Capítulo 27
Tres días antes de mi boda, esperaba con ansiedad convertirme en la esposa de Philip con una excitación no exenta de miedo.
Pero era feliz. Una nueva calma que provenía tanto de mi corazón como de mi mente, me invadía. Marcus Cameron me había ayudado. Desde que hablé con él la noche de la fiesta, traté con todas mis fuerzas de olvidarme de mí misma, y de pensar sólo en el hombre con quien me casaría y al que amaba tiernamente.
El clima se había vuelto muy caluroso y los compromisos, arreglos y disposiciones para mi boda resultaban extenuantes. Después de asistir a un gran almuerzo, en el que Philip y yo fuimos los huéspedes de honor, regresé con un fuerte dolor de cabeza. Me agobiaba el calor y la noche anterior no había dormido. La atmósfera en Londres era sofocante, por lo que habíamos pensado pasar nuestra luna de miel en el yate de uno de los parientes de Philip.
Había tanto que hacer que aún no podía descansar ni siquiera unos momentos. Nos trasladaríamos a Maysfield la víspera de la boda, pero como sería imposible trasladar todos los regalos recibidos al campo, Ángela había dispuesto una enorme recepción para que nuestros amigos pudieran apreciarlos.
Gran parte de ellos estaban ordenados en la sala, pero las joyas, que eran numerosas, se guardaban en la caja fuerte de Henry hasta que llegara el detective que las cuidaría y pudiesen ser colocadas en una vitrina. Ángela y yo habíamos pasado varias horas arreglando y haciendo la lista de los regalos, y cuando llegó la hora del almuerzo, había otro montón esperándome en el pasillo.
—¡Oh, Dios! ¿En dónde pondré todo esto? —le pregunté al mayordomo.
—Lady Ángela ha dicho lo mismo. Creo que hará poner otra mesa en el boudoir.
«Pero eso significa más trabajo», pensé.
Miré los paquetes y me dije que debía agradecer los regalos antes de salir a nuestra luna de miel. Fui adivinando su contenido, confiando en que no fuesen floreros: ya habíamos recibido cuarenta. Tres de los más pequeños parecían interesantes y tomé el primero que tenía a mano, uno aplanado que me hizo pensar en un bolso.
Lo abrí y encontré un delgado libro verde. Llevaba consigo una nota, y cuando vi la firma los latidos de mi corazón se aceleraron. Era de Madame Melinkoff.
No empezaba de manera convencional, sino que decía:
«He pensado mucho en usted desde que nos conocimos. Le envío este libro, que era de mi hija, con mis mejores deseos de felicidad.
Edith Melinkoff».
El libro se titulaba El jardín de Karma. Volví las páginas y recordé aquellos versos que le había recitado a Philip el día que paseamos por Richmond Park y que lo habían perturbado tanto.
—Dejaré estos regalos hasta que vuelva Milady —le dije al mayordomo—, y corrí hacia mi habitación. Cuando llegué, cerré la puerta y me quedé largo rato mirando al libro que tenía entre las manos. Lo hojeé, con un tímido sentimiento de placer. Cada uno de los poemas me parecía familiar, cada palabra evocaba un eco en mi memoria. El libro había sido leído antes con cuidado: algunos de los poemas estaban subrayados con lápiz.
No puedo explicar mis sentimientos. Mi corazón supo con certeza lo que mi mente vacilaba en afirmar. Aquél era mi libro y era mi mano la que había subrayado sus páginas. Leí cada uno de los poemas, repitiendo las líneas en voz alta con los ojos cerrados.
Era como encontrar a un amigo después de una larga separación. Hacia el final, había un poema que no estaba subrayado, sino rodeado con un dibujo hecho a lápiz que representaba hojas y flores y susurré su palabras.
«Y después de la muerte a lo largo del eterno Ser
(Que las leyes del amor conservan sin duda).
Yo, si por casualidad me necesitas,
Seré siempre y para siempre,
Tuyo».
Era un mensaje de amor. Marcus Cameron tenía razón: era el amor el que contaba.
Me puse de rodillas con el libro en la mano y recé como no lo había hecho antes. Rogué a Dios que yo pudiese darle felicidad a Philip, y que fuera capaz de alcanzar la paz, no sólo para él, sino para mí.
No sé cuánto tiempo estuve de rodillas, pero cuando volví a ponerme de pie estaba contenta, como si me hubiese liberado para siempre de la carga de mis problemas.
Ángela me mandó llamar unos minutos más tarde para que bajara y ayudara con la disposición de los regalos. Trabajamos hasta las seis de la tarde, hasta que llegaron unos amigos.
Philip y yo iríamos aquella noche a una recepción en el Ministerio de la India, después de cenar con el Secretario de Estado y su esposa. El me sugirió que nos reuniéramos en Chadleigh, un rato antes, de manera que pudiéramos estar unos minutos solos.
—¡Pobre Lyn! —me dijo comprensivamente—. Pero no te dejes abatir. La próxima semana estaremos en alta mar, y no habrá siquiera un teléfono que nos moleste.
—¡Gracias al cielo! —le dije.
Salí hacia la Mansión Chadleigh a las siete y media. Estaba cansada de preguntas, de conversaciones telefónicas, de escribir cartas. Ni siquiera podía bañarme en paz, porque siempre había alguien que llamaba a la puerta preguntándome mi opinión sobre determinados asuntos o pidiéndome que firmara algo.
Las cosas se complicaban cada vez más: Gerald, ya repuesto de la operación, sería paje de mi boda y como Ángela no quería que fuese a las tiendas a probarse la ropa, tuvimos que elegir su traje de paje, ordenar los zapatos y otros atavíos guiándonos por las medidas que nos mandó su institutriz. Por supuesto que yo estaba encantada de que él participara en la ceremonia, pero ello hacía más difícil que todo estuviera listo para la fecha prevista.
Otra crisis se produjo cuando mi madre, que es bastante distraída, invitó a media docena de personas para la boda, pero olvidó decírmelo, y ahora escribía, preocupada porque aquéllas no habían recibido invitaciones.
—¿Qué haremos? —preguntó Ángela mientras yo me arreglaba el peinado frente al espejo.
—Envíale un telegrama a mamá, llama por teléfono o manda un telegrama a sus amigos —respondí.
—Es una buena idea. Se lo diré a la señorita Jenkins. Y tú, ven a verme antes de irte, por si surge alguna novedad.
Pero no lo hice. Apenas terminé de vestirme, me escabullí sin que Ángela se diera cuenta. Estaba segura ve habría cientos de cosas más por hacer, pero yo estaba en huelga. Tomé un taxi y me marché, sintiéndome como una niña que se escapa del colegio.
Cuando el mayordomo me abrió la puerta de la mansión Chadleigh se mostró sorprendido:
—Sir Philip no ha llegado aún, milady —me dijo.
—Supongo que habrá tenido que quedarse más tiempo en la Cámara —respondí—. No importa, no hay apuro. Cuando llegue dígale que estoy en la sala de estar.
—Muy bien, milady —respondió el sirviente.
Tomé el elevador y apreté el botón, y cuando aquél se detuvo, abrí la puerta y salí, dirigiéndome a la sala de estar de Philip. Por un momento me quedé atónica, inmóvil de la sorpresa. La habitación estaba vacía y desmantelada, el piso sin alfombras, las ventanas sin cortinas. Miré alrededor perpleja, hasta que, mirando hacia las ventanas, advertí que sólo tenía un estrecho parapeto en lugar de los balcones. Entonces comprendí. Me había equivocado y había subido hasta el piso superior. Ésta no era la sala de estar de Philip.
Pero lo había sido. Los muros estaban empapelados con el mismo papel que la habitación que ahora ocupaba. Las marcas en las paredes indicaban el sitio de donde habían colgado los cuadros y aún se veían los estantes vacíos que antes contenían libros. La chimenea era idéntica a la de abajo, donde él encendía grandes leños.
Entré en la habitación cerrando la puerta a mi espalda y me sentí atraída irresistiblemente hacia las ventanas. Se abría a nivel del piso hacia afuera; pero, en este caso, sólo había un bajo parapeto de piedra. Me quedé apoyada en el marco de una ventana. Luego, me asaltó el dolor de cabeza que me había molestado todo el día, pero de un modo insólito: me pareció tener en la frente bandas de hierro. Intenté resistirlo; traté de luchar contra el dolor y contra el mareo que me sofocaba… luché… pero.
Regresé a la habitación. Tenía conciencia de la ligereza de mi cuerpo, de la libertad de mis movimientos. Llevaba un vestido de seda verde esmeralda y tenía los hombros desnudos.
—¡Philip! —llamé.
El abrió la puerta que estaba entre las dos estanterías y vino hacia mí desde su dormitorio.
—¡Mi amor! —dije—. Llegué temprano.
El abrió los brazos y yo me precipité hacia ellos. Puse mi cabeza contra su hombro y sentí que su corazón latía aceleradamente y que su boca buscaba la mía. Levanté la cabeza y conocí el éxtasis de sus besos. La pasión y ardor con que me besaba me dejaban sin respiración.
—¡Oh, mi amor! —murmuré.
—¡Qué sorpresa! No te esperaba hasta dentro de una hora —dijo él.
—¡Cómo amo los domingos! —susurré—. Tenemos toda la noche para estar juntos. Solos, tú y yo.
Aún me sostenía cerca de su corazón. Tomó mi mano y la apoyó contra su boca.
—Te amo —confesó sencillamente.
—Y yo tengo una sorpresa para ti —dije.
—¿Qué es? —preguntó él tomando el paquete que yo llevaba en la mano y lo abrió. Adentro, sobre un colchón de algodón, había un pequeño y exquisito objeto: una pantera negra de ébano con ojos de esmeralda.
—Un retrato —dije suavemente—. De mi pantera negra.
Una vez más, Philip me tomó en sus brazos y me estrechó hasta dejarme sin aliento.
—Gracias, ángel mío. La conservaré siempre —prometió—. Y me traerá suerte cuando esté lejos de ti.
De pronto sentí miedo.
—¿Cuando estés lejos de mí? —repetí lentamente—. ¿Te vas?
—Tengo que decírtelo, mi amor —dijo él—. Me ha tenido inquieto todo el día. Recibí una carta anoche: la oficina de Relaciones Exteriores me pide que vaya en una comisión a los Balcanes el mes próximo. No puedo negarme. ¿Qué excusa puedo dar como no sea que no quiero dejarte?
—¿Cuánto tiempo estarás fuera? —Mi voz temblaba.
—Por lo menos dos meses —contestó él—. O quizá más. ¡Oh, mi amor! No te pongas así. ¡Si supieras qué desgraciado me he sentido desde que lo supe! Hubiese deseado que cualquier otro fuese en mi lugar.
—¡Dos meses! —Mi voz expresó sólo una parte íntima de la angustia que experimentaba—. ¡Oh, Philip! No puedo soportarlo. Déjame que te acompañe.
—Si pudieras… —respondió él.
Philip trató de abrazarme pero lo empujé.
—¡No, no me toques! ¡No puedo soportarlo en este momento! Ya siento como si estuviéramos separados. Estoy sola, tengo miedo.
—Nadia, mi amor —dijo él—. No debes sentirte así. Sabes que te amo como a nadie en el mundo. Si quieres que deje mi empleo, lo haré mañana mismo. Siempre he ofrecido hacerlo y siempre te has negado.
—Si lo permitiera, serías muy infeliz: sin nada qué hacer, sin nada en qué pensar.
—Te tendría a ti —respondió.
Sonreí tristemente.
—¿Sería suficiente? ¿Podría alguna mujer ser suficiente para un Chadleigh?
—¡No digas eso, no seas cruel! —rogó él—. ¡No puedes pensar que quiero dejarte!
—Estoy pensando en mí —repliqué—. ¿Cómo voy a quedarme en Londres sola, sin ti? ¿Cómo podré bailar si mi corazón está destrozado y estoy desesperada y sola?
—¡Nadia, Nadia! —rogó Philip—. Estás empeorando las cosas al hablar de esta forma.
—Me mataré —murmuré—. No quiero vivir sin ti.
Brutalmente, él me tomó de los hombros y me obligó a mirarlo.
—No vuelvas a hablar así. Nunca, nunca más, ni en broma. Si quieres que me quede, me quedaré, lo sabes.
Lo miré con los ojos entrecerrados.
—Me estás lastimando —gemí—, pero en un tono de voz muy diferente al que había usado antes. Sentí un nuevo deleite, una nueva, felicidad dentro de mí. ¡Cuán desesperadamente me amaba este hombre, a quien yo adoraba! Pero mi instinto femenino me obligó a pensar: «No debe salirse del todo con la suya».
Debía ir, desde luego, en esta comisión que era tan importante para su carrera; pero, al mismo tiempo, debía sufrir un poco ahora, tanto como yo sufriría cuando él se marchase.
Tuve miedo cuando pensé en los largos días que estaría sin él. En las noches, después del teatro, no me estaría esperando para llevarme a cenar y debería regresar a casa sola. Sin embargo, no podía interferir. Estaba orgullosa de él y tenía grandes ambiciones para este maravilloso amado mío.
Deseaba arrojarme en sus brazos, rodear su cuello con los míos y, al sentir sus labios sobre mi boca, saber que éramos una sola persona, como siempre lo habíamos sido. Pero aún no… Ese paroxismo vendría más tarde. Por el momento sólo lo asustaría y lo haría sentir desgraciado; temeroso tal vez.
—Me estás lastimando —dije y entonces me soltó.
—¡Dame la carta! —exclamé—. Déjame ver por qué es tan importante como para que me dejes sola.
—Está en mi dormitorio —respondió él.
Fue hacia la puerta, pero se volvió y extendió las manos:
—¡Nadia! —rogó—. Sé amable conmigo.
—¡Busca la carta! —dije con severidad y él obedeció:
Cuando él se marchó, abrí mi mano y miré la pequeña pantera que le había regalado y que lo había hecho tan feliz minutos antes.
—Lo cuidarás —dije besándola. Luego, se me ocurrió una idea. La ocultaría en la habitación y él debía encontrarla. Cuando lo hiciera lo premiaría con mis besos.
Miré en derredor. Los estantes eran demasiado evidentes. Tenía que darme prisa, pues él vendría enseguida. Entre las dos ventanas, vi una moldura que sobresalía apenas una pulgada de la pared. Me paré en puntillas y puse la pequeña pantera allí. Estaría segura y no se vería. Apenas la escondí, volvió Philip y yo retrocedí hacia el pequeño parapeto de la ventana.
—No te sientes allí —dijo Philip angustiado—. Es peligroso. Te podrías resbalar y caer.
—¿Y por qué no? —pregunté bajando la voz—. ¿A quién le importaría? Tú ya no me amas. ¿Para qué quiero vivir si una comisión comercial en los Balcanes es más importante que mi amor?
—¡Nadia! —exclamó él—. Entra. Te quiero.
Negué con la cabeza. Sabía que él trataba de decidir si debía acercarse y tomarme entre sus brazos. Fruncía el ceño, parecía preocupado y, de algún modo, yo lo amaba más aún por el gran poder que tenía sobre él. Era como un niño en muchos aspectos, este hombre mío, mi amor, a quien me había entregado de un modo tal, que, si él lo hubiera sabido, me habría convertido en su cautiva, su esclava.
—¡No! —protesté al borde de las lágrimas, con una expresión caprichosa en los ojos.
—¡Por favor mi amor! —rogó él extendiendo los brazos y no pude resistir más. Era tan apuesto, tan atractivo, tan irresistible.
Me moví para obedecerlo; pero, en aquel momento, mi pie resbaló y advertí que el talón se escurría sobre la baldosa. Hice un esfuerzo convulsivo con todos los nervios y músculos de mi cuerpo a fin de recuperar el equilibrio. Sentí que me caía por encima del parapeto.
¡Caí! Gritaba y, al mismo tiempo, sentía con cada átomo de mi mente que no debía morir, que debía vivir; vivir para Philip… Philip… pero me estaba cayendo… abajo… abajo…
Mi corazón palpitaba con tanta fuerza que, por un momento, me pregunté qué sonido sería aquél. Me di cuenta de que se trataba de mi corazón cuando me vi sentada en el suelo, con la cara oculta entre las manos. Luego, levanté la cabeza. Estaba sola en una habitación vacía. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué había visto y sentido?
Débilmente, algo mareada, me puse de pie. Me sostuve contra el marco, recordando que, un segundo antes, estaba abierta y que me había caído al vacío.
—¡Entonces es cierto! —grité y eché hacia atrás la cabeza en busca de aire. Mi voz resonó en la habitación vacía. Tuve miedo. En el espejo que colgaba de un panel me vi la cara, blanca y demacrada. Contemplé mi rostro durante largo tiempo.
Lentamente, me volví hacia la pared que estaba entre las dos ventanas, donde sobresalía una pequeña moldura de una pulgada. La alcancé con la mano. No hubo necesidad de ponerme de puntillas.
Sentí un escalofrío de miedo. ¿Y si ése no era el sitio, y si una vez más no lograba consolidar mis esperanzas, mi fe?
Mis dedos buscaron, temblando. Allí había alga duro, de escaso volumen, cubierto por el polvo. Lo tomé entre mis manos: era la pequeña pantera negra.
Creo que di un grito de dicha. Sólo sé que, mientras me dirigía hacia la puerta, todo el mundo me pareció dorado y glorioso. Había encontrado la respuesta a mis interrogantes y a los de Philip. Llevaba en mi mano la llave de la paz y la felicidad.
FIN