Capítulo 22

Me sentí particularmente conmovida por algunas cartas de viejos servidores. Es extraordinario cómo a veces su afecto por los amos persiste aun después de abandonar su servicio. Patrones que, en la mayoría de los casos, los olvidan apenas hacen sus valijas y se marchan de la casa.

Recibí docenas de cartas de hombres y mujeres que alguna vez trabajaron en Maysfield.

Entre ellas, llegó una firmada por Ethel Henderson. Me había quedado toda la noche leyendo «La Evidencia de la Reencarnación» y a las nueve de la mañana me era difícil concentrarme. Me serví una taza de café y me obligué a leer la carta, cuyo significado no podía comprender. Estaba escrita en papel basto y la letra era redonda y dispareja, propia de una persona de escasa educación. Pensé que se trataría de una antigua sirvienta; una frase llamó mi atención y comencé a leerla nuevamente. Comenzaba así:

«Lady Gwendolyn: Siento que debo escribirle y le deseo toda la felicidad del mundo en su próximo matrimonio. Sé que no recordará mi nombre y hasta su madre puede haberlo olvidado, pero fui la partera que la cuidó cuando vino al mundo hace diez y nueve años este mes. He dejado de trabajar hace tiempo y vivo cerca de Londres. Me daría un gran placer verla, si eso no le quita demasiado tiempo. A menudo he pensado en su familia y he visto con interés las fotografías de su hermana en las páginas sociales de los periódicos. Por favor, dele mis recuerdos a su querida madre.

»Que tenga usted muchos años de felicidad con Sir Philip Chadleigh e hijos, fuertes y hermosos. Se lo deseo sinceramente,

Ethel Henderson».

«Me gustaría verla», pensé, y tomando un trozo de papel escribí una nota donde la invitaba a venir el viernes a la hora del té.

Había leído «La Evidencia de la Reencarnación» palabra por palabra. El libro era lógico y lleno de argumentos aparentemente irrefutables, y había tratado de comparar los ejemplos citados conmigo, aunque tenía miedo de convencerme. ¿Podía pensar en realidad que yo era Nadia? Me lo pregunté mil veces, hasta que me di cuenta de que debía hablar con alguien. No sobre esta secreta idea que me corroía, sino sobre Philip, sobre mi próximo matrimonio. Pensé en Elizabeth y la llamé, pero me dijo que no podría verme hasta la noche.

—No puedo a esa hora —dije—. Ceno con Philip, en la casa de uno de sus amigos de la Cámara.

—Lo siento Lyn —me dijo ella—. Pero voy ahora al Club. En realidad, estaba a punto de salir cuando oí el teléfono. Cuido a los niños los martes, hasta que sus madres vienen a buscarlos a las cinco. Después hacemos una especie de té social y algunos entretenimientos de aficionados. Hasta me han convencido de que cante.

—No sabía que tenías ese talento —le dije bromeando.

—¡Oh, quedarás sorprendida! En realidad, yo misma lo estoy.

No había duda. Elizabeth parecía más feliz y más vital que un tiempo atrás.

—Pues bien, te llamaré mañana por la mañana y tal vez nos podamos ver esta semana —dije.

—Sí, por favor, Lyn. Lo siento —respondió.

Después me senté ante la pila de cartas por contestar, preguntándome qué debía hacer conmigo misma. De pronto, pensé que quería ver la tumba de Nadia.

Recordaba que, cuando estuve con Madame Melinkoff, entre las fotografías que ella me enseñó había una de una tumba.

—¿Es de su hija? —le pregunté.

Ella me había arrebatado la foto de la mano.

—Philip me la envió. No la he visto nunca. Odio los cementerios. Quería que mi hija fuese enterrada sola, pero mi deseo no pudo cumplirse.

Ella no quería hablar del asunto y yo cambié de tema. Pero ahora sabía por qué deseaba ver la tumba de Nadia. Tenía la curiosidad morbosa de ver el lugar donde estaba enterrado mi primer cuerpo. Un cuerpo transformado en polvo, pero que una vez fue mío y que amaba a Philip.

Bajé la escalera, hacia donde trabajaba la secretaria de Ángela, en un pequeño estudio que nadie más usaba.

—Señorita Jenkins —le pregunté—. ¿Cuál es el cementerio más grande de Londres?

Ella me miró con ojos inteligentes y brillantes.

—¡Qué extraña pregunta, Lady Gwendolyn! Supongo que el Highgate, pero no estoy segura.

—Gracias, señorita Jenkins.

Estaba por salir cuando llegó un mensajero con una nota de Sir Philip donde me decía que se desocuparía alrededor de las tres cuarenta y cinco y que esperaba poder encontrarme en alguna parte.

—Dígale a Sir Philip que iré a Chadleigh después de almorzar y lo esperaré —respondí.

—¿Va a almorzar aquí, señorita? —preguntó el mayordomo.

—No, no voy almorzar. Dígale a Lady Ángela que regresaré después del té.

Durante la última semana me había sido imposible comer sin esfuerzo y Ángela y Henry me hacían bromas diciéndome que por fin me verían con una buena figura.

Al principio, pensé que mi falta de apetito se debía al amor; pero en realidad, era la ansiedad de no saber qué hacer. En las últimas semanas había estado en un estado de constante tensión. ¿Cuándo se abrirían para mí las puertas del conocimiento? A veces, creía empezar a saber algo; pero, enseguida, caía en una terrible depresión que me dejaba con una gran incertidumbre.

Sentada en el taxi que tomé para ir a Highgate, pensé que me resultaba más fácil decirme a mí misma que era una histérica, que creer en la reencarnación. Como amaba tanto a Philip, quería llenar el mismo lugar que otra mujer ya ocupaba en su corazón. ¡Qué infantiles eran mis esfuerzos por justificar los celos!

Cuando llegué al cementerio le pedí al taxi que me esperara. Me pareció espantoso arriesgarme a no saber cómo salir de allí. Había algo terrible en ese lugar: podía entender por qué Madame Melinkoff no quería visitar la tumba de su hija. Por un momento deseé no haber venido. «Esto es mórbido», me dije. «¿Qué sacaré con ello?».

Me obligué, sin, embargo, a acudir a la oficina y a preguntar dónde estaba la tumba de Nadia y una vez que me dieron las instrucciones, caminé cerca de diez minutos por los pasillos pulcros y alineados entre cruces de mármoles, ángeles, urnas y todas la decoraciones con que la gente adorna los sitios donde yacen las personas amadas.

«Cuando me muera seré cremada y mis cenizas se arrojarán sobre los campos», pensé. «Me sentiría aprisionada en un lugar así». Después, me reí de mis propios miedos. Si fuese Nadia, no tendría ese problema. ¿Qué le importaba a un espíritu libre un cuerpo ya descartado?

Llegué al lugar que me habían indicado y miré la extensa fila de tumbas. De pronto, una perfectamente sobria, captó mi atención. Era diferente a las otras, pues en lugar de ser blanca, estaba tallada en una piedra color verde esmeralda, y las inscripciones no eran negras, sino plateadas. No había flores en aquella tumba, cuya sencillez parecía apartarla de las demás. Me acerqué y me incliné para leer:

«En memoria de Nadia Melinkoff, quien abandonó esta vida el día 29 de junio de 1929. Descanse en paz».

Eso era todo. Me quedé mirando las palabras. Había algo en ellas que me resultaba familiar. Volví a leer la fecha. Junio 29: ¡Mi cumpleaños! Aquello me golpeó con fuerza y no puede recuperarme de pronto. Nadia había muerto el día en que yo nací.

No era difícil darse cuenta de inmediato que todas mis fantasías habían sido ridículas. Cinco meses antes que Nadia se suicidara, yo estaba viva y moviéndome en el vientre de mi madre.

Creo que me reí en voz alta y, para mi sorpresa, también comencé a llorar. Me quedé frente a la tumba, tratando en vano de controlarme. Después, me volví y corrí hacia la puerta por donde había entrado para subirme al taxi que me esperaba.

—Al West End —le ordené.

Pasaron algunos minutos antes que pudiera disipar las huellas de mis lágrimas. Me empolvé la nariz, me quité el sombrero negro y me senté con los ojos cerrados.

¡Qué tonta había sido! Esto me enseñaría a controlar mi imaginación.

¡Qué ideas tan delirantes! Y sólo por una mera coincidencia, por el solo hecho de que nuestras voces se parecían. A partir de allí había tejido toda mi teoría.

Le pedí al chofer que se detuviera en un pequeño restaurante de la calle Baker, le pagué y descendí del automóvil. Me obligué a almorzar, huevos pasados por agua, ensalada, pan, mantequilla y café. Después, me pasé un largo rato en el tocador, poniéndome el sombrero y tratando de hacer desaparecer los rastros de mi estallido emocional con polvos y lápiz de labios.

Eran casi las tres cuando caminaba animadamente por la calle Baker, hacia Park Lane. Llegué a casa de Philip a las tres y cuarto.

El me esperaba en su estudio de la planta baja.

—Tengo malas noticias, Lyn —me dijo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Una vieja tía que no conoces, que vive en Holland Park, nos ha invitado a la fiesta que ofrece esta tarde en su casa. Traté en vano de excusarme. Insistió, hasta que acepté. ¿Me perdonas?

—Por supuesto —respondí.

En cierta forma, me alegró. No estaba con ánimos de sostener un téte a téte con Philip.

—¿Sabes? —Me dijo él cuando subimos al auto—. Te estás volviendo cada vez más una extraña para mí. Nunca logro verte más de un minuto mientras no dirigimos hacia una reunión.

Me sentí complacida con su observación.

—No te preocupes —dije bromeando—. Ya te podrás hartar de mí en el futuro.

—No creo que suceda. ¿Tienes miedo?

Yo negué con la cabeza:

—Presiento que no nos veremos muy seguido. Tú trabajo te tendrá muy ocupado y tampoco yo estaré ociosa.

—¡Pobre Lyn! ¿Estás segura de que no deseas huir antes que sea demasiado tarde, volver a la paz de Maysfield y soñar en el jardín?

—He renunciado a soñar —repuse sin poder controlarme.

—¿Desde cuándo? —Me preguntó él con ademán sorprendido.

—Desde que llegué a Londres. Le prometí a mi madre que sabría controlar mi imaginación. Es una larga historia que me avergüenza.

—Me gusta tu imaginación. No seas dura con ella —sugirió Philip.

—No sabía que tú supieses que la tenía —dije azorada.

—Nadie puede estar mucho tiempo contigo sin darse cuenta de que tú ves más allá del horizonte que puede vislumbrar cualquier mortal.

—¿Estás tomándome el pelo? —le pregunté.

—No. Eres muy extraña, Lyn. Percibes cosas de los demás y te sorprendes cuando alguien advierte el menor detalle de tu persona.

—Será porque no estoy habituada a que adviertan mi presencia —respondí con modestia, pero me alegró escuchar las palabras de Philip.

Tuve el impulso de deslizar mi mano en la suya y pedirle que me contara más cosas sobre mí. Pero, enseguida, temerosa de que me acogiera con frialdad, me dije: «Sé cautelosa. Estás comenzando a gustarle: ya se interesa por ti. Tienes que ir lentamente, con pasos de plomo». De modo que hablamos de otras cosas hasta que llegamos a la fiesta.

Nos pasamos unas dos horas, como siempre, hablando con amistades de la tía de Philip, que no habíamos visto nunca. Yo tomé café frío y me sentó mal y estaba empezando a sentir dolor de cabeza y en las piernas y cuando Philip me dijo:

—¿Te atreves a escapar? Mi tía ha entrado en la casa. Es nuestra oportunidad —me dijo.

—Por supuesto. Estoy extenuada —repuse.

Nos subimos al auto como dos chicos jugando a las escondidas.

—Vamos a casa y tomemos una taza de té —propuso Philip.

—¿Seguiremos concurriendo a fiestas así cuando nos casemos? —pregunté.

—A cientos de ellas y a muchas peores —respondió él.

—Entonces rompo el compromiso —gruñí.

—Lástima que no me puedas devolver el anillo —dijo él.

Yo miré mis manos sin anillo alguno y reí.

—Ha sido tema de comentario entre mis parientes —dije.

—Lo sé —contestó él—. No ha sido descuido de mi parte: lo he mandado hacer. Supongo que lo encontraremos en casa cuando regresemos.

—Lástima que tenga que rechazarlo —dije jugando.

Me preguntaba por qué Philip había demorado, tanto en darme un anillo y Ángela no había cesado de recordármelo.

Estaba tan excitada cuando llegamos a la mansión Chadleigh que apenas podía esperar a que trajesen el té, y a que se marchasen todos. Philip siguió bromeando hasta que, dirigiéndose a su mesa, abrió una gaveta.

—¿Cómo te gusta recibir regalos? ¿Los tomas en tus manos o cierras los ojos y tratas de adivinar?

—No seas malvado. Sabes que estoy deseando ver lo que tienes para mí —contesté.

—Pues bien. Aquí está.

Apresuradamente, abrí la caja grande y plana que él me entregó. En un fondo de terciopelo blanco se veía una pulsera, unos prendedores y un anillo de esmeraldas y diamantes.

—¡Philip! —exclamé.

—¿Te gustan? —preguntó.

—¡Son preciosos! ¡Jamás vi nada más hermoso!

Me puse el brazalete y el anillo, olvidándome de que, según la costumbre, era Philip quien debía ponérmelos.

—Eres demasiado joven para usar pendientes Lyn. Dentro de unos años te regalaré un par. Hace tiempo que tengo las esmeraldas. Las traje de la India y creo que te sentarán muy bien.

—Le quedarían bien a cualquiera. Son piedras maravillosas.

Eran esmeraldas muy oscuras y la que estaba incrustada en el anillo tenía el tamaño de un sello.

—Es hermoso, Philip —dije y me acerqué a él para darle un beso.

El se inclinó y, por un momento, sus labios rozaron los míos y yo temblé, pensando que hubiera dado yo todas las esmeraldas del mundo a cambio de sentir sus brazos alrededor de mi cuello. Pero tuve que conformarme con decirle simplemente: «gracias».

—Cuando nos casemos te regalaré las joyas de mi madre —dijo él—. La mayoría deberá ser restaurada, pero las piedras son muy bellas. Han pertenecido a la familia por generaciones.

—Creo que no querré más que las que me has regalado ahora —dije mirando las esmeraldas.

Philip sonrió.

—Cambiarás de parecer. Dentro de unos años dirás: «¿Por qué sólo esmeraldas? Querido Philip, no son suficientes. Necesito rubíes, zafiros, perlas y diamantes».

—Espera y verás —le contesté—. Me contento con poco.

Eran casi las seis cuando nos marchamos de la Mansión Chadleigh. Philip dijo, que me acompañaría a casa y, mientras íbamos hacia Park Lane, vimos dos o tres vehículos de bomberos que venían hacia nosotros.

Philip le preguntó al chofer.

—¿Ha habido algún incendio, Hodgkins?

—Creo que sí. Sir Philip. Hace una hora pasaron cuatro coches.

—Me hubiese gustado saberlo —dije yo—. Me encantaría ver un gran fuego, debe ser algo impresionante.

—¿En dónde habrá sido? —se preguntó Philip con curiosidad.

Al llegar a casa, le dije a Philip:

—Entra un momento para ver a Ángela. He estado fuera todo el día y con seguridad está enfadada. Tú la pondrás de buen humor.

—De acuerdo. Pero no puedo demorarme. Vendrá una persona a verme antes de la cena.

Ángela quedó tan admirada al ver las joyas que casi no podía hablar de otra cosa.

—¡Son las esmeraldas más maravillosas que he visto! —comentó—. ¡Tienes suerte, Lyn!

—Pensé que las esmeraldas traían mala suerte —dijo Henry bromeando, aunque impresionado por el regalo de Philip.

—Eso es superstición —repuso Philip—, basada en el hecho de que, al igual que los ópalos, las esmeraldas se astillan fácilmente.

—¡Qué horror! —exclamé mirando mi anillo asustada—. Ahora tendré miedo de golpearlo contra algo.

—Tendrás que llevar un toque de plata en el vestido —observó Ángela pensativamente—. Plata con zapatos verdes y tal vez algo verde en la cintura.

—Veo que la conversación se está volviendo muy femenina —señaló Philip sonriendo—. Y ustedes me perdonarán, pero debo marcharme. Tengo una cita antes de la cena.

—Te acompaño —le dije.

Caminé con él hacia el auto. Afuera, un policía hablaba con el chofer, quien abrió la puerta del automóvil.

—Parece que hay un incendio en la calle Andover, Sir Philip —dijo el chofer—. Y muy grande. Fue en el Club de Inglaterra; hay muchos heridos.

Lancé un grito de horror y me aferré al brazo de Philip.

—¡Elizabeth! —exclamé—. Elizabeth está allí.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó él.

—¡Elizabeth Batley! —expliqué—. Está trabajando en el Club. Me dijo esta mañana que iría allí.

Nos quedamos mirándonos y luego me tomó por el brazo.

—Vamos a llamar por teléfono, pero con seguridad no le ha pasado nada —dijo.

Entramos de nuevo al pasillo y a la sala de la casa de Henry. Philip buscó el número telefónico y lo marcó.

—Estoy llamando a casa de Elizabeth —me dijo—. Seguramente tienen noticias.

El teléfono sonó un buen rato, pero nadie respondió.

—Un minuto —dije y abriendo la puerta del estudio, corrí hacia la calle. El policía seguía allí:

—¿Sabe adónde han llevado a los heridos? —pregunté.

El se detuvo un momento para recordar.

—Creo que al St. Anthony, señorita. No es lejos de la calle Andover. Sí, al St. Anthony, en la Plaza Kitchener.

Volví corriendo al lado de Philip.

—Trata de llamar al St. Anthony —le indiqué—. El policía cree que han transportado a los heridos allí.

Esperé con impaciencia a que encontrara el número y llamara.

—Habla Sir Philip Chadleigh —le oí decir—. ¿Haría el favor de indicarme los nombres de los heridos que transportaron del incendio de la calle Andover? Gracias… Aguardaré.

Mientras tanto, yo caminaba de un lado a otro de la habitación, incapaz de quedarme quieta.

—No te asustes, Lyn —dijo Philip—. Puede que no le haya pasado nada.

—Me siento preocupada por ella y no puedo evitarlo —respondí.

—Sí… hola… sí. ¿Cuál es ese nombre? ¿Puede repetirlo? Batley. ¿Está usted segura de que se trata de Elizabeth Batley? ¿Se han puesto en comunicación con sus parientes? Gracias. Yo soy un pariente de ella. Iré inmediatamente. ¿Tal vez pueda informar que estoy en camino? Sí… Sir Philip Chadleigh. Muchas gracias.

—¿Está herida? —dije aterrada.

—Está en el hospital. Vamos para allá enseguida.