Epílogo
Hay frases que resumen una vida, y la de Dulce parecía seguir siendo la misma puñetera pregunta.
—¿Ya está? —dijo cuando Íñigo salió corriendo de la cama.
Había sido una noche muy intensa y sin duda estaba más que satisfecha pero, pese al agotamiento, se habían puesto a tontear en cuanto habían despertado. No era propio de él marcharse así, sin decir una palabra, dejándola a medio calentar. ¿O sí lo era? ¿Qué sabía de Íñigo? ¿Y si su madre tenía razón y todos los hombres eran amables y cariñosos hasta que lograban lo que deseaban y, una vez obtenido, perdían el interés? ¿Y si había dado con otro Chico? Todas estas dudas encontraron respuesta en cuanto Íñigo asomó por la puerta de la habitación con una sonrisa pícara.
—Es que he recibido cierta información sobre tus gustos y no quiero que te aburras de mí —dijo con gesto burlón mientras mostraba unas esposas de fantasía—. Creo que ha llegado el momento de que me someta a las depravadas prácticas de Madame Douce.
—Bien sûr, mon chéri —respondió Dulce muerta de risa y poniendo morritos—. Ven aquí, que te voy a dar lo tuyo y lo de tu primo.
Íñigo no dudó ni un instante. De un salto, se metió en la cama y atrapó a Dulce entre sus piernas poniéndose a horcajadas sobre ella.
—Tengo entendido que es usted bastante rebelde —dijo en tono solemne—. Así que me veré obligado a inmovilizarla.
—Proceda como considere más conveniente, agente.
Íñigo colocó una de las manillas en la muñeca derecha de Dulce y dudó un momento al recordar que la cabecera de su cama no tenía barrotes. Tendría que poner remedio a eso, pero semejante pequeñez no iba a estropearle la diversión. Con gesto decidido, atrapó su mano izquierda con la segunda manilla y ambos quedaron esposados.
—No voy a permitir que vaya usted muy lejos —dijo apretando su cuerpo contra el de ella y besándola con pasión.
—¡Por Dios, agente! Si me trata de este modo, se arriesga a que no quiera que me suelte nunca…
—Pues me parece una idea estupenda —respondió Íñigo lanzando la llave por la ventana—. Ahora no le va a quedar más remedio que estar conmigo para siempre.
—¡Estás loco! —exclamó Dulce tan sorprendida como encantada—. No tienes ni idea de dónde acabas de meterte, machote.
Con un firme movimiento de cadera, Dulce hizo caer de lado a Íñigo y ocupó su lugar atrapándolo entre sus piernas. Sabía perfectamente que las esposas de fantasía se abren y se cierran con un resorte, por lo que la llave es meramente decorativa, pero le siguió el juego. Mientras su lengua atacaba implacable el cuello y la oreja de Íñigo, buscó a tientas el resorte de las esposas, liberó su mano y atrapó la de Íñigo. Ahora lo tenía esposado con las manos sobre la cabeza, lo que le daba el margen de maniobra justo para abrazarla o dejarse hacer.
—Me impresionas, Dulce Houdini. ¿Dónde has aprendido a hacer eso?
—Una buena maga jamás revela sus trucos. Lo importante es que ahora te tengo donde quería y no te me vas a escapar.
—Qué raro suena eso de «maga» —comentó Íñigo pensativo—. Prefiero mil veces «bruja». No sé si es exactamente lo mismo, pero te pega mucho más.
—Cierra la boca si no quieres que te pegue yo a ti —lo cortó Dulce con un beso hambriento—. Sabes que soy capaz.
—Está bien, mi ama. Veamos de lo que eres capaz sin una espátula a mano.
Dulce aceptó el reto con una sonrisa lasciva. Con la mano izquierda, sujetó las muñecas esposadas de Íñigo y con la derecha empezó a acariciar su torso desnudo. Al pasar la yema de los dedos sobre su vientre tuvo que reprimir el impulso de hacerle cosquillas, pero él le leyó el pensamiento y se revolvió nervioso.
—Quieto, tigre —dijo sujetándolo con más fuerza—. Confía en mí y no te pasará nada malo.
Íñigo se relajó y aceptó que sus manos estaban inmovilizadas sobre su cabeza. Dulce pudo acariciar su cuerpo con ambas manos, usando sólo la punta de las uñas, arañándolo muy suavemente para descender por el rostro y el cuello hasta detenerse en su pecho. Jugó un rato con sus pezones, pellizcándolos, hasta que se pusieron duros y entonces comenzó a besarlos y a morderlos cada vez con más fuerza. Íñigo enarcó la espalda y exhaló una profunda bocanada de aire. Dulce aún se entretuvo allí unos segundos más antes de proseguir su camino de besos y mordiscos, descendiendo muy lentamente hasta su vientre. De nuevo se detuvo un rato, jugando con su ombligo, hasta que reanudó la marcha más lentamente aún. Al llegar al calzoncillo, se encontró con una impresionante erección que pugnaba por liberarse de su cárcel de tela.
—Cuando llego a este punto no puedo evitar ponerme muy triste —susurró con voz compungida.
—¿Por qué? —preguntó Íñigo incorporándose preocupado.
—¿Has visto Liberad a Willy? —preguntó Dulce aguantándose la risa—. Cuando la veo ahí aprisionada, siempre me acuerdo de la película.
—¿En serio has recordado esa película, precisamente ahora? —dijo él mientras contenía la risa para parecer indignado—. De todos modos, me encanta que cuando me mires el paquete pienses en una enorme ballena asesina.
—Más bien en sardinas en lata —respondió Dulce con gesto compungido—. ¿De verdad no te da pena tenerlo ahí aprisionado? Pobrecito… Libera a Willy, Íñigo, ¡libéralo!
—Me encantaría ayudarte —repuso él con cara de pena—. Pero me tienes inmovilizado. ¿Te parece bonito preocuparte tanto por su libertad mientras a mí me tienes maniatado? No es muy coherente por tu parte…
—La diferencia, señor Montoya —le susurró Dulce al oído, tan cerca que podía sentir su aliento con cada palabra—, es que él es un animal hermoso del que sé lo que puedo esperar, mientras que de ti no puedo fiarme lo más mínimo. ¿O acaso no estás aguardando que me descuide para soltarte y hacerme un montón de cochinadas?
Íñigo abrió mucho los ojos y puso cara de niño bueno. ¿Cómo podía esa desconfiada pensar algo así de una persona tan inocente? Sin dejarse engatusar, Dulce le acarició la erección por encima de los calzoncillos y luego trató de bajárselos con ímpetu, pero se quedaron trabados.
—Parece que Willy se resiste a ser libre —dijo Íñigo incorporándose para acercar su cara a la de ella—. Y no puedo reprochárselo. Nada me haría más feliz que vivir esposado a tu cama para siempre.
Dulce se lo quedó mirando como si lo viera por primera vez. ¿Aquél era el mismo chico con el que había compartido despacho y discusiones tanto tiempo? Mientras ella se perdía en sus pensamientos, Íñigo bajó los brazos unidos por las esposas y la rodeó con ellos. La besó con ternura y, cuando Dulce cerró los ojos extasiada, aprovechó para darle la vuelta y volver a ponerse sobre ella.
—Pero tienes razón acerca de que no soy de fiar —dijo reteniéndola bajo el peso de su cuerpo—. Sobre todo, ante la perspectiva de… ¿cómo lo has dicho? Ah, sí. Hacerte un montón de cochinadas.
Dulce forzó un mohín de indignación pero se recostó dejando que él asumiera el mando. Siempre le había costado relajarse cuando estaba con un hombre, pero con Íñigo era distinto. Por primera vez sentía que podía despreocuparse y dejar que él la complaciera, sin temer que fuera a aburrirse de ella o a acusarla de… No sabía de qué. Cuanto más estaba con él, menos entendía qué había estado haciendo con todos los anteriores. Desgraciadamente, Íñigo no sabía cómo lidiar con los resortes de las esposas, así que Dulce tuvo que echarle una mano. Intentó reprimir el comentario mordaz, pero finalmente lo pensó mejor.
—Veo que has decidido cambiar de película —comentó con el tono más neutro de que fue capaz—. ¿Cómo se llama ésta? ¿Liberad a Íñigo?
—Espera a que me suelte y verás —contestó él, forcejeando aún con las esposas—. Te voy a dar Tiburón uno, dos y tres en sesión continua. Y te recuerdo que la última era en 3D.
—¿Voy a tener que ponerme gafas? Empiezo a temer que acabaremos Buscando a Nemo.
—Eso ha sido muy cruel —replicó Íñigo, liberándose por fin de las esposas—. Si sigues por esta vía, tendré que ser realmente malo y obligarte a ver Sharknado.
—¡No! —gritó Dulce, haciendo ver que forcejeaba para escapar—. Hágame lo que quiera, pero eso no. ¡Todo menos eso!
Aunque Íñigo se lo estaba pasando muy bien, aquellas palabras se grabaron en su cerebro. Tenía a Dulce allí, pidiéndole que hiciera con ella lo que quisiera, ¿y estaba haciendo bromitas sobre películas? ¿Cuándo se había vuelto tan tonto? Sin decir una palabra más, aferró la boca de ella con la suya y las fundió en un beso voraz. Tenía las esposas en la mano y dudó si volver a inmovilizar a Dulce, pero un cruce de miradas entre ambos bastó para entender que no hacían ninguna falta. Ella se mantendría quietecita…, hasta que su cuerpo le pidiera dejar de estarlo. Lo que Dulce quería era relajarse y disfrutar de las atenciones de aquel hombre que la había hecho reír y ahora la haría estremecerse de placer.
Íñigo cubrió de besos su rostro y a continuación repitió el mismo recorrido que había hecho ella poco antes, pero con más intensidad. Acarició, besó y mordisqueó su cuerpo minuciosamente, deteniéndose algo más en los pechos y algo menos en el ombligo. Quería hacerle sentir exactamente lo mismo que ella le había provocado hacía unos instantes, y cuando llegó a las braguitas no pudo evitar recordar su ocurrencia sobre la orca aprisionada, pero allí no había nada pugnando por obtener la libertad.
—¿Dónde está Willy? —se dijo, algo más alto de lo que esperaba.
—¿Dónde está Wally? —exclamaron al unísono, y acto seguido estallaron en una carcajada.
Temiendo que con tanto cachondeo perdieran el hilo de lo que estaban haciendo, ella hizo ademán de incorporarse, pero Íñigo la detuvo. Había llegado hasta allí con un objetivo y no iba a permitir que unos cuantos ataques de risa lo distrajeran. Empezó a besar la entrepierna de Dulce a través del fino encaje, primero con suavidad y luego con más intensidad. Finalmente le elevó las caderas y le quitó las bragas muy despacio. Rozó su nariz por el fino vello de Dulce antes de hundir sus labios en ella, con delicadeza pero sin piedad. Su lengua paladeó su sabor salado y le vinieron a la cabeza varias ocurrencias, pero se las guardó para sí. Estaba disfrutando demasiado como para hacer más chistes.
Dulce sintió una sacudida de placer y arqueó el cuerpo. Sus caderas se elevaron y su clítoris buscó la nariz de Íñigo, que se impregnó en su cálida humedad. Cada leve movimiento entre ellos hacía estremecer a Dulce, que al poco supo que no aguantaría mucho más y decidió actuar. Como no le salían las palabras, agarró a Íñigo por las orejas y tiró de él. Inmediatamente, ambos recordaron su primer beso y aquello aumentó aún más su temperatura. Íñigo buscó a tientas un preservativo y se lo puso mientras deshacía el camino de besos que había emprendido unos minutos antes. Enseguida estuvo sobre ella, mirándola fijamente a los ojos.
—Estoy preparada, Íñigo Montoya. Por tu padre, hazme morir de placer.
Él no se hizo de rogar. Con una firme embestida, se introdujo en ella y acompasó sus acometidas a los movimientos de cadera de Dulce, que se hartó de tener las manos sobre la cabeza y las bajó hasta el culo de Íñigo, cuyos músculos se tensaban con cada arremetida. Clavó las uñas en aquellas nalgas firmes y notó cómo todos los músculos de su cuerpo se tensaban en una sacudida especialmente fuerte que le cortó la respiración y la hizo estremecer. Envalentonados por el cúmulo de sensaciones, sus movimientos se hicieron más salvajes, y Dulce los acompañaba con cachetes cada vez más sonoros en las nalgas de él.
Íñigo no quería acabar aún, y frenó en seco mientras seguía clavado profundamente en su interior. Así permaneció unos segundos, sin apenas moverse pero sin dejar de presionar contra el interior de Dulce, que se mantuvo muy quieta, abandonada a la sensación de sentirlo tan dentro. Sin salirse de ella, Íñigo se puso de rodillas alzando las caderas de Dulce, que lo rodeó con las piernas. Para que estuviera más cómoda, le puso un cojín bajo el trasero y luego le levantó las piernas en ángulo recto y las sostuvo con una mano mientras le acariciaba las nalgas con la otra.
—Creo que has sido una chica mala y debería castigarte —dijo sin salirse de ella—. Pero sin duda yo he sido muy bueno porque me estoy llevando el mejor premio.
—He sido malísima —respondió Dulce entre jadeos—. Y más lo voy a ser como sigas hablando y me dejes así. Hazme lo que quieras pero ataca de una vez, que me estás matando.
Íñigo no necesitaba oír nada más. Con una sonrisa traviesa, empezó a entrar y a salir de Dulce muy lentamente. Cada vez que se retiraba, le daba un cachetito en la nalga, un poco más fuerte en cada ocasión. Ella gemía cuando él se clavaba en su interior y también cuando se retiraba y recibía su cachete. Finalmente, Íñigo le separó las piernas y se inclinó sobre ella para que las acometidas fueran cada vez más profundas. Con las caderas levantadas, cómodamente apoyadas en el cojín, Dulce recibió a Íñigo en lo más profundo de sí y se aferró a él con las piernas y los brazos, invitándolo a entrar en ella sin piedad, cada vez con más fuerza. Un calor abrasador inundó su cuerpo, que no tardó en alcanzar el éxtasis. Sus gemidos de placer y la punzada de sus uñas en la espalda fueron la gota que colmó el aguante de Íñigo, que se derramó en tres embestidas finales que los dejaron exhaustos y jadeantes.
—Vas a acabar conmigo —dijo él cuando recuperó el resuello—. Debería haber hecho caso a las Hurtado cuando me dijeron que eras demasiada mujer para mí.
—¡Las Hurtado! —repitió Dulce como quien recuerda de golpe algo importantísimo que había olvidado—. ¿Crees que ya sabrán lo nuestro? ¿Y lo de ahora? Cuando me las encuentre, ¿me preguntarán por Wally?
—¿Wally?… —rio Íñigo—. No te preocupes por ellas. Da por hecho que lo saben todo de todos y así te evitarás sorpresas. En cualquier caso, lo nuestro lo sabe absolutamente todo el mundo.
—La aplicación —murmuró Dulce recordando—. Lo vio todo el mundo. Las Hurtado, el director general, el de Recursos Humanos… ¡Verónica!
—Javier… —añadió Íñigo, sabiendo que Dulce había pensado en él inmediatamente pero había callado para no molestarlo—. No es Voldemort, puedes nombrarlo en mi presencia sin miedo.
—Supongo que sí, pero no quería que pensaras…
—Confío en ti, Dulce —dijo volviéndose hacia ella sonriente—. No te dejaría esposarme a la cama si no fuera así. No podemos saber cómo nos irá en el futuro, pero estoy convencido de que, si algún día tienes dudas sobre nuestra relación, seré el primero en saberlo.
Dulce lo miró embobada un rato. A su lado se sentía tan cómoda como cuando estaba sola, pero era mucho más divertido.
—Yo también te quiero —dijo al fin.
—¿También? —preguntó Íñigo arqueando una ceja.
—Sí, tú lo dijiste primero —respondió ella, tapándose la cara con las sábanas en un repentino ataque de vergüenza—. Más o menos. Ayer. En el vídeo.
—Sí, es cierto. —Íñigo apartó la sábana y la besó con dulzura—. Te quiero. Y pienso decírtelo muchas veces. Más que Han a Leia; más que Anakin a Amidala; más que C3PO a R2D2; más que Han a Chewbacca… Vas a acabar tan harta de oírmelo decir que tendrás que hacerme un truco mental Jedi para acallarme…, o vencerme en un combate de espátulas láser. ¡Siente la fuerza, Dulce Skywalker!
Dulce empezó a reír con fuerza mientras Íñigo hacía el ganso. Tenía la extraña habilidad de saber tomarse en serio las cosas serias y convertir en un juego todo lo demás. Y le parecía maravilloso. Aquél iba a ser en adelante su juego preferido; con esposas, espátulas pasteleras o sin más juguetes que sus propios cuerpos. Lo único que necesitaba para disfrutar era a aquel hombre. Un hombre que, por fin, la entendía y se preocupaba de su felicidad tanto como de la suya propia. Como iguales en una partida en la que lo importante no es ganar o perder, sino disfrutarla juntos.