Capítulo 23

El hospital St. Anthony es un pequeño edificio que no sobresale de los que lo rodean, pero adentro reina una paz que calmó en cierto modo mi agitación. Es manejado por monjas, y la Madre Superiora que nos atendió es una pequeña anciana arrugada que tiene la expresión más dulce que he visto en mi vida.

—Tomen asiento —nos dijo y se sentó frente a nosotros—. ¿Ustedes vienen por Elizabeth Batley? Acabo de hablar con su madre, quien lamentablemente está en el campo.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Philip.

—No sé cómo comenzó el fuego, pero creo que fue en el sótano. Era un edificio muy viejo con escaleras de incendio completamente inadecuadas. La mayoría de los niños lograron salir a los coches de bomberos, pero las demás personas, que estaban ayudando a desalojar a todos, quedaron atrapadas en uno de los pisos bajos. Entre ellos estaba la señorita Batley y antes que pudiese ser rescatada le cayó el cielo raso encima.

—¿Está muerta? —pregunté con voz casi inaudible.

—No; pero sí gravemente herida. Es mejor que sepan la verdad, pues su situación es muy crítica. Le cayó encima toda una estructura de madera y le aplastó la parte inferior del cuerpo. Tiene las piernas y las manos llenas de graves quemaduras.

—¿Qué piensan los médicos? —preguntó Philip.

—Los especialistas están con ella ahora. Hemos telefoneado al señor Gossett y a Sir Randolph Newton.

—Los conozco. No podría estar en mejores manos.

—¿Vivirá? —pregunté. La Superiora se incorporo y me miró con cariño.

—Querida mía, eso está en manos de un doctor que está mucho más allá de nosotros —me palmeó el hombro y dirigiéndose hacia la puerta dijo—: Me disculparán. Iré a ver si hay alguna noticia.

Nos dejó solos e instintivamente me volví hacia Philip y le extendí las manos. El me las tomó y las sostuvo sin decir una palabra. Sólo teníamos que sentarnos y esperar. Yo rezaba porque Elizabeth viviese. Estábamos sentados juntos, tomados de la mano, cuando regresó la Madre Superiora.

Sir Randolph Newton desea hablar con usted, Sir Philip —dijo. El se levantó para ir hacia la puerta.

—¡Por favor, déjame ir contigo! —rogué.

El miró a la Madre Superiora, quien negó con los ojos.

—Volveré en un momento —me dijo Philip—. Será mejor que vaya solo.

Me puse a mirar por las ventanas. Detrás de las cortinas con seguridad, había gente sufriendo. De pronto sentí miedo del sufrimiento, de la proximidad de la muerte, de lo que me dirían acerca de Elizabeth. Unos minutos más tarde, Philip volvió a mi lado.

—Lyn —me dijo mirándome con ternura—. Tienes que ser valiente.

—Ya sé. Está muerta —respondí.

—Se está muriendo. Nada puede salvarla. Tiene aplastada la parte inferior del cuerpo. Ni siquiera se le puede operar.

Me quedé quieta, sintiendo una extraña calma. No podía ser cierto; era demasiado terrible que Elizabeth, con quien había hablado apenas esa mañana, fuese a morir.

—Está consciente, aunque no saben cuánto tiempo permanecerá así. Esperan que viva hasta que llegue su madre, pero lo dudan. ¿Quieres verla?

—¿Puedo hacerlo? —pregunté con ansiedad.

—Si quieres. Sir Randolph dice que es lo mismo, no cambiará las cosas.

Subimos en un elevador con la Madre Superiora, que nos esperaba en el pasillo. Creí estar viviendo una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento. Atravesamos varios pasillos más hasta que la Madre Superiora abrió una puerta. Me miró y me hizo pasar.

Detrás del biombo pude ver a Elizabeth, las persianas permanecían bajas y la habitación estaba en penumbras y después de unos segundos mis ojos se habituaron a la oscuridad. Elizabeth, pálida y con el pelo echado hacia atrás, que descubría su frente amplia, tenía los ojos cerrados y parecía dormida.

Una monja sentada a su lado se desplazó ruidosamente hacia el otro extremo de la habitación.

—¡Elizabeth! —murmuré. Sus párpados se abrieron muy despacio y, reconociéndome me sonrió débilmente.

—Hola, Lyn —me dijo.

—Querida, ¿estás bien? —pregunté. Era una pregunta inoportuna pero no se me ocurrió otra cosa.

—Bastante bien. No tengo miedo —me respondió.

Sentí que comenzaba a llorar, y no pude hablar. Vi que sus labios se movían tratando de decir algo más.

—Cuida a Philip —dijo.

—Sabes que lo haré —le respondí.

Volvió a sonreír y luego dejó caer los párpados de nuevo, como si estuviese cansada. Yo me levanté, cegada por las lágrimas y abrí la puerta. Philip me esperaba afuera.

Lo tomé del brazo y se lo apreté con fuerza.

—Escucha —dije—: Elizabeth te ama. Siempre te ha amado. Ve y dale un beso; haz que muera feliz.

No pude ver la expresión del rostro de Philip debido a las lágrimas que corrían copiosamente por mis mejillas, pero lo vi alejarse y enseguida sentí que una mano fría me conducía al pasillo.

—Ven, hija mía —dijo la Madre Superiora con voz suave.

Fuimos juntas hasta el elevador y ella me llevó a su habitación.

—Bebe esto —dijo, dándome un vaso cuyo líquido me hizo beber. Yo la obedecí y traté de controlar los sollozos que parecían ahogarme.

—Debes ser valiente, porque Elizabeth Batley ya no sufre —me consoló la Madre Superiora.

—No es eso. Ha tenido tan poco en la vida, que desearía que pudiese vivir un poco más para que disfrutara de alguna felicidad.

—Tal vez, ahora sea feliz —sugirió la Madre Superiora. Y le pregunte:

—¿Usted está segura que hay una vida después de la muerte?

—Absolutamente segura —afirmó ella con sencillez y con tierna sonrisa.

No hubo más tiempo para hablar, porque la puerta se abrió y entró Philip. Estaba muy pálido y comprendí que se sentía desesperadamente inquieto, pese a su compostura. Puso una mano sobre mis hombros y luego se volvió hacia la Madre Superiora.

—¿Nos quedamos? —preguntó—. ¿Podemos ayudar en algo?

—No —respondió ella—. Creo que lo mejor será que lleve a su prometida a casa. Lady Batley llegará dentro de un rato. Si quiere verla, puedo telefonearle.

—Será mejor que lo haga ella si me necesita —respondió Philip—. Y si hay algún cambio, me avisará, ¿verdad?

—Por supuesto —le tendí una mano a la Madre Superiora.

—¡Adiós! —Le dije—. Y gracias.

—Adiós, hija mía —replicó ella—. Dios te bendiga.

En la calle, había algunos niños mirando con admiración el automóvil. Subimos a él y partimos rápidamente. Yo no hice ninguna objeción cuando Philip ordenó al chofer que se dirigiera a la Mansión Chadleigh. Luego, al llegar, él dio instrucciones al mayordomo para que les hablara a Ángela y a las personas con quienes íbamos a cenar esa noche. No sé qué les mandó decir, porque yo subí a la sala de estar y cuando él se reunió conmigo me encontraba recostada en el sofá, con los ojos cerrados.

—He cancelado la fiesta de esta noche y le he dicho a tu hermana que estás aquí y ordené una cena ligera para nosotros. Supuse que preferirías eso a cualquier formalidad —me dijo.

Le agradecí su atención. Philip encendió un cigarro y se sentó a mi lado.

—Cierra los ojos, Lyn —me dijo—. Y trata de dormir.

Como no tenía ganas de hablar, le sonreí y cerré los ojos, pero sabía que no podría dormir por nada del mundo.

Al cabo de una hora, nos sobresaltó el timbre del teléfono. Philip se puso de pie y, tomando el auricular, lo oí decir:

—Sí, habla Sir Philip Chadleigh… gracias por informarme. ¿Ha llegado Lady Batley? ¿Se ha marchado a su casa? Gracias. Iré por la mañana. Buenas noches.

Yo me incorporé en el sofá.

—Ha muerto —dije, más como una afirmación que como una pregunta.

—Murió pacíficamente hace veinte minutos —prosiguió—. Quedó inconsciente poco después que la dejamos. Su madre no llegó a tiempo.

—Me alegra —dije y agregué, sintiendo que mis palabras necesitaban una explicación—: me alegra que hayas sido la última persona que estuvo con ella. Te amaba, Philip.

—Lo sé —respondió él—. Pero era inútil. ¿Qué podía yo hacer?

—Estoy segura que no es culpa tuya —dije—. La familia de Elizabeth fue quien intentó casarla contigo para que hiciera un buen matrimonio y tú fuiste amable con ella. Elizabeth me lo contó y nunca te culpó de nada.

Philip me abrazó.

—Trata de no sufrir tanto, Lyn —me dijo.

—No sufro —respondí—. Creo que Elizabeth no se lamentó por lo que dejó atrás. Es que… parece tan inútil amar, sufrir y morir así, sin razón alguna.

—Supongo que así sucede con la mayoría de la gente —observó Philip.

—Quizá —repliqué y luego le pregunté lo que ya había preguntado antes aquella noche:

—¿Crees que haya una vida después de la muerte?

El me soltó y se acercó a una de las sillas bajas que estaban del otro lado de la chimenea.

—No lo sé —me dijo.

Me senté en la alfombra a sus pies y lo miré.

—¿Por qué no lo sabes? —pregunté—. ¿Por qué una persona como la Madre Superiora tiene tanta fe, y tanta convicción, mientras que tú y yo sentimos tantas dudas?

—Daría mi vida por tener esa certeza —me contestó Philip y había un timbre de dolor en su voz.

—¿Por qué? —le pregunte casi sin aliento. Tenía miedo de preguntar, de que se alejara de mí; pero, al mismo tiempo, sabía que había llegado el momento en que Philip me dijera la verdad sobre sí mismo.

—¿Por qué? —repitió él—. Porque si lo supiera, estaría tranquilo. Encontraría la paz y me liberaría de la tortura que he padecido desde su muerte.

—Elizabeth no tenía miedo de morir —murmuré con suavidad.

—Lo sé. Pero Nadia sí. Ella gritó, Lyn, y nunca podré, olvidar la angustia de ese grito.

—¿Por qué lo hizo? —susurré.

—No lo sé. ¿Te imaginas que no me he hecho esa pregunta, día tras día, año tras año? Cuando ocurrió no habíamos peleado en serio; en realidad creí que estaba bromeando y que cualquier momento sonreiría y se arrojaría en mis brazos. Ella tenía momentos de gran depresión; ¿qué artista no los tiene? Pero eran transitorios. Y no dije nada que pudiera ofenderla; pero, de pronto, ante mis propios ojos, se dirigió al balcón y, mientras caía, pegó un alarido.

—Debe haber habido alguna razón —insistí.

—Pero ¿cuál? —preguntó él—. El casamiento es, la más lógica, pero habíamos hablado de eso muchas veces. Ella era la que siempre decía que nunca nos casaríamos. Puedo oírla diciendo: «Philip, tienes una carrera y yo estoy orgullosa de ella. Quiero que tengas éxito y me conformo con ser la mujer detrás del trono». Luego, aquel día, comenzó a hablar de nuevo de matrimonio. Creí que estaba bromeando; te lo juro Lyn. Le dije que tenía que hacer un breve viaje y que no podía llevarla conmigo y, mientras discutíamos, cuando aún estábamos hablando, se cayó del balcón.

—Fue un accidente, Philip; tiene que haber sido eso —dije.

—Si pudiera creerlo estaría en paz. ¿Cómo saberlo? Ella me amaba como ninguna mujer me había amado hasta entonces, o me amara nunca. Y si me amaba tanto, su espíritu, su alma, su fantasma, como quieras llamarlo, me hubiera hecho saber, aunque fuera ensueños, que no se había suicidado por mí, que yo no era su asesino.

Su amarga voz sofocada por el dolor, era más terrible que si me estuviese mostrando una herida sangrante.

—¡No, Philip! ¡No! Tal vez no pueda hacerlo. Tal vez le resulte imposible.

—Si hay algo imposible para el amor, entonces no hay esperanza en este mundo, ni salvación. He llamado a Nadia cuando estaba solo, pensando que mis deseos podían materializarla ante mí. La he llamado desde las montañas, desde lugares alejados. Le he rogado, le he pedido a Dios que la liberara por un momento para que pudiera darme paz, alivio. Pero no; está muerta, debe estarlo, pues de lo contrario, si supiera que la necesito, vendría a mí. No me defraudaría.

Se detuvo y ocultó el rostro entre las manos.

—¡Oh, querido, querido! —dije, pero no me atreví a tocarlo: