Sandía con jamón
Dulce estaba agotada. Aunque se había acostado tardísimo, estaba tan nerviosa que le había sido imposible conciliar el sueño. No dejaba de pensar en lo que había ocurrido en casa de Javier. Por una parte se sentía orgullosa de sí misma, por haber sido capaz de enfrentarse a él y resistir la tentación de sucumbir a sus encantos. Pero, por otra, no acababa de reconocerse en aquella nueva Dulce que había aparecido de la nada y que, en cuanto había salido de casa de Javier, había vuelto a desaparecer. Toda la confianza que había demostrado unos segundos antes se esfumó en cuanto sintió en la cara el aire de la calle. ¿Se habría pasado de la raya? Quizá había sido demasiado dura con él. ¿Y si no podía soltarse? Debía volver a desatarlo y pedirle disculpas. Antes de salir, había aflojado el nudo de una de las medias para que se soltara en cuanto Javier forcejeara un poco. Lo había hecho sin salirse del papel, como si en realidad quisiera asegurarse de que estaba bien atado y no podría escapar, pero en cuanto diera un par de tirones se desharía el nudo y a partir de ahí le sería muy fácil liberarse. Pero ¿y si no tiraba?
Dulce se quedó un rato en la calle observando la ventana de Javier hasta que vio encenderse la lámpara de su mesilla de noche. Había apagado la luz de la habitación justo antes de salir, poco después de que él se diera cuenta de que aquello iba en serio. La había apagado para no ver cómo la miraba. Si hasta ese momento se había mostrado confiado, por un instante sus ojos revelaron sorpresa, para llenarse de odio inmediatamente después. Era el mismo odio con el que había mirado a Verónica unas horas antes o el que mostraba cuando hablaba de Íñigo. El odio reservado a todos los que no hacían exactamente lo que él quería. Eso dio a Dulce las fuerzas que le faltaban para marcharse de allí, aunque no quiso volver a su casa hasta asegurarse de que se había liberado. En cualquier caso, no le habría hecho falta esperar a ver la luz de su habitación. Unos segundos después, recibió en el teléfono una retahíla de insultos de lo más pintoresca. Básicamente todos significaban «puta», pero había que reconocer que en ese campo su vocabulario era amplísimo.
Aunque era muy tarde, se preparó un baño relajante para intentar calmarse, pero en cuanto se metió en el agua empezó a llorar y no paró hasta que le dio frío. Había culminado su plan con éxito y, aun así, se sentía peor que nunca. Sabía que ya no era la chica que había sido meses antes, pero no tenía ni idea de quién era ahora y aquello la desesperaba.
Cuando, tras dar infinidad de vueltas, se convenció de que aquella noche no iba a pegar ojo, decidió que era un momento tan bueno como cualquier otro para empezar a buscarse. No sabía cómo hacerlo, pero sí dónde comenzar la búsqueda. Saltó de la cama, se puso lo más cómodo que encontró y, sin maquillarse ni mirarse al espejo siquiera, salió de casa con paso firme.
A escasos metros de la entrada de la empresa encontró a su quiosquero, que en ese momento empezaba a abrir.
—Vaya, ¿qué haces aquí tan temprano? —preguntó extrañado.
—Vengo a ayudar.
Ante la mirada atónita del hombre, Dulce comenzó a colocar las revistas, pero no en el orden en que las había visto cada día. Empezó por las más grandes, que puso en posición horizontal, haciéndolas coincidir con las más pequeñas en posición vertical. En un primer momento, al quiosquero estuvo a punto de darle un síncope, pero enseguida se dio cuenta de lo que intentaba y se unió a ella. Entre los dos fueron probando distintas combinaciones hasta ir llenando totalmente la superficie de los mostradores del quiosco. En un momento determinado, Dulce se encontró con una revista enorme pegada a un cartón plastificado mayor que el ancho del mostrador. Por un momento tuvo un ataque de pánico y se quedó mirando al quiosquero sin saber qué hacer.
—¡A la devolución! —dijo éste señalando una caja enorme bajo el mostrador.
—¡A la devolución! —respondió ella recuperando el entusiasmo.
A partir de ese momento, cada vez que encontraban una revista que no encajaba con el resto, ésta acababa en la caja de la devolución. Pronto la caja rebosaba y había más revistas para devolver que a la venta, pero daba igual; tenían una misión y la cumplirían a cualquier precio.
Cuando ya quedaba muy poco espacio, la cosa empezó a ponerse complicada. Ninguna de las revistas que faltaban por colocar encajaba en los huecos. Entonces Dulce tuvo una idea. Puso las revistas más pequeñas y rellenó los espacios que quedaban con paquetes de chicles. Finalmente quedó una delgada franja por cubrir que Dulce tapó con lápices. El mostrador quedó totalmente cubierto de productos milimétricamente alineados, en un mosaico perfecto sin espacios ni dobleces. Dulce y el quiosquero se miraron satisfechos. Habían tardado más de una hora, pero había valido la pena. Sin embargo, la magia duró sólo unos segundos. De repente apareció un repartidor y dejó caer sobre su obra un paquete de revistas que se desparramaron por el mostrador. Al primer paquete le siguieron tres más, formados por multitud de revistas de varios tamaños, muchas de las cuales venían en cartones enormes. Para acabar de rematarlo, uno de esos cartones no era rectangular: habían redondeado una de sus esquinas, por lo que era imposible alinearlo con ninguna otra revista.
Dulce sintió que se le inundaban los ojos de lágrimas, pero se repuso. Cogió el cartón redondeado y, tras sopesarlo unos segundos, lo lanzó a la caja de las devoluciones. Lo mismo hizo con el siguiente cartón, demasiado grande para encajar en ningún sitio. Luego se dirigió a una revista conocida. Bastaría con sustituir la antigua por la nueva, pero no iba a ser tan fácil. La revista nueva era un número especial, algo más grande. Cuando vio que la siguiente revista que conocía venía empaquetada con una bebida energética, se vino definitivamente abajo. Con rabia, empezó a lanzar todas las revistas, cartones y latas incluidas, a la caja de las devoluciones, hasta que el quiosquero la detuvo.
—Está bien —la calmó—. Lo hemos intentado y no ha podido ser. Pero hemos estado muy cerca. Muchas gracias por haberlo hecho posible.
—Pero podemos hacerlo —replicó ella histérica—. Hemos llegado hasta aquí y no podemos detenernos ahora. Volveremos a empezar y no pararemos hasta haberlo conseguido.
—No. Es importante luchar por lograr los objetivos, pero también hay que saber cuándo llega el momento de retirarse, y éste es mi momento. Lo dejo.
—Y ¿cómo vas a hacerlo? ¿Crees que por desearlo va a dejar de molestarte que las revistas no estén bien alineadas? Cada vez que las veas, sentirás que hay algo que no está bien y tendrás la necesidad de arreglarlo. Pero no podrás, porque todo está mal. Hay problemas que no se solucionan poniendo parches; hay que arreglarlos desde la raíz. Y por eso tenemos que volver a empezar, tantas veces como sea necesario, hasta que lo resolvamos.
—No —repitió el quiosquero muy calmado—. A veces nos empeñamos en solucionar algo y nos obsesionamos tanto que no nos percatamos de que no hay nada que solucionar. A veces el problema lo creamos nosotros mismos, y en esas ocasiones lo mejor que podemos hacer es dedicarnos a otra cosa. Yo no voy a dejar de necesitar que todo encaje, pero las revistas van a seguir llegando en tamaños imposibles de encajar. La única solución es olvidarme del quiosco.
—Y ¿qué vas a hacer?
—Me voy a Japón —respondió el quiosquero con firmeza, siendo consciente en ese mismo instante de que hacía tiempo que era lo que deseaba—. A vender sandías cúbicas.
Dulce lo miró incrédula. Pensó que le tomaba el pelo, pero en cuanto vio la determinación en sus ojos supo que había tomado una decisión y que haría todo lo posible para llevarla a cabo. Quizá tardaría un tiempo, pero acabaría llegando a Japón. Si luego montaba una frutería o un restaurante, ya se vería, pero iría a Japón. Y esa certeza la llenó de orgullo.
—Serás el mejor vendedor de sandías cúbicas de Oriente —dijo al fin sonriendo—. Estoy segura de ello.
—Ven conmigo —dijo de sopetón el quiosquero, dejando a Dulce sin palabras—. Ven conmigo a Japón. Sé que apenas nos conocemos, pero es evidente que necesitas un nuevo comienzo tanto como yo. Hagámoslo juntos. Empecemos de cero en un país nuevo, con una profesión nueva, ayudándonos como hemos hecho esta mañana.
Dulce no esperaba aquello. Un desconocido la estaba invitando a iniciar una aventura al otro lado del mundo…, y lo estaba pensando. Siempre había soñado con vivir una temporada en Japón, y la idea de llevar un pequeño negocio, como una frutería, le parecía de lo más estimulante tras tantos años tecleando frente a un monitor. Lo que más la seducía, sin duda, era la idea de alejarse todo lo posible de los problemas que se había creado en las últimas semanas. Pero no podía marcharse sin más. Debía dar la cara y, cuando menos, evitar que sus actos perjudicaran a las personas que la habían ayudado.
—Te lo agradezco —respondió al fin—, pero mi sitio está aquí. Quiero comenzar de nuevo, pero sin renunciar a mi ciudad ni a la gente que quiero. Seguramente será más difícil, pero valdrá la pena.
—Estoy convencido de que así será —la animó el quiosquero—. Te deseo que encuentres tu camino muy pronto. Y, si te lleva hacia tierras lejanas, no dudes en venir a visitarme.
Dulce le prometió que así lo haría y se despidieron con un fuerte abrazo. Conforme se alejaba del quiosco, la idea de Japón le parecía cada vez más interesante, pero se contuvo. Tenía mucho que hacer y debía empezar aquella misma mañana.
Aún quedaba un buen rato para que abrieran la oficina, así que fue a la cafetería a desayunar. En cuanto el camarero la vio, esbozó una sonrisa y se dirigió a la cafetera, pero Dulce lo detuvo.
—Llevo muchas horas despierta y no he comido nada, así que no estoy de humor para jueguecitos —le advirtió—. Quiero un café, bien cargadito de cafeína, y con leche entera. Y me pones también un bocadillo de jamón.
—¿No prefieres algo dulce? —preguntó el camarero en un tono que pretendía ser seductor—. Si pudiera, yo comería Dulce a todas horas…
—Si quisiera algo dulce, lo habría pedido —contestó ella muy seria—. Pero mejor el bocadillo me lo preparas de queso. Acabo de darme cuenta de que ya he tenido suficiente cerdo por una temporada.
El camarero encajó la pulla con una sonrisa de satisfacción. Sin duda estaba convencido de que el rechazo de Dulce formaba parte de una especie de juego enfermizo en el que ella se hacía la dura cuando en el fondo estaba deseando sucumbir a sus encantos. ¿Aquello era autoconfianza o simple estupidez? Dulce reflexionó sobre ello mientras se lavaba las manos, negras tras una hora toqueteando revistas llenas de polvo. ¿Cómo te haces entender por alguien que no te escucha, que se empecina en malinterpretar todas tus palabras para que corroboren su idea preconcebida? ¿Es necesario ponerse desagradable para que determinadas personas entiendan que no significa simplemente no? Aquello la inquietaba profundamente.
Cuando llegó a su mesa, supo que iba a tener ocasión de responder a alguna de sus dudas. El camarero la esperaba junto a una taza de café con leche y un bollo. La espuma tenía una forma extraña. Había intentado hacer un corazón, pero le había salido… A saber lo que era aquello.
—Tu desgraciado —dijo sonriendo con suficiencia—. Está como te gusta: muy muy caliente.
—Primero —respondió Dulce levantando un dedo—: Está claro que no tienes ni idea de lo que me gusta. Segundo: cuando te he dicho que no tengo ganas de jueguecitos lo decía totalmente en serio, así que, por favor, déjame desayunar tranquila. Y tercero: he dicho que quería café normal y leche entera con un bocadillo, no un desgraciado y un bollo. ¿Quieres hacer el favor de traerme lo que te he pedido?
—Tú hazme caso, que yo sé lo que te conviene. No quiero que te pongas nerviosa ni que la nata estropee ese cuerpazo que tienes.
—¡Lo que haga con mi cuerpo no es cosa tuya! No sabes lo que me conviene. No sabes nada de mí. Si me conocieras, sabrías que no soporto que hagan bromas con mi nombre y menos aún con mi físico. No soporto que tomen decisiones por mí. Y no soporto a los engreídos que se meten donde nadie los ha llamado. Por última vez: tráeme lo que te he pedido o me largo.
—¡La gatita ha sacado las uñas! —exclamó el camarero quitándole a Dulce el móvil—. Voy a apuntarte mi teléfono, por si necesitas que vaya a calmarte una de estas noches.
—¡Ni gatita ni leches! —gritó Dulce indignada, arrancándole el teléfono de las manos—. Esto ya es demasiado. Quiero ver al encargado y una hoja de reclamaciones.
El camarero pareció entender al fin que aquellas palabras iban en serio.
—¡Eh, tranquila! —dijo en tono ofendido—. No hay que ponerse así, sólo estaba bromeando. Si querías que parara, sólo tenías que decirlo.
—No he hecho otra cosa que decírtelo. Te he dicho que no estaba para bromas y has seguido insistiendo. Me has traído algo que no te había pedido, me has insultado, y encima te has puesto a toquetear mi teléfono sin permiso. ¿A ti te parece normal?
—Pues no sé. A otras chicas les gusta. Además, te he hecho bromas similares otras veces y no te has quejado. Eso es que ya te parecía bien.
—Pero ¿tú te estás escuchando? —preguntó Dulce atónita—. El hecho de que a alguien le guste algo, o lo soporte, no significa que tenga que gustarnos también al resto. Es muy probable que muchas de esas chicas a las que crees que les gustan tus bromas tampoco las soporten. En realidad, a mí no me han gustado nunca. Si no he sido tan tajante es porque prefiero evitar los conflictos y jamás pensé que llegarías a estos extremos. Pero, aunque me hubieran gustado, ¿por qué habría de darte eso derecho a seguir insistiendo? ¿No puede una cambiar de opinión? Ayer quería leche desnatada y hoy la quiero entera. ¿Debo darte explicaciones cada vez que cambie de parecer? No. No tengo que darte ninguna explicación. Llama al encargado de una vez.
—No, por favor —suplicó el camarero—. Necesito el curro, y te juro por mi madre que no suelo actuar así. A ver, me gusta jugar con las clientas y ser atrevido porque sé que os van los tíos un poco cabrones, pero contigo he ido más lejos porque tu amigo me dijo que era lo que te iba.
—¿Mi amigo?
—Sí. El tío del traje con el que a veces vienes a desayunar. Le pregunté si estabais juntos, porque yo no me meto con la piba de un colega, y cuando me dijo que sólo erais amigos, le pregunté si le importaría que te entrara. Me dijo que me lanzara porque yo también te molaba, pero que necesitabas un empujón porque eras tímida. Que fuera muy a saco, porque es lo que te va. Yo qué sé. Pensé que erais amigos y que sabía de lo que hablaba, pero está claro que me la ha liado. Lo siento, tía. No le digas nada al encargado, que me metes en un marrón…
Dulce ató cabos enseguida. De nuevo Javier metiéndose en su vida. Debía alejarse de él y de todo lo que hubiera contaminado con su presencia si no quería seguir pagando las consecuencias de tantos años bajo su influjo.
—Está bien —dijo al fin—. Pero basta de bromitas e insinuaciones. Y tráeme lo que te he pedido, por favor, que estoy muerta de hambre.
—¡Marchando! —respondió el camarero. A continuación, hizo una breve pausa y añadió—: Sobre lo de que yo te gustaba…
—¡No!
—Vale.
Dulce pudo desayunar al fin. Ya no estaba acostumbrada a tomar la leche entera y no pudo acabarse el café por miedo a que le sentara mal, pero el bocadillo estaba riquísimo. Al final se lo había llevado de jamón, pero daba igual. Al menos, era salado, y estaba claro que aún iba a tener que tratar con algún que otro cerdo aquel día.