación.

Como he dicho, yo me presenté a una prueba para ese anuncio, y puedo asegurar que allí nadie se divirtió. Por entonces escribí un guión sobre aquella experiencia.

Me parecía que la idea de encontrar a un hombre metido dentro de mi nevera, hecho un ovillo y tiritando de frío, era lo más desternillante que había oído nunca. Casi me dan arcadas de tanto reírme, y durante la prueba tuve que irme a un rincón y dar la espalda a todos los demás para poder serenarme. Lo peor de todo es que nadie más en la sala parecía ver nada anómalo en aquella situación. Desde luego, no les parecía gracioso. Nadie en la sala se reía ante la perspectiva de verme abrir la puerta de la nevera y encontrar a un hombre dentro. El director de reparto no se reía, el otro actor que se presentaba a la prueba (y que encarnaba al hombre de la nevera) tampoco le veía la gracia, y menos aún los representantes de Müller. La nevera imaginaria no se reía, el tarro de yogur imaginario no se reía. Ni siquiera el cámara, que en realidad era la cámara, se reía, y eso que se estaba comiendo una ensalada. Nadie se reía excepto yo.

Se me ocurrió que podría aprovechar el guión que me había inspirado aquella experiencia, y que giraba en torno a una prueba para un anuncio tontorrón sobre yogures, para enmarcar los temas de las bragas antiviolación y la mutilación genital femenina en mi nuevo espectáculo de 2014, An Ungrateful Woman. Relataba la experiencia desde el momento en que entraba en la sala donde se realizaba la prueba.

Por cierto, ya puestos debo decir que mi compañero de reparto en aquella prueba, Dave, al que veía con cierta frecuencia en las pruebas para anuncios publicitarios, solía enfadarse conmigo por estar siempre dando la lata con este tema. Me decía cosas del tipo: «No sé si lo sabes, pero las mujeres no son las únicas a las que se las trata como objetos en los anuncios. A nosotros también nos hacen sentirnos como un trozo de carne a veces.» A lo que yo contestaba: «Sí, Dave, hay un anuncio de Coca-Cola Light en el que sale un hombre atractivo con el torso desnudo, pero no aparece en una postura sumisa. Tampoco lo castran ni lo humillan. No parece amenazado, ni vulnerable, ni frívolo, imbécil o pasivo, y nadie diría que es un desvergonzado o que su imagen se halla hipersexualizada. No eyacula dentro de un horno mientras espera a que Cillit Bang elimine la grasa como por arte de magia. Es distinto. Para empezar, un actor no se rebajaría a hacer esas cosas.»

A lo que iba. He aquí el guión de la prueba:

Me dijeron:

–Hola, Bridget. En esta escena estás en casa y no es que tengas hambre, pero te apetece picar algo. A ver si puedes transmitir eso sin necesidad de palabras.

No pude.

Entonces me dijeron:

–Gracias, Bridget. A ver, ahora te acercas a la nevera, la abres y descubres que hay un hombre dentro, sosteniendo una bandeja con un yogur. No debes aparentar sorpresa, ni temor, ni recelo, porque queremos que quede lo más natural posible.

–¿Eh? –repliqué–. ¿No debo reaccionar de ninguna manera al descubrir que hay un hombre metido en mi nevera?

–Eso es.

–¿O sea, que lo conozco?

–No, no lo conoces. ¿Por qué ibas a conocerlo?

–¿Así que es un desconocido?

–Sí.

–Hay un extraño metido en mi nevera, un hombre al que no conozco de nada, ni siquiera de vista, pero no puedo poner cara de sorpresa, temor, recelo o inquietud, ¿es eso?

–Eso es. Tú a lo tuyo. Como si no fuera nada del otro jueves.

–Mmm..., vale, aunque creo que yo reaccionaría de algún modo. ¿Mi marido está en casa, al menos?

–No. ¿Por qué iba a estar tu marido...?

–¿¿Ah, no?? Vale, entonces estoy en casa sola, hay un extraño dentro de mi nevera, un hombre al que nunca había visto y que me ofrece un yogur, ¿pero se supone que no debo reaccionar de ninguna manera?

–Eso es.

–Mmm... ¿Ha forzado la puerta?

–No, no ha forzado la...

–Entonces, ¿cómo se las ha arreglado para meterse dentro de la nevera? ¿Cuánto tiempo lleva ahí? ¿Se encuentra bien? Debe de tener la vitamina B por los suelos...

–Escucha, Bridget –dijo el publicista–. Esto no es más que un anuncio de yogures en clave de humor, no va a durar más de diez segundos, como mucho. No hace falta que sepas quién es ese tipo, ni si tu marido está en casa, ni si el del yogur ha forzado la puerta para entrar. Nada de eso importa. Los espectadores no pensarán en nada de todo eso. Sólo pensarán en ese yogur tan delicioso. Venga, Bridget, hoy tenemos que hacer pruebas a mucha gente. Es muy sencillo: estás en casa, no tienes hambre pero te apetece picar algo, recuérdalo, así que te alegras de que ese desconocido no te ofrezca un enorme lomo de cerdo ni nada por el estilo, sino un yogur. Coges el yogur, miras embelesada al desconocido, porque está como un tren, y ya puedes irte a tu casa.

Yo pensaba que, llegados a este punto, aprovechando que el público estaría concentrado en lo del yogur, podría colar una parrafada sobre Michael Gove y la mutilación genital femenina a modo de ejemplo de la última vez que miré a un hombre con embeleso.

–¿Ahora tengo que mirarlo embelesada? No me parece una reacción muy natural, dadas las circunstancias. Además, no sé cómo se hace físicamente. No suelo mirar a nadie de esa manera. No creo que lo haya hecho nunca. La última vez que hice algo parecido fue cuando el cesado ministro de Educación, Michael Gove, accedió a escribir una carta a todos los centros educativos con una serie de pautas para que los profesores pudieran detectar si una niña es víctima potencial de mutilación genital femenina.

Pero aquello no había sido embeleso, sino más bien algo del tipo: «¡Venga ya! ¿Tenía que ser Gove? ¿Por qué no podía ser otro? ¿Por qué tenía que significarse contra la mutilación genital femenina? Dios santo. No me quedará más remedio que reconocerle ese mérito, ¿verdad? Vale, enhorabuena, Michael Gove. Hoy has hecho algo bueno. Felicidades.» Aquello no fue embeleso, sino más bien una concesión a regañadientes.

Luego pasaba a explicar la recogida de firmas iniciada por Fahma Mohamed y la organización Integrate Bristol, y acababa la parte de la mutilación genital femenina con el chiste sobre los copos de jamón, que siempre arrancaba grandes carcajadas y me permitía seguir hablando un poco más de cosas serias.

Pero volviendo al número del anuncio de Müller, el mensaje que transmitía era que aquella mujer se sentía atraída por el tipo de la nevera, pese a que era un extraño y que ella se encontraba en una situación muy vulnerable. A mí me dio la impresión de que la industria láctea reforzaba así el mito de la violación consentida.

Así que le dije a Müller:

–Oye, sólo quiero aclarar algo que no acabo de entender, y luego me marcharé. Ya sé que tenéis a mucha gente esperando. Yo estoy sola en casa, ¿verdad? Vale. Hay un desconocido en mi nevera, un hombre al que nunca había visto en mi vida. Vale, hasta ahí todo perfecto. El desconocido me ofrece un yogur, algo que a mí me parece vagamente amenazador, dadas las circunstancias. Entonces cojo el yogur, lo que en la práctica equivale a darle permiso para que haga lo que quiera y por tanto podría usarse contra mí en un juicio en el supuesto de que algo salga rematadamente mal. Recuérdalo, Müller, yo no sé quién es este tipo, no hay nadie más en casa y se ha metido en mi nevera.

»Además, la tapa del yogur está medio levantada, lo que suscita toda clase de dudas, ¿no creéis? ¿Estará caducado? ¿Le habrá puesto algo el desconocido de la nevera? ¿Drogas? ¿Se disuelve el Rohypnol en la leche fermentada? ¿O sólo en líquidos? Lo siento, Müller, pero a lo que voy es: yo no aceptaría un yogur medio destapado ni de mi propia madre, no digamos ya de un perfecto desconocido que lleva no sé cuánto tiempo metido en mi nevera con la intención de hacerme comer un yogur que ha abierto previamente. Quiero decir, ¿qué saca él de todo esto, Müller? ¿Lleva todo este tiempo esperándome porque tiene un corazón que no le cabe en el pecho? ¡Estaría loca si me comiera ese yogur, Müller, loca de remate! ¡Ni siquiera llevo puestas las bragas antiviolación, Müller!

»¡Müller! No lo digo en broma, dicho sea de paso, yo no haría bromas con algo tan grave como la violación, y menos en un casting para un anuncio de yogures. Las bragas antiviolación son un producto real. Lo primero que pensé cuando me percaté de que la cosa no iba en broma fue: “Un momento. Si alguien tiene que ponerse ropa interior antiviolación son los violadores, no sus potenciales víctimas, ¿verdad?”

Llegados a este punto, explicaba al público qué eran las bragas antiviolación e introducía mi parrafada sobre el tema. Luego, justo después del número de las bragas antiviolación, los llevaba de vuelta al anuncio de Müller:

–¿Se supone que tengo que mearme de risa? Lo siento, Müller –le dije–, pero todo este asunto de la tapa del yogur me está sacando de quicio. ¿Por qué está medio levantada? ¿Acaso tratáis de insinuar que, por el hecho de ser mujer, no soy lo bastante fuerte para arrancarla yo solita? Lo que trato de decir, Müller, es que yo no aceptaría un yogur medio destapado ni de mi propia madre, no digamos ya de un perfecto desconocido que lleva no sé cuánto tiempo metido en mi nevera con la intención de hacerme comer un yogur que ha abierto previamente. ¡Estaría loca si me comiera ese yogur, Müller, loca de remate! Y para colmo me pides que lo mire con ojos de cordero degollado porque encuentro sexualmente atractivo a este intruso. Me estás diciendo que esta situación peligrosa, en la que soy muy vulnerable, me excita sexualmente, porque me estás pidiendo que mire embelesada a ese desconocido que acabo de encontrar metido en mi nevera.

»Siento tener que decírtelo, Müller, pero tal como lo veo yo, este anuncio de yogur perpetúa el mito de la violación consentida. Ya sé que parece muy traído por los pelos, pero te lo explicaré en un santiamén, y luego podrás hacer pasar a la siguiente actriz.

»Las mujeres no tienen fantasías de violación en las que son las víctimas. Una fantasía de violación es exactamente eso: una fantasía. Una mujer –o un hombre, lo mismo da– se inventa unas circunstancias en las que interpreta el papel de víctima, pero en realidad controla la situación de principio a fin, precisamente porque se trata de una fantasía. Ha tenido una charla con su pareja sexual, ha bajado a la tienda de disfraces y se ha comprado uno de bombero, Iron Man o Harry Potter, o incluso un poco de yogur, todo ello de mutuo acuerdo. Tu anuncio tiene fácil arreglo, Müller. Sólo le falta un pequeño retoque.

»Podrías hacer que yo despida a mi marido diciéndole “Nos vemos esta noche, cariño, ¡no te olvides de los yogures!” mientras le guiño un ojo. Luego lo enfocas a él dando la vuelta por fuera de la casa y entrando a hurtadillas por la puerta de la cocina para colocarse detrás de la nevera con su bandejita y su yogur mientras yo finjo no verlo, toda coquetona, y me esfuerzo por no enfadarme cuando me doy cuenta de que ha puesto el suelo perdido de barro del jardín porque estamos en medio de una fantasía sexual. El toque perfecto, Müller, sería que sacaras un primer plano de la nevera, en la que habría una foto de nuestra boda o, si no estamos casados, en la que salimos sonrientes. Así, los espectadores sabrían que ese hombre es mi pareja y que esto no es más que una pequeña fantasía sexual que hemos ideado los dos, por lo que no me expongo a ningún tipo de peligro. Llegados a este punto yo fingiría ruborizarme, como si acabaran de pillarme in fraganti.

»Pero de momento no hay nada de eso en tu anuncio. No hay más que una mujer que está sola en casa y que se topa con un intruso que empuña un yogur potencialmente adulterado. Me temo que estás dando munición a los apologistas de la violación y yo no puedo participar en algo así de ninguna manera, ni siquiera a cambio de siete mil libras.

»De todos modos, Müller, creo que acabarás dándote cuenta de que en las fantasías relacionadas con la violación de la mayoría de las mujeres no salen yogures medio destapados ni hombres metidos en neveras. En las mías no, desde luego. Mis fantasías relacionadas con la violación incluyen salas de juicio y frases bastante más largas.

Me gustaría saber quién redacta los guiones publicitarios de estos productos. ¿Serán hombres o mujeres? Gran Bretaña ha dado grandes escritoras, pero es una lástima que tuvieran que hacerse pasar por hombres, como Mary Ann Evans. Se pintó un bigote, se fumó unos pocos Woodbines y se hizo llamar George Eliot para asegurarse de que tomaban su trabajo en serio. Por entonces, la opinión generalizada era que las mujeres sólo podían escribir novelitas románticas de chicha y nabo. Su ardid funcionó a la perfección hasta que alguien se llevó un bebé a la presentación de un libro suyo y su tono de voz subió cincuenta y siete octavas de golpe.

Menos conocido es el hecho de que, mientras escribía Frankenstein, Mary Shelley llevaba al cuello un perno de cabeza hexagonal colgado de una cadena de plata para cerrarle el pico al que era por entonces su amante, Percy Bysshe Shelley, que no paraba de meterse con ella. Percy opinaba que la mente de las mujeres estaba demasiado ocupada con emociones y demás asuntos femeninos, como flores, bordados y plumas, para permitirles escribir historias de terror. Estaban pasando las vacaciones en compañía de Lord Byron y decidieron competir por ver quién escribía la mejor historia gótica. Lo más normal del mundo, vamos. La de Byron iba sobre un poltergeist que no paraba de tirarse pedos; Shelley escribió una historia sobre un vampiro que sólo sale por las noches y la de Mary hablaba de la creación, la eugenesia, la fragilidad del alma humana y las complejidades de la psique. Ah, sí, también había gran profusión de destellos. Cosas de mujeres, ya se sabe. En fin, el caso es que, para no tener que oír a los chicos, Mary les dijo que llevaría un «poderoso símbolo de masculinidad» colgado al cuello para que la ayudara a concentrarse en temas más viriles, como la violencia, la construcción y el bricolaje. Les aseguró que, si le daba vueltas sin parar y lo miraba todo el rato, pensaría más como un hombre y menos como una mujer. Al igual que Thatcher. ¿Era una mujer, verdad?

Según Mary Shelley, ese perno, que solían usar hombres varoniles como carpinteros y herreros, la haría sentirse más como un hombre y menos como una mujer, o, lo que es lo mismo, menos como se siente una mujer en un mundo dominado por los hombres. Es decir, oprimida, desvalida y atrapada. Desesperada y frustrada. Impotente y aislada. Alguien capaz de dar vida. Tonterías y frivolidades propias de mujeres, vamos.

Mary Shelley tampoco podía centrarse demasiado en el arrepentimiento, porque entra en la categoría de emoción, y las emociones son cosa de mujeres. Junto con la depresión, la desesperación, la confusión, el vacío, la aprensión y la culpa. ¿He mencionado el sentimiento de culpa de las mujeres? Siempre la culpa. ¿Cuándo se acabará?

Mary Shelley no podía abordar lo que se siente al traer a alguien al mundo para acabar repudiándolo y aborreciéndolo. Lo que significa arrojar esa criatura a un mundo cruel, donde será rechazada y abandonada. Victor Frankenstein no podía sufrir depresión posparto, claro está. Eso es algo propio de las mujeres y no interesa a los hombres, que en su mayoría leerían su historia mientras fumaban, conducían o cazaban.

Tampoco podía explayarse en la descripción de las emociones de su monstruo. Da igual lo que piense, ¡es un monstruo! Sólo se creó para la satisfacción y egolatría del hombre. ¿A quién le importa lo que opine? ¡Suerte tiene de estar vivo! ¡Debería estar agradecido! ¿Acaso no sabe los sacrificios que le ha costado al hombre?

Mary Shelley no podía escribir sobre lo que se siente al estar atrapado dentro de un cuerpo que nunca te ha pertenecido del todo. Un cuerpo que te hace sentir vulnerable y expuesto. Un cuerpo sobre el que no tienes ningún derecho, sobre el que no ejerces ningún control, especialmente si en algún momento de tu vida acabas viviendo en la República de Irlanda o el estado de Kansas.

Un cuerpo que aprendes a odiar con el tiempo porque se aparta ligeramente de la norma (vale, en el caso del monstruo de Frankenstein, más que apartarse de la norma se la salta a la torera, pero ya me entendéis). Un cuerpo roto. Un cuerpo que no encaja. Un cuerpo torpe y grotesco. Si tan sólo el monstruo pudiera permitirse unos arreglillos por aquí y por allá, problema resuelto. O eso quiso hacer creer al monstruo una sociedad capitalista.

La endeble mente femenina de Mary Shelley no podía ahondar en su propia lucha para afirmar su identidad y abrirse camino en una sociedad que no la apreciaba, reconocía ni comprendía. Una sociedad que le hacía el vacío, pese a que se llevaba estupendamente con todo el mundo y caía bien a los niños.

Una sociedad que no sabía a ciencia cierta si lo que la asqueaba y atemorizaba era la mera idea de que existiera alguien como ella o la amenaza que representaba. Una sociedad sin tacha. La mente de Mary Shelley no podía sucumbir a la pura y aplastante soledad que implica a veces el hecho de ser mujer.

No podía pensar en todas estas «cosas de mujeres» para redactar su historia. Debía centrarse en temas más tangibles, con los que pudieran identificarse los hombres, porque corría el año 1816 y su historia la leerían sobre todo hombres, habida cuenta de que las chicas no tenían acceso a la educación y todo eso. Tenía que haber brutalidad, violencia y crueldad a mansalva. Nada de muestras de compasión, lástima, imparcialidad o fruslerías románticas por el estilo. Nada de abandono ni de amor. Y además tendría que publicarlo de forma anónima, por si acaso.

El caso es que se puso manos a la obra y creó Frankenstein, posiblemente la mejor historia de terror jamás escrita, a la edad de veinte años, sin haber tenido una educación formal. Y era una chica. ¿Había mencionado ya ese detalle? También debo decir que Percy B. Shelley apoyó a Mary sin dudarlo y la animó a escribir desde el primer momento. De hecho, hasta le permitió usar su nombre después de que se casaran, lo que supuso una gran contribución a la carrera literaria de Mary. Debía de ser maravilloso que se refirieran a ella todo el rato como «la esposa de Percy Bysshe Shelley» (véase el capítulo uno, donde se habla de las reuniones sociales).

Por supuesto, ésta es la interpretación personal que hago yo de Frankenstein a la luz del pedo que se tiró aquel hombre. Había visto la película muchas veces antes del incidente del pedo en la librería sin fijarme en ninguno de estos pormenores. ¿Veis cómo me ha destrozado la vida ese hombre? Ya ni siquiera puedo disfrutar de un clásico del terror por culpa del dichoso feminismo.

Pero a lo que íbamos: las bragas antiviolación, la mutilación genital femenina y el anuncio del yogur ocupaban los últimos veinte minutos de mi monólogo de 2014.

Lo que hacía durante los primeros cuarenta minutos era preparar el terreno para llegar a ese punto. Quería establecer conexiones entre cosas que nos parecen inofensivas, como el sexismo supuestamente cándido y los estereotipos de género por un lado, y las grandes cuestiones por el otro, para demostrar que todo está imbricado, y todo proviene del mismo lugar. Entre un estúpido anuncio de ambientador y una amenaza de muerte en Twitter no hay más que un paso.

Los estereotipos de género refuerzan el sexismo. Si sólo distinguimos dos clases de mujeres –léase: las hipersexualizadas y las frívolas o tontas de remate–, cuando una mujer se aparta de una de ambas normas se la considera una anomalía, o un monstruo de feria, o una amenaza de algún tipo, como si se tratara de una nueva especie de avispa gigante. Esa clase de mujer desestabiliza el statu quo. No confundir con Status Quo, el grupo musical, que ni siquiera sé si sigue existiendo. Si es así, estoy segura de que son muy capaces de desestabilizarse a sí mismos. Tengo entendido que les daba por correr de un extremo al otro de su avión privado para ver si así se estrellaban. Y la hilarante Bula Quo!, una parodia del cine negro protagonizada por el grupo en 2013 y rodada en las islas Fiyi, no ha contribuido precisamente a mejorar su reputación.

Cuando Mary Beard, la historiadora especializada en el mundo clásico, salió en el programa de debate político Question Time, fueron muchos los hombres que se sintieron perplejos. Aquella mujer no representaba para ellos un objeto de deseo, pero tampoco se comportaba de forma frívola ni pasiva. Mary Beard simplemente no encajaba en sus estereotipos. Era una mujer de inteligencia superior que expresaba libremente sus opiniones. Se parecía un poco a un hombre, en ese sentido, pero en versión femenina. Los hombres no sabían cómo reaccionar, porque no habían visto suficientes ejemplos de mujer. Pensaron: ¿Qué clase de mujer es ésta? No se parece a mi madre, ¡pero tampoco me provoca una erección! Se parece un poco al tío Clive, pero con el sexo cambiado. ¡Eccs! ¡Puaj! ¿Por qué no se ha teñido el pelo o blanqueado los dientes? ¿Cómo se supone que debo reaccionar ante esta cosa? ¿Qué demonios es? ¿Me picará? ¿Hay más como ella? ¿Dónde viven, en el bosque? ¡Qué grima me da! ¿Qué hago yo ahora? Mi cerebro está a punto de estallar y... ¡Oh, no! ¡El pito se me ha metido para dentro! ¿Cómo vuelvo a sacarlo? ¿Intento evolucionar? No, eso nunca. Lo que haré es entrar en Twitter, que ahora se ha declarado zona de protección del sexismo, y diré que tiene palitos de queso en lugar de dientes y que come demasiado repollo, y además especularé sobre la anchura de su canal de parto.

El aluvión de improperios que recibió Mary Beard por no encajar en una de las dos etiquetas femeninas existentes fue indignante, un despropósito en toda regla. Necesitamos ver más clases de mujeres. No todas somos madres o rameras, y algunas de nosotras encajamos en ambas categorías. El gran pecado de Beard fue salir en la tele y expresar sus opiniones sin emperifollarse siendo una mujer de cincuenta y ocho años. Porque vamos a ver, ¿quién demonios se ha creído que es? ¿Catedrática de literatura clásica de la Royal Academy of Arts, acreedora de la Orden del Imperio Británico por sus aportaciones al conocimiento del mundo clásico? ¡Por el amor de Dios! Para mí que ni siquiera se ha molestado en ir a la peluquería antes de salir por la tele. Lo dicho, una vergüenza.

Por cierto, hablé de esto en la segunda temporada de mi serie de programas radiofónicos para Radio 4. Me preocupaba la posibilidad de ofender a Mary Beard, o de decir algo con lo que ella no estuviera de acuerdo, pero luego supe que había comentado el programa en su cuenta de Twitter y me puse tan contenta que apenas miraba por dónde iba y me caí en un agujero. Resultado: un esguince de tercer grado y un dedo de la mano roto. Acabé en Urgencias, donde me tuvieron que serrar los anillos de compromiso y de boda. Imagino que a ella le haría ilusión saberlo, siendo feminista y tal.

El caso es que yo me había propuesto demostrar que incluso algo aparentemente inofensivo, gracioso y desenfadado puede tener un trasfondo mucho más oscuro, como la salsa agridulce, los erizos de mar y Nigel Farage del UKIP. Pensé que, mientras tenía al público contento y distraído con el número sobre el anuncio del yogur, podría aprovechar para intentar colar todo lo demás, como el compromiso de Michael Gove para erradicar la mutilación genital femenina, la actual postura del gobierno británico respecto a la cuestión, algunas cifras en torno a dicha práctica y tal vez mi experiencia con Leyla Hussein. El público estaría pensando en lo del yogur, tratando de prever cómo acabaría la prueba para el anuncio. Seguramente muchos de los espectadores (sobre todo las mujeres) estarían fantaseando con el yogur. Lo último que esperarían, llegados a este punto, era que les hablara de la mutilación genital femenina. Y, antes de que comprendieran qué estaba pasando, yo ya habría regresado a la prueba del yogur.

La prueba del yogur era mi caballo de Troya. Ya sé que no es la primera vez que recurro a este símil, como se ha visto en el capítulo dos, en el que cuento que solía hacer un número en torno a la madera, con lo que la metáfora me iba de perlas, pero aquí tampoco queda mal del todo porque se trataba de yogur griego, así que no le deis más vueltas.

Si bien el número sobre la mutilación genital femenina no duraba demasiado, quería que el público lo retuviera en la memoria después de ver el espectáculo. Ese mismo año había leído el demoledor poema «El corte» de la activista, defensora de los derechos humanos y genial escritora Maryam Sheikh Abdi sobre su propia experiencia, y me había conmovido tanto que quería compartirlo con el público. No es lo que se dice una lectura fácil, y no sé si hice bien o mal, pero me dije que, aunque me equivocara, unas cuantas personas volverían a su casa sin ignorar lo que sufren hoy en día ciento treinta millones de chicas en todo el mundo. Y si hice bien, será que estaba en lo cierto. Sólo puedo hacer lo que me dicta mi propia conciencia. Leyla, que conoce a Maryam, le pidió permiso en mi nombre para usar el poema, algo a lo que ella accedió generosamente, así que al final del espectáculo repartía copias del poema a los espectadores según se iban marchando, dentro de un sobre que ponía: «Este sobre contiene un poema muy poderoso, explícito y perturbador sobre la experiencia de una mujer que ha sufrido mutilación genital femenina. Por favor, no lo lea mientras espera a que empiece otro espectáculo humorístico. Disfrute del festival. Gracias. Bridget Christie.»

Justo antes de eso retomaba el anuncio de Müller, y en un primer momento mi intención era poner fin al espectáculo en ese punto, con la frase «Mis fantasías relacionadas con la violación incluyen salas de juicio y frases bastante más largas», pero el 29 de julio recibí un email del Ministerio de Educación. Yo había enviado un mensaje a Michael Gove con vínculos a nuestro documental y ahora, para nuestro asombro, nos contestaban desde el ministerio, diciendo que habían hecho llegar el documental a la asociación PSHE (Personal, Social, Health and Economic Education) para que lo revisara y decidiera si convenía ponerlo a disposición de los profesores. Se me ocurrió que aquello me daba una razón más para sacar la mutilación genital femenina a colación justo antes de que los espectadores abandonaran la sala, para que fuera la idea que más perdurara en su memoria, como había hecho con Malala el año anterior.

Para mí también era muy importante no dar la impresión de que me consideraba moralmente superior a ellos o digna de reconocimiento. Tenía que restar importancia a la noticia. Yo no soy más que una cómica. Quería que los espectadores supieran que, si mi contribución servía para cambiar algo, por minúsculo que fuera, lo mismo podrían hacer ellos, pero no quería quedar como una pedante. Redacté un nuevo final a toda prisa, pues faltaban pocos días para el estreno.

Antes de irme iba a comentarles que, tras veintinueve años sin mover un dedo para acabar con la mutilación genital femenina, el gobierno ha anunciado recientemente que va a tomar cartas en el asunto, lo que yo interpreto como una muestra de cinismo. Se ha visto obligado a hacerlo empujado por las conclusiones de una comisión especial designada por el Ministerio de Interior –que ha calificado de «escándalo nacional» sus vanos esfuerzos por prevenir la mutilación genital femenina en el Reino Unido– y presionado por la repercusión de ciertas campañas mediáticas impulsadas por el Evening Standard, The Times y The Guardian. Pero resulta que, hace cuatro días, recibí el siguiente mensaje de correo electrónico del Ministerio de Educación.

Entonces leía el mensaje, que venía a decir que a Gove le había gustado el documental y se lo había enviado a la asociación PSHE para que ésta decidiera si lo incluía o no en la información que remitía a los profesores.*

¿Y ahora qué hago yo? Pensaba volver aquí el año que viene y echar pestes del gobierno, pero no puedo porque me he dejado absorber por su maquinaria. ¡Me han enviado un email! Han dado el visto bueno a mi documental. Estoy atrapada. ¿Qué soy yo ahora mismo? Nada. Se supone que soy una cómica, un verso suelto. Se supone que debo criticar al gobierno, no estar a partir un piñón con él. Mi independencia ha quedado en entredicho. Y así es como acaba siempre. Vamos a ver, sería genial que nuestro documental llegara a las escuelas y contribuyera a aumentar la concienciación sobre la mutilación genital femenina, pero no a costa de mi carrera. Si la PSHE decide aprobar la proyección del documental en los centros educativos y yo quiero hacer otro espectáculo el año que viene, tendré que mentir y decir que lo rechazaron. Sólo hay una cosa peor que una feminista cabreada: una feminista pagada de sí misma y convencida de que siempre tiene razón. Insoportable. Ése es el problema del activismo si da la casualidad de que te dedicas al humor, ¿verdad? A veces da sus frutos, y entonces te quedas sin motivos para quejarte.

La PSHE está analizando el documental para decidir si lo incluirá entre los recursos didácticos con los que contarán los profesores para prevenir la mutilación genital femenina. Leyla me ha dicho que ya lo están usando el Ministerio de Salud, la policía de Londres, algunos cursos de formación sobre la mutilación genital femenina y varias escuelas. Me ha dicho que lo proyectan al finalizar las sesiones, como una forma indirecta de hablar del tema, justo antes de que todo el mundo se vaya a almorzar, pues le quita un poco de hierro al asunto. Una médica vino a ver mi monólogo y decidió organizar sesiones de formación sobre la mutilación genital femenina para todos los demás médicos de su consulta. Un profesor vino a verme y después enseñó el documental a sus alumnos. Pero ninguna de esas cosas ha servido para nada, porque nadie me ha invitado todavía al programa de monólogos humorísticos Live at the Apollo. Además, me he acostado con todos los miembros de la PSHE, los técnicos del Ministerio de Salud, el cuerpo de policía de Londres al completo, la médica escocesa, el profesor y todos los que asistían a las sesiones formativas sobre la mutilación genital femenina para poder «prosperar en este oficio», así que en realidad el mérito no es mío.

El espectáculo tuvo una buena acogida. La opinión general de crítica y público era que suponía un paso adelante respecto a mi anterior monólogo, A Bic for Her, y no un paso atrás, lo que para mí supuso un alivio tremendo. Había vuelto a salirme con la mía. Colgué el cartel de «agotado» durante casi nueve semanas en el Soho Theatre y gané el premio a la mejor gira en los Chortle Awards de 2015.

Mierda, me dije. Ahora no me quedará más remedio que escribir otro puñetero monólogo.