Torrijas
—Por Dios, sólo me faltaba esto para acabar de arreglar el día —se quejó Dulce con amargura—. ¿Otra vez por aquí? ¿No te cansas nunca?
Como cada par de noches desde su decepcionante encuentro, el Chico volvía a estar esperándola en la puerta de su casa. La verdad es que no molestaba mucho. La esperaba en el portal, la saludaba con timidez y luego le hacía alguna pregunta o le proponía alguna actividad como ir a tomar un café o visitar una exposición. Decía que quería que ella lo conociera mejor y que le diera una oportunidad de enmendar su imperdonable comportamiento.
—Te he dicho que no voy a volver a acostarme contigo, así que ¡déjame en paz!
—No es lo que quiero —contestó el Chico dolido—. Pasaba por la zona y he pensado que igual te apetecía dar un paseo.
—¿No es lo que quieres? Lástima, porque he tenido un día de mierda y necesito relajarme. ¿No me ayudarías echándome un polvo?
—Bueno, si es lo que quieres… —capituló el Chico algo azorado—. No es a lo que venía, pero si es lo que necesitas, yo estoy dispuesto a…
—Sí. Estás dispuesto a sacrificarte por mí. Anda, vete a tu casa, que se te ve el plumero.
—No, yo no…
—Exacto. Tú no. Ni hoy, ni mañana, ni nunca. No pierdas más el tiempo ni me lo hagas perder. Adiós.
Sin mirar de nuevo al Chico, Dulce entró en el portal y buscó la seguridad de su hogar. No tenía mucho tiempo. Había quedado con Julia. Necesitaba hablar con ella y, muy especialmente, beber con ella. Tenía que contarle los detalles de aquel día atroz, pero sobre todo necesitaba que ella la animara. No a seguir con su plan. A aguantar lo que le esperaba.
Tras el chasco con Javier, había llamado a su empresa para preguntar si podía renunciar a su excedencia y volver a incorporarse a su puesto. Le dijeron que habían contratado ya a la persona que la sustituiría, por lo que cualquier cambio iba a suponer muchos gastos y dolores de cabeza. Era una forma amable de decirle que apechugara con su decisión. Estaba condenada a seguir en aquel infierno una buena temporada y no se veía con fuerzas para soportarlo.
Sacó del armario un vestido corto y ceñido, de escote generoso. La habían humillado tanto que necesitaba sentirse poderosa. Esperaba que la ropa, el maquillaje y un par de copas la ayudaran. Y Julia. Necesitaba las locuras de su amiga para olvidarse del trabajo aunque sólo fuera por unas horas.
Apenas había empezado a maquillarse cuando recibió un mensaje de su amiga.
—Estamos abajo. No le des más vueltas y baja ya, que así estás estupenda.
«¿Estamos? ¿Quiénes?»
Dulce tuvo un horrible presentimiento. Acabó de maquillarse a toda velocidad y salió de casa indignada. Al llegar al portal se confirmaron sus sospechas.
—¡Por Dios, Julia! ¿Se puede saber qué haces de cháchara con el Chico?
—¡Sweetie, querida! No me habías dicho que tu acosador era tan simpático. Le he pedido que se venga con nosotras de fiesta.
—¡Ni hablar! No pienso ir con él a ninguna parte. ¿Te has vuelto loca? ¿Cómo se te ocurre que me vaya de copas con el tío que me está acosando?
—Pues por pura lógica, cielo. Ya que te va a acosar igualmente, al menos que nos divierta un poco.
Cuando Julia se ponía así, no había manera de discutir con ella. Dulce lanzó una mirada asesina al Chico con la esperanza de asustarlo lo suficiente como para que saliera huyendo. No huyó, pero dio la sensación de que al menos no tenía intención de abrir la boca. Dulce se dio por vencida y empezó a caminar tras su amiga, que ya se alejaba contándole las maravillas del local al que la iba a llevar. El Chico las siguió unos pasos por detrás.
Por el camino, Dulce le refirió a Julia su fatídico día con todo lujo de detalles, incluyendo el desagradable encuentro con Javier. Su amiga no se ahorró ningún comentario mordaz cada vez que tuvo ocasión, y Dulce no pudo evitar reírse con la mayoría de ellos. La falta de empatía y misericordia de aquella mujer resultaban tan estimulantes que al poco tiempo la propia Dulce se estaba mofando de las situaciones que cinco minutos antes le habían resultado tan dramáticas.
El Chico, por su parte, se mantenía a una distancia prudencial, atento a todo cuanto allí se contaba pero sin decir palabra. Las seguía con cara triste, como un perrillo faldero, y Dulce empezó a sentirse mal por él. Recriminándose su falta de determinación, acabó por aceptar que caminara a su lado.
—Pero eso no significa que me parezca bien que me rondes. Sigo sin querer saber nada de ti y estoy deseando perderte de vista, ¿entendido?
—Por supuesto —respondió el Chico con una amplia sonrisa—. Lo que tú quieras, Sweetie.
—¡Ni se te ocurra llamarme así! Eso sólo se lo permito a Julia.
—Yo… lo siento. Es que, como no has querido decirme tu nombre, he pensado que…
—Ya dejamos muy claro el primer día que eso de pensar no se te da nada bien. No necesitas saber mi nombre ni yo el tuyo porque no tenemos necesidad de comunicarnos. Y menos aún usando apelativos reservados para mis amigos más íntimos cuando ni lo eres ni lo vas a ser.
—Lo entiendo, lo entiendo. Pero entonces ¿cómo quieres que me dirija a ti?
Dulce se había animado al hablar con Julia y estaba empezando a disfrutar de la situación. Había algo realmente satisfactorio en machacar al pobre Chico, en hacerle pagar lo que había hecho y lo que hicieron muchos otros chicos antes que él. No se sentía orgullosa de ello, y tomó nota mental de que debería reflexionar sobre el asunto, pero en aquel momento le apetecía seguir jugando un poco más.
—¿Aún no lo has entendido? No quiero que te dirijas a mí de ningún modo. Si quieres seguirme, no te lo voy a impedir, pero a una distancia prudencial, y calladito. Hablas cuando se te pregunte. Y si es absolutamente imprescindible dirigirte a mí puedes hacerlo como… señora. O mejor aún, mi ama. Cuando te dirijas a mí lo harás como mi ama.
—¿Me deja pasar… —dijo una voz desconocida a su espalda—, mi ama?
Al volverse, Dulce se encontró con la mirada de desaprobación de dos señoras de mediana edad que salían del local en cuya puerta se habían detenido. Colorada como un tomate, les cedió el paso murmurando unas disculpas.
—Perdonen, no las había visto —dijo muy bajito deseando que se la tragara la tierra—. Estábamos de broma. No iba en serio…
—Tú verás lo que haces, nena —añadió una de ellas mientras se alejaban muy serias—. Pero si no tiene claro quién manda sin necesidad de que se lo digas, es que no lo estás haciendo bien.
Dulce estaba muy avergonzada. Además, la cara de esas señoras le resultaba familiar. No sabía dónde las había visto…, pero las conocía. ¿Se las habría cruzado en el supermercado? Esperaba no volver a verlas nunca más.
—Qué situación más divertida, ¿no? —intervino Julia, que parecía estar disfrutando—. Pues éste es el garito al que os quería traer. ¡Adelante!
Julia señaló la puerta de la que acababan de salir las señoras. Era un pub bastante moderno y parecía animado. Cuando entraron, a Dulce le gustó el ambiente. Había gente pero no resultaba agobiante y la música no estaba mal. Sin embargo, al poco tiempo empezó a sentirse… extraña. Allí había algo que no encajaba. No conocía a nadie, pero muchas de las caras le resultaban familiares. Y algunas personas la miraban y sonreían desde lejos como si la conocieran… De repente, algunas piezas encajaron y Dulce supo, con espanto, de qué conocía a aquella gente… y a las mujeres que acababa de ver en la puerta.
—Julia, tenemos que largarnos inmediatamente de aquí —susurró disimuladamente a su amiga—. Esto está lleno de gente de OutsourcingTech. Son algunos de mis nuevos compañeros de trabajo. ¡Y las señoras que nos hemos cruzado en la puerta trabajan en recepción!
—Sí, claro —respondió Julia como si hubiera oído la cosa más obvia del mundo—. Habrán venido por los descuentos que hacen entre semana a los trabajadores de tu empresa. Lo he visto en la web y por eso he propuesto venir aquí. ¿No te lo había dicho?
—¡No! ¿Me has traído a un local donde viene gente de la empresa en la que me están torturando? ¿Se puede saber qué te ha hecho pensar que sería una buena idea?
—Tres palabras: dos por uno. ¿Hace falta decir algo más? Venga, nena, suéltate un poquito y disfruta de la que probablemente sea la única cosa positiva que ofrece tu empresa. ¡Copas a mitad de precio!
Dulce no podía creer lo que estaba oyendo: vendida por su mejor amiga por un descuento en el alcohol. Pero aquéllas eran las cosas de Julia. Llevaba todo el día deseando huir de una empresa en la que todo le resultaba odioso y ahora su amiga la metía en un bar lleno de compañeros junto con el tío que la acosaba. Necesitaba una copa. Más de una. Al menos, las conseguiría baratas.
Un par de copas después, Dulce estaba mucho más relajada. Se había reído muchísimo con su amiga y hasta la presencia del Chico había empezado a parecerle tolerable. Además, no había rastro de Javier, ni del imbécil de su jefe, ni del no menos imbécil chaval de Recursos Humanos. Iba a añadir a la lista de buenas noticias la ausencia de sus compañeros de despacho, pero no podía tener tanta suerte. Los vislumbró entre las brumas etílicas, en una zona oscura al otro lado del local. Casi no pudo reconocer a Gutiérrez sin sus enormes auriculares, pero a Íñigo lo reconoció de inmediato. Estaba entre sus dos compañeros, mirándola con una sonrisita de suficiencia que Dulce había aprendido a detestar aquel mismo día. Murmuró una suerte de explicación a Julia, apuró su tercera copa y, algo tambaleante, se dirigió hacia sus nuevos y estimados compañeros de despacho.
—Pero mira a quién tenemos aquí —dijo arrastrando un poco las consonantes—. Si son los tres Mosqueperros en carne y hueso. ¿Dónde está Dartacán? ¿Corriendo un gran peligro?
—Se ha ido a dar la vuelta al mundo con Willy Fog, pero te manda recuerdos —contestó Íñigo con una amplia sonrisa—. Veo que borracha eres tan aguda como cuando estás sobria. No esperaba menos.
—Nunca esperes menos de alguien con una copa de más. Borracha soy mucho más aguda y tengo aún más mala leche. Luego no digas que no te he avisado.
—Gracias por la advertencia. Como muestra de agradecimiento, ¿podemos invitarte a una copa?
—Por supuesto que podéis. Pero ¿hablas en plural porque vais a pagarla entre los tres o porque vais a invitarme a una copa cada uno? No tenía pensado beber tanto, pero espero que sea la segunda opción porque la primera es un poco rara…
—Empezaremos por una, luego ya se verá. Y la pagaré yo. Hazte a la idea de que he usado un plural mayestático si así te quedas más tranquila.
—Me quedaría más tranquila si fueran tres copas, pero igual un coma etílico es demasiada tranquilidad para mí. Id pues, mayestático señor, y traed esas copas de unas puñeteras veces.
Íñigo se fue hacia la barra disimulando la risa y Dulce se quedó a solas con el Melenas y Gutiérrez.
—¿Siempre es así de relamido?
—Sí —respondió el Melenas tras sopesar un momento la respuesta—. Pero cuando te acostumbras hasta es gracioso y tal.
Tras un largo e incómodo silencio, al fin regresó Íñigo con la copa. Dulce y él continuaron lanzándose pullas entre trago y trago ante la atenta mirada de sus compañeros, que no decían esta boca es mía pero que tampoco se perdían detalle. Dulce detestaba a aquel tipo presuntuoso, pero la verdad es que se lo estaba pasando muy bien discutiendo con él sobre cualquier cosa. Cuando Julia y el Chico se acercaron, los encontraron enfrascados en una acalorada discusión sobre política.
—Me importa un rábano de dónde haya salido ese tío, lo que haya tenido que superar para llegar a donde ha llegado o lo hábil que haya sido manejando las finanzas en tiempos de crisis —sentenció Íñigo—. Te digo que Varys se merienda a Meñique sin despeinarse.
—Pero ¿tú te estás oyendo? Varys no tiene lo que hay que tener para controlar los Siete Reinos. Podrá conspirar todo lo que quiera y hacer muchísimo daño a los poderosos, pero jamás será aceptado por ellos. En cambio, Meñique… ¿Lo de «sin despeinarse» iba con segundas?
—Por supuesto —contestó Íñigo ufano—. Igual que lo que has dicho tú acerca de que «no tiene lo que hay que tener».
—¡Míranos! Esta mañana nos peleábamos y ahora hacemos chistes de calvos y eunucos como si tal cosa. ¡Adoro el alcohol!
—¿Cuándo nos hemos peleado? —replicó Íñigo sorprendido—. Si apenas hemos cruzado un par de frases…
—¡Más que suficiente! —Dulce empezaba a estar demasiado borracha y recalcaba sus palabras dando golpecitos con el dedo sobre el pecho de Íñigo—. Has sido bastante desagradable conmigo esta mañana, Íñigo Montoya, no me lo niegues. No sé si es por haber hecho una gracia con tu nombre, cosa que lamento profundamente, o porque no te gusta mi cara, pero el hecho es que has sido un auténtico borde. Era mi primer día de trabajo y estaba muy nerviosa y tú te has cebado conmigo llamándome novata, y comparándome con el imbécil del jefe, y lanzándome a las garras de esa leona rubia tan despampanante. ¿No te parece despampanante? Claro que te lo parece. Me lo parece a mí y no tengo polla… ¡Despampanante! Y tú has permitido que me humille delante de Javier, que también es imbécil y también la encuentra despampanante. Pero ése es otro asunto, no me cambies de tema. El asunto que nos concierne es que, aunque hagamos chistes medio borrachos sobre «Juego de tronos», no me caes nada bien, mi mayestático y montoyesco amigo. Pero aun así tenemos que trabajar juntos, por lo que voy a intentar que nos llevemos bien. Y, por eso, te perdono.
Tras decir esas palabras, y sin previo aviso, Dulce agarró a Íñigo por las orejas, lo atrajo hacia sí y lo besó en la boca. Él se quedó inmóvil, con las manos levantadas, como si dudara entre apartarla o cogerla por la cintura pero sin atreverse a tocarla mientras lo decidía. Transcurridos unos segundos, Dulce pareció darse cuenta de lo que estaba haciendo y lo soltó de golpe, al tiempo que se ponía colorada como un tomate. La cara de Íñigo era del todo indescifrable. Parecía divertido con la situación, pero también bastante confuso. A su derecha, el Melenas y Gutiérrez la observaban con los ojos muy abiertos, como si jamás hubieran visto nada semejante. A su izquierda, el Chico, al que no había visto llegar, se había quedado congelado. Sin pensarlo dos veces, Dulce lo agarró también por las orejas y le plantó otro beso en los labios.
—A ti también te perdono, Chico. Así es como yo resuelvo los conflictos. Con un beso. Porque soy así de… besucona. Y ahora que nos hemos perdonado todos, me voy a mi casa. Anda, Julia, levántate del suelo y sácame de aquí antes de que la líe aún más gorda.
A Julia le había dado tal ataque de risa al ver lo que acababa de ocurrir que le habían fallado las piernas y estaba revolcándose literalmente por el suelo. Ante la súplica de su amiga, se levantó y le ofreció un hombro para que se apoyara. Mientras la ayudaba a alejarse de allí aún tuvo tiempo de volverse a saludar a los cuatro chicos, que seguían plantados en el mismo lugar sin mover un músculo.
—¡Hasta otra, guapos! ¿Espero que la próxima vez la maleducada de mi amiga nos presente! ¡Besos!
Cuando ya no podían oírlas, Julia felicitó a su amiga.
—¡Qué ágil que has estado, nena! Más vale parecer una golfa que una desesperada, di que sí. Pero el próximo día no me lo acapares todo, que si te los llevas a pares no nos vas a dejar nada al resto. Por cierto, ¿quién era el tío ese con el que te has morreado?
—Mi peor pesadilla.
—Pues es una pesadilla bastante atractiva…
—¿Tú crees? No es horroroso, pero tanto como atractivo…
—¡Ay, sí! Guapo no es, pero tiene su punto. Yo lo veo muy varonil. Alto, espalda ancha, labios carnosos, una buena nariz… ¿Qué más quieres?
—De momento, que el mundo deje de dar vueltas. Y luego, si no es mucho pedir, no verlo hasta que se haya olvidado totalmente del ridículo que acabo de hacer.