Capítulo 24

Las barreras habían desaparecido. Elizabeth, al morir, había ayudado a Philip como nunca había podido hacerlo en vida. No me atrevía a moverme, ni a respirar, ni hacer nada que rompiera la magia de aquel momento. Por fin Philip había hablado conmigo. Por fin se había disipado aquello que nos mantuvo alejados durante estas largas semanas y que nos convertía en dos personas amables y distantes. Me invadió una enorme ternura y comprendí que podía ser de gran ayuda para él.

Siguió un silencio que pareció eterno. Sólo se escuchaba el tictac del reloj sobre la chimenea y, a lo lejos, el tráfico de la calle. Al fin, con voz calmada, dije:

—¿No quieres hablarme de Nadia? Siempre he pensado que hubiese deseado conocerla.

Sin mirarme, sin quitarse las manos de los ojos, Philip me respondió:

—Era una persona extraña. Ahora, al recordar nuestras conversaciones, creo que le he atribuido una inteligencia superior a la que realmente poseía. Porque no era su saber o su conocimiento lo que importaba, ni el amor que nos teníamos, sino su capacidad de interesarse por la gente a quien amaba, o por sus amigos.

Philip se detuvo un momento y después siguió diciendo con voz grave:

—Después que ella murió, traté de renunciar a mi carrera, olvidarme de los planes que tenía para el futuro, pero fue inútil. Regresé del extranjero y, cuando el Primer Ministro me mandó llamar el otro día, sus primeras palabras fueron: «Chadleigh, usted es el hombre indicado para ocupar el puesto de Virrey de la India. He leído sus papeles».

—¿Qué papeles? —pregunté.

—Un memorándum, el cual inicié años atrás, cuando me marché a la India para olvidar mi desgracia y escapar de una vida que había perdido su significado sin Nadia. Comencé a estudiar aquel país, donde ella había nacido: sus condiciones de vida, su gente, sus costumbres y aspiraciones y seguí haciéndolo a lo largo de los años. Era interesante y vital para el Imperio. De manera que hoy, gracias a Nadia, quieren nombrarme Virrey. Es curioso —observó amargamente.

—Ella estaría orgullosa —murmuré.

—Tan orgullosa —respondió él—, que tengo que creer que en algún sitio, de algún modo, ella lo sabe, está contenta de mi proceder.

Se puso de pie bruscamente y se dirigió hacia la ventana.

—No tengo derecho a hablar así. ¿Por qué me lo permites? —preguntó.

—Tienes derecho. Cuando me pediste que me casara contigo yo sabía lo de Nadia y te acepté.

—Lyn, debes creerme si te digo que eres la única mujer con quien podría compartir mi vida. Desde el momento que te conocí, supe que eras diferente a las demás, y no sólo por la voz.

—¿Mi voz se parece a la de ella? —pregunté.

—Es exacta. Resulta increíble —dijo—, pero el día que nos conocimos en la Cámara de los Comunes, cuando me fui a casa por la noche, no era sólo Nadia quien estaba en mis pensamientos. Estabas tú también. Uno no puede imaginarse dos mujeres más diferentes desde el punto de vista físico y, sin embargo, a veces pienso que se parecen: ambas invitan a la confidencia. Sabes Lyn, me ha sido muy difícil callar estas cosas hasta ahora. Quería explicarme, ser franco contigo. Tienes el don de hacer sentir a la gente la necesidad de abrir sus corazones. Nadia era igual: franca, abierta, sin ningún fingimiento.

Se quedó mirándome y yo sentí que no veía mi rostro, sino uno más pequeño y hermoso que el mío.

—Cuéntame más de Nadia —dije—. Cuéntame cómo la conociste.

Comprendí que se alegraba de que lo escuchara y que yo había tenido razón al pensar que no tenía a nadie a quien hablarle de su infelicidad y de la desolación que llenaba su alma.

Philip se sentó de nuevo.

—Fue a principios de 1917 —comenzó a decir—. Había estado en las trincheras durante más de seis meses, sin disfrutar de licencia. Volví a Londres en abril. ¡No te puedo describir, Lyn, cómo era esto! ¡Qué terrible era ver los campos devastados, los árboles destruidos, los jardines llenos de muertos!

Después de una dolorosa pausa, Philip continuó diciendo:

—Una noche, me había reunido con unos amigos, y decidimos ir al Pavilion, donde había un teatro de revistas o algo así. Escuchamos música hindú, se abrió el telón, y, en medio de una escenografía de fulgurante plata, observé a una figura que, más que bailar, parecía flotar en el aire: era Nadia. Quedé maravillado y, cuando terminó su actuación, le mandé una tarjeta. Ella, más tarde, me contó que nunca había aceptado una invitación de un desconocido, pero aceptó cenar conmigo. No puedo contarte cómo fue aquella noche, a la que siguieron otras.

Pasamos tres años juntos, durante los cuales maduré. Aprendí lo que era vivir, conocer la felicidad que este mundo puede ofrecer cuando un hombre y una mujer están unidos realmente, tanto mental como físicamente. Pero luego me he preguntado si ella no era desdichada y yo no lo sabía. ¡Discutimos el asunto del matrimonio tan a menudo! Y era ella la que decía que era imposible.

Philip, mirándome fijamente, agregó:

—Pero ¿de qué sirve volver atrás? Desde hace diecinueve años he hecho todo lo posible por encontrar la paz. Lyn, si te casas conmigo, lo harás con un hombre perseguido, no por alguien a quien amó, sino por la imposibilidad de comprenderse a sí mismo, y agobiado por preguntas que no puede responder.

No dije nada, pero deslicé mi mano en la suya.

—He destruido sus retratos —prosiguió—. Los he quemado para que nadie los pudiera volver a ver, pero no he podido destruir su recuerdo, ni decirte que la he olvidado.

—No quiero que lo hagas —le aseguré con firmeza—. ¿No entiendes, Philip, que no se puede construir una vida juntos a menos que seamos totalmente francos con nosotros mismos? Te agradezco que me hayas contado acerca de Nadia. Quería saber la verdad. Y ahora, quiero que me prometas algo.

—¿Qué? —preguntó Philip.

—Prométeme —dije con solemnidad—, que me hablarás de ella cuando así lo desees. No temas que sienta celos, resentimiento o cosas por el estilo. Dime qué solía decirte, qué hacía, qué te sugería. Dilo con naturalidad. Al fin y al cabo, somos dos mujeres que te amamos y, tal vez, a Nadia le gustaría que yo continuara la labor que ella empezó.

El se inclinó y me abrazó.

—Eres muy dulce, Lyn —dijo.

Por un momento apretó su mejilla contra la mía.

—¡Y tan encantadora! —agregó—. No es justo que se te ofrezca el segundo puesto.

—Seré feliz con lo que puedas ofrecerme. Te amo, Philip; respondí.

—¡Oh, querida, querida mía! —exclamó él humildemente.

Me sentí muy cerca de él en ese instante e inmensamente feliz. Luego sonó el teléfono. Era Lady Batley. Volví a pensar en Elizabeth mientras Philip le expresaba sus condolencias.

¡Pobre Elizabeth! Se había ido sin dejar rastros en la vida de nadie. Sus hermanas tal vez hasta se sintieran complacidas con su ausencia; pues, de ese modo, no sería un obstáculo para sus actividades sociales. Sentí que Lady Batley nunca había amado a su hija mayor. Sólo deseó que hiciese un matrimonio brillante, pero había fracasado.

Philip seguía hablando.

—Yo me encargaré de todo, prima Alicia —le oí decir—: Por favor… sabes qué es lo que deseo hacer por la pobre chica… sí, diles que me envíen la cuenta y no te preocupes más.

Sonreí cínicamente. Su hija acababa de morir, y Lady Batley ya se estaba quejando por el costo del funeral y estaba tratando de librarse de correr con los gastos.

—Iré en la mañana —continuó diciendo Philip—. No te preocupes y trata de dormir. Adiós.

No hice ningún comentario sobre lo que escuché. En cambio, dije:

—¿Cenamos? Son casi las nueve.

—Les dije a los sirvientes que los llamaría. ¿Quieres algo en especial? —preguntó Philip con voz fatigada.

—No. Sólo comer algo. Nos hará bien a los dos —respondí.

No tenía hambre, pero pensaba en él. Debía velar por él. Él había sido encomendado a mi cuidado.

Supongo que a toda mujer enamorada le sucede: el amor es como un arma de doble filo que la lleva a una cada vez más hacia el sacrificio. Al mismo tiempo, sentí una gran ternura por Philip y la misma ansiedad por su bienestar que habría sentido su propia madre. Comprendí cuánto le había costado romper la reserva que mantuvo durante tantos años. Estaba emocionalmente exhausto. Su vitalidad lo había abandonado y se le veía pálido y cansado.

Cuando el mayordomo trajo las bandejas y le preguntó a Philip qué beberíamos, él me miró inquisitivamente.

—Creo que champaña será lo mejor —sugerí.

Era algo extraño que pidiera eso la misma noche de la muerte de Elizabeth. El champaña siempre me había parecido una bebida para celebrar, pero sabía que Elizabeth comprendería y se alegraría.