Capítulo 21
Todo iba a salir mal aquel día. Me desperté y vi que comenzaba a llover y supe que aquello alteraría todos mis planes. Había prometido a Philip almorzar con él e ir a Ranelagh y también planeábamos cenar con unos amigos en uno de los grandes jardines de Holland Park. La fiesta iba a tener lugar al aire libre.
Estaba esperando que Philip me llamara por teléfono, cuando apareció Henry diciéndome que Ángela tenía dolor de garganta y que se quedaría en cama.
—Dice que es mejor que no te acerques. Tiene dolores de garganta con frecuencia. Son pequeñas infecciones. Llamé al médico, pero sé muy bien lo que indicará: «Quédese en la cama y no se enfríe».
Escribí una notita para Ángela diciendo que sentía mucho que no se sintiera bien. Aquello significaba que no cumpliríamos con nuestros compromisos de la mañana porque Ángela me iba a llevar a comprar unos sombreros. De manera que no tenía nada que hacer hasta la hora del almuerzo.
Pero todavía no había llegado lo peor.
Philip me telefoneó diciéndome que el Primer Ministro lo había invitado a almorzar en Downing Street y que debía asistir.
—No pude negarme —me dijo—. Discúlpame Lyn, te pasaré a buscar después, pero será muy tarde. Hay mucho que hacer en estos días y no puedo evadirme de mis responsabilidades.
—Desde luego. No me gustaría que lo hicieses. Deseo que tengas éxito Philip —le dije.
Hablé tímidamente, pero, él no sabía cuán ambiciosa me había vuelto pensando en su futuro. Deseaba ayudarlo a convertirse en un gran hombre, de acuerdo a su tradición. La gente decía que tenía una carrera maravillosa por delante, pero yo quería más.
—¡Gracias, Lyn! Si me ayudas, las cosas serán más fáciles. Me alegra que comprendas que lo más importante es el trabajo.
—Naturalmente —respondí—. ¿Y esta noche qué hacemos?
—Supongo que haremos la fiesta adentro. No será tan divertido, pero no se puede hacer otra cosa.
Con la sensación de no tener nada que hacer, pasé largo rato en el baño y poniéndome crema en la cara y luego limándome las uñas.
Después, hice saber al cocinero que almorzaría en casa y confié en que Henry me acompañaría, pero mas tarde supe que no sería así.
Recibí, sin embargo, la visita de la Señora Watson, quien había llegado a Londres para ver a Gerald. Llegó a la una, con su joven Peter Browning. Se la veía más fantástica que nunca. Se acababa de teñir el pelo a un color más vívido y rojo, lo cual la hacía parecer ridícula y llevaba un sombrero a la moda con un tul que le cubría los ojos.
—¡Queridísima Lyn! ¡Qué gusto me da verte! Nunca pensé que tendría ese honor. ¿Y tu prometido? No me digas que ya te ha abandonado.
—Está almorzando con el Primer Ministro —la informé brevemente.
—¡Qué maravilla! Debe ser muy excitante para ti todo esto después de la vida que llevabas en Maysfield.
—¡Muchas felicidades! —me dijo Browning estrechándome la mano.
—No deberías decir eso. Sólo se felicita al hombre, no a la mujer, aunque Lyn haya encontrado el mejor partido del país.
Su vulgaridad, y su evidente envidia, me hicieron sentir enferma y cuando anunciaron que estaba servido el almuerzo, dije que tenía que apresurarme porque tenía una cita temprano por la tarde.
—¿Con quién? —preguntó la señora Watson con curiosidad.
—Con la modista —respondí.
—¡Oh, qué poco romántico! Pensé que era con Sir Philip, con quien yo desearía estar todo el día.
—Lástima que Henry no haya regresado para el almuerzo —dije tratando de cambiar de tema.
—Sí, yo quería verlo. ¿Qué es eso de una casa en el campo? Alguien me dijo que está buscando una.
—Han pensado, que estaría bien para las vacaciones de los niños —respondí.
—¿Desde cuándo tanto interés en los niños? —comentó la señora Watson, y apenas el sirviente se marchó un momento se inclinó y me preguntó en voz baja:
—¿Ha habido alguna pelea?
—¿Una pelea? ¿Por qué?
—Por Douglas Ormonde, desde luego —murmuró ella.
—No sé de qué está hablando —respondí con gran placer.
—Sí que lo sabe —dijo la señora Watson enfadada—. ¡No sea tonta, Lyn! Cuénteme; quiero saberlo.
—Si quiere saberlo tendrá que preguntarle a Ángela —le contesté. La señora Watson se puso furiosa.
—Alguna gente —le señaló a Peter Browning—, asume muy fácilmente su nueva posición en la vida. —Lancé una carcajada y me retiré del comedor la oí quejarse de mí con tono plañidero.
«No me importa», me dije. Es espantosa. Lo siento por Ángela.
Subí a mi habitación. Aún llovía y los jardines de la plaza estaban empapados y tristes. Conecté la calefacción eléctrica y saqué de un cajón el libro sobre Longmoor que tenía la reproducción de un retrato del ancestro de Philip que tanto se parecía a él.
Era curioso, pensé, que yo no tuviera una sola fotografía de Philip. No había querido pedírsela. El tenía una mía, una foto convencional de estudio que a mí no me gustaba mucho, pero que él eligió entre otras y luego colocó sobre su mesa de trabajo en un marco de plata.
Todavía no me ha permitido entrar en el santuario de su dormitorio. Sin duda, aquél era el recinto de Nadia, pues aunque el retrato de ella ya no está allí, aun puede verse el espacio blanco sobre la pared que él podía llenar con los ojos de su mente. Si Philip pudiese olvidar el pasado, si pudiera avanzar con confianza, qué hermoso sería, pensé.
Debo haberme adormilado, porque de pronto me sobresaltó el teléfono. Me levanté y el libro se me cayó de las faldas. Tomé el auricular.
—El señor Philip Chadleigh, señorita.
—Gracias, Hola, Philip.
—Hola, Lyn. Ya he terminado. ¿Quieres que vaya a buscarte o prefieres venir sola? Sigue lloviendo, así que podríamos ir al cine si quieres.
—Sería divertido —dije, pensando que no podría soportar la idea de pasar muchas horas sola con Philip en su casa. Me exigía mucho esfuerzo tratar de controlar mis sentimientos y fingir indiferencia.
Elegimos la película después de discutir un rato.
—Pues bien, el Plaza —dijo él—. Estaré contigo dentro de diez minutos. Hasta luego entonces.
Busqué en el guardarropa un sombrero negro y una estola de zorro que me había regalado Ángela. Me empolvé la nariz y tomé mis guantes. Mientras lo hacía vi que el libro sobre Longmoor estaba en el piso. Abrí un cajón y lo empujé hacia el fondo. De pronto, vi otro libro oculto entre unas cartas y viejas invitaciones y lo saqué para mirarlo. Era el que había sacado de la casa del vicario antes de venir a Londres y que no había vuelto a abrir desde aquel día. El título estaba casi borrado, como si le hubiese caído lluvia.
Lo abrí y en la primera página leí: «La Evidencia de la Reencarnación». Aquella palabra quedó vibrando en mi mente: reencarnación, eso significa revivir, volver al mundo en otro cuerpo. De pronto se me ocurrió la idea que Nadia y yo estábamos unidas en un solo ser. «Es absurdo», dije en voz alta, pero…
Cerré el libro y me miré al espejo. ¿Podrían existir esas cosas? ¿Sería por eso que reconocí el rostro de Nadia? ¿Aquel retrato era mi cara? ¿Sería mi propio rostro, el que había tenido por tantos años pero que me había sido arrebatado por la muerte?
Me miré hasta que me dolieron los ojos y los cerré para buscar alivio en la oscuridad. Traté de tranquilizar mi mente agitada. Pero ¿no podía ser cierto? Me pregunté. ¿No explicaría muchas cosas, como la emoción que experimenté la primera vez que vi a Philip, la similitud de mi voz y la de Nadia, el deseo físico que a veces sentía por él y que me asustaba por su intensidad, el haber reconocido a Nadia al ver su retrato y la simpatía y la comprensión que sentí por Madame Melinkoff?
El sentido común me decía que aquello era ridículo. ¿Qué recordaba de esa vida pasada si es que había sido mía? Absolutamente nada. Ni siquiera sabía bailar. ¿Dónde estaba entonces ese talento que Nadia poseía? Era cierto que siempre había querido ser menuda y morena, ¡pero tanta gente admira a sus opuestos!
«No, no», pensé. «Debo controlarme. Debo tratar de resolver el problema de mi amor por Philip y del suyo por Nadia con otros métodos».
Decidida, me puse de pie, tomé mis cosas y bajé. Acababa de llegar a la sala cuando anunciaron a Philip y él me saludó con un beso cariñoso.
—¿Estás lista? —preguntó—. Siento saber que tu hermana está en cama. Le he enviado flores. Espero que le gusten.
—¡Estará encantada! —respondí—. No creo que sea nada grave, sólo un dolor de garganta.
—¡Pobre Ángela, lo siento por ella! Pero estoy seguro que no le gustará estar en cama. Y tú no te le acerques. No quisiera que te enfermaras. Siempre me has parecido la encarnación de la buena salud.
—Toca madera y no tientes al destino —dije bromeando.
—¿Eres supersticiosa?
—A veces —reconocí—. ¿Y tú?
—Soy fatalista.
—Creo que te convences a ti mismo de que lo eres —dije sin pensar.
—¿Por qué lo dices? —preguntó él.
—Cuando a la gente no le va como quisiera, o cuando ocurren algunas cosas que hubiesen podido evitarse, se tranquilizan diciendo: era inevitable.
Apenas terminé de hablar advertí todo lo que implicaban mis palabras y viendo la expresión dolorida de Philip me volví hacia la puerta.
—Vamos —dije—. Nos perderemos el principio de la película.
Me siguió sin decir nada y cuando nos bajamos del auto y nos dirigíamos hacia el cine me dijo:
—Eres un ser extraño, Lyn. Quiero conocerte mejor.
—Podría defraudarte —le contesté, pero me alegró que se interesara.