Capítulo 4

¿Por qué la ropa es tan importante para las mujeres? Lo es, aunque traten de negarlo. A todas les gusta lucir bien y estar a la moda, y hay pocas sensaciones más agradables que la de saberse bien vestida y saber que una es admirada.

Ángela me llevó a todas las tiendas a fin de comprar ropa hecha. Luego, a las modistas más caras y exclusivas, que prometieron copiar unos modelos rápidamente, de manera que para el fin de semana pudiera contar con un guardarropa lleno de vestidos, gavetas repletas de nuevas prendas interiores y zapatos que lograran que mis pies parecieran más pequeños.

Disfruté eligiendo ropa, y usarla era una gloria. Por eso, por la noche cuando aparecí con mi nuevo vestido de chiffon blanco y encontré a Henry bebiendo una copa de jerez en la sala, y le agradecí con un beso cariñoso en la mejilla, él me miró sorprendido, conmovido casi.

—No me agradezcas nada Lyn —dijo—. Me alegra verte contenta, pues Dios sabe que hace mucho tiempo que nadie se muestra entusiasmado con un regalo mío.

De pronto, sentí pena por él, pero traté de disimular, porque debía ser leal a mi hermana. Sin embargo, era difícil dejar de comprender el punto de vista de Henry. Sin duda, la relación de Ángela con el Capitán Ormonde era un problema difícil y no pude dejar de pensar que cualquier hombre se hubiese comportado de la misma manera que él, salvo mi padre, que hubiera echado a Douglas Ormonde de su casa.

La señora Watson no contribuía a mejorar las cosas. Después de pasar una semana con ellos, llegué a la conclusión de que ella no quería a Ángela. Solía venir a la sala antes de la cena, cuando Ángela no se encontraba presente y decía:

«¿Cuántos seremos para esta noche? Veremos si puedo adivinar: ¡seis! Y el nombre del sexto huésped comienza con `D ¿No soy una mujer inteligente?». O si no: «Ángela se demorará, Henry. Yo no la esperaría. Acaba de llegar, y con seguridad pasó una tarde maravillosa en el campo».

—¿Ha estado en el campo? —preguntaba Henry quizá inocentemente.

—¿No lo sabías? —replicaba su madre—. ¡Cielos, no debí habértelo dicho!

Era como un gato, sólo que era una mujer tan tonta que uno no podía enfadarse en serio con ella. Cuando más tiempo la veía junto a Peter Browning más me daba cuenta de que la única forma de envejecer era la de mi madre.

Aceptar que los años operen lenta y graciosamente. Había algo patético en aquella forma de resistirse a la edad, en tratar de ser joven, en aquella ficción de amor.

Todas las noches asistíamos a fiestas o teníamos invitados. Por la mañana Ángela me llevaba a ver a sus amigos, y hacía un gran esfuerzo para encontrar a gente de mi edad que me invitara a los bailes.

Era muy generoso de su parte y yo lo tenía en cuenta, porque sabía que estaba sacrificando el tiempo que podría pasar con Douglas. A menudo, antes de almorzar, o apenas terminábamos de hacerlo, se ponía de pie y decía:

—No te apresures, Lyn: tienes una cita a las tres y media, y eso será todo por esta tarde. Yo tengo qué hacer; espero que me disculpen.

Entonces, sabiendo que Henry estaría en la Cámara de los Comunes o jugando al golf fuera de Londres, salía a toda prisa para pasar una hora o dos con Douglas.

Creo que Henry comenzó a demostrar que yo le simpatizaba desde el primer sábado que pasé en su casa, cuando sugerí que lo acompañaría a jugar al golf. Había bajado a tomar el desayuno, y me estaba sirviendo una segunda taza de café, cuando él entró en el comedor.

—¡Buenos días, Lyn! —dijo—. Se te ve muy bien. ¿No estás cansada?

—En absoluto. ¿Te despertamos anoche?

Ángela, Douglas y yo habíamos ido a un baile y Henry no pudo ir porque había tenido que asistir a la Cámara.

—Llegué a la una, mucho antes que ustedes, pero no los oí subir la escalera.

—Eran más de las tres —contesté—. Fue una hermosa fiesta. Me divertí mucho.

El mayordomo entró en la habitación mientras hablábamos.

—Telefoneó el señor Henry Gratton, señor. Dijo que lo sentía, pero que no podía jugar con usted hoy, porque su señoría no se siente bien.

—¡Demonios! —exclamó Henry—. ¡Esto me arruina el día!

—¿No puedes conseguir otra persona? —sugerí.

—¿A las once de la mañana? ¡Imposible! La gente suele programar los partidos con anticipación y no hay, posibilidades de encontrar a nadie en el club.

Yo vacilé y luego sugerí:

—Si eso te ayuda a sentirte menos solo iré contigo y daremos un paseo, aunque no sé jugar; no aprendí nunca.

—¿Vendrás? —preguntó sorprendido—. Es muy amable de tu parte, Lyn. Me encantaría y. Te daría unas lecciones. ¿Qué te parece?

—Te arrepentirías —le respondí—. Soy muy mala para los deportes. No he tenido la oportunidad de aprender ninguno, salvo el tenis que solía jugar con la hija del vicario.

Henry se rió.

—¡Veremos! Ponte unos zapatos de suela gruesa, Lyn —agregó con aire juvenil. Le escribí una nota a Ángela, aunque sabía que ella no había arreglado nada especial para mí. En realidad, si yo me quitaba del camino y Henry estaba ocupado hasta la hora del té, ella podría hacer lo que quisiera con respecto a Douglas. Entregué la nota a la doncella y salí con Henry.

Creí que él iba a conducir, pero nos esperaba un chofer uniformado y nos sentamos en la parte de atrás del Rolls. Henry encendió un cigarro y se inclinó para cerrar el vidrio que nos separaba del chofer.

—Ahora podemos hablar —comentó sentándose cómodamente—. Cuéntame todos tus secretos, Lyn.

—No tengo secretos —le respondí.

—¿Aún no te has enamorado? —preguntó.

Negué con la cabeza.

—Conocí tantos jóvenes en la última semana que ahora sería incapaz de recordarlos a todos.

—Hay tiempo —dijo él.

—No quiero casarme, a menos que sepa que es con la persona adecuada —dije, y enseguida me sentí como una idiota por haber hecho aquella observación tan convencional y vulgar.

—Tienes razón, Lyn —dijo Henry lentamente con gesto grave—. No te apresures.

—¿Sabes, Henry? —proseguí—. No sé si quiero seguir llevando esta clase de vida por mucho tiempo.

El se quitó el cigarro de la boca y me miró sorprendido.

—Pensé que todas la mujeres se sentían felices de alternar en sociedad —comentó.

Yo negué con la cabeza.

—Es encantador cuando se trata de poco tiempo —respondí—. No creas que no me divierto, pero ¿crees que eso es la verdadera felicidad? Mira a papá y a mamá, por ejemplo. Nunca se movieron de Maysfield, no hacen otra cosa que cumplir con su rutina de todos los días, pero viven muy felices juntos.

—Siempre he deseado tener una casa en el campo —replicó Henry—. Cuando mi padre murió, quise permanecer en su finca, pero Ángela no quiso. Dijo que quedaba demasiado lejos de Londres y que la casa era sombría.

—A Ángela le gusta Londres —señalé rápidamente.

—Tienes razón, Lyn —repuso Henry con aspereza—. Es una vida lamentable. Uno no debería vivir siempre así, arruinándose la salud en fiestas, bebiendo y trasnochando, día a día. Compraré una casa en el campo e iremos allí. A los chicos les gustará en el verano.

Estaba asustada por la tormenta que había desencadenado sin proponérmelo, y me preguntaba qué diría Ángela cuando Henry se decidiese a hacer algo que a ella le disgustaba.

—Es posible que te resulte muy aburrido —insinué—. Después de todo, eres una persona muy ocupada ¿verdad, Henry?

—Lo era —respondió él—. ¿Sabes Lyn?, cometí un grave error cuando decidí abandonar el trabajo de la finca. Me gustaba y además era el negocio familiar. Ahora sólo me queda la Cámara, que es segura, pero quizá demasiado para ser interesante. Por otra parte, no me gustan las fiestas de Ángela, ni sus amigos.

Era muy difícil saber qué contestar ante este tipo de confidencia.

Comprendí que Henry no tenía con quién hablar y que estaba deseando desahogarse conmigo; pero, una vez más, recordé las palabras de Ángela, y traté de ser imparcial. Y, al mismo tiempo, deseé ayudarlos a los dos.

—¿No puedes hacer algo? —sugerí—. No me refiero al negocio, sino a algo nuevo. ¿No podrías intentar dirigir una fábrica, por ejemplo? Creo que eso te gustaría, Henry.

El aceptó seriamente la sugerencia.

—Es una idea —respondió—. ¿Crees que soy capaz de dirigir una empresa? Gracias por tu confianza, Lyn. Pero ¿y si fracaso?

—No creo que seas tan modesto, de manera que no te voy a responder —respondí.

—Eres muy sensata —recalcó Henry—, y te diré una cosa que te gustará saber; cuando te vi por primera vez, pensé: «he aquí una chica bonita, pero apuesto a que no tiene nada en la cabeza». He conocido a muchas jovencitas bien parecidas, como tú Lyn, rubias rosadas y blancas, y generalmente son tontas. Pues bien, querida mía, me quito el sombrero ante ti. Tienes cerebro y belleza, y eso es mucho decir.

Me sonrojé sin poder evitarlo, pues me sentí muy complacida. Nunca pensé que fuese inteligente ni bella, pero era agradable que alguien lo pensara así.

—Gracias, Henry —dije—. Y si eres tan amable conmigo, me voy a volver muy vanidosa.

—Eso no me preocupa. Cuando la gente es inteligente no se vuelve vanidosa. Sólo está segura de sí, lo cual es diferente. Equivocamos todos los valores y ése es el problema de tu sexo, Lyn. Las mujeres suelen estar tan orgullosas con las piernas que Dios les dio, que no se detienen a pensar qué pueden hacer para lograr algo por sí mismas, a menos que sea hacerse de dinero.

—No —repliqué rápidamente sin pensar—. Siempre eres desagradable cuando se trata de mujeres o de dinero —le dije con audacia.

—¿Lo soy? —me preguntó después de un momento.

—Sí, bastante —asentí algo atemorizada—. Hace que la gente se sienta incómoda; al menos, a mí me ocurre. Creo que es muy agradable tener dinero, pero si uno habla tanto sobre ello, se vuelve un tema desagradable, casi vulgar.

Me detuve, horrorizada por lo que había dicho.

—Eres audaz —me dijo Henry.

—¡Oh, lo siento!… comencé a decir, pero él me detuvo.

—No te disculpes por tu franqueza, Lyn y si tú y yo vamos a ser amigos, seamos honestos. ¿Seremos amigos?

—Sí —le respondí—. Y no te enfades por las cosas horribles que digo. Es que me crié en el campo, donde las cosas no se dicen en forma muy elegante.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Henry con toda seriedad y me extendió la mano:

—¿Amigos, Lyn?

—Amigos —le respondí y estreché su mano.