Capítulo 3

La casa de Ángela era impresionante. Yo suponía que era lujosa y amplia, pero excedía todo lo que pude imaginar. Al parecer, Henry había contratado a los decoradores londinenses más caros y ellos no habían reparado en gastos. Había tapices, muebles de época, cuadros de los antepasados de todos, menos de Henry; estatuas realizadas por los más modernos y sensacionales escultores y candelabros que resplandecían con velas que se cambiaban todos los días. Como era de esperar, enmudecía de perplejidad al contemplar todo aquello.

Por suerte, no tuve que saludar a muchas personas. Ángela, como era su costumbre, se encontraba acostada en el sofá y parecía salida de una fotografía de Vogue. Henry, estaba de pie junto a la chimenea, que, como era verano se adornaba con flores. La señora Watson, sentada en un sillón, se veía tan joven que a primera vista no parecía la madre de Henry.

Sin embargo esta primera impresión, según comprendí más tarde, fue solo ilusoria. La señora Watson era la persona más representativa de la mujer de su edad que he visto nunca. Tenía buena figura, pero era lo único que le pertenecía. El color de su pelo, los dientes y la hermosa textura de su cutis eran todos comprados, y aunque, a la luz eléctrica representaba a lo sumo cuarenta años, vista a la luz del día causaba una profunda desilusión.

Besé a Ángela y estreché la mano de Henry, mientras la señora Watson exclamaba:

—Mi querida Ángela, no imaginé que tu hermana menor se convertiría en una belleza. Sin duda, no estará mucho tiempo en tus manos esta temporada.

—Espere a que termine con ella y verá —dijo Ángela mirándome cariñosamente y pasándome un brazo sobre los hombros—. Ya he hecho cita con peluqueros y modistas y dispuesto mil cosas más. Mañana por la mañana lo pasaremos muy bien. Henry se desmayará cuando tenga que pagar la cuenta, pero todo el mundo estará conforme.

—Gracias —le dije con timidez a Henry tratando de sonreír.

El me palmeó el hombro paternalmente, como lo hacía cuando era niña.

—Está bien —dijo—. Espero que lo pases bien. Además, a Ángela le vendrá bien tener a alguien a quien cuidar. Está demasiado acostumbrada a andar sola.

Parecía haber un doble sentido en sus palabras, pero Ángela se rió con soltura.

—¡Me adulas! —dijo—. Ven, Lyn, te mostraré tu habitación.

Me llevó hacia el elevador, y mientras apretaba el botón dijo:

—Lo siento, Lyn, pero Henry es así.

—¿Es cómo? —pregunté.

—¿No te das cuenta? —me dijo irritada—. No pierde ocasión de señalar que el que paga es él, y la única forma de extraerle dinero es obligándolo de esta forma.

El elevador se detuvo antes que yo pudiera responder y salimos en el tercer piso. Seguí a Ángela por un pasillo, preguntándome qué debía decir y, a la vez, si ella sería feliz como creían mi padre y mi madre.

Mi habitación era amplia y tenía dos grandes ventanas que daban a la plaza. Había dos camas gemelas con colchas de satén rosado y, en un costado, un baño.

—¡Es maravilloso! —le dije—. Seguramente debe ser la mejor habitación de huéspedes. ¿No la querrás para otra persona?

—Hay otras dos habitaciones —me respondió Ángela—. Tenemos aquí a la madre de Henry constantemente y ya comienzo a sentirme harta, te lo aseguro.

Fue hacia el espejo y se arregló el cabello.

—¿Cómo me ves? —me preguntó.

—Hermosa —le respondí—. Nunca te vi mejor, realmente.

—¿Lo crees de verdad? —me preguntó ansiosa, como si valorara mucho mi opinión.

—Por supuesto. ¿Tienes un nuevo peinado, verdad?

Ángela asintió.

—¿No te parece que me hace parecer mayor? —preguntó.

Yo reí.

—Hablas como si tuvieras cien años —dije—, y, después de todo, sólo tienes veintinueve.

—¡No lo digas! —me interrumpió Ángela—. Se oye horrible; nunca digo mi edad. Es un error, porque aunque la digas siempre te agregan cinco años.

—¡Oh, no sabía que querías parecer tan joven! Pero Henry tiene cuarenta y cinco o cuarenta y seis, ¿verdad?

—¡Oh, Henry! —Ángela se encogió de hombros y se alejó de la ventana.

—La doncella te va a ayudar a deshacer el equipaje y mañana te compraremos algo. Y quemaremos esa horrible ropa que llevas puesta. ¿De dónde la sacaste?

—Hace tres años que la tengo —respondí.

—Se nota —comentó Ángela—. Con seguridad la eligió mamá, porque es del mismo estilo que yo usaba a los dieciocho años.

—Creo que sí —contesté.

—Nuestra querida mamá —dijo Ángela—, no tiene el menor gusto.

Me quedé con la boca abierta. No estaba habituada a oír que nadie criticara a papá o a mamá. Ángela clavó en mí la vista.

—¿Sabes, Lyn? —observó—. Margaret tiene razón. Serás una belleza.

—¿Margaret? —pregunté.

—La madre de Henry. No creerás que la llamo «madre», ¿verdad? Hay que llamar a la gente por su nombre. Ella cree que todavía tiene treinta años. Y tiene un acompañante horrible que insiste en llevarla todas las noches a bailar. Es un chico de unos veinticinco años que con seguridad la detesta.

Me senté sobre la cama y lancé una carcajada.

—¿De qué te ríes? —preguntó Ángela mirándome con desconfianza.

—Estaba pensando que me había alejado mucho de Maysfield. ¿Te imaginas la cara que pondría mamá si te oyera hablar así? Creo que ella nunca oyó hablar de un joven que vive de las mujeres.

—Pero aquí sí oirás hablar de ellos —respondió Ángela—. Y de muchas otras cosas más. A veces creo que he hecho mal en traerte a Londres. En realidad, es mejor estar en casa, donde no te enteras de nada, donde no conoces a nadie ni te mezclas en las intrigas y dificultades del infierno social.

—¿Qué ocurre, Ángela? ¿No eres feliz?

—¿Feliz? —repitió ella—. ¿Qué es eso? Tal vez exista la felicidad, pero no para mí.

—Pero, querida… —Comencé a decir.

—No, Lyn. Verás, oirás y comprenderás muchas cosas si te quedas un mes aquí, y te aconsejo que seas discreta y no tomes partido por nadie.

—No comprendo.

—No es importante. Quítate ese horrible sombrero y baja a tomar un cocktail. Habrá algunos amigos de Henry de la Cámara de los Comunes.

—No puedo ir a una fiesta así como estoy —exclamé.

—Te prestaré algo —replicó Ángela—. Deberías adelgazar, Lyn. Debes tener por lo menos noventa y seis centímetros de caderas, y yo sólo tengo setenta y seis.

—Esperaré aquí arriba hasta mañana entonces —respondí.

—No. Encontraremos algo. Vayamos a mi habitación y miremos.

Creo que nunca odié tanto mi imagen como al verme frente al espejo de la habitación de Ángela mientras me probaba vestido tras vestido, sin poderlos hacer pasar más abajo de mis hombros.

—Es inútil —dije por fin.

Me puse mis ropas nuevamente y, como ella insistió, bajé a la sala irritada y con las mejillas rojas.

La reunión fue más agradable de lo que esperé. Los hombres pertenecían a la generación de Henry y querían hablar de política, por lo que no se mostraban interesados en las mujeres por más hermosas que fueran.

Había también algunos íntimos de Ángela que se la pasaron murmurando acerca de gente que yo no conocía y que me ignoraron. El amigo de la señora Watson era un joven delgado de mirada inteligente, con una amplia trente y un tic nervioso en los labios cuando no hablaba. Me pareció agradable, y había comenzado a disfrutar de su conversación, cuando, al advertir que la señora Watson nos observaba, me di cuenta de que no había sido prudente de mi parte.

Recorrí la habitación hasta donde estaba Henry. Mi cuñado me rodeó la cintura con su brazo y le dijo al joven que estaba junto a mí.

—¿Qué te parece mi pequeña cuñada? Llegó esta tarde del campo y se quedará una temporada con nosotros.

—Espero que la disfrutes —me dijo el amigo de Henry.

—Lo haré —respondí.

Mis palabras eran triviales pero significaban mucho para mí. Eran una promesa. Ya había advertido que habría dificultades, pero las superaría. Había venido a Londres por un tiempo y lo pasaría bien.

Mi visita a Ángela no sería como anticipé. Había creído que ella era feliz con su marido y que obtenía todo lo que quería de su esposo, quien la adoraba. No era así y ahora no sabía qué más podría descubrir.

Pero no me dejaría afectar por eso. Tenía mi propia vida. Conocería gente, visitaría lugares y vería cosas que sólo había oído nombrar. Tenía tanto qué hacer, que me prometí disfrutar plenamente cada momento de mi nueva vida.

Por la mañana me desperté con la misma determinación. Eran las ocho, pero estaba habituada a levantarme temprano. Afuera, en los jardines, cantaban los pájaros y aquello me recordó mi hogar, pero no sentí nostalgia. Estaba ansiosa por vivir la aventura que me esperaba.

Anoche habíamos cenado en casa y luego fuimos al cine. Éramos seis personas: la señora Watson y su joven amigo, cuyo nombre era Peter Browning; Henry, Ángela y un caballero que llegó a cenar y que parecía ser un hombre importante. Se trataba del Capitán Douglas Ormonde. Era alto y rubio; guapo y de ademanes convencionales. Apenas llegó, Ángela se convirtió en otra persona. Su fatiga, su irritabilidad, se esfumaron. Se le veía radiante; brillantes los ojos, ingeniosa y jovial. Era evidente que estaba encantada con la presencia de Douglas Ormonde y más de una vez miré nerviosamente a Henry, preguntándome qué pensaría. Ésta, desde luego, era la causa de la infelicidad de Ángela; la razón por la cual deseaba ser joven y bella y lo que hacía difícil su vida de casada.

No hacía falta ser demasiado imaginativa ni sensible para reconocer el triángulo que tenía frente a mí: Henry era un hombre de edad madura, pero rico y Ángela estaba enamorada de un joven de su edad pero que, según deduje de la conversación, no disfrutaba de buena situación económica.

Henry, al parecer, se divertía poniendo incómodo a su huésped con respecto a problemas de dinero. Durante la cena le dijo al Capitán Ormonde:

—¿Jugará al polo este verano? Creí que su regimiento era muy diestro.

—Creo que no podré afrontarlo —interrumpió Douglas Ormonde con una carcajada—. Es un deporte caro, usted sabe, Watson.

—Pero sin duda podrá economizar en otros aspectos —sugirió Henry elevando las cejas. Menos centros nocturnos. Las mujeres nunca son baratas, según tengo entendido. ¿Verdad, Ángela?

—Depende mucho de la mujer —replicó Ángela brevemente.

—¡Desde luego! —respondió Henry de buen humor—. Por ejemplo, si tienen dinero propio, eso facilita mucho las cosas.

Hubo una pausa desagradable que la señora Watson rompió.

—Todas las mujeres deberían tener dinero propio —dijo—. Yo no soy feminista en la mayoría de los casos, pero en esto creo tener razón, ¿verdad, Lyn?

—Nunca he pensado en ello —respondí tímidamente—. Pero, desde luego, me gustaría tener algo propio.

Henry rió.

—Tendrás que casarte con un hombre rico que sea tolerante contigo, querida.

—Igual que tu hermana —observó Ángela con voz amarga.

—Sí, ¿por qué no? —preguntó Henry—. Confío en que Lyn encuentre un marido rico y encantador.

—También yo lo espero —comentó Ángela—, pero las dos cosas nunca se dan juntas; lo puedo asegurar.

Henry se sintió herido. Lo comprendí por la expresión de su rostro, aunque rió, aparentemente de corazón. La señora Watson cambió el tema de la conversación y preguntó a qué cine iríamos.

Enseguida, la charla se hizo general, y cada uno expresaba sus preferencias. Discutieron tanto que parecía que perderíamos el programa, cualquiera que éste fuese, hasta que finalmente Henry decidió por todos y nos llevó en el Rolls Royce al Empire.