Capítulo 16

En medio de la excitación producida por el anuncio de mi compromiso, la llegada de cartas y telegramas de felicitación y la preparación de mi ajuar de novia, no olvidaba a Elizabeth, aunque no había podido verla.

Una mañana, después de comprometerme, le había escrito, comunicándole que me casaría con él y pidiéndole que no se sintiera desgraciada por eso y que me deseara felicidad. Me contestó con una nota fría y convencional, llena de vaguedad, lo cual me hizo suponer que estaría herida, no sólo por las noticias del compromiso de Philip, sino por lo que debía considerar como una traición de mi parte.

Ahora Philip y yo nos disponíamos a ir a Maysfield a visitar a mis padres, pero, por una vez descubrí que tenía unas horas libres ya que Ángela no había hecho ninguna cita con las modistas. Era mi oportunidad para telefonear a Elizabeth. Le di mi nombre al mayordomo y ella se negó al principio a contestar el teléfono. Finalmente, oí su voz.

—Hola. ¿Habla Lyn? —preguntó.

—Sí. ¿Estás molesta porque no te llamé antes? Pero, sinceramente, no he tenido un momento libre. A ver, ¿estás vestida? Con seguridad sí. Yo me avergüenzo, pero todavía estoy en la cama.

—Sí, estoy levantada. ¿Por qué?

—¿Quieres venir en un taxi? Apresúrate, o no tendremos tiempo para charlar. Ven a mi habitación y conversaremos mientras me visto. Tengo muchas cosas que contarte.

Hubo un momento de vacilación y sentí que Elizabeth quería negarse.

—¡Por favor quiero verte! —dije.

Elizabeth cedió.

—Está bien, voy enseguida —dijo.

Diez minutos más tarde estaba en mi habitación. Extendí los brazos y la besé cariñosamente. Después advertí que había lágrimas en sus ojos.

—No te pongas triste ni estés enfadada conmigo —dije—. Hay mucho más de lo que tú supones en todo esto y quiero contártelo. Después de todo, Elizabeth, tú eres la única persona con quien puedo hablar con franqueza.

—¿Eres muy feliz? —preguntó ella en voz baja.

—Soy feliz —respondí—. Pero Elizabeth, Philip no está enamorado de mí, como tampoco lo estuvo de ti.

Ella me miró sorprendida.

—¿Entonces por qué te ha propuesto matrimonio? —me preguntó.

—Porque va a ser virrey y necesita una esposa —respondí.

Hablé con absoluta franqueza. Quería disipar cualquier obstáculo que hubiese entre nosotros. Me agradaba Elizabeth y quería ser su amiga, y, sobre todo, no deseaba herirla. El resentimiento que ella sentía hacia mí pareció ceder un poco y la expresión de su rostro se suavizó. Impulsivamente, extendió las manos en un gesto de simpatía.

—¡Oh, Lyn! ¿Y haces bien en casarte?

—Lo amo —contesté con parsimonia.

Ella suspiró, se puso de pie y caminó a través de la habitación. Estaba luchando por contenerse, por evitar que las lágrimas corrieran incontenibles por sus pálidas mejillas.

—Tienes que ser mi amiga —le dije—. ¡Tienes que ayudarme! Hay tantas cosas que no comprendo, tantas cosas de las que siento miedo. No puedo recurrir a nadie más que a ti. Con nadie puedo ser tan franca como contigo acerca de mi relación con Philip.

Creo que existía un sentimiento maternal en Elizabeth que le impedía ignorar un llamado de ayuda. Se secó los ojos y se acercó a mí diciendo suavemente:

—Cuéntame todo desde el principio.

Le hablé de la noche que había pasado en Longmoor Park, y le dije que Philip me había propuesto matrimonio y yo había aceptado. Le conté que había encontrado fotos mutiladas en los álbumes y que descubrí que el retrato de Nadia había desaparecido.

—Está tratando de olvidarla —observó Elizabeth.

—Por supuesto, pero no lo logra —respondí con amargura.

—¿Qué puedes hacer?

—No lo sé, como no sea enfrentar la verdad. Reconocer que él la sigue amando y que yo ni siquiera puedo pensar en suplantarla. Pero estoy decidida a una cosa, Elizabeth: de algún modo u otro quiero saber más acerca de ella. De otra manera no podré luchar contra esta increíble situación.

—Pero ¿cómo enterarte? —preguntó Elizabeth.

—Debes ayudarme —respondí, y le conté mi conversación con Lady Mónica—. Si quieres que Philip sea feliz… y si yo te importo algo, debes tratar de comprender mi punto de vista. No puedo casarme teniendo entre nosotros esta sombra, o fantasma, como tú lo llamas. Quiero mucho a Philip pero nuestro matrimonio, tal como están las cosas, será un infierno.

—¡No lo hagas, Lyn! —dijo Elizabeth con desesperación—. ¡Huye, y déjalo mientras aún estás a tiempo!

—¡No lo haré! —respondí—. Me quedaré y veré qué ocurre y venceré. Pero debes ayudarme.

—Haré todo lo que pueda —repuso Elizabeth—. Comenzaré hoy, apenas me marche. Tal vez ahora que no hay posibilidades de que me case con Philip, la familia me contará sobre Nadia, si saben algo. Pero no creo que en los años que estuvo con ella, Philip haya confiado en mucha gente.

—Estoy segura que no. Pero prométeme que lo intentarás.

—Por supuesto —prometió Elizabeth.

Se mostró muy cariñosa cuando se despidió y yo insistí:

—Lo siento, Elizabeth: ¿Me perdonarás, verdad?

—Desde luego. No te preocupes por mí. He seguido tu consejo y encontré un trabajo para hacer. Estoy ayudando en el club de caridad a la gente desempleada y a los niños. Voy allí tres veces por semana.

—Espléndido —respondí—. Cualquier cosa es mejor que quedarse en la casa compadeciéndose de una misma.

—¡Sí, cualquier cosa! —exclamó Elizabeth convencida.

Mi conversación con Elizabeth me hizo llegar tarde a mi encuentro con Philip, quien tuvo que esperar unos veinte minutos hasta que terminé de vestirme y bajé con mi equipaje. No estaba enfadado, como yo temía, pero bromeó acerca del deterioro de mis hábitos.

—Pensé que tu pasado en el campo te protegería, pero has sucumbido pronto a las costumbres de la ciudad —bromeó.

Llegamos a Maysfield a la hora del té y mis padres salieron al umbral de la puerta principal a saludarnos. Me abrazaron cariñosamente y les presenté a Philip.

No pude dejar de sentirme orgullosa, no sólo por el hombre que iba a ser mi esposo, sino por mis padres. Había tanta distinción en los tres, y sus modales eran tan gentiles, que aquella recepción se parecía muy poco a las maneras ampulosas de Henry o la indiferencia de muchas de las personas que había conocido en casa de Ángela.

Tomamos el té bajo los árboles y, mientras observaba el viejo Grayson trajinar en su viejo y gastado traje negro, que contrastaba con la reluciente librea de los sirvientes de Philip, en ningún momento me sentí avergonzada por él, ni por mi casa. Éramos pobres, pero Maysfield tenía el mismo aire de dignidad, tradición y paz que había en Longmoor.

Nunca había pensado que contemplaría a Maysfield con los ojos de una visitante. Lo hice por primera vez: era un lugar encantador, que mantenía una perfecta armonía entre el viejo edificio de piedra gris y sus habitantes. Mi padre, con su cuello alto y sus largos bigotes grises no podía ser sino un típico aristócrata inglés. Mi madre, pobrecita mía, estaba muy mal vestida. El cuello de su vestido, hecho por la modista del pueblo, no le quedaba bien y, como siempre, sus enaguas, cuando caminaba, sobresalían algunos centímetros por debajo de su falda. Sin embargo, su aspecto no podía ser más clásico. Poseía aquel aire de serenidad y ese algo indescifrable característicos de una gran dama, aunque se la encontrara desnuda en medio del desierto del Sahara.

Me di cuenta enseguida que a Philip le habían caído bien mis padres y que ellos también estaban encantados con él. En resumen, la visita fue un éxito desde principio a fin.

Les había escrito a mis padres para decirles que estábamos extenuados en Londres y que les rogaba que no invitaran a nadie, especialmente en este primer encuentro. De manera que nos sentamos los cuatro a comer, y como la cocinera se había esmerado, la comida era tan buena como el vino que mi padre trajo de la bodega.

Yo me había puesto un vestido nuevo. Me imaginé en Longmoor y, por primera vez, sentí miedo. Pensé en la conversación con Elizabeth. ¿Tenía razón al pedirme que no me casara con Philip tal como estaban las cosas? ¿Acaso me esperaban largos años de infelicidad?

Durante la cena, y después que terminó ésta, me sorprendí contemplando a mi padre y a mi madre. ¡Qué contentos se les veía juntos y que bien parecían comprenderse! A menudo se miraban con una sonrisa de entendimiento. En contraste, me di cuenta de cuán alejados estábamos Philip y yo uno del otro. No podía haber ninguna comprensión entre nosotros cuando nos mirábamos a los ojos mientras persistiera aquel amor que él sentía por una mujer que estaba muerta.

Mi padre hablaba de política y yo me levanté y me dirigí hacia el jardín. Me alejé de la casa en dirección a la fuente. No había luna y no había oscurecido aún. El crepúsculo daba una pátina de irrealidad al lugar. Todo estaba muy quieto y cuando me volví y vi que Philip se acercaba a mí no me sorprendí. Me quedé esperándolo, con cierta ansiedad, pero él permaneció a mi lado sin hablar. Pensé que quería abrazarme. Quería que me besara; sentir sus labios ávidos y apasionados, como los de aquella noche en Londres, en su casa. A medias consciente, di un paso hacia él.

—¡Philip! —exclamé.

Extendí mi mano y la apoyé sobre su brazo. Estaba temblando y me devoraba el fuego que corría por mis venas.

—Es encantador esto —comentó él.

—¿Lo crees? —Mi voz era muy suave, casi un susurro. Lo miré con los labios entreabiertos, sintiendo que él debía comprender la emoción que me consumía.

—Lyn —dijo abruptamente—. ¿Estás segura?

—¿Segura de qué? —pregunté como una tonta.

—De que quieres casarte conmigo.

Yo sentí un temblor y luego un escalofrío.

—¿Por qué crees que te acepté? —le pregunté.

El se volvió para mirarme. Advertí que trataba de leer mi expresión a través de la oscuridad. No respondió, pero supe qué estaba pensando. Comprendí que trataba de adivinar si yo lo había aceptado por su posición social o porque lo amaba. Advertía que yo era joven, inexperta, y, por primera vez, se sentía inseguro. Quizá había estado consciente de mi pasión, unos segundos antes; pero vacilaba, como si tuviera miedo y vergüenza del pacto concertado.

«¿Por qué lo comprendo tan bien?», me pregunté. Conocía sus pensamientos como si fueran los míos. Mi intuición me salvaba y me hacía contener mis emociones. Deseaba gritar y arrojarme en sus brazos pidiéndole que me amara; pero, haciendo un esfuerzo, me alejé gradualmente y dije:

—¿Por qué estás tan serio esta noche? ¡Me siento tan feliz de estar en casa!

Mi voz era tranquila. Luchaba contra un remolino que se agitaba bajo una superficie aparentemente tersa. Me clavé las uñas en las palmas de las manos para apaciguar mi pulso, y aquel dolor, aquel ansioso deseo que bullía en mi pecho. Quería tocar a Philip, pero no me atrevía siquiera a mirarlo.

—Hace frío aquí. ¿Entramos? —pregunté.

Comprendí que se sentía aliviado, y al mismo tiempo incómodo, casi temeroso de lo que había percibido en mí.

—Dime qué piensas de mis padres —le pregunté mientras nos acercábamos a la casa—. Sé que los has conquistado.

—Son encantadores —me respondió con amabilidad, pero con una voz ausente, como si estuviera pensando en otra cosa.

—Me gustaría que David estuviese aquí —dije—. Se parece a papá. Alto y guapo. Si fuera hombre no me gustaría ser bajo, ¿y a ti?

Hablando tonterías logré apaciguar la agitación que me consumía y me fui calmando a medida que nos acercábamos a la sala. Mi madre estaba allí y nos miró con una dulce sonrisa. Comprendí que creía que Philip y yo habíamos buscado la oportunidad de darnos un beso furtivo en el jardín. No sabe la verdad, pensé amargamente.

Me dirigí al piano. No sé tocar bien, porque nunca aprendí, pero logro interpretar algunas pocas piezas clásicas e improvisar, de modo que la música sirva de fondo a la conversación. Toqué cerca de media hora, hasta que llegó el momento de irse a la cama. No miré a Philip, aunque me di cuenta de que él me había mirado una o dos veces con expresión perpleja.

Mamá se puso de pie cuando el reloj marcó las diez y media.

—¿Y ustedes jóvenes, seguirán conversando? —preguntó.

Yo negué con la cabeza.

—Estoy terriblemente fatigada. Nuestra alegre vida de Londres me está matando. Dormiré todo lo que pueda mientras estoy aquí.

—De acuerdo —dijo mi padre—. ¿Y tú, Philip, qué harás?

—También me voy a la cama. Como dice Lyn, hemos vivido en un ritmo agotador, en una fiesta tras otra y estamos muy cansados.

Tomamos los candelabros de plata, innecesarios ahora ya que en Maysfield teníamos luz eléctrica, pero que son una tradición en la casa.

—¡Buenas noches, mi amor! —dijo mi madre besándome junto a la puerta de mi habitación—. Que duermas bien. Papá y yo estamos encantados con tu futuro esposo. Es muy agradable y creo que serás muy feliz con él.

—Estoy segura —asentí con voz animosa.

—Estamos muy contentos de que hayas encontrado a un hombre así —dijo mi madre—. Supongo que después de tu viaje a Londres nos encontrarás muy aburridos.

—¡No me caso para evitar volver a casa! —dije sonriendo.

—Por supuesto que no —contestó ella—. Pero me alegro que todo haya ocurrido así. Buenas noches, querida hija.

Cuando se marchó, me quité el vestido y lo colgué cuidadosamente. Luego, me arrojé boca abajo sobre la cama y me eché a llorar.