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Muchas de mis amigas, militantes feministas, escritoras y defensoras de los derechos de la mujer, se ven expuestas a un aluvión de ataques sexistas en la red. Y eso contando sólo los que escribo yo bajo diferentes seudónimos.»
El incidente del pedo en la librería del 30 de abril de 2012 me convirtió en una militante. Por así decirlo. No participo en manifestaciones, ni recaudo fondos para la causa feminista ni nada por el estilo.* Ni siquiera le dedico una parte de mi tiempo libre. Lo que sí hago es colarme en espacios masculinos y tirarme pedos. Me adentro en los ríos mientras están pescando con mosca y me tiro ventosidades. Lo más que consigo es dejarlos boquiabiertos, y en cierta ocasión casi me ahogo, pero eso es algo de lo que me enorgullezco. Tirarse pedos en medio de un río tal vez no parezca tan peligroso como arrojarse a los pies de un caballo, pero como os diría cualquier paramédico, no sólo es peligroso, sino también de lo más tonto. Como le dije al conductor de la ambulancia: «A ti te parecerá una tontería, pero los derechos de las mujeres bien valen unos cuantos pedos.»
Así que ¿os acordáis de la introducción? El documental para Amnistía Internacional, el episodio de The Only Way is Essex y la reseña homicida, todo eso ocurrió el 30 de abril de 2012, y yo quería hablar sobre ello, sobre aquel día tan extraño. También quería hablar sobre un fenómeno insólito del que los diarios se hacían mucho eco por entonces: el feminismo conservador. Y pensé que lo del pedo podría servir para enmarcar todos esos temas más sesudos. ¿A quién no le gusta una buena historia sobre pedos?
Así de entrada podrá parecer que estaba mezclando churras con merinas, pero el espectáculo que llevé al Fringe Festival de Edimburgo en 2012, War Donkey, empezaba conmigo disfrazada de burro y haciendo el burro, con todo lo que ello implica, durante cerca de diez minutos. Aquel fue el primero de mis monólogos que contó con el favor del público después de siete años consecutivos acudiendo al Fringe Festival, así que, aunque no era lo que se dice un «gran» espectáculo, me permitió ganar confianza y empezar a hablar sobre las cosas que realmente me importaban con mi propia voz. Eso sí, no me quité el disfraz de burro para hablar del feminismo. Puestos a hablar de operaciones estéticas para recortar los labios vaginales, me parecía que tal vez no fuera mala idea hacerlo disfrazada de asno.
Por entonces, Louise Mensch, la ex diputada del Partido Conservador por el distrito electoral de Corby y autoproclamada feminista conservadora, estaba muy presente en los medios de comunicación. Abundaban los artículos sobre el «feminismo Tory» y «las nuevas feministas conservadoras». Theresa May lucía una camiseta en la que ponía «Esto de aquí es una feminista» mientras tomaba decisiones que perjudicaban a las mujeres. No obstante, confieso que sus zapatos me tienen enamorada.
No estoy segura de que sea buena idea que una mujer lleve una camiseta en la que ponga «Esto de aquí es una feminista». Ni un hombre, ya puestos. Son ganas de cargar las tintas, ¿no creéis? Es como si alguien decide usar una camiseta en la que ponga «No soy racista». A mí me haría sospechar. Doy por sentado que la mayoría de las personas son feministas por naturaleza, hasta que hagan o digan algo que me lleve a suponer lo contrario. Si me fuera a jugar a los bolos con un amigo, pongamos por caso, y al quitarse el abrigo descubriera una camiseta en la que pusiera «No soy racista», no creo que me sintiera aliviada en absoluto. Al revés, me pondría de los nervios. Me pasaría toda la noche preguntándome si no estaría jugando a los bolos con un racista aficionado a la ironía.
Por supuesto, el hecho de lucir una camiseta en la que pone que eres feminista no significa que lo seas. Estoy segura de que muchas mujeres hubiesen preferido que Nick Clegg le dijera a Lord Rennard, su compañero de filas en el Partido Liberal Demócrata, que se tomara una excedencia forzosa hasta que se hicieran públicos los resultados de varias investigaciones sobre su conducta, o que Ed Miliband hubiese dejado a su hermano David –que es bastante más agradable a la vista y al oído– hacerse con el liderazgo del Partido Laborista. Pero, por desgracia, tenían algún ajuste de cuentas pendiente desde la infancia..., así que dejó que el UKIP se afianzara.
Pese a todo, fue un detallazo que fingieran preocuparse por los derechos de las mujeres en la campaña electoral para las generales de 2015. Fue casi como si hubiesen recordado que las mujeres son la mitad de la población y que estos días tienen derecho a voto. En abril de 2015, había menos diputadas en el Reino Unido que en Afganistán. Eso significa que había menos mujeres dedicándose a la política aquí que en el país de los talibanes, que por si no lo recordáis odian a las mujeres. Sobre todo a las que hablan en público. Tengo que acordarme de cancelar esa actuación en el club de la comedia de Kabul. O como mínimo controlar la lista de invitados.
Desde que la primera mujer asumiera el cargo de diputada del Parlamento británico –Nancy Astor, allá por 1919–,* el número total de diputadas femeninas que han pasado por el Parlamento es menor que el número de hombres que ocupan esos escaños hoy en día, lo que no hace sino demostrar lo maleducados que son los diputados británicos. Si tuvieran unos mínimos modales o fueran caballeros, habrían cedido esos asientos a las señoras hace mucho, al margen de las cuotas.
Salta a la vista que necesitamos más mujeres en la política británica. No sólo porque una inmensa parte de la población se halla infrarrepresentada, sino también porque, si hubiese más mujeres en las sesiones parlamentarias de control al gobierno, ¡habría menos abucheos, risotadas e interrupciones y más chistes graciosos! Los entornos dominados por hombres e impulsados por la testosterona no resultan demasiado atractivos para las mujeres. Además, las mujeres que se dedican a la política a menudo se ven sometidas a un trato vejatorio en la red y a un escrutinio absurdo y degradante en los medios de comunicación. Y eso sólo por parte de sus maridos. El día que Cameron anunció la reestructuración de su gabinete ministerial y nombró ministra de Empleo a Ester McVey, el Daily Mail dijo al respecto: «Entró taconeando en Downing Street [...] con la rubia melena echada hacia atrás, como recién salida de un anuncio de champú.»
El Daily Mail no se olvidaba de los nuevos ministros:
Y aquí llega el varonil Philip Hammond, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores, que entra en el despacho sin llamar la atención con sus piernas masculinas. El pelo no se le mueve demasiado, por no decir en absoluto. El varonil Philip Hammond, ese hombre que se dedica a la política, no parece haber salido de un anuncio de champú, ni mucho menos. Por suerte para el varonil Philip Hammond, tener una melena que ondea al caminar no forma parte de sus atributos como ministro de Estado de Asuntos Exteriores y de la Commonwealth, pues se trata de un requisito que sólo se exige si eres mujer y ocupas la cartera de Empleo.
Los diputados también se ven sometidos a un riguroso escrutinio por parte de los medios de comunicación, claro está, y me parece bien que así sea, pero no hay punto de comparación. Un político tiene que hacer algo realmente estúpido, como enviar una foto suya en pijama y enseñando el pito a una periodista encubierta, o bien llamar «chusma» a un policía, o pasarse al UKIP, para convertirse en blanco de las críticas de la prensa. Pero ni siquiera después de haber hecho todo eso es probable que alguien lo amenace con violarlo. Por cierto, esas tres pifias no las cometió el mismo político, sino tres políticos distintos. Eso sí, eran todos del Partido Conservador, por lo que bien podrían haber sido una sola persona.
Pero el problema no se limita a las mujeres que se dedican a la política. Muchas de mis amigas, militantes feministas, escritoras y defensoras de los derechos de la mujer, se ven expuestas a un aluvión de ataques sexistas en la red. Y eso contando sólo los que escribo yo bajo diferentes seudónimos.
Ahora en serio, yo no soy más que una cómica. No tengo poder ni capacidad de influencia. No voy a solucionar nada, ni pretendo hacerlo. Me limito a escribir chistes. Ésa es mi única aportación. Si me piden que mencione alguna campaña de defensa de los derechos de la mujer, lo haré, pero no quiero que se me atribuyan méritos que no son míos. Los ataques de los que he sido víctima no son nada comparados con los de mis amigas. He recibido alguna que otra amenaza de violación ligeramente sesgada, violenta e inquietante, y ha habido feministas que me han dejado a la altura del betún y me han acusado de sacar provecho del sufrimiento de otras mujeres. Nada demasiado grave. Bromas sin importancia, en el fondo. Lo que pasa es que tienden a ser un pelín difamatorias, tontorronas o sarcásticas; nada que me quite el sueño.
En fin, el caso es que por aquella época, cuando las feministas conservadoras salían en los diarios a todas horas hablando sobre el feminismo conservador, me dio por preguntarme qué era el feminismo conservador y acabé incorporando mis reflexiones sobre el particular al monólogo War Donkey que presenté en Edimburgo en el verano de 2012.
Llevo algún tiempo tratando de entender qué es una feminista conservadora, porque no hago más que ver fotos de diputadas conservadoras en los diarios luciendo camisetas con el lema «Esto de aquí es una feminista». O sea, que las feministas se parecen a una camiseta, ¿es eso? ¿Cómo puede una camiseta parecerse a una feminista? Una camiseta se parece a una camiseta, ¿no creéis? En realidad, debería poner: «Esto de aquí es una camiseta con la frase “Esto de aquí es una feminista” estampada.»
O al menos eso es lo que pone en la pechera de las camisetas que todas las feministas conservadoras lucen estos días. Pero en la espalda pone «Que no, atontado, que soy una tory». Y debajo de eso pone «Me he cargado el programa de atención sanitaria a las embarazadas. He cerrado los centros Sure Start de apoyo pedagógico». Esta frase aparece rematada con una carita sonriente. «He reducido las ayudas a la infancia y recortado las desgravaciones fiscales por tener hijos. He cerrado los centros de acogida para mujeres y niños víctimas del maltrato. Le he metido un buen tijeretazo a los centros de apoyo psicológico y asistencia legal a las víctimas de violencia sexual.» Carita guiñando el ojo. «He recortado los fondos destinados a la instalación y mantenimiento de cámaras de circuito cerrado y la iluminación callejera, con lo que las mujeres son ahora mucho más vulnerables. He cerrado los veintitrés juzgados especializados en violencia doméstica que había en este país. He recortado las ayudas a los niños discapacitados.» Carita triste con gafas de sol. «He intentado introducir una enmienda en la Ley del Aborto para que las mujeres tengan que someterse a una reunión cara a cara con el Papa antes de seguir adelante con la interrupción del embarazo.» Carita guiñando el ojo y sacando la lengua. La parte de la espalda es mucho más larga que la de la pechera, claro está. En realidad, es un frac. Estos días, todas llevan frac.
A lo que se me alcanza, el feminismo conservador consiste en aplicar las reglas del libre mercado al feminismo. Privatiza a las mujeres, fomenta la competitividad en el mercado de la humanidad y las más fuertes sobrevivirán, eliminando de paso la opresión femenina. Chicas, vosotras decid que no y listos, ¿vale? El feminismo conservador podría resumirse como sigue: «A mí me ha ido bien, así que ¿por qué no iba a irle bien a todo el mundo?, ah, sí, y en cuanto llegue arriba lo primero que haré será poner la zancadilla a todas las que intenten seguir mis pasos.»
Es la supervivencia del más fuerte. Las mejores llegarán hasta la cima, y las demás no merecen hacerlo. El 1 % del 50 % procreará, dando así paso a la próxima generación de mujeres fuertes, bellas, independientes y ricas, tal como sus madres, y luego, con un poco de suerte, todas las demás mujeres, las débiles, las que no son ricas ni blancas, se irán extinguiendo poco a poco y podremos olvidarnos de todo ese rollo del feminismo, la interseccionalidad y demás mandangas. La evolución se encargará de solucionar el «problema femenino».
El monólogo War Donkey que presenté en el Fringe Festival de Edimburgo en 2012 abarcaba temas como los burros, la salud maternoinfantil en los países en vías de desarrollo, la labioplastia, el feminismo conservador y el incidente del pedo en la librería, que acabó convirtiéndose en un grito de guerra, un llamamiento a todas las mujeres para que salieran en defensa de sus derechos y empezaran a peerse en los feudos masculinos. Al finalizar el espectáculo, invitaba a un hombre del público a subirse al escenario y lo ponía de cara al telón, donde había colgado el trampantojo de una estantería con libros de Wollstonecraft, Woolf y Helen Castor.
Mientras el voluntario daba la espalda al público, el técnico de sonido ponía el efecto sonoro de tres pedos distintos y los reproducía en bucle mientras el resto del público abandonaba la sala en silencio. El hombre se quedaba allí tan ricamente, dando la espalda a la platea mientras sonaba la traca de pedos, hasta que el último espectador abandonaba la sala. Este colofón tenía más gracia cuando lo hacía en locales grandes, porque el público tardaba más en salir. Nunca resultaba violento, y el hombre de los pedos se llevaba un puñado de pins de regalo.
En general, las reseñas no fueron lo que se dice entusiastas, pero la que se llevó la palma fue la que ya he mencionado en la introducción, publicada en The List, en la que Charlotte Runcie me dio dos estrellas y me reprochó por no dar al público sino pedos a cambio de sus entradas. Cabe señalar que, a lo largo de toda una hora de monólogo, sólo sonaban tres pedos, justo al final del espectáculo, mientras el público abandonaba la sala. Eso de que «no les daba más que pedos», después de haberme pasado casi sesenta minutos hablando, me parece un pelín exagerado.
Dicho lo cual, si yo fuese una aficionada a los monólogos cómicos y hubiese leído esa reseña según la cual el público no podía esperar más que una sarta de pedos de cierto espectáculo, ¡me habría ido PITANDO para allá! ¡Suena desternillante! Y mucho más divertido de lo que acabó siendo mi monólogo, la verdad sea dicha. Además, nunca hubiese pensado que Charlotte Runcie, nieta del arzobispo de Canterbury, pudiera tener tantos prejuicios contra las ventosidades, habida cuenta de la obsesión por el tema que sufría Martín Lutero, padre del protestantismo. Charlotte Runcie debería ampliar sus conocimientos en materia de comedia y ventosidades, y en las relaciones de ambos con los imperativos teológicos de los predecesores de su abuelo, si quiere que la tomen en serio como crítica de espectáculos humorísticos.
Martín Lutero nos dejó un puñado de citas memorables. Ninguna podrá superar la de Jesús y el pago de impuestos, pero en su repertorio había también algunas frases escatológicas dignas de pasar a la historia que Jesús evitó de forma consciente por creer que el editor de turno las borraría de su libro. En los últimos años de su vida, Lutero sufrió mucho a causa del síndrome del colon irritable. Algunos estudiosos creen que su antisemitismo tuvo origen en esta dolencia y no en algo parecido al racismo, lo que me recuerda un poco cuando Nigel Farage culpó a la inmigración de los atascos de tráfico en la M4 que le hicieron perderse una recepción del UKIP.* La teoría es que, como Lutero sufría tanto a causa de su enfermedad, y estaba tan cabreado a todas horas, desarrolló una fuerte intolerancia hacia las personas llegadas de otras latitudes. Yo también tengo síndrome de colon irritable, pero no se me ocurriría cargarle el mochuelo a toda una raza, por muy mal que lo estuviera pasando. No me imagino diciendo: «Oh, mis pobres tripas están fatal hoy..., ¡la culpa la tienen esos malditos polacos, que sólo han venido aquí para irritarme el colon!»
Lutero escribió buena parte de su obra sentado en el váter, y vivía obsesionado con mantener al demonio a raya. He aquí una de sus citas más famosas: «Yo resisto al Demonio, y una sola de mis ventosidades basta para ahuyentarlo.» Pero mi cita preferida de Lutero es la que dice: «Tengo mierda en los pantalones, y puedes colgártelos alrededor del cuello y limpiarte la boca con ellos.» Esto se lo soltó a Satanás, dicho sea de paso, no a su mujer.
El obispo Rowan Williams no echó mano de ninguna cita de Lutero en la boda real del príncipe Guillermo y Kate Middleton. Lástima. De haberlo hecho, tal vez la ceremonia hubiese contado con un mayor número de telespectadores. Oí decir que las cifras de audiencia no fueron como para tirar cohetes. Y ahora volvemos en directo a la abadía de Westminster para escuchar las palabras del obispo Rowan Williams: «Tengo mierda en los pantalones, y puedes colgártelos alrededor del cuello y limpiarte la boca con ellos.»
¿Lo veis? Ahora que he pasado de la página once no me corto un pelo a la hora de hablar sobre ventosidades, mierda, religión o incluso la familia real británica. Tengo carta blanca en lo tocante a los pedos. Y los sin techo. Y los suecos.
Una de las últimas veces que interpreté el monólogo War Donkey en el Fringe Festival, Alison Vernon-Smith, la famosa productora de Radio 4, vino a ver el espectáculo y persuadió a los directores de la emisora para que lo vieran. Poco después, me encargaron una serie de cuatro monólogos cómicos sobre el feminismo sin pedirme siquiera un piloto.
–¡Es genial! –le dije a Alison cuando me lo contó–. Pero... espera un momento, esto es para la radio. Tendré que olvidarme de los disfraces y el atrezo y concentrarme en el guión, ¿verdad?
–Sí. Así es, Bridget –contestó Alison.
Mierda. No podría esconderme detrás de nada.