Capítulo 14

Cuando me desperté por la mañana, la ira me había abandonado, pero estaba nerviosa pensando en lo que tendría que enfrentar. Apenas subí a mi habitación, la noche anterior, Ángela había golpeado a mi puerta, pero no respondí por un momento.

—Estoy cansada, Ángela —le dije—, y no quiero hablar esta noche.

—Déjame entrar un momento —rogó ella.

Creí que no podría soportarlo, que en ese momento no podía dar explicaciones ni responder a las preguntas que, con seguridad, me haría.

—Por favor, Ángela —supliqué—. Déjame ahora. Mañana te lo contaré todo —supongo que se enfadó o se sintió defraudada.

—Como quieras —dijo por fin—, y oí que se alejaba escalera abajo.

No sé por qué me sentí tan furiosa en la sala. Tal vez fuese la única reacción posible después de la noche difícil que había pasado y de las emociones conflictivas que experimenté. Mi resentimiento no se disipó por un buen rato. Me quedé tendida en la cama, deseando huir con Philip, que pudiésemos casarnos en silencio, sin ninguna ceremonia, en una pequeña iglesia de pueblo y que, una vez casados en nuestra luna de miel, anunciáramos que éramos marido y mujer. ¡Qué maravilloso sería! Pero sabía que era imposible. Debía tener en cuenta a mis padres, y la posición de Philip entrañaba una obligación definitiva para ambos.

Sólo después de un largo rato comencé a meditar sobre lo que había contado Henry. No dudé por un momento la significación que tenía. Y enfrenté la verdad: ése era el motivo por el que Philip quería casarse conmigo.

Me levanté y recorrí ansiosa la habitación. Aquélla era, sin duda, una forma extraña de disfrutar de la primera noche de mi compromiso. Cualquier mujer se hubiese ido a la cama contenta por haber conseguido al hombre amado y soñado con un brillante futuro.

Pero las cosas eran diferentes para mí. Estaba por iniciar una nueva vida, pero no sabía cuál sería mi destino. Amaba a Philip, estaba segura. Lo amaba apasionadamente y con una profundidad que no lograba comprender. Era tan intenso mi amor que su fuerza parecía surgir de alguna fuente desconocida. Lo amaba, ¿pero era suficiente? ¿Podría conservarlo solo con mi amor? ¿Podría así combatir y vencer al fantasma de Nadia?

Cuando volvíamos en el auto, me pregunté si él quería casarse para poder olvidarla, lo cual era comprensible y lógico. Pero ahora sabía la verdad: necesitaba una esposa por razones políticas. Y no sabía si este pretexto era más fácil de aceptar que el deseo de escapar de una mujer muerta.

Eran las tres de la mañana cuando me dormí y no me desperté hasta que el sol me indicó que había empezado un nuevo día.

En la bandeja del desayuno vi una carta que, con seguridad, había sido traída por un mensajero y, antes de abrirla, supuse que era de Philip. Nunca había visto su letra, pero me pareció familiar y propia de su carácter: bien formada, firme, cualidad de una personalidad compleja. Una carta breve.

«Sólo para decirte, Lyn, que me has hecho muy feliz. Espero que yo pueda hacer lo mismo por ti y que en nuestra vida juntos, ambos encontremos felicidad y paz.

Tuyo, Philip».

Tenía la fecha de la noche anterior y supuse que se había sentado a escribirla apenas llegó a casa y que había dejado instrucciones para que la enviasen a primera hora de la mañana. La leí una y otra vez. Era lo más íntimo que poseía de él.

Nuestra vida juntos. Aquellas palabras resonaban en mi mente y me dije que, si era posible, haría que nuestra vida fuese como él lo deseaba.

Seguía en la cama sosteniendo la carta de Philip en la mano cuando se abrió la puerta y apareció Ángela vestida con una bata. Era tan temprano que la miré sorprendida, ya que nunca se despertaba a esa hora.

—¡Mi amor! —me dijo sentándose en mi cama y dándome un beso afectuoso—. No pude pegar un ojo debido a la excitación que sentía. Cuéntamelo todo. Lo que dijiste anoche era una broma, ¿verdad?

No pude dejar de sonreír ante su ansiedad.

—No, no era una broma. Me casaré con Philip. El vendrá a verte uno de estos días —respondí.

—¡Oh, Lyn! Es lo más maravilloso del mundo. No puedo creerlo. ¡Pero es la segunda ocasión que lo ves!

—No exactamente —repuse—. Pasé una tarde con él la semana pasada. No te lo dije porque podía enfadarte.

—¡Enfadarme! Querida mía, ¿pero no te das cuenta de que has logrado el triunfo del siglo? Nadie podría enfadarse contigo por eso. Philip Chadleigh es el mejor partido de Londres. Henry está casi histérico al comprender tu astucia.

—¡No hables así! —respondí—. Me caso con Philip porque lo amo.

—Pero, desde luego —asintió Ángela riendo—. Serías una tonta si no lo amaras. Aparte de todo, es un hombre muy atractivo. Debes casarte antes de la temporada y apenas tenemos tiempo para comprar lo necesario.

Decidí que por nada del mundo quería casarme en Londres. Pensé en la pequeña parroquia junto a mi casa, donde me habían bautizado, y en el vicario, que era mi único amigo y a quien quería. Me casaría en Maysfield, pero no era el momento de discutir.

—Ángela —respondí ansiosamente—. No quiero que Philip piense que me he lanzado sobre él como un animal hambriento - Ángela se rió.

—No temas. Tengo tacto. En realidad, le diré que tiene mucha suerte por haberte conseguido. Debe estar loco contigo. Con seguridad, hace el amor maravillosamente, ¿verdad?

Sentí que me invadía una ola helada y traté de evitar aquellas preguntas.

—Debo escribirle a mamá —dije—. Cuando hables con Philip, sugiérele que le escriba a papá o a ella. ¿Lo harás verdad? Son tan anticuados, que con seguridad esperan una propuesta convencional.

—Pues me has vencido en toda la línea —declaró Ángela—. La familia pensó que yo hacía un buen matrimonio, pero soy una Cenicienta comparada contigo.

—Desearía que no insistieras en la vanidad de Philip —dije irritada.

—¿Por qué no? Después de todo será el Virrey de la India, y tú serás la joven esposa del Virrey. Siento que hayas oído esa historia estúpida que contó Henry. Con seguridad no es cierta.

—Sin embargo, tú pareces dispuesta a creer una parte del cuento. Que Philip será Virrey.

—¡Oh, hace tiempo que se habla de esa posibilidad! Pero… hablemos de fechas. ¿Que día de la semana te parece mejor para un gran casamiento?

—¿No será preferible que hablemos con Philip antes? —sugerí—. Es posible que él tenga alguna opinión sobre el asunto.

—Querida —contestó Ángela seriamente—. Acepta mi consejo y aclara desde el principio que tienes voluntad propia. Además, te casas con un hombre mayor que tú, de manera que si no eres cautelosa te tratará como a una niña y lo decidirá todo por ti, sin discutirlo siquiera. Y si Philip interfiere en lo de la boda, dile que no te casas.

—Podría creerme —comentó riendo.

—¡No lo digas entonces! —exclamó Ángela alarmada—. Sería una tragedia.

Se puso de pie y se volvió para marcharse, pero de pronto, como si hubiera olvidado algo, me tomó la mano:

—No juego, Lyn —dijo con ternura—. Te deseo toda la felicidad del mundo. Quiero que seas muy feliz, mucho más de lo que yo he sido nunca.

—Gracias —le contesté—. Pero yo también deseo que seas feliz, Ángela. Tal vez algún día encuentres la felicidad, cuando menos lo esperes.

Ella se encogió de hombros.

—Estoy descubriendo algunos buenos sustitutos para un matrimonio feliz… Y supongo que todos queremos ser amados por quienes amamos.

Sin esperar respuesta, se marchó a toda prisa, como si temiera seguir hablando.

¡Pobre Ángela!, pensé, pero luego me di cuenta de que podría decir «pobre de mí». Después de todo, yo amaba, pero no era correspondida. Y sin embargo albergaba la esperanza de que todo saldría bien.

Estaba a medio vestir cuando sonó el teléfono y unos segundos después estaba hablando con Philip. Se mostraba inseguro, y al principio nos hicimos preguntas convencionales y tontas. Por fin él preguntó:

—¿Cuándo te veré?

—Cuando quieras —repuse.

—¿Quieres almorzar conmigo?

—Por supuesto.

—¿Te parece que vaya a ver a tu hermana y a su marido esta tarde?

—Creo que será lo mejor. Lo esperan y nos desean mucha suerte.

—¡Pobre, Lyn! —dijo él—. Creo que en esta ocasión tendremos que padecer a las multitudes alegremente. ¿Puedes cenar conmigo esta noche?

—Supongo que sí —contesté.

—Trata de convencer a tu hermana de que tienes que venir sola esta noche, ya que será la última vez.

—¿La última vez? —pregunté.

—Desde el momento en que nuestro compromiso aparezca en los periódicos, con seguridad habrá fiestas de los parientes, de los colegas, de las instituciones, asociaciones y Dios sabe cuántos horrores más. Comamos solos y conversemos esta noche, si podemos.

—Me gustaría —le respondí.

—En ese caso, mejor invitaré a tu hermana y a tu cuñado a almorzar.

—Tal vez sea lo mejor —repliqué—. Con seguridad aceptarán. ¿Qué te parece si les digo que podemos ir a Chadleigh a la una y media y te telefoneo después para confirmártelo?

—Perfecto —replicó—. Y ahora debo apresurarme porque tengo una reunión en la Cámara, pero deja el mensaje con mi secretaria si hay algún cambio de planes. Hasta luego, y cuídate, Lyn, querida mía.

—Lo haré —le prometí.

Ángela y Henry se mostraron, como supuse, encantados de almorzar con Philip. Ángela revolvió todo para buscar ropa adecuada, y Henry me trató con una nueva ternura, como si desde la noche anterior yo me hubiera vuelto frágil como una porcelana de Dresden o una pieza valiosa de la dinastía de los Ming.

Después de hablar con Henry y Ángela, fue un alivio sentarme a escribir a mis padres. Sabía que les gustaría saber que Philip era rico, pero lo más importante era que proviniese de una familia decente, que fuese un caballero. Fue fácil escribir la carta. No sólo les conté acerca de Philip, sino acerca de sus padres, de su casa y de su carrera.

«Soy muy feliz», escribí al final y, en muchos aspectos, sentí que era cierto, pese a toda mi ansiedad y aprensión.

El almuerzo se celebró felizmente, porque Philip había tenido la excelente idea de invitar a dos primos y a una tía para que nos conocieran. Uno de sus primos era un Ministro del Gabinete y el otro un conocido Almirante, y la tía parecía conocer a Ángela desde hacía años. Todos fueron muy agradables conmigo y al final brindaron por nuestra salud y felicidad.

Yo me las arreglé para quedarme sola con él después de almorzar y aproveché para decirle rápidamente que deseaba que nos casáramos en Maysfield y no en Londres. Para mi tranquilidad, él se mostró de acuerdo enseguida.

—Será mejor casarnos en un sitio tranquilo. Y, con seguridad, tus padres no desearán venir a Londres.

—Estoy segura que no. Pero tendrás que ser diplomático con Ángela. No sabes cuán insistente puede ser cuando quiere conseguir algo.

—Haré lo que pueda —me prometió.

En la noche, inesperadamente, Ángela me aseguraba que siempre había pensado, que era mejor que me casase en Maysfield.

—En el jardín se podrá hacer una recepción perfecta —dijo—. Y nada más hermoso que un casamiento en el campo. Puedes ir caminando desde la iglesia a la casa, y los niños arrojarán pétalos de rosa a tu paso.

Mis padres no permitirían que Ángela hiciera la ceremonia teatral.

Cuando llegó la hora de la cena, estaba muy excitada pensando que estaría sola con Philip. El envió su auto a buscarme y cuando llegué a Chadleigh, me estaba esperando en el pasillo. No cenamos en el gran comedor, sino en una pequeña habitación en la que, según me explicó, solía comer cuando estaba solo. Tenía una mesa oval, y Philip se sentó a mi lado.

Rodeada por copas de oro y vasos decorados; flores de invernadero que hacían juego con el color de las largas velas y un ramo de orquídeas que esperaba sobre mi plato, creí vivir un cuento de hadas. Esto no podía estar pasándome a mí. Nuestra conversación floreció a cada instante con nuevas frases ingeniosas; ambos éramos inteligentes y entretenidos. Podríamos haber sido los actores de una obra de teatro divorciados de la realidad, en un hermoso escenario. Los sirvientes; con sus pelucas empolvadas, se desplazaban silenciosos alrededor de la mesa, ofreciéndonos cada plato con manos enguantadas, mientras los botones de su librea brillaban a la luz de las velas.

—Estás encantadora esta noche, Lyn —me dijo Philip. Tomando el café.

—Gracias —le contesté preguntándome si realmente lo pensaba o si, cuando me miraba, recordaba a la pequeña mujer de piel oscura que, si el destino no hubiera decretado otra cosa, estaría con él allí. El mero pensamiento de Nadia me hizo temblar.

—¿Tienes frío? —me preguntó.

—Un fantasma que camina sobre mi sepultura —dije sin pensar en mis palabras; pero, afortunadamente él no se sintió aludido.

—Vamos arriba —dijo—. A mi biblioteca. Hay gran panorama.

Fuimos arriba, a una habitación llena de libros y de confortables sillones Había floreros con rosas en todas las mesas, fragancia y olor a tabaco.

—Ésta es la única habitación de la casa que es realmente mía —me explicó—. El resto ha sido diseñado por mis ancestros, y alterado por cada generación; aunque en lo especial se conserva igual. Esto fue decorado con posterioridad. En realidad, hasta hace diez años era un dormitorio.

—Me gusta. Está arreglada como yo esperaba.

Había uno o dos cuadros muy buenos, pero ninguna otra cosa que llamara la atención en particular.

Philip descorrió una de las cortinas. Afuera el cielo era de un azul brumoso, brillante y, sin embargo misterioso; aquel crepúsculo que uno encuentra en Londres cuando no ha oscurecido totalmente y las luces de la calle están encendidas. Miré hacia los árboles de Hyde Park, hacia las torres y chimeneas de Knightsbridge que se destacaban contra el cielo azul y, más allá, los mástiles de los barcos en el río, que esperaban la corriente del amanecer.

—¡Qué hermoso! —exclamé.

El rugido de los automóviles era como una marea distante. Sentí que estábamos aislados, a miles de kilómetros de distancia de todas partes, y que nunca había estado tan cerca de Philip como ahora.

Cuando nos acercamos a la ventana, él apagó las luces para que pudiésemos ver mejor el paisaje. Estábamos en la oscuridad. Nuestros hombros se rozaban, pero no podíamos distinguir la expresión de nuestros rostros en la oscuridad. Sentí un escalofrío. Estaba sin aliento y mi cuerpo temblaba como si algo terrible estuviese a punto de ocurrir. Tal vez trasmití mi excitación a Philip. Tal vez fue la inevitable atracción entre un hombre y una mujer. Ambos nos volvimos y, por un momento, nos miramos uno al otro antes de abrazarnos. El me estrechó con suavidad y, cuando rozó mis labios con los suyos, una fuerza magnética nos consumió a ambos. Una llama devoradora nos unía.

Sus brazos me apretaron con fuerza, hasta que parecieron barras de hierro. Sus besos eran cada vez más salvajes y más intensos. Me besó los ojos, la nuca y luego, nuevamente, la boca. El mundo se desvaneció a mí alrededor. La realidad se había disipado y sentí un rapto de gloria, un éxtasis que me elevaba a un extraño cielo maravilloso. Supe que también Philip lo sentía así. Estaba ligada a él: éramos una sola persona. A gran distancia, oí la voz de Philip:

—¡Nadia! —decía con voz ronca—. Nadia.