Naranjas amargas confitadas

 

 

 

Javier había insistido en desayunar con Dulce aquella mañana. Tenía grandes noticias, le había dicho, pero ella no sabía para quién. Imaginaba que cualquier cosa que a él le pareciera una gran noticia no iba a resultarle muy agradable de escuchar. Había pasado todo el fin de semana dándole vueltas a su estúpido plan y siempre llegaba a la misma conclusión: estaba perdiendo el tiempo. Y, pese a saberlo, no podía parar. Había renunciado ya a demasiadas cosas como para echarse atrás, pero era consciente de que su cabezonería sólo iba a traerle disgustos. Otra vez.

Para colmo de males, el Chico llevaba unos días sin aparecer por su casa. Seguramente se había cansado de seguirla a todas partes sin recibir a cambio nada más que insultos y malas caras. Eso le hizo comprender que era bastante más listo que ella. O que al menos tenía más amor propio. Cuando el viernes no apareció, sintió un gran alivio. Estaba harta de su presencia a todas horas. Pero el domingo estaba preocupada. ¿Lo echaba de menos o simplemente le dolía haber perdido a su único admirador, por molesto que resultara? Un nuevo sinsentido en la vida de Dulce. Se sentía como el perro del hortelano: ni comía ni dejaba comer. Y protestaba por todo sin decidirse a tomar las riendas de su vida.

Julia tampoco había dado señales de vida en todo el fin de semana. La imaginó de juerga con el Chico, disfrutando al fin de un rato agradable, lejos de los malos rollos de su taciturna amiga. ¿Estaba celosa? No, lo que estaba era como una puta cabra. Debía apartar todos aquellos pensamientos absurdos de su cabeza y centrarse en lo importante. Iba a ver a Javier. Tenía una oportunidad de ir afianzando su plan, de preparar el terreno para lo que estaba por venir. Y cualquier información que él pudiera darle la ayudaría, ya que estaba totalmente atascada.

—¡Buenos días! —la saludó su quiosquero preferido en cuanto la vio acercarse.

—Buenos días. Hoy me llevaré el Woman. Te traigo el importe exacto en monedas bastante nuevas.

—¡Muchas gracias! Me alegras el día. Acaban de llegarme las revistas mensuales en unos cartones enormes con un montón de regalos que no encajan por ningún sitio.

—¡Malditas editoriales! No respetan nada. Deberían estandarizar los tamaños de las publicaciones para optimizar su almacenaje y distribución. Tiene tela que en Japón tengan sandías cúbicas, perfectamente apilables, y aquí vayamos pegando chanclas y tubitos de leche corporal a lo que ya de por sí debería ser plano.

—Sandías cúbicas… —murmuró el quiosquero con una lagrimilla en los ojos—. Cómo se nota que hablamos de una civilización milenaria…

—Y que lo digas. Pues ya sabes, si te hartas del quiosco, siempre puedes montar una frutería en Tokio. Te dejo, que voy con algo de prisa.

Dulce se dirigió a la cafetería sonriente. Aquel quiosquero siempre la animaba. Se enfrentaba a sus problemas con un coraje inspirador. Y encima la trataba con más cariño y respeto que muchos de sus allegados. Sí, superaría todos los retos que se le pusieran por delante. Tenía la confianza en sí misma por las nubes y nadie iba a cambiar eso.

Media hora más tarde, su nivel de confianza había decaído bastante. Javier llegaba tarde, y el desgraciado del camarero no había parado de incordiarla desde que había entrado en la cafetería. ¿Cómo era posible que, con la cantidad de gente desempleada que había, tuvieran a un tío tan impertinente trabajando de cara al público? Dulce lo observó disimuladamente y se fijó en que siempre tenía un comentario desagradable para cualquier cliente. Cuando alguien estaba tranquilo, charlando o leyendo, aparecía cada cinco minutos para preguntar si deseaban algo, con tono de «si no consumen, se largan». En cambio, cuando alguien quería algo y se desvivía por llamar su atención, se las apañaba para no dirigirle la mirada aunque pasara por delante. Aquello era un don.

Javier apareció por fin y la pilló totalmente distraída.

—¡Vaya! —dijo a modo de presentación—. Veo que alguien sólo tiene ojos para el camarero… ¿Quieres que te lo presente? Es muy majo.

—¿Majo? Pero si es de lo más desagradable.

—Eso es que le gustas. Es su forma de llamar tu atención. Te hace rabiar y, si picas, es que estás interesada.

—Pues menuda chiquillada. Es la cosa más estúpida que he oído en mi vida. —Dulce se preguntaba si no quedaría en la Tierra al menos un hombre que hubiera superado el síndrome de Peter Pan—. En fin, cuéntame. ¿Qué es eso tan importante que tenías que contarme?

—Tú siempre al grano, me encanta. —Javier se inclinó ligeramente hacia ella y la iluminó con la más radiante de sus sonrisas—. He venido a hablarte de nuestro futuro.

¿«Nuestro futuro»? ¿Había dicho «nuestro futuro»? ¿A qué se refería con «nuestro»? ¿Nuestro, nuestro?… ¿De los dos juntos? Por Dios, ese hombre tenía la capacidad de derretirle las meninges con sólo mirarla. Debía volver a pensar con claridad antes de abrir la boca y decir una estupidez. Enarcó mucho las cejas a la espera de que él continuara.

—El asunto es, amiga mía —aquel «amiga mía» le sentó como un puntapié en la boca del estómago—, que el viernes presentó su dimisión el director de Grandes Cuentas. Se ve que lleva años embolsándose comisiones de algunos clientes a cambio de descuentos o algo así. No tiene importancia. El caso es que lo han pillado y, para evitar un escándalo, ha aceptado marcharse a cambio de una buena bonificación.

—¿Me estás diciendo que lo han pillado robando y no sólo se va de rositas sino que encima le pagan? —Dulce estaba escandalizada.

—Sí, visto así es un poco chocante, pero es una práctica habitual en el sector para evitar problemas. En cualquier caso, lo importante es que ha quedado libre el puesto por el que llevo tanto tiempo esperando y mañana se anunciará el relevo. Y, en cuanto me confirmen en el cargo, lo primero que pienso hacer es sacarte de Soporte. En unos días te librarás de esa gentuza y, en cuanto pueda, te vienes conmigo a Cuentas.

Dulce estaba en estado de shock. Era más información de la que podía procesar a esas horas de la mañana. En su nueva empresa se recompensaba a los ladrones, y a ella iban a ascenderla. Prefería no relacionar esos dos conceptos. Pero la posibilidad de trabajar con Javier estaba mucho más cerca, y aquello era lo que ella había deseado desde hacía años. Pronto podría poner en marcha su plan y acabar con aquella historia de una vez por todas.

—Entiendo que estés sin palabras —continuó él eufórico—. Yo aún no me lo creo. Todo está yendo tan rápido… De momento nadie me ha confirmado nada, pero está claro que el puesto es para mí. Hace unos meses me llegó el rumor de que yo era el único candidato en la empresa al que consideraban para un ascenso de este tipo, así que el asunto está hecho. Y me llega en el mejor momento, cuando las cosas con Verónica van viento en popa.

—¿Verónica? —Dulce estuvo a punto de atragantarse con el café.

—Sí. Es fantástica. Todo ha ido tan rápido que casi da vértigo, pero creo que esta chica será la definitiva. Este ascenso será el empujón que necesitamos para ir un paso más allá en nuestra relación. Ella es muy apasionada y ambiciosa. No soporta la mediocridad, y eso es justo lo que necesito para demostrarle que soy el tipo de hombre que está buscando. Hasta ahora se mostraba reacia a hacer público lo nuestro. Pero ahora será diferente.

Dulce no entendía nada. ¿Cuánto hacía que conocía a esa chica? ¿Unas semanas? Y ya estaba usando las palabras relación y definitiva en la misma frase. ¡Don Javier Sinataduras López! Y, si todo iba tan bien entre ellos, ¿qué diablos importaba si lo ascendían o no? Y, aún peor, ¿qué diablos estaba haciendo ella allí? Había iniciado aquella locura para estar con él, no para verlo con una rubia malcarada. Necesitaba salir de allí. Sin saber muy bien de dónde, sacó fuerzas para felicitarlo por sus éxitos laborales y sentimentales y se excusó diciendo que tenía mucho trabajo pendiente. Javier estaba demasiado ocupado pensando en sí mismo como para ver sus ojos llorosos, por lo que la despidió con dos besos y se puso a bromear con el estúpido camarero mientras ella se marchaba.

La situación se estaba descontrolando. Cada vez que Dulce avanzaba un paso, retrocedía dos. Se recordó que el objetivo final no era Javier, sino recuperar el control de su vida, pero en aquel momento se sentía mucho más perdida que nunca. Lo mejor de todo era que las cosas estaban tomando tal velocidad que pronto acabaría la pesadilla. Se dijo que intentaría disfrutar lo máximo posible de las pocas cosas buenas que había encontrado, y una de ellas era atormentar al Melenas. ¿Habría funcionado su plan? Entró en el despacho con una leve sonrisa y vio inmediatamente que su compañero se ponía tenso y miraba a hurtadillas hacia el ordenador de Dulce. Sin duda le tenían preparada una sorpresa.

Tras saludar educadamente, se dirigió a su ordenador con parsimonia. Dejó sus cosas, se sentó lo más despacio que pudo y, tras hacerse de rogar unos segundos, pulsó el botón de encendido del ordenador. Hubo un silencio. De repente, la pantalla se puso azul y apareció un mensaje de error.

—«Códec de vídeo no encontrado» —leyó Dulce en voz alta, sonriendo traviesa al Melenas—. ¿Vídeo? Pero ¿no se suponía que el reproductor de audio era perfecto como estaba?

—¡Mierda! —exclamó él aporreando las teclas de su ordenador ante la mirada iracunda de Íñigo—. No sé de qué me hablas y tal, y lo que estoy haciendo no tiene nada que ver con eso.

—Seguro que no. Tú a estas horas estás demasiado ocupado con tus procesos. Pero la verdad es que ya me había acostumbrado a empezar el día con Def Leppard o Deep Purple. Lo echaré de menos…

En ese momento, una voz angelical resonó en el despacho. Parecía de mujer, pero sonaba diferente. Era una sola nota, que empezaba muy suavemente para ir ganando fuerza poco a poco y después iniciar una melodía preciosa. Dulce miró la pantalla de su ordenador, desorientada. Allí estaba de nuevo el reproductor de audio, indicando que lo que sonaba era Cara, la dolce fiamma, [4] de Johann Christian Bach. Aquello no era lo que esperaba. ¿El Melenas le mandaba una canción en la que no había guitarras eléctricas ni batería? Aquello no tenía sentido. A no ser…

Dulce se levantó de un salto y se acercó a grandes zancadas hasta la mesa de Gutiérrez. Le arrancó el iPod de las manos y miró lo que estaba escuchando. Se trataba de una lista llamada «Il dolce far niente» y contenía una selección de piezas clásicas relacionadas con su nombre: Sì dolce è‘l tormento,[5] de Monteverdi; Ah! Fuyez, douce image,[6] de Massenet; Mi lusinga il dolce affetto,[7] de Händel; Il dolce suono,[8] de Donizetti… Buscó otras listas de reproducción y vio que casi todo lo que tenía era música clásica: Beethoven, Brahms, Schubert, Mahler, Dvorak…

—Pero, Gutiérrez, ¿es esto lo que estás escuchando todo el día? —preguntó anonadada—. Yo estaba convencida de que escuchabas música satánica, thrash metal, hardcore punk o algo así…

—Y ¿qué te ha hecho pensar eso? ¿Hay algún indicio en mi forma de actuar o de vestir que te haya llevado a esa conclusión?

—Pues no lo sé, tío. Ahora que lo dices, creo que ésta es la primera vez que me diriges la palabra. Supongo que te veía tan abstraído con tu música que pensé que…, es igual, no me cambies de tema. ¡Tú también estás en el ajo! Estáis todos compinchados.

—El hecho de que en tu ordenador vayan a sonar esta semana las canciones de una de mis listas de reproducción, y en su mismo orden, no prueba absolutamente nada —se defendió Gutiérrez con cara de no haber roto nunca un plato—. El artífice de la fechoría ha demostrado amplios conocimientos informáticos, por lo que podría haber accedido a mi iPod, descargado mi lista de reproducción y haberla usado para dar la impresión de que yo tenía algo que ver en el asunto. Cosa que ni confirmo ni desmiento, acogiéndome a mi derecho a permanecer en silencio.

Dulce se había perdido a la mitad del discurso. Por un lado era imposible no dejarse llevar por aquella música tan maravillosa. Y, por otro, había llegado el momento de agarrar el toro por los cuernos y enfrentarse directamente al responsable de todo aquel tinglado.

—Ya está bien de tanta tontería —dijo mirando a Íñigo—. He pillado a tus secuaces, así que podrías tener la valentía de dar un paso al frente y confesar que tú estás detrás de todo esto.

—A mí no me has pillado —respondió él burlón—. Y estoy tan escandalizado como tú. Chicos… ¿cómo le hacéis esto a la pobre Dulce?

—Cobarde… Está claro que todo esto es idea tuya. Ellos son demasiado majos como para hacerme esto.

—¿Demasiado majos para regalarte canciones? —preguntó Íñigo confuso—. Eso no tiene ningún sentido.

—Demasiado majos para cachondearse de mí utilizando canciones con mi nombre. No te hagas el tonto, que sabes perfectamente lo que estás haciendo.

—Yo no me estoy cachondeando de nadie —se defendió indignado—. Aquí nadie hace tal cosa. Lo de las canciones, sea quien sea la mente privilegiada que lo ha planeado, ha sido con buena intención.

—Y yo me lo tengo que creer porque lo dice el señor Íñigo, famoso por ser un tío serio en el que se puede confiar, ¿no?

—Pues ahora que lo dices, creo que sí. Que es exactamente eso.

Dulce no daba crédito a lo que oía. Ese tío no sólo se reía de ella en sus narices, sino que además pretendía convencerla de que lo hacía con buena intención. Iba listo si pensaba que se dejaría engatusar tan fácilmente.

—Pues si es así como piensas convencerme, lo llevas claro. No me lo creo ni borracha.

—Buena idea.

—¿Cómo?

—Que, ya que así no puedo convencerte, probaremos con unas copas. Esta noche. Tú y yo solos. Si después sigues pensando que he hecho cualquier cosa con intención de molestarte, me ocuparé personalmente de que no vuelva a ocurrir.

Dulce se había quedado sin palabras. ¿Le estaba proponiendo una cita o una reunión de negocios? Dios, tratar con hombres resultaba tan confuso como agotador.

—Está bien, trato hecho. Una copa. ¡Una!

—No te arrepentirás.

—Por supuesto que me arrepentiré, pero hasta entonces no tendré que escuchar más chorradas.

Íñigo sonrió satisfecho y volvió a su mesa. El Melenas y Gutiérrez hacían ver que trabajaban, pero saltaba a la vista que estaban chateando sobre lo ocurrido. Y se lo estaban pasando en grande. Dulce iba a echar de menos a aquel par de tontainas. Sin embargo, al tercero… El tercero… ¿Qué diablos le pasaba al tercero?

Dulce condena
titlepage.xhtml
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_000.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_001.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_002.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_003.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_004.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_005.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_006.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_007.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_008.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_009.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_010.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_011.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_012.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_013.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_014.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_015.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_016.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_017.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_018.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_019.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_020.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_021.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_022.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_023.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_024.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_025.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_026.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_027.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_028.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_029.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_030.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_031.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_032.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_033.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_034.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_035.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_036.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_037.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_038.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_039.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_040.html
CR!J4QCEEM6S50EHC2CDA7NCPF9Z96D_split_041.html