Café con porras

 

 

 

Dulce había pasado la noche dándole vueltas a lo que había dicho el Chico (y fustigándose por haber caído en la chocotentación del helado). Aún no estaba dispuesta a concederle la posibilidad de que tuviera razón, pero creyó que no perdía nada por intentar una aproximación a pequeña escala. Hablaría con uno de sus compañeros (cualquiera menos Íñigo) e intentaría obtener información de una forma poco convencional: preguntando.

Llegó bastante temprano a la empresa y esperó remoloneando cerca de la puerta hasta que apareció el Melenas.

—¡Buenos días! —lo saludó con efusividad—. Veo que tú también has madrugado.

—Sí —respondió él algo sorprendido—. Es que quería revisar unos procesos que dejé en marcha para que se terminaran por la noche y tal.

—Ajá. Y ¿qué es lo que dejaste descargándose? ¿Un concierto de Metallica en alta definición?

Al Melenas se le escapó una sonrisa, pero ni negó ni confirmó. Dulce lo vio bastante receptivo a intercambiar información y decidió que debía aprovechar la oportunidad antes de que se encontrara con Íñigo y éste le recordara su maquiavélico pacto antiDulce.

—Te invito a un café rápido —dijo agarrándolo del brazo y llevándolo hacia la cafetería más cercana—. Nos da tiempo, y estoy segura de que esos procesos te esperarán pacientemente diez minutitos más.

El Melenas dudó un segundo pero luego aceptó con un leve asentimiento de la cabeza. Se lo veía bastante relajado. No parecía consciente del interrogatorio que lo esperaba. Aunque, bien mirado, si algo parecía siempre el Melenas era relajado. A Dulce se le ocurrían varias explicaciones a este fenómeno, pero ni era el momento ni le importaba lo más mínimo.

—En fin, Melenas… —titubeó sin saber muy bien por dónde empezar—. ¿Realmente no te importa que te llame Melenas? Ahora que lo pienso, fue Íñigo quien me dijo que te llamara así, y jamás te he pedido tu opinión.

—Sí, te dijo la verdad. Es así como me llama todo el mundo y tal.

—Bueno, pero una cosa es que te llamen así y otra que te guste. Íñigo es muy dado a meterse con la gente, pero eso no significa que tengamos que aceptarlo sin más. ¿Seguro que lo de llamarte así no es cosa suya?

—Pues en parte, sí —contestó el Melenas pensativo—. La verdad es que, si no fuera por él, ya nadie me llamaría así…

—Pues no creo que debas aguantar eso de nadie —atacó Dulce viendo una posible brecha por la que socavar el pacto que pudieran tener sus oponentes—. Me parece que no es de muy buen amigo ir poniendo motes a la gente e imponérselos a todo el mundo.

—No, él no me lo puso —la corrigió el Melenas—. Nos conocimos en la facultad y a mí me llamaban Melenas ya en el instituto. Fui el primero de mi clase que se dejó el pelo largo, poco antes del Brave New World Tour de Iron Maiden. Al comenzar la carrera aún tenía una buena mata de pelo, aunque ya empezaba a tener entradas. Cuando poco después de licenciarnos las entradas casi se juntaban con la coronilla, decidí raparme y tal.

—Y el cabrón de Íñigo decidió seguir llamándote Melenas para cachondearse de ti. Como si lo viera. Eso no está bien. No está nada bien.

—Al contrario. El día que me corté el pelo estaba muy deprimido. Les dije a todos que a partir de ese momento tendrían que llamarme por mi nombre de pila, pero Íñigo se negó. Dijo que yo había decidido llamarme Melenas por algo y que no iba a permitir que una cosa tan superficial como el pelo definiera quién era yo; que mientras se me erizara el vello al escuchar a Def Leppard, AC/DC o Van Halen seguiría siendo el Melenas. Y la verdad es que nunca más volvió a preocuparme ser calvo…

Dulce se había quedado de piedra. Aquel gesto por parte de Íñigo había sido muy bonito. Igual podía ser buen tío con sus amigos. O eso, o lo había manipulado sabiendo que algún día necesitaría de sus servicios. No podía desconcentrarse ahora que lo tenía con la guardia baja. Tan baja que… Dulce se dio cuenta de algo.

—No has dicho «y tal».

—¿Cómo?

—¡No has dicho «y tal»! Siempre acabas tus frases con un «y tal», aunque no venga a cuento. Pero mientras hablábamos, cuando estabas pensativo, no lo has dicho. ¡No es una muletilla que te salga sin querer! ¡Lo dices a propósito!

—No, qué va y tal. —El Melenas se había puesto verde de pronto—. Bueno, está bien. ¡Lo confieso! Sí es una muletilla, o más bien lo era. Cuando era un chaval me costaba hablar con la gente y solía quedarme a media frase. Me di cuenta de que muchas veces se quedaban esperando a que acabara. Si decía «y tal», entendían que había acabado y seguían hablando, así que me acostumbré. Más adelante me pareció que era una costumbre bastante estúpida y quise quitármelo, pero pronto me di cuenta de que acabar las frases sigue siendo complicado y, lo que es peor, que me molesta muchísimo que me interrumpan. Todo el que me conoce sabe que digo «y tal» al acabar una frase y nadie habla hasta que lo digo. Es como decir «cambio» en una conversación de radioaficionado. Resulta de lo más útil, así que lo mantengo. Y tal.

—Pero Melenas —Dulce estaba totalmente desconcertada—, eso, aparte de ser una genialidad que no sé cómo no se me ha ocurrido antes, con lo que me molesta que me corten a media frase, es muy raro. Eres un tío calvo que se hace llamar Melenas y que tiene una muletilla falsa. ¿No te preocupa que puedan reírse de ti?

—En absoluto. La risa no duele. Duelen los golpes. Cuando intentaba ser como todo el mundo y no me salía, recibía palos por todas partes. Ahora que soy deliberadamente raro hay quien se ríe de mí, es cierto, pero la mayoría se ríen conmigo. Me invitan a fiestas, me piden consejo sobre música, cómics y videojuegos… Aunque sea un contrasentido, lo friki está de moda y yo soy el puto rey de los frikis. Ahora mismo, soy lo más.

—Pues sí. Bien mirado, eres mainstream que te cagas…

—Pero ya está bien de cháchara, que al final vamos a llegar tarde. Esos procesos…

—Ostras, sí, precisamente quería preguntarte por esos procesos… ¡Ups! Te he cortado. Realmente tu sistema funciona. Mis respetos, maestro.

—No hay problema, joven padawan. —El Melenas parecía estar pasándolo la mar de bien y sonreía tranquilo mientras Dulce pagaba los cafés—. ¿Qué quieres saber de esos procesos y tal?

—Me preguntaba si no tendrían algo que ver con cierto reproductor de audio que funciona independientemente del sistema operativo…

El Melenas se quedó callado con una amplia sonrisa mientras salían de la cafetería. Tras una breve espera, Dulce insistió:

—¿Y bien? ¿No vas a decir nada?

—Disculpa, con la conversación de antes se me había olvidado completamente. Y tal.

—Buena jugada —concedió Dulce con una sonrisa—. Así que no vas a decirme nada… Lo imaginaba. De hecho, casi me alegro de que sea así. Si me llegas a contestar, tendría que haberle dado la razón a alguien, y eso me habría dado mucha rabia.

El Melenas seguía sonriendo, aunque parecía no entender muy bien de qué hablaba Dulce. Cuando ésta se disponía a darle una explicación, llegando ya a la puerta de la empresa, un grito los interrumpió.

—¡Sweetie! Qué suerte encontrarte aquí —dijo Julia dándole dos sonoros besos y poniendo en sus manos una serie de objetos que sacó de su enorme bolso—. No me apetecía nada subir a tu despacho a darte todo esto. Son para el Chico. Para castigarlo por lo de ayer, pero no me acabo de decidir. ¿Tú como lo ves? Por cierto, hola, guapo, soy Julia. ¿Cómo estás?

Mientras el Melenas saludaba a su amiga, Dulce observó lo que ésta acababa de darle. Se trataba de unas esposas que parecían de verdad y de una fusta de jinete. ¿Pretendía maniatar y azotar al pobre Chico simplemente por dar su opinión? A Julia a veces se le iba la olla…

—No me mires con esa cara —replicó ésta como si hubiera leído sus pensamientos—. No tengo intención de torturarlo de verdad. Son para asustarlo y jugar un poco. Estoy convencida de que hasta le va a gustar. Pero no acabo de decidirme. Llévatelo todo y ya improvisaremos.

—Y ¿de dónde has sacado esto, si puede saberse?

—Se lo dejarían en casa un policía y un socio del club de hípica con los que tuve un asuntillo. No me miréis así, que fue por separado…, al menos con éstos. Creo. Es igual, no me hagáis caso. Nos vemos esta noche y me cuentas qué le has sonsacado aquí al muchacho. Y recuerda que, si te quedas sin argumentos, yo aún tengo algunos juguetitos abandonados por casa que podrían interesarle. ¡Hasta luego!

Cuando el tifón Julia se retiró, Dulce y el Melenas se quedaron mirándose sin saber muy bien qué decir. Mientras ella guardaba las esposas en su bolso y se preguntaba qué diablos hacer con la fusta, el Melenas dijo:

—¿Siempre es así?

—Qué va. Hoy está tranquila. Dentro de dos cafés, será aún peor.

—Pues te acompaño en el sentimiento… Y ¿qué es eso que se supone que tienes que sonsacarme y tal?

—No le hagas ni caso, es una exagerada. Pero, cambiando de tema, igual estarías dispuesto a darme alguna información sobre la persona que está poniendo esas canciones en mi ordenador. Ya sé que tú no tienes nada que ver. Tú jamás escogerías esa música de nenazas. Pero si me proporcionaras información sobre el sistema que han usado para piratear mi ordenador y la persona que lo ha hecho, yo quizá podría conseguirte, qué sé yo…, ¿el teléfono de mi amiga?

Dulce le lanzó al Melenas una mirada de complicidad antes de seguir peleándose con la fusta, que no entraba de ningún modo en su bolso. Él la observó un buen rato, sopesando la respuesta. Finalmente pareció decidirse y contestó con parsimonia.

—Y ¿de dónde sacas que podría interesarme el teléfono de tu amiga? Igual estoy interesado en otro teléfono y tal.

—¿Quieres mi teléfono? Yo te lo doy encantada. Y te advierto que, si juegas bien tus cartas, ciertas ensaimadas podrían…

—No, no. Perdona si te he dado esa impresión —la interrumpió el Melenas con una sonrisa—, pero no es tu teléfono el que quiero.

—Y ¿cuál quieres? —preguntó Dulce desconcertada.

—Pues ahora que lo mencionas… Igual podría interesarme el de tu amigo. ¿Cómo lo llamáis? Ah, sí: el Chico.

Dulce dio un respingo y por poco se metió la fusta en el ojo. Tras quedarse de piedra un par de segundos, empezó a reír a carcajadas, ante el desconcierto de quienes entraban y salían del edificio.

—¡Venga, hombre! ¿Piensas que voy a picar con eso? Tú no eres gay.

—Y ¿por qué dices eso tan convencida?

—No eres gay. Si lo fueras, lo habría notado. Vamos, quiero decir que… Te estás quedando conmigo, ¿verdad?

—¿Qué pasa? ¿Que porque soy un friki gordo y feo no puedo ser gay? ¿Qué será lo siguiente? ¿Que no puede gustarme el heavy porque soy calvo? La verdad es que no me esperaba eso de ti.

Y, diciendo esto, entró como una exhalación en la empresa dejándola con la fusta en la mano y un palmo de narices. Cuando se dio cuenta de hasta qué punto había metido la pata, Dulce entró corriendo detrás de él para pedirle disculpas.

—Melenas, lo siento muchísimo —gritó mientras trataba de alcanzarlo de camino a los ascensores—. Te aseguro que no era mi intención hacerte daño. Perdóname, por favor…

—¡Chist! —oyó a su izquierda—. Si te disculpas, la próxima vez no te tomará en serio.

—Además, es culpa suya —añadió la segunda recepcionista—. Si quería que pararas, que hubiera usado la palabra de seguridad.

En ese instante, Dulce notó las miradas de todas las personas que había en la recepción de la empresa mientras sus mejillas se encendían como ascuas. Cuando vio su reflejo en el gran espejo tras el mostrador de recepción, se percató de que aún sujetaba la fusta en su mano derecha y del bolso asomaba uno de los puños de las esposas. En el otro extremo de la sala, el Melenas se desternillaba de risa. Dulce se dio por vencida y, con la cabeza gacha, se dirigió a los ascensores. El Melenas rio a mandíbula batiente durante todo el trayecto hasta el despacho y no paró hasta que se sentó en su silla, agotado por tanta carcajada.

—Madre mía, esto no puede ser bueno para la salud —dijo cuando recuperó el resuello—. Perdona que me ría así, pero deberías haberte visto. Y perdona también por el numerito, me estaba quedando contigo. Quería hacerte sufrir un rato, pero creo que ya has tenido bastante y tal.

—Entonces ¿no eres gay?

—Sí que lo soy, pero no me he enfadado contigo. Lo he simulado para poder escabullirme y librarme del interrogatorio y tal.

—Está bien —aceptó Dulce—. Me lo merezco. Esta partida la ganas tú, pero que sepas que no me doy por vencida. Sé que tienes más información y algún día conseguiré que confieses quién está detrás de todo este asunto de la música.

Mientras decía esas palabras, se dejó caer en su silla y, en un acto reflejo, encendió el ordenador. Casi inmediatamente empezó a sonar un extraño ruido, como de estática, que fue haciéndose cada vez más fuerte hasta transformarse en unos ensordecedores acordes de guitarra a los que se unió de inmediato un enloquecido redoble de batería. La pantalla del ordenador indicaba que se trataba ni más ni menos que de Honeybabysweetiedoll,[3] de Van Halen. Aquella sobredosis de azúcar en el nombre de la canción contrastaba totalmente con lo cañera que era la música. Dulce no la había escuchado jamás, pero no tuvo ninguna duda de quién había seleccionado la cancioncita de marras. Se volvió lentamente hacia su compañero de despacho que disimulaba torpemente haciendo ver que miraba el móvil.

—¿Tu quoque, Melenas?

Alea jacta est et al.

Al menos había sacado algo en claro aquella mañana. El Melenas estaba en el ajo. Y el Chico y Julia se equivocaban. Para llegar al fondo de aquella cuestión no bastaba con preguntar ni seducir. Había que pelear. Y ella estaba más que motivada. Cogió la fusta y empezó a golpearse con suavidad pero con firmeza en la palma de la mano. Rítmicamente. Una y otra vez. El Melenas seguía sin mirarla, pero Dulce vio cómo una gota de sudor se formaba en la parte superior de su calva y resbalaba lentamente por su frente. Hacía bien en preocuparse. Había cabreado a la chica equivocada. Y pronto descubriría la magnitud de su error.

Dulce condena
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