Yemas de Santa Teresa… de Calcuta

 

 

 

Llamarse Dulce nunca ha sido fácil. Pero hacerlo en el siglo XXI, el de los nombres de película y la exaltación de la vida sana, es una tortura. Si te llamas Jennifer, Jessica, Dakota o Pocahontas puedes hacer lo que quieras. Pero si te llamas Dulce, mejor encláustrate en casa y no asomes ni las pestañas. Vivimos en los tiempos de lo light, lo diet, lo zero. Los de lo ecológico, lo macrobiótico, lo disociado y hasta lo paleolítico. Los tiempos, especialmente, de Twitter y de la sensación generalizada de que cualquier imbécil con la gracia en el culo tiene la potestad de ir soltando chorradas por el mundo como si a los demás no les tocara las narices oír una y otra vez los mismos chistes manidos.

«Hola, me llamo Dulce, no lo escogí yo, sino la graciosa de mi madre pero, por favor, no te cortes y dime una vez más que mejor no me das dos besos porque estás a régimen. Siento que mi sola presencia te cause diabetes, pero tranquilo, mi nombre no lleva azúcares añadidos, ni refinados, ni sacarinas de ningún tipo. Me alegro de que al verme pienses en miel, caramelos, gominolas, bombones o dulce de leche; no pienso meter el dedo en tu café para endulzarlo y, por supuesto, no voy a permitir que me lamas nada para comprobar si mi nombre me pega o si es un engaño.» Todos, todos los chistes del mundo los había oído ya, y estaba harta.

Quizá llevar ese nombre habría resultado más fácil si fuera delgada, pero no lo era. Al menos, no lo suficiente como para llamarse Dulce. Seguramente cuando estás más buena que el pan a nadie le importa un pito tu nombre o, cuando menos, no se atreven a hacer chistes con él. Para su desgracia, Dulce no estaba buena. En sus mejores días aceptaba que era resultona, pero últimamente escaseaban los buenos días. Cuando se miraba al espejo sólo veía sus defectos, especialmente aquellos kilitos de más de los que no era capaz de librarse pese a sus esfuerzos.

Desde que tenía memoria, siempre había tenido que vigilar lo que comía. Pese a su nombre, o probablemente debido a él, no era mucho de dulces, con la única y dolorosa excepción del chocolate. Le costaba Dios y ayuda resistir lo que llamaba la chocotentación y, cuando caía, algo bastante frecuente cuando estaba de bajón, notaba físicamente cómo aquella onza o aquel bombón viajaba directamente de su paladar a las caderas. Y últimamente siempre estaba de bajón…

Por lo demás, Dulce llevaba una dieta sana y equilibrada, hacía ejercicio regularmente y procuraba dormir al menos siete horas diarias. Le gustaba llevar ropa cómoda y discreta, pero siempre escogía aquellos modelos que, en su modesta opinión, más la favorecían. A veces deseaba estrangular con sus propias manos y muy lentamente a esa dependienta que se materializa junto a ti en el momento que tocas cualquier prenda para restregarte por las narices que «este modelo no lo vas a encontrar en tu talla», pero al final siempre acababa encontrando algo de su gusto. Y, aunque su estilo era bastante formal, le encantaba añadirle un toque personal con algún complemento discreto pero algo loco, como un broche de fantasía o un pin de sus series favoritas.

Los dos rasgos que más le gustaban de su aspecto y que, por tanto, más se preocupaba de destacar, eran su pelo y sus ojos. Tenía unos preciosos ojos verde oscuro, heredados de su padre, y una frondosa melena ondulada de un naturalísimo tono cobrizo, heredado de L’Oréal Paris. Luego estaban sus pechos, que no es que le gustaran especialmente, pero que resultaban lo bastante generosos como para que algunos chicos se olvidaran de sus ojos, de su pelo y, por supuesto, de su cerebro. Su cerebro…, la parte de su cuerpo de la que siempre se había sentido más orgullosa, pero la que más problemas le había traído.

Dulce era una persona inteligente, eso nadie lo negaba. Quizá no era un genio, pero lo suficiente como para destacar, algo que se había convertido desde niña en un arma de doble filo. Por un lado le proporcionaba una atención indeseada por parte de los profesores y algunos compañeros, y también algún que otro enemigo movido por la envidia. Pero, por otro, en ocasiones le daba la oportunidad de hacer un inesperado amigo temporal, aunque sólo fuera mientras copiaba sus deberes. Así conoció a Javier. Y desde aquel día supo que había encontrado al hombre de su vida.

Javier era el chico más guapo de su clase. Era más alto, más rubio y, para qué negarlo, más chulo que ningún otro en el patio del colegio. Le encantaba pavonearse delante de su corte de animadoras y escuchar hasta la saciedad que no había nadie que jugara mejor al fútbol que él. Pero cuando tenía un problema, acudía a Dulce.

Ella nunca se sintió más dichosa que el día en que él se le acercó y le pidió los deberes de matemáticas. Como ya hemos quedado que era inteligente, en vez de dejárselos sin más, le dijo que los harían juntos para que, si la profesora le preguntaba cómo lo había hecho, pudiera contestar. Para su asombro, y el de la corte de fans que la miraban con desprecio, él accedió. Desde aquel día no hubo semana en que no le pidiera ayuda al menos una vez y, entre explicación y explicación, surgió entre ellos una amistad basada en el aprovechamiento mutuo. Él obtenía la ayuda que necesitaba para ir avanzando en sus estudios y ella obtenía estatus. A final de curso nadie se extrañaba de verlos juntos después de clase repasando los deberes, y un par de años después, cuando invitaban a Javier a una fiesta, ya se daba por sentado que aparecería con Dulce. Javier consiguió que la aceptaran, pero no la hizo popular.

Todo el mundo sabía que ella estaba colada por él. Todo el mundo menos Javier. Y todo el mundo sabía que a Javier le interesaba cualquier chica menos Dulce, especialmente Vanesa, la más guapa de la clase. Cuando Javier no estaba delante, algunos se atrevían a bromear. Le preguntaban dónde estaba su novio o si tenían ya fecha para la boda. Dulce hacía ver que se enfadaba mucho, pero en el fondo aquellas palabras eran un regalo para sus oídos, aunque supiera que eran mentira. No le gustaba tanto cuando se referían a Vanesa como la novia de su novio. Odiaba a Vanesa con todas sus fuerzas, pero no por las bromas de los compañeros, sino por lo que Javier le contaba de ella.

Javier estuvo saliendo con Vanesa, dejándolo y volviendo a salir durante todo el instituto. Cuando se peleaban se mostraba muy digno delante de todo el mundo, pero cuando se quedaba a solas con Dulce se sinceraba con ella. En esas conversaciones dejaba salir todos los sentimientos que llevaba dentro, y Dulce debía consolar al chico que amaba por el daño que le infligía su rival. Aquello era una tortura, pero a ella no le importaba. La posibilidad de estar junto a él, de ver su lado más tierno y sensible, de reconfortarlo ofreciéndole un hombro sobre el que llorar, compensaban con creces la angustia que sentía al verlo tan triste por otra chica. Y aquello duró tanto tiempo que acabó siendo algo natural para ella.

Dulce fue el paño de lágrimas de Javier durante años, pero no sólo de Javier. Todo el que la conocía sabía que era la persona a la que se podía acudir cuando tenías un problema, la que te escuchaba y te daba buenos consejos, la que nunca negaba su ayuda al que la necesitaba. Así que todo el mundo acudía a ella, incluso aquellos con los que en teoría se llevaba mal. «Santa Dulce de Calcuta», oyó una vez que la llamaba algún gracioso a sus espaldas. Entonces aquello le pareció una forma de reconocimiento. La verdad es que Dulce era una chica inteligente, sí, pero también bastante tonta. Especialmente en lo relativo a Javier.

Dulce cometió bastantes estupideces por él, pero una de ellas le dejó una cicatriz que, tantos años después, aún escocía. Fue durante el viaje de fin de curso. Estaba siendo un año muy duro para Javier porque deseaba estudiar Ingeniería de Telecomunicaciones y pedían una nota de selectividad muy alta. Su media, gracias a la ayuda de Dulce, no era mala. Pero aun así resultaba insuficiente. Debía hacer un examen de selectividad excepcional, y eso es muy difícil cuando tienes a una rubia despampanante como Vanesa rondándote a todas horas… y la testosterona por las nubes.

Javier y Vanesa habían estado todo el año peleándose y reconciliándose. Normalmente siempre discutían por lo mismo. Ella quería salir continuamente y él tenía que quedarse en casa a estudiar… con Dulce. Entonces Vanesa le montaba una escena y se buscaba a otro con el que tontear, y Javier, tras dos días rabiando de celos, empezaba a salir constantemente hasta que la recuperaba. Conforme se fue acercando el final del curso parecía que las cosas iban mejor entre ellos y, para desesperación de Dulce, todo el mundo comenzó a dar por hecho que se acostarían durante el viaje de fin de curso.

Era una especie de tradición en el instituto. Las parejas oficiales aprovechaban aquel viaje, lejos de la supervisión paterna, para estrenarse. El resto de los compañeros se encargaban de distraer a los ya de por sí desbordados profesores y los encerraban en una habitación. A la mañana siguiente, todo el mundo parecía saber lo que había pasado o dejado de pasar y, en función de dichos rumores, se fijaba un nuevo estatus para la pareja que ya los acompañaría de por vida. Si ambos salían ufanos y contentos de la habitación, eran una suerte de héroes a los que envidiar; si salían avergonzados y preferían no hablar del asunto, es que se habían rajado y eran unos pringados desagradecidos.

Javier sabía lo que se esperaba de ellos en el viaje y no quería que a última hora se estropeara una reputación que tanto le había costado mantener. Pero la idea de acostarse con Vanesa lo aterraba. Quería hacerlo, por supuesto, pero no sabía si lo haría bien. Como siempre que se veía apurado, fue a pedirle ayuda a Dulce y, al igual que aquel primer día en que él le pidió los deberes, ella se ofreció a ayudar.

—Deberíamos hacerlo juntos para practicar —dijo de broma para superar la turbación que le producía aquella conversación—. Así, si te pregunta cómo lo has hecho, podrás explicarlo.

—¿Lo harías? —preguntó Javier sin dar muestras de haber captado la referencia a su primera conversación—. ¡Oh, Dulce, eso es justo lo que necesito! ¡Probar primero para asegurarme que lo hago bien cuando sea de verdad!

Dulce recordaba aún los sentimientos que chocaron en su corazón tras aquellas palabras. El que considerase que acostarse con ella no sería «de verdad» le dolió como una puñalada. Pero la posibilidad de tenerlo, ella, antes que ninguna otra, antes que la zorra de Vanesa, la cegó.

—Por supuesto, Javier. Si es lo que quieres, lo haré.

Se acostaron una semana antes del viaje de fin de curso. Fue en el cuarto de Javier, una tarde después de clase, mientras se suponía que estudiaban. Él puso como única condición que no se besaran «porque tenía novia y no estaría bien». Ella aceptó sin rechistar porque… porque aceptaba todo lo que él decía sin rechistar. Fue breve y frío. Le dolió un poco, pero nada comparado con lo que habría de dolerle el recuerdo de aquella noche en los años sucesivos. Poco después, Javier y Vanesa lo hicieron «de verdad» y al día siguiente todo el mundo los miraba con admiración y envidia. Todos menos Dulce, que en el viaje y durante bastante tiempo no fue capaz de levantar la cabeza y mirar cualquier cosa que no fueran sus pies.

Dulce condena
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