Capítulo 15
No puedo recordar en qué momento exacto, después de formalizar mi compromiso con Philip, decidí que para mi propia paz de espíritu, debía saber todo lo necesario acerca de Nadia. Mucha gente, en el curso de sus conversaciones, decía: «Es espléndido que Philip haya superado aquel episodio lamentable de su juventud» o, «Nunca creímos que Philip se casaría después de…» y se interrumpían y miraban inquietos, aunque yo sabía perfectamente a qué se referían.
Parecía imposible escapar del pasado de Philip. Esa noche, cuando me besó por primera vez, quedó grabada en mi memoria para siempre. Creo que él no se dio cuenta de que había pronunciado el nombre de Nadia en aquellos momentos de emoción. Habíamos seguido acariciándonos; pero, finalmente, cuando nos separamos y encendimos las luces, él cambió totalmente. Fue como si aquellos besos apasionados no hubiesen tenido lugar. Se le veía frío, cortés y reservado como antes. Ya no era el hombre que, por un breve instante, me había confundido con la mujer amada.
Después de esa noche no volvió a perder el control. No volvió a intentar besarme, como no fuera de un modo suave y superficial; besos que me dejaban insatisfecha y agotada emocionalmente. Me despertaba por las noches rememorando los momentos de éxtasis que habíamos vivido, sólo para quedar helada por una voz que se repetía en mi mente: Nadia, Nadia.
Me di cuenta de que no me iba a ser fácil averiguar más cosas sobre Nadia. Después de todo, había muerto hacía muchos años. Elizabeth me había contado todo lo que sabía y la gente que conocía mi compromiso con Philip no me proporcionaría detalles sobre ella.
Lady Mónica, a quien había visto una o dos veces últimamente, podría servir porque era tan tonta que no se molestaría en escoger sus palabras. Por fortuna, nos invitó a almorzar un día que Philip tenía a su vez un almuerzo oficial en la ciudad y cuando la llamé para disculparlo, le sugerí:
—¿Puedo ir yo? Pero preferiría que no hubiera otras personas, pues quisiera que conversáramos a solas. Hay muchas cosas que quisiera saber acerca de Philip y usted lo conoce desde hace tanto tiempo que me podría aconsejar cómo comportarme.
Tal como esperaba, Lady Mónica estaba ansiosa de hablar, y cuando llegué a la casa de Lancaster donde ella vivía con su madre, fue fácil inducirla a que me comentara la sensacional historia de amor de Philip.
—Temíamos que Philip no se casara —dijo—. Estaba tan conmocionado cuando ocurrió aquel escándalo que se fue al extranjero. Creíamos que no volvería nunca más.
—¿Usted conoció a la dama en cuestión? —le pregunté.
—La vi bailar —dijo Lady Mónica.
—¿Bailar? ¿Era bailarina?
—Sí, ¿no lo sabía? Apareció en el Adelphi, o en el Coliseo, no recuerdo. De todos modos, bailó danzas nativas, un tipo de baile que no comprendo. El ballet es algo totalmente diferente y lo amo. ¿No ha visto a Massine esta temporada?
—¿Ella era medio nativa, verdad? —dije refiriéndome a Nadia y decidida a no permitir que Lady Mónica se apartara del tema de conversación.
—Medio o del todo, no recuerdo. Era de piel muy morena y ya puede imaginarse lo que pensaba la gente cuando Philip iba con ella a todas partes. Hasta la llevó a Chadleigh y dio fiestas en su honor.
—¿Era hermosa?
—No puedo decir que yo la admirara —replicó Lady Mónica—, pero parece que a los hombres les gustaba. Apareció en Londres durante la guerra. Fue como una moda, suele ocurrir con algunas mujeres y por supuesto, las costumbres eran mucho más relajadas debido a la guerra. Creo que se la invitó a fiestas adonde asistían nuestras damas. Eso nunca hubiese sido tolerado antes de 1914.
—¿En dónde la conoció Philip?
—No lo sé. Pero sin duda él se comportó como un tonto con ella; todo el mundo lo decía. Y cuando ella se mató, él cerró la casa y se marchó al extranjero sin dejar dirección. Desapareció. ¡No sabe qué inquietos estaban todos!
—¿Por qué se mató ella?
—¡Nadie lo sabe, querida! En aquel momento todo el mundo pensó que estaría esperando un niño, pero ello no se mencionó en la investigación y todos pudimos haber pensado que él la había tirado por la ventana, de no haber estado tan desolado. Philip es raro, uno nunca sabe lo que siente.
—¿Cómo se llamaba ella?
—A ver, déjeme recordar. ¿Nadine? No. Nadia. Nadia Nelimkoff o Medlikoff, o algo parecido. A todos nos parecía muy divertido que ella usase un nombre ruso cuando era evidente que había nacido en la India.
—Tal vez fuese su verdadero nombre.
Lady Mónica rió.
—¡Querida, qué inocente es usted! Yo no creo que las actrices usen su nombre verdadero. Tiene que ser algo que llame la atención del público.
—¿Y ella tenía familia? —pregunté.
—No tengo la menor idea —respondió Lady Mónica—. No supondrá que iba a preocuparme por esa mujer. Por supuesto, no quisimos conocerla.
Eso era todo lo que Lady Mónica me podía contar, pero averigüé una cosa importante: Nadia era bastante famosa. Tal vez sería fácil indagar con alguna otra persona que estuviese más interesada en ella que en Philip.
Fue interesante saber que era bailarina. Eso explicaba la gracia de su porte, la delicada línea de sus largos dedos y su esquiva belleza.
Desde niña me había sentido atraída por las historias sobre la India, y pensé que ella, tal vez, había elegido las danzas alegóricas y ceremoniales del rito hindú, alterándolas sin duda para el gusto occidental, pero conservando, en la medida de lo posible, sus gestos y movimientos tradicionales.
Qué alivio debe haber sido sentarse a ver bailar a Nadia después de una dura jornada. Pude comprender que Philip apreciara su belleza y que en ella encontrara solaz.
¡Cómo debió amarla él! Pude adivinarlo cuando sentí aquellos besos ardientes, la fuerza poderosa de sus brazos y los latidos de su corazón junto al mío. Ése había sido el Philip que Nadia había conocido. El Philip que quizá yo nunca volvería a sentir, a menos que se levantara el velo que ocultaba el pasado por unos instantes.
—¿Cuándo ocurrió todo esto? —pregunté por último a Lady Mónica—. ¿Cuánto tiempo después de la guerra?
Como siempre, a ella le costó trabajo concentrarse.
—Déjeme pensar —dijo—. La guerra terminó en 1918, ¿verdad? Recuerdo que estaba trabajando en el hospital cuando dieron la noticia. Philip pasó todo aquel invierno con la dama. Sí, y en primavera se fue con ella a Montecarlo. ¡Puede imaginar cómo se habló de ese asunto! Ahora que lo pienso creo que murió en 1920, aunque no recuerdo con exactitud en qué mes.
Me despedí de ella cariñosamente:
—He disfrutado el almuerzo —dije.
—Debe volver —dijo ella— y traer a Philip.
—Por supuesto, Lady Mónica, y gracias.
Cuando llegué a casa, encontré a Ángela dispuesta a discutir todos los detalles de mi ajuar. Estaba emocionada, como si fuese ella la que estaba por casarse. Me avergonzaba no demostrar el mismo interés que ella, sobre todo porque la boda le costaría tanto dinero al pobre Henry, quien se había ofrecido a pagar todo.
Ella quería que llevara un vestido de novia Winterhalter, con un gran velo de tul, pero a mí me parecía que ello estaría fuera de lugar en una pequeña parroquia del pueblo. Yo quería que fuese de satén, con un corte muy sobrio y con el ramo de lilas tradicionales.
—¡Pero no puede ser de satén! —protestó Ángela casi agresiva—. No me entiendes, Lyn. Tu vestido de boda será fotografiado y reproducido por todos los periódicos de Inglaterra. Tu matrimonio será el evento más importante de la temporada y te sentirás avergonzada si te vistes con una anticuada tela de satén.
—Está bien —cedí—. Elige lo que quieras. Pero recuerda que el pasillo es muy angosto y que papá y mamá preferirían un vestido sobrio.
—¡Déjame eso a mí! —replicó Ángela.
Dije que sí, simplemente porque estaba cansada de discutir y también porque no me importaba. Ya comenzaba a pensar en el futuro. Este matrimonio iba a significar muy poco si las barreras entre Philip y yo no eran destruidas.
Dos días antes, Philip me dijo, confidencialmente, que existía cierta posibilidad de que lo nombraran Virrey de la India.
—¿No te importaría? —me preguntó.
—Estaría muy orgullosa —respondí, fingiendo sorpresa, pero herida por haber confirmado la historia de Henry.
—El Primer Ministro se sentirá complacido —añadí.
—¿Qué quieres decir? —preguntó él rápidamente.
Comprendí que casi me había traicionado.
—Que tenía dificultades de encontrar alguien adecuado, ¿no es verdad?
—Creo que hace tiempo que se discute el asunto —repuso Philip y yo sentí que me miraba, sospechando algo, pero no dijo nada. Estábamos en la mansión Chadleigh y Philip me dijo después de almorzar—. Tendré que marcharme a la Cámara. ¿Qué harás esta tarde?
—Nada hasta las tres y media. ¿No te importa si me quedo aquí a leer los periódicos? Hace demasiado calor para salir.
—Por supuesto. Quédate todo el tiempo que quieras. Cenaremos juntos, ¿verdad?
—Sí —contesté—. Ángela dará una fiesta, ¿no recuerdas?
—Desde luego —respondió él—. Para el embajador francés. ¿No te dije que estaríamos entretenidos?
—¡Tenías razón! —repuse suspirando—. Espero que algún día podamos comer sin un coro de amigos. A veces logro verte, sentado en el otro extremo de la mesa.
—Las parejas de prometidos deberían sentarse juntos. Creo que es una conspiración eso de mantenerlos alejados.
—Para asegurar que no se arrepientan de sus promesas antes que el nudo esté bien atado.
—Sin duda, no tendremos oportunidad de aburrirnos —dijo él riendo—. Adiós, Lyn —me dio un beso en la mejilla y se alejó hacia la puerta—. Si necesitas algo, llama.
—Sí. Hasta luego, Philip. Ha sido un almuerzo tranquilo y agradable.
Esperé a que se fuera, y luego comencé a caminar por la habitación. Los libros, ordenados y caros, bien dispuestos en los estantes, me fascinaron. ¡Cómo hubiese deseado tener una biblioteca así! Los inspeccioné uno por uno y no me sorprendió encontrar muchos sobre la India. Abrí uno o dos y descubrí que eran sobre filosofía y religión. Algunas frases estaban subrayadas en lápiz y me pregunté si Nadia los marcaba para él.
Pensé que nuestro interés por los libros sería un vínculo entre Philip y yo. Pero era imposible escapar de Nadia. Su presencia comenzó a perseguirme, como perseguía a Philip. ¿Por qué, me pregunté, ella seguía siendo un recuerdo imborrable cuando otros morían y yacían olvidados en sus tumbas? ¿Era ella más potente que los demás, o había alguna vibración en nosotros que nos hacía más sensibles a su presencia, más allá de la lógica o la razón?
Miré la fotografía de la madre de Philip que estaba sobre la mesa: su rostro era amable.
—¡Ayúdame! —murmuré—. ¡Ayúdame a hacerlo feliz! Si Nadia no está muerta, tú tampoco lo estás. Ambas lo amaron, pero él fue tuyo antes. ¡Ayúdame ahora a darle paz a tu hijo!
Era una plegaria. Luego, me aparté de la mesa, tomé mi sombrero y mis guantes y me preparé para marcharme. De pronto, advertí que los dos estantes más bajos, junto al sofá, estaban llenos de álbumes de fotografías. Algunas eran recientes; otras de paisajes, en su mayoría de templos, de edificios, que Philip había tomado sin duda durante sus viajes. Estaban ordenadas por años y, por fin, escogí el que tenía la fecha de 1919-1920. Tal vez allí encontraría alguna clave de lo que buscaba.
Abrí el libro. Miré sorprendida la primera página, la segunda, la tercera. Por fin, di vuelta a las hojas apresuradamente, una tras otra. Todas las fotografías habían sido arrancadas con violencia y algunas estaban cortadas. Quedaba una docena donde se podía ver a Philip, solo, joven y sonriente, en Longmoor, en un partido de polo, o conduciendo su automóvil.
De las otras fotografías sólo quedaba, ocasionalmente, un rincón de cielo, o un fragmento que estaba muy pegado para poderlo arrancar.
¿Qué significa esto? ¿Por qué Philip había destrozado así sus álbumes?
Coloqué el libro en el estante y me puse de pie. Eran casi las tres y media, y tenía que marcharme. Luego vacilé, avergonzada por mi propio impulso. Pero, llevada por una curiosidad, que era más fuerte que mi sentido del honor, crucé la habitación y abrí la portezuela oculta entre los dos muebles de la biblioteca, a través de la cual me había conducido Elizabeth. La cortina ocultaba el dormitorio de Philip. Volví a vacilar y estuve a punto de volverme atrás. Seguí adelante, sin detenerme. Entré con cautela en la alcoba.
Estaba casi a oscuras. Caminé de puntillas y miré hacia la chimenea. No había ningún objeto allí. El retrato de Nadia había desaparecido.