Cosas claras… a punto de nieve

 

 

 

Dulce salió de la sala antes de que notaran lo nerviosa que estaba. Jamás había insultado a un superior así, y en cuanto aquellas palabras habían salido de su boca se había puesto colorada como un tomate. No obstante, ya se había dado la vuelta, por lo que creía que nadie lo había notado. Sin volver la vista atrás, avanzó lo más rápido que pudo por el pasillo hasta que alcanzó el ascensor. Cuando oyó que se cerraban las puertas pudo expulsar al fin el aire que llevaba aguantando en los pulmones desde que se había marcado el farol. Esperaba que aquella exagerada muestra de desapego hacia sus compañeros disuadiera al director de despedirlos, pero no estaba segura. Si finalmente los despedían, habría sido por su culpa, y semejante idea la horrorizaba.

Mientras se devanaba los sesos por idear un plan alternativo en caso de que fallara su estrategia, llegó a la planta baja. Cuando se abrieron las puertas vio que en recepción la esperaba media empresa en un silencio reverencial. Sin saber muy bien qué hacer, se dirigió hacia la puerta lentamente, mirando asustada a aquellas personas cuya presencia no entendía. A mitad de recorrido se encontró cara a cara con las Hurtado. Iba a preguntarles qué había hecho esta vez para decepcionarlas cuando una de ellas empezó a aplaudir, muy lentamente. Poco a poco se le fueron uniendo más personas hasta completar una sonora ovación que resonó en toda la recepción. Dulce no sabía por qué la aplaudían, pero se emocionó. Jamás la habían vitoreado así.

—¿Pichafloja? —preguntó muerta de risa una de las contables—. ¿En serio has llamado pichafloja al director general? ¡Eres mi ídolo!

—¡Qué huevos tienes! —gritó un tipo al que no había visto jamás—. Ya iba siendo hora de que alguien les cantara las cuarenta a esos estirados del ático.

—Muchísimas gracias por negarte a hacer esa aplicación espía —dijo un señor de mediana edad cuya cara sólo le sonaba de vista—. Recibo ciertos mensajes en mi móvil que preferiría que siguieran siendo privados, tú ya me entiendes…

Dulce estaba encantada con el cariño que recibía de todo el mundo, pero no entendía nada. No le entraba en la cabeza cómo se había enterado aquella gente de lo que había pasado ocho plantas más arriba… hacía apenas dos minutos. Miró a las Hurtado con admiración y ellas le devolvieron un guiño cómplice. Era la primera vez que tenían un gesto amistoso con ella, y estuvo a punto de echarse a llorar de la emoción. Un murmullo generalizado la distrajo.

Cuando se dio la vuelta vio que la gente, que hasta hacía un instante se arremolinaba a su alrededor, se abría formando un pasillo humano, y por él avanzaba Íñigo, con el gesto serio y con paso decidido. «Qué poco dura la alegría en casa del pobre», pensó Dulce con un nudo en el estómago.

—Lo siento muchísimo —se disculpó antes de que él abriera la boca—. No quería meteros en problemas. Lo de que no me importa que os echen era un farol. He pensado que, si creían que os odiaba, no os despedirían. ¿Ha funcionado?

—No mucho —respondió Íñigo en un tono difícil de identificar.

—Entonces ¿os han despedido?

—No. Bueno, no lo sé. Yo he dimitido. A ellos igual los despiden. Vete a saber.

—¿Dimitido? ¿Por qué?

—Motivos me sobraban desde hace tiempo. Digamos que lo que me faltaba era el coraje para hacer lo que mi corazón me venía pidiendo desde hace tiempo, y hoy he encontrado la motivación necesaria para dar ese paso.

—Lo siento muchísimo —confesó Dulce sintiéndose culpable—. Me alegra que te hayas decidido a marcharte si es eso lo que deseas, pero me sabe fatal haberte causado tantos problemas. Yo no quería perjudicar a nadie y…

—Lo sé, no le des más vueltas —la interrumpió Íñigo, posándole una mano en el hombro—. Tú no tienes la culpa de nada. Lo único que has hecho desde que llegaste es recordarnos a todos que hay otra manera de hacer las cosas; que se puede resistir y seguir siendo fiel a tus principios incluso cuando trabajas en un sitio como éste. No debes sentirte culpable por ello.

—Lo intentaré, gracias. Pero ¿qué vas a hacer ahora? ¿Tienes alguna oferta?

—De momento, no, pero algo encontraré. Aunque mi currículum no pueda compararse con el tuyo, estoy bastante cualificado. De todos modos, esperaré a ver qué ocurre con Gutiérrez y…

—Despedidos, los dos —aclaró una de las Hurtado—. Les han ofrecido doblarles el sueldo si proseguían con el proyecto de Dulce y se han negado, así que los han echado en el acto. Están bajando ahora mismo.

—Pero ¿cómo se enteran de…? —empezó a decir Dulce.

—Nimiedades, nimiedades, nimiedades —la cortó la otra Hurtado—. Si te olvidaras por un momento de los detalles insignificantes, quizá podrías centrarte en lo realmente importante.

—Y ¿qué es lo importante, si puede saberse? —preguntó Dulce exasperada—. Mucho criticarme por perder el tiempo con tonterías, pero, si me lo contaran de una puñetera vez, acabaríamos antes.

—Lo importante no es cómo se consigue la información —reveló la primera Hurtado en un susurro misterioso—. Lo importante es qué haces con ella cuando la tienes.

—Y ¿ésa es su gran revelación? —Dulce estaba más decepcionada que enojada—. No me están diciendo nada. ¿Qué se supone que debo hacer con estas informaciones tan reveladoras que me ofrecen?

—Cortita —murmuraron las Hurtado al unísono—. Qué lástima de chica…

—Si los chicos están fuera, me olvidaré de buscar trabajo por un tiempo —retomó la conversación Íñigo, en el momento en que Dulce se disponía a estrangular a las Hurtado—. Voy a intentar convencerlos de que montemos algo juntos; algo nuestro. Ya estoy harto de venderme a empresas cuyos intereses son opuestos a los míos. Por una vez, me gustaría trabajar en algo en lo que creo. ¿Qué te parece?

—Muy bien —lo animó Dulce, a quien le encantaba ver a Íñigo tan resolutivo—. Si ellos están de acuerdo, podría ser genial para vosotros, porque os entendéis bien y formáis un gran equipo.

—Cuenta con nosotros —dijo el Melenas en cuanto se abrió la puerta del ascensor, lo que hizo que Dulce mirara con suspicacia a las Hurtado—. En cuanto has dicho que te largabas, lo primero que he pensado ha sido en montar una empresita juntos para desarrollar nuestros proyectos y tal.

—Por fin podremos hacer algo de lo que nos sintamos orgullosos —corroboró Gutiérrez—. ¿Tú cómo lo ves, Dulce?

—Lo veo genial —contestó ella entusiasmada—. Hacéis un equipo fantástico, y seguro que os irá todo de maravilla.

En cuanto Dulce acabó de hablar, se hizo el silencio. Los chicos la miraban, como si esperaran que dijera algo más, y ella sonreía y levantaba los pulgares en señal de apoyo sin saber muy bien qué se suponía que debía decir a continuación.

—Lo que quieren saber es si te apuntas —aclaró una de las Hurtado—. Dejan la empresa, montan una propia, y quieren saber si te interesa formar parte.

—Por supuesto —confirmó Íñigo ante la turbación de Dulce—. Como tú has dicho, hacemos un gran equipo, pero sobre todo los cuatro juntos. Las modificaciones del código de Gutiérrez que hiciste fueron realmente espectaculares, y a partir de ahí y de lo que teníamos en mente hace unos años, podríamos crear un sistema increíble para facilitar las comunicaciones en una empresa. Nos encantaría contar contigo si te interesa el proyecto…

—Oh, claro que me interesa el proyecto —dijo Dulce, un tanto abrumada por la propuesta—. Me interesa muchísimo porque me parece muy pero que muy interesante. ¿A quién no le interesaría algo tan… interesante? Sí. Pero, bueno, que lo de apuntarme, aunque me parece muy interesante…, tendría que pensarlo. Quiero decir que interesarme me interesa, eso no lo dudéis, pero que ha sido todo tan de sopetón que no sé… ¿Puedo pensarlo?

—Piénsalo tanto como necesites —la tranquilizó Íñigo con una sonrisa—. Estas decisiones no hay que tomarlas a la ligera. Tú medítalo con calma y siempre tendrás las puertas abiertas si decides que… te interesa.

—Qué lenta que es la pobre —dijo una Hurtado mientras empezaba a ahuyentar a la gente del rellano—. ¡Venga! ¡Que todo el mundo vuelva a su sitio, que aquí ya no hay nada que ver! Ha vuelto la Dulce de siempre…

Dulce sintió una punzada de pena al ver lo poco que había durado el reconocimiento de aquellas mujeres. Pero ¿qué esperaban? ¿Que se embarcara en un proyecto empresarial sin pensarlo siquiera? Había cambiado, pero no tanto. Tenía un buen trabajo esperándola, y la verdad era que sí tenía en mente un proyecto con Íñigo, pero no empresarial precisamente.

—Bueno —le dijo tras pensarlo brevemente—. Pues tendríamos que quedar para hablar de esto, ¿no?

—Para hablar de esto y para celebrar que somos libres —respondió alegre Íñigo—. ¿Te apetece que nos tomemos un copazo esta tarde en el pub? Podríamos despotricar de la empresa, hablar del proyecto y, ya puestos, podrías contarnos tu aventura de anoche, que se comenta que fue de esas que te dejan atado a la cama…, digo, a la silla.

—Por supuesto, también te ha llegado la información. —Dulce deseó que la Tierra se la tragara en aquel momento—. Está bien, no prometo nada, pero igual os cuento un par de cosas con el número apropiado de copas. De todos modos, quizá antes de entrar en intimidades deberíamos aclarar un par de cosas que se dijeron anoche y…

—Podemos hablar si tú quieres —la interrumpió Íñigo—, pero por mi parte no hay nada que aclarar. Hubo cosas que no me gustaron, aunque entiendo por qué hiciste lo que hiciste y sé que te arrepientes. Yo también me pasé en algunas de las cosas que te dije, pero me da la sensación de que tú tampoco me las tienes en cuenta. Así que, por mi parte, no hay ningún impedimento para que podamos seguir siendo amigos. ¿No crees?

—Claro, claro —respondió atropelladamente Dulce—. Amigos. Es lo que quería que quedara claro. Que seguimos siendo amigos. Porque se dijeron cosas y antes habían pasado cosas…, y no querría que hubiera ningún malentendido.

—Tienes toda la razón. Nada de malentendidos. Como bien dices, pasaron cosas que hicieron que se dijeran cosas que podían llevar a pensar en otras cosas… Demasiadas cosas, quizá. Por eso es importante tener… las cosas… claras.

—Las cosas claras, eso es lo que me interesa.

Dulce se alegraba de que la discusión de la noche anterior hubiese quedado olvidada, pero al mismo tiempo se vio invadida por una enorme congoja. Por su parte, Íñigo parecía querer decir algo, pero no acababa de decidirse. La recepción se había vaciado salvo por los dos informáticos, que se mantenían a una distancia prudencial para que no se notase su presencia, y las recepcionistas, que no disimulaban en absoluto su interés en la conversación. Antes de despedirse, Íñigo se decidió al fin.

—Es importante que todo esté claro entre nosotros. Tú me gustas mucho, Dulce, y quiero que seamos amigos. No te voy a negar que durante un tiempo albergué la esperanza de que pudiéramos ser algo más, pero tú acabas de salir de una historia de muchísimos años y no puedo pedirte que lo olvides todo de hoy para mañana. No sería lógico, ni sano. Todo requiere su proceso y hay que dejar que siga su curso con calma. Y, si te digo que te esperaré el tiempo que haga falta, por un lado estaría presionándote de un modo que no necesitas y, por otro, no estaría siendo fiel a mí mismo. Yo no soy un jugador de banquillo: no me siento cómodo esperando a un lado a que los titulares se cansen o se equivoquen para aprovechar mi oportunidad. Necesito a alguien que me escoja a mí. Para bien o para mal, pero a mí. Creo que no me explico bien y te estoy soltando un rollo que no viene a cuento, pero no quiero que ningún malentendido ponga en peligro nuestra amistad. ¿Comprendes a qué me refiero?

—Perfectamente —respondió Dulce dándole un golpecito en el hombro mientras forzaba una sonrisa para ocultar las ganas de llorar—. Es exactamente lo mismo que pienso yo. Respetar el proceso. Nada de malentendidos. Superamigos. ¡Qué bien que estemos de acuerdo!

—Pues menudo peso me quitas de encima —resopló Íñigo satisfecho—. Me parecía que estábamos de acuerdo, pero mejor dejar las cosas claras. No te vayas a cabrear y acabe esposado en algún sitio, que ya sé cómo te las gastas.

—Sí, ya me conoces —dijo Dulce en un tono absurdamente agudo mientras se despedía de los chicos con la mano.

La recepción quedó desierta al fin.

Dulce miraba la puerta por la que habían salido sus amigos. Seguramente irían a tomar una cerveza para celebrar que habían dejado la empresa. Ella también había dejado la empresa, pero tendría que esperar a celebrarlo por la tarde. Sin embargo, todo estaba bien. Se había quitado a Javier de la cabeza para siempre y encima había hecho nuevos amigos, quizá futuros socios empresariales. Y, lo más importante, tenía un nuevo superamigo que la respetaba tanto, tanto, que iba a sacrificarse para dejarla sola cuando peor lo estaba pasando. Notó un gusto salado y entonces se percató de que un lagrimón había rodado hasta la comisura de sus labios. Pensó en que Íñigo seguramente haría algún chiste con aquel juego de sabores y, por primera vez en su vida, se sintió mal por haberse evitado una gracia con su nombre. Habría llorado más si no hubiera sido tan consciente de la mirada de las Hurtado clavada en su nuca. Mientras salía del edificio, aún pudo oírlas murmurar:

—Qué cortita es la pobre. Qué cortita.

Dulce condena
titlepage.xhtml
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_000.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_001.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_002.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_003.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_004.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_005.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_006.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_007.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_008.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_009.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_010.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_011.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_012.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_013.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_014.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_015.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_016.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_017.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_018.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_019.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_020.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_021.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_022.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_023.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_024.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_025.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_026.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_027.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_028.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_029.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_030.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_031.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_032.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_033.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_034.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_035.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_036.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_037.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_038.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_039.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_040.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_041.html