Capítulo 5

Habían transcurrido casi tres semanas desde mí llegada a casa de Ángela cuando le pregunte tímidamente a Henry, porque no quería molestarlo:

—¿Puedo ir alguna vez a la Cámara de los Comunes cuando no estés muy ocupado? Me interesaría mucho.

Henry se mostró complacido.

—¡Por supuesto! —asintió—. Te hubiese invitado antes de haber sabido que te divertía. Ángela piensa que es un lugar mortalmente aburrido, y cada vez que va a comer allí, asegura que la comida es espantosa.

—Pues me gustaría probarla —dijo riendo—, si no estás muy ocupado.

—Mañana hay un debate interesante sobre el desempleo. Creo que puedo conseguirte un par de entradas. ¿Crees poder convencer a Ángela para que te acompañe?

—Estoy segura —le respondí.

—No te desilusiones si te parece aburrido —le advirtió Henry—. Pocas veces ocurre algo sensacional en la Cámara.

—No me desilusionaré ni me aburriré —prometí—. Hace años que quiero asistir a alguna sesión.

Cuando Ángela volvió de su paseo usual con Douglas Ormonde, le hablé de mis planes.

—¡Dime que sí, Ángela! —le rogué—. ¡Deseo tanto ir!

—De acuerdo —accedió ella sin entusiasmo—. No tengo nada importante que hacer mañana. Es decir nada que no pueda cancelar. ¿Pero me dices que Henry te ha convencido de almorzar allí?

—Tenemos otro comité de cocina —explicó Henry—. La comida es mejor y puedo ordenar tus platos preferidos.

—No te molestes —repuso Ángela—. Si no como, mejor. Quiero adelgazar.

—¡Ángela! —exclamé—. ¡Qué ridiculez! Lo dices sólo para avergonzarme. Sé que debería hacer dieta, pero la comida aquí es tan deliciosa que no puedo rechazar un solo plato.

Ángela me dirigió una mirada de reprobación.

—Creo que estás más gorda que cuando llegaste —me dijo. Yo lancé un grito de desesperación.

—No molestes a la chica —ordenó Henry—. Está muy bien así y cuando comamos en la Terraza le prometo muchas fresas con crema para que engorde unos gramos más.

—Y no podré negarme —contesté, fingiendo un desconsuelo que no sentía.

A la mañana siguiente, mientras me vestía para asistir a la Cámara de los Comunes, me di cuenta de que aquélla era la primera cosa interesante que me habían propuesto desde mi llegada a Londres. Recordaba con cierto sentimiento de culpa que, antes de partir, le había prometido al vicario que vería la Torre de Londres y los museos, y que le enviaría una carta con una descripción detallada de las nuevas esculturas.

—Apenas tengo tiempo para nada —me dije disculpándome a mí misma pero sabía también que era difícil salir sola y que no había nadie que me acompañara. Comprendí asimismo que, al acostarme tan tarde por la noche, me levantaba muy avanzada la mañana.

—Me estoy deteriorando —me dije solemnemente.

Cuando estuve a punto de salir, observé que tenía muy buen aspecto. Le había preguntado a Ángela qué debía ponerme y ella respondió.

—¡Oh, nada especial! Los miembros de la Cámara son como niños de escuela: no quieren llamar la atención. Cuando voy con Henry a la Cámara, es como si fuese a festejar el «día de la madre» a un colegio de niños.

Decidí ponerme un atractivo vestido de crepé color azul pálido, un collar blanco y un sombrero de paja con cintas azules.

Había aprendido mucho sobre ropa desde mi llegada a Londres. Lo primero que Ángela me había enseñado era a maquillarme. Apenas me pintaba, con un poco de lápiz labial me maquillaba un poco los párpados, pero ello me hacía lucir diferente, pues cambiaba totalmente mi aspecto, y puedo decir que cuando iba a los bailes era muy solicitada.

Fuimos a la Cámara en el Rolls, y como Ángela se demoró, no tuvimos tiempo de ver nada antes de almorzar y nos dirigimos directamente al comedor. Henry cumplió lo prometido y había ordenado los platos con anticipación, de manera que todo era delicioso, aunque Ángela se quejaba y pretendió que no comería nada. Apenas nos sentamos, miré a mi alrededor y Henry me señaló a una o dos personalidades.

—Ése es Maxton —dijo—. Con dos amigos.

Miré en esa dirección y pensé que el personaje se parecía mucho a sus caricaturas de los periódicos.

—No es usual encontrarlo en el comedor —recalcó Henry.

Luego señaló a Sir Patrick Hannon, a Megan Lloyd George y a la pelirroja Ellen Wilkinson, pero lo que más me impresionó fue ver a Winston Churchill que se acercaba por el pasillo.

Después, Henry nos llevó a la Galería de Damas y conseguimos dos asientos en la fila delantera y yo miré hacia abajo, hacia la Cámara. Las preguntas fueron divertidas y los miembros entraban y salían todo el tiempo. Más tarde, se abrió el debate y hablaron varios caballeros, uno tras otro, muchos de ellos con voz tan monótona que apenas pude oírlos. Uno de los discursos de los miembros laboristas estuvo lleno de vitalidad y me sentí inclinada a aplaudir hacia el final. Luego, desde la parte trasera del banco gubernamental, un hombre se puso de pie y en ese momento, no supe por qué, toda mi atención se fijó en él.

Era alto, muy moreno y delgado; podía distinguir claramente sus facciones desde donde estaba sentada. Hablaba con voz clara y pausada, y escuché cada una de sus palabras. No puedo recordar lo que dijo: era algo extraño; pero había algo en su voz, en su forma de hablar, que me atrajo. Me senté a contemplarlo. Debió hablar cerca de media hora, y cuando por fin se sentó me tranquilicé, como si hubiese sido yo la que hablaba. Lo aplaudieron mucho. Yo me volví hacia Ángela.

—¿Quién es? —le pregunté.

Sir Philip Chadleigh —replicó ella—. ¿Es bueno, verdad?

No le respondí. ¿En donde había oído aquel nombre? ¿Por qué lo conocía? Philip Chadleigh… Tal vez había leído algo sobre él, pensé.

Alguien se levantó en el otro extremo de la sala. Hacía referencia al discurso de Sir Philip, pero de un modo incorrecto. Sir Philip se puso de pie, corrigió al orador y se volvió a sentar, con una gracia casi felina, que una vez más, me hizo recordar el pasado, sin saber por qué. ¿Quién sería? Me pregunté, pero no hallaba la respuesta. Me quedé mirándolo, contemplando su cabeza oscura, su bien perfilada nariz y sus anchos hombros.

No sé cuánto tiempo permanecí en esa actitud pero, de pronto, sentí que Henry me tocaba el hombro.

—Vamos —murmuró. Me puse de pie y, para mi sorpresa advertí que Ángela se encontraba ya junto a la puerta.

—Son las cuatro y cuarto —dijo Henry—. Pensé que querrías tomar el té.

—¡Las cuatro y cuarto! —repuse sorprendida—. ¿Hemos estado aquí una hora y media?

—Me alegra que el tiempo haya pasado tan rápidamente para ti —comentó Henry con una sonrisa—. La mayoría de las mujeres dicen «Pensé que no vendrías nunca».

Me sentí mareada cuando salí al pasillo. Quien se acercaba hacia nosotros era el propio Philip Chadleigh.

—Muy bien, Chadleigh —le dijo Henry—. ¡Ha estado estupendo!

—Gracias —replicó Sir Philip Chadleigh.

—¿Conoce a mi esposa? —prosiguió Henry—. Y a mi cuñada, Gwendolyn Sherbrooke.

Philip Chadleigh estrechó la mano de Ángela y luego se volvió hacia mí. Le extendí la mano y sentí que algo extraordinario ocurría. Me quedé sin aliento y perpleja, y todavía no sabía por qué.

—¡Su discurso fue maravilloso! —dijo Ángela efusiva.

—Gracias —repuso él—. No la vemos con frecuencia por aquí, Lady Ángela. —Ella se rió.

—No suelo pensar en este lugar para pasar una tarde entretenida —replicó ella—. Pero tenía que venir, porque es la primera vez que mi hermana asiste a la Cámara.

—Me alegra haber hablado en una ocasión tan particular —dijo Philip Chadleigh entre serio y burlón—. Debe decirme qué piensa de mi discurso. Pero sea honesta —añadió, dirigiéndose a mí.

Sin escoger las palabras respondí.

—Pensé que usted parecía una pantera negra.

Apenas abrí la boca supe que iba a decir algo horrible y que no podría contenerme. Fue como un sueño en el que oía mis palabras desde lejos. Advertí que Philip Chadleigh se ponía rígido y que luego asomaba a sus ojos oscuros una expresión de absoluta perplejidad. Después se produjo un momento de profundo silencio.

—¡Lyn! —exclamó Ángela atónita y supe, sin mirarlo, que Henry estaba furioso.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Sir Philip con voz áspera. Sentí que la tensión aflojaba y que me sonrojaba de humillación.

—No lo sé —respondí.

Sin decir una palabra, Sir Philip se volvió y se alejó por el pasillo.

—¡Lyn! —repitió Ángela, pero Henry la interrumpió.

—¿Qué ocurre, Lyn? —dijo enfadado—. No tenías que mostrarte tan grosera con Sir Philip.

—No quise ser grosera —respondí desconcertada.

—¡Pues si te lo hubieras propuesto no lo hubieras hecho mejor! ¿No te das cuenta de que ése es un hombre muy importante y que no debes hablar a nadie de esa forma?

—¡Bueno, Henry! —dijo Ángela irritada—. No sigamos dando más importancia al asunto.

Ángela me defendía simplemente para molestar a Henry, pues a ella también le había sorprendido mi comportamiento.

—De todos modos, fue un calificativo muy duro —dijo Henry.

—Ahora que lo pienso —observó Ángela lentamente—, es exactamente lo que él parece.

—Pero ella no tenía necesidad de ser grosera —insistió Henry solemne.

—Y él no tenía por qué retirarse sin saludar —replicó Ángela. Nos dirigíamos hacia la escalera que conducía a la Terraza.

—¡Lo siento! —me disculpé compungida.

Pero no sabía qué agregar. Era como si hubiese perdido el habla y estaba asombrada de mi propia conducta.

Nos sentamos, un poco sombríos, y Henry ordenó té y fresas con crema.

—Podrías haber invitado a alguien para que tomara el té con nosotros —dijo Ángela rompiendo el molesto silencio.

—No pude pensar en nadie que te gustara —replicó Henry—. Siempre criticas a mis amigos.

—Debo confesar que prefiero estar sola que con algunos de ellos —afirmó Ángela—. Tienes los amigos más aburridos de Europa.

—Por eso no invité a nadie para el té. Si así te sientes respecto a ellos… —declaró Henry.

—Pero con seguridad hay miembros más divertidos en el Parlamento interrumpió Ángela. —¿Quién es aquel joven, por ejemplo, aquél, de mirada límpida?

—No tengo idea —replicó Henry—. Es un visitante, no un miembro del Parlamento.

—Me lo sospechaba —observó Ángela suspirando.

—¿Puedo tomar más té? —pregunté yo.

Me sirvió otra taza y, en aquel momento, oí una voz a mi lado que casi me hizo caer de la silla.

—¿Puedo reunirme con ustedes?

Los tres miramos a Sir Philip.

—¡Por supuesto! —respondió Ángela—. Henry, pide otra taza, por favor.

—Siento haberme marchado de esa manera —dijo tranquilamente—. Pero alguien me esperaba. Ahora ya estoy libre y necesito un poco de tranquilidad.

Ángela no dejaba de sonreírle y la ira de Henry se disipó como una tormenta de verano. Sólo yo me quedé en silencio, sin atreverme a mirar a Sir Philip, concentrándome en las fresas con crema. Ángela empezó a distraerlo con una animada conversación acerca de gentes que ambos conocían. Pero después de un momento, él dijo:

—¿Y su hermana se quedará por aquí para la temporada? —Y me miró.

—Hacemos todo lo que podemos para entretenerla. Me siento como una matrona con una hija debutante, ¿verdad, Lyn?

—La estoy pasando muy bien —respondí.

Miré hacia arriba mientras hablaba. Volví a ver los ojos de él y de nuevo se me cortó el aliento, como cuando me lo presentaron por primera vez. ¿Qué pasaba con aquel hombre? Me pregunté. ¿Por qué su aspecto y su nombre parecían perseguirme? ¿En dónde había oído hablar de él antes?

—¿Le gusta la música? —me preguntó.

—Sí —contesté, sintiendo que aquel monosílabo era estúpido, pero sintiéndome incapaz de responder más que la pura verdad.

—Entonces deben venir al concierto que doy el martes —dijo volviéndose hacia Ángela—. Es en la Mansión Chadleigh y no necesito agregar que es un concierto de caridad. Todo lo es, últimamente. Pero quizá quieran comer, conmigo antes…

—¡Encantados! —exclamó Ángela—. Ha sido muy gentil en invitarnos.

—Espléndido —contestó Sir Philip—. Le diré a mí secretaria que les envíe los billetes y los espero a comer a las ocho y treinta.

—Muchas gracias, Chadleigh —dijo Henry—. Aunque creo que los conciertos no son mi fuerte.

—Éste le gustará. Tendremos a Dezzia con nosotros, que vendrá especialmente desde París y a dos o tres estrellas del Covent Garden.

—Hace años que no voy a la Mansión Chadleigh —dijo Ángela—. ¿Sigue teniendo esa hermosa sala de baile decorada con murales?

—La sala sigue allí, pero los murales se han borrado. El francés que los pintó usó un pigmento que no resistió la humedad. Pero los volveré a hacer pintar por un austríaco, y creo que quedarán igualmente encantadores. Me gusta mucho su trabajo. ¿Ha visto los murales de Peterborough House? —preguntó mirándome a los ojos. Negué con la cabeza.

—No creo haber visto ninguno.

—Lyn ha vivido en el campo toda su vida —explicó Ángela—. Es increíble en estos días, pero mis padres son muy anticuados y es la primera vez que Lyn viene a Londres.

—No parece muy moderno —convino Sir Philip sonriendo.

—Soy una verdadera campesina —respondí perdiendo algo de mi timidez.

—No lo parece —repuso él.

—Creo que tiene derecho a hacer algunas observaciones personales —repliqué tratando de hablar con ligereza, pero sintiendo que volvía a sonrojarme.

—Un día —dijo él— le preguntaré por qué me dijo una cosa tan particular —hablaba seriamente y en voz baja, como si se estuviera dirigiendo solo a mí. Luego miró su reloj.

—Lo siento —dijo—. Debo retirarme. Adiós, Lady Ángela.

—Adiós —respondió Ángela—. Estaremos ansiosos porque llegue el martes.

—Yo también —replicó él y a mí me pareció que miraba en mi dirección mientras hablaba.