Capítulo 8

La curiosidad crecía febrilmente, deseaba saber más. Era difícil controlar las palabras que pugnaban por brotar de mis labios. Hubiesen sorprendido a Elizabeth y no me llevarían a ninguna parte. De pronto, comprendí que había una sola forma de obtener su confianza. Me puse de pie y me acerqué a ella, que se estaba mirando al espejo. Deslicé mi brazo alrededor de sus hombros y le di un beso en la mejilla.

—Te deseo buena suerte —dije—. Y si alguna vez necesitas ayuda, no vaciles en llamarme.

Ella se volvió y me sonrió con esa sonrisa suya, tan bella y tan efímera.

—Eres encantadora, Lyn —me contestó—. Pero yo soy una tonta. ¿Sabes cuántos años tengo?

—No tengo idea —le contesté.

—Veintisiete —dijo—. Veintisiete años, sin dinero ni ningún talento especial, consumida por un amor a alguien que ni siquiera advierte mi presencia. Cada año que pasa es más triste y más lleno de desesperanza.

—Estoy segura de que ves las cosas mucho peor de lo que son en realidad —repliqué.

Ella se rió con una sonrisa amarga.

—Tal vez tengas razón, Lyn, pero, nunca ames a nadie que no te ame. Es algo infernal.

—¿Por qué no te ama? —Pregunté—. ¿No puedes lograr que te ame?

—Ya te lo he dicho. No volverá a mirar a otra mujer.

—No lo creo —respondí—. Los hombres no son así, salvo en las novelas. No es posible creer en un solo amor apasionado que dure toda la vida.

Para mis adentros, me reí de mi tono convincente porque, ¿qué sabía yo de los hombres? La desdicha de Elizabeth me parecía exagerada y algo tonta.

—Si la familia me ayudara… —comentó Elizabeth desolada—. ¿Cómo podría atraer a nadie con este aspecto? Debería ir a un especialista en belleza y a una modista. Pero mamá se desmayaría si se lo dijera y las chicas me dirían que soy una egoísta al querer todo eso, mi oportunidad.

—Si deseas algo intensamente, lo consigues —dije pensando en Ángela.

—No puedo —respondió Elizabeth quejumbrosa—. No tengo fuerzas.

—¿No puedes encontrar a otro pretendiente? —sugerí—. Tal vez eso le daría celos.

—Sería lo mismo, queridita. Si me casara con un conductor de autobuses, se limitaría a enviarme un regalo y a olvidarse de mí.

—Parece un caso difícil —admití.

—Lo es —respondió Elizabeth—. Por eso estoy desconsolada.

Reí al escucharla. Tenía una forma trágica de decir las cosas que no se avenía con su aspecto.

—No te ayudaré si te dejas derrotar tan fácilmente —dije—. Pero escúchame: si quieres, haremos una campaña juntas y algo ocurrirá, lo sé.

—No comprendes —contestó Elizabeth moviendo la cabeza.

—Quizá no —me enfadé—, si hablas en jeroglíficos —extendió la mano y tomó la mía.

—Ven, te mostraré algo.

Salimos y, en lugar de bajar, atravesamos una puerta. Encontramos una serie de cuartos y ella abrió uno al final del pasillo. Entramos y vimos una mesa de trabajo atiborrada de papeles. Pese a que era verano, ardía un gran fuego en la chimenea, lo cual le daba a la habitación un aspecto cómodo y placentero y, cerca de las llamas, había tres confortables sillones que parecían elegidos por un hombre.

—Hermosa habitación —exclamé, pero Elizabeth no me dio tiempo para admirar el lugar. Abriendo una puerta estrecha oculta entre la estantería de libros, me explicó:

—Encontré esto por casualidad. Tendremos que apresurarnos.

La puerta conducía a otro cuarto oculto por una cortina, era un dormitorio. Aquí, también, había un fuego encendido. Había pocos muebles, y las cortinas de brocado contrastaban con la severidad de las paredes.

Elizabeth se dirigió al centro de la habitación.

—Mira. Es ella.

La miré. Sobre la chimenea estaba el cuadro de una mujer. De pronto, sentí que me desmayaba y que mi corazón latía apresuradamente. Reconocí aquel rostro oval de grandes ojos negros que me miraban, resplandeciente bajo el pelo oscuro, velado por las esmeraldas que lo adornaban.

Reconocí aquel cuadro. Lo conocía tan íntimamente como a mi propia cara: la nariz fina, la boca gruesa y roja y la gracia de los largos dedos delgados que apenas asomaban sobre el escote ribeteado de encaje.

—Ése es el fantasma —dijo Elizabeth con voz llena de dramatismo. Había olvidado por completo su presencia.

—¿Quién es? —pregunté, casi sin poder creer que yo no conociera el nombre de alguien que me resultaba tan familiar.

—Me estás lastimando —gritó Elizabeth, pues le había clavado las uñas.

—¿Quién es? —insistí. El fuego se agitó y ambas nos sobresaltamos.

—¡Rápido! —dijo Elizabeth—. No deben encontrarnos aquí. Apenas atiné a seguirla, hasta que llegamos al elevador y Elizabeth apretó el botón para bajar.

—Tengo que saberlo —dije rápidamente—. Dímelo.

Elizabeth me miró sorprendida.

—Qué extraña te has puesto Lyn —dijo.

—Dime —insistí.

—Su nombre es Nadia —murmuró—. No puedo decirte nada más.

Mientras hablaba, se abrió la puerta del elevador y un sirviente nos condujo abajo.

—Los señores ya no están en el comedor, señorita —dijo—. Ya empieza el concierto.

—Gracias —replicó Elizabeth—. Llévenos primero a la sala de baile.

El duque y la duquesa eran conducidos a sus lugares en la sala de conciertos y el resto de los visitantes los seguía.

Encontré mi asiento junto a Ángela, que se las había arreglado para sentarse junto a Douglas Ormonde, de manera que estaba de buen humor.

—¿En dónde has estado? —me preguntó.

—Con Elizabeth Batley —le respondí.

—¡Oh, muy bien! Es una buena chica —respondió y enseguida se volvió hacia Douglas sin prestarme más atención.

Desde donde estaba, podía ver a Sir Philip de espaldas. Estaba sentado unas seis filas delante de mí y se inclinaba hacia la duquesa. Mientras le hablaba puede observar su perfil. Mis pensamientos eran demasiado caóticos y no podía apaciguar ni mi pulso ni mi corazón. ¿Por qué? ¿Quién era aquella mujer? ¿Por qué conocía tan bien su rostro? ¿Por qué me había asaltado aquella emoción cuando vi su cara?

Nadia. Nunca había oídio aquel nombre, excepto en algún cuento o novela rusa. ¿Sería rusa? ¿Y si lo era, qué relación podía tener conmigo? Me toqué la frente que sentí húmeda.

—Es una locura —me dije.

Estaba dejando volar tontamente mi imaginación y, sin embargo, no podía explicarme aquel extraordinario sentimiento que me impedía olvidar el retrato sobre la chimenea del dormitorio de Philip Chadleigh. La mujer que él amaba y que seguramente lo amó.

No escuché nada del concierto aunque estaban allí los mejores cantantes de Europa, quienes recibieron un aplauso cerrado y tumultuoso. Yo me encontraba como en un sueño, y sólo veía unos ojos oscuros y la sonrisa de una roja boca. Cuando el concierto terminó con el himno y todo el mundo se puso de pie, busqué a Elizabeth con la vista entre la audiencia, pero no la vi.

Apenas el duque y la duquesa abandonaron la sala escoltados por Sir Philip, se produjo un alboroto general frente a las puertas. Me di cuenta de que no encontraría a nadie en aquel tumulto. Sin embargo, descubrí a Henry. Ángela y Douglas habían desaparecido y me quedé sola con mi cuñado.

—¿Quieres ir a alguna parte? —me preguntó.

Le respondí que no con un ademán.

—Muy bien. Iremos a casa, si quieres. Espero que Ángela vaya en el auto de Douglas. No tiene objeto esperarlos.

Nos dirigimos al pasillo a buscar nuestros abrigos y mientras esperábamos, un mayordomo se acercó a Henry.

—¿Señor Watson? —preguntó.

—Sí —respondió Henry.

Sir Philip me envía a decir que estaría encantado si usted y su familia van a tomar una copa con él.

Henry estuvo a punto de negarse. Lo leí en sus ojos, pero antes que lo hiciera le puse una mano sobre el brazo.

—Por favor —rogué.

—¿Quieres ir? —me preguntó.

—Por supuesto.

—¿Y Ángela?

—No podemos hacer nada por ella, ¿verdad? —dije.

—Supongo que no —replicó Henry y añadió volviéndose al sirviente:

—Dígale a Sir Philip que Lady Gwendolyn Sherbrooke y yo agradecemos su invitación y que la aceptamos, pero que Lady Ángela ya se ha marchado.

—Muy bien, señor. Sir Philip los espera. ¿Me siguen, por favor?

Tomé mi abrigo de armiño, que era de Ángela, luego atravesamos un pasillo privado situado en la parte de atrás de la escalera de mármol, en dirección a un pequeño pasillo. Sir Philip vino corriendo escalera abajo.

—Siento que su esposa se haya marchado a casa —le dijo a Henry.

—No sé si fue a casa, pero se marchó antes de recibir su mensaje —repuso Henry.

—Supongo que entre los dos podremos escoltar a Lady Gwendolyn —repuso Sir Philip y mirándome preguntó:

—¿Le gustó el concierto?

—Mucho.

—¡Vamos, David! Te estamos esperando —le dijo Sir Philip a un hombre que apareció al pie de la escalera.

—¿Se conocen? El Coronel Parker. Lady Gwendolyn Sherbrooke. El señor Watson.

El Coronel Parker, que parecía muy joven, nos tendió la mano y subimos al automóvil.

—Ve tú adelante, David —le dijo Sir Philip al coronel—. Nosotros iremos atrás.

Yo iba en el centro, teniendo a Sir Philip a mi izquierda y Henry a mi derecha. Sir Philip estaba muy cerca y podía sentir su brazo que rozaba el mío. Apenas podía volverme sin toparme con el fuerte perfil de su rostro. Me sentí extraña y perpleja.

—¿Qué le parece mi casa? —preguntó él distraídamente.

Yo vacilé y luego reí.

—Muy bien —respondí—. A decir verdad, era lo que esperaba. Es sobrecogedora —agregué.

—A menudo me lo pareció —convino él—. Recuerdo que, cuando niño, me aterrorizaban los retratos de la sala.

Sentí deseos de preguntarle por otro retrato donde aparecía el bello rostro que me había desconcertado: el de Nadia; aquella hermosa mujer. Llegamos a un centro nocturno muy de moda, de exclusiva clientela.

—Telefoneé pidiendo una mesa —me dijo Lord Philip e inmediatamente nos condujeron a la que nos habían reservado.

Tanto el Coronel Parker como Henry encontraron amigos a medida que íbamos avanzando por el local y se detuvieron a conversar. Sir Philip y yo nos sentamos y ordenamos champaña.

—Hábleme. Quiero saber cuáles su opinión sobre las cosas —me ordenó él.

Un poco intimidada, pero sumisa, comencé a hablarle de mi estancia en Londres. El, sin mirarme, dibujaba garabatos sin sentido sobre el mantel con un cerillo apagado.

Lo observé… y de pronto, al advertir que él se limitaba a escuchar mi voz, y que no prestaba atención a lo que estaba diciendo, me detuve. Al instante, él dijo:

—¡Vamos, cuénteme!

—No me está escuchando —le dije.

—La escucho —replicó él pausadamente—. La estoy escuchando con más interés del que supone.

—Pero no presta atención a mis palabras —repuse.

El me miró admirado y dijo:

—Usted no es tonta, ¿sabe? En realidad… —dijo, pero vaciló.

—Yo le recuerdo a alguien —proseguí.

—¿Por qué lo dice? —preguntó sobresaltado—. Pero explíquese ahora por qué me dijo aquella frase en la Cámara de los Comunes el otro día.

No quería responderle. No tenía explicación alguna qué darle. Miré a mi alrededor inquieta y, aliviada, vi que Henry y el Coronel Parker se acercaban por entre las mesas hacia nosotros.