Plan… de huevo con nata
Estaba claro que no había ninguna posibilidad de conseguir que Javier la viera como algo más que una amiga. Había tenido muchos años para verla de otro modo cuando estaban juntos en el instituto, y unos cuantos más para echarla de menos cuando dejaron de verse en la universidad. Y, aun así, cada vez que se reencontraban, él la presentaba como su mejor amiga de la infancia al bombón con el que estuviera enrollándose en ese momento. No. Javier no la querría de ningún otro modo. Pero ése no era el objetivo del plan de Dulce. Ella quería quererse. La posibilidad de que él se apuntara al carro de querer a Dulce era un efecto secundario, deseado pero muy improbable. Lo probable era que él no quisiera saber nada más de ella cuando hiciera lo que tenía pensado, pero eso también estaba previsto y era positivo. Era necesario que su corazón asumiese lo que su cabeza tenía clarísimo desde hacía años.
Dulce conocía perfectamente la sensación de lo que había bautizado como desdesengaño: la amargura que te invade cuando pasa exactamente lo que sabías que iba a pasar aunque en tu fuero interno esperabas que pasara otra cosa. Como la chica inteligente y leída que era, sabía perfectamente cómo funcionaban las cosas. Sabía que todos los Javieres del mundo acaban con sus respectivas Vanesas, mientras las Dulces lloran preguntándose cómo es posible que haya ocurrido lo único que podía ocurrir. Es absurdo desesperarse porque no ocurran milagros, pero nos pasa. Esperamos el milagro con tantas fuerzas que acabamos por convencernos de que una posibilidad entre un millón es una buena probabilidad. Como cuando Dulce decidió escoger Ingeniería de Telecomunicaciones como primera opción de carrera cuando sabía perfectamente que Javier no iba a alcanzar la nota suficiente. En vez de preguntarse qué quería estudiar o cómo quería enfocar su futuro profesional, volcó todos sus esfuerzos en ayudar a Javier a cumplir su sueño y al final acabó viviéndolo ella en su lugar, en una carrera que no le interesaba, y sola.
Javier consiguió plaza en su cuarta opción, Informática de Gestión, una carrera que se estudiaba en otra facultad y que duraba menos tiempo. Aquello sin duda suponía una gran dificultad para prolongar su amistad, pero Dulce se conformaba diciéndose que escogería todas las asignaturas que tuvieran que ver con informática para tener la excusa de seguir quedando para estudiar. Así lo hizo, pero Javier ya no quiso que estudiaran juntos de nuevo. Años más tarde le confesaría que le había costado aceptar que ella hubiera entrado en la carrera que él deseaba. La cuestión es que sus vidas se separaron y empezaron a verse una vez cada tres o cuatro meses, cuando alguno de los compañeros del instituto organizaba alguna fiesta por los viejos tiempos.
Cuando Javier acabó la carrera encontró trabajo en una empresa que proporcionaba servicios informáticos diversos a grandes compañías y administraciones públicas. Aseguraba que estaban digitalizando el país y lanzándolo hacia el futuro, pero él básicamente se dedicaba a instalar paquetes ofimáticos. Por aquel entonces, Dulce se marchó seis meses de Erasmus a Suecia, donde se especializó en el desarrollo de aplicaciones para móviles, algo absolutamente novedoso en aquel momento. Podría haber prolongado su estancia otros seis meses e incluso entrar en una gran compañía de telefonía, pero estaba demasiado ansiosa por volver y ayudar a Javier. Así que apenas pudo disfrutar de la experiencia de conocer un país tan distinto…, ni de las atenciones de los suecos, que no sólo la encontraban exótica, sino que no tenían ni idea del significado de su nombre. Debería haberse quedado allí, pero volvió. Para entonces, Javier había tenido cuatro novias distintas y lo habían ascendido a account manager, algo que no sabía muy bien lo que significaba pero que lo mantenía demasiado ocupado como para quedar con Dulce.
Un par de años más tarde, y con su título bajo el brazo, Dulce consiguió un puesto de programadora en una de las multinacionales más importantes del sector de las tecnologías de la información. Cuando había escogido su carrera por el motivo más equivocado no se lo podía imaginar, pero la verdad es que le encantaba programar. Era algo a medio camino entre escribir una canción y hacer un puzle. Sentía un inmenso placer cada vez que hacía encajar las piezas para que sonara la melodía exacta que tenía en su cabeza antes de empezar. Resultaba tremendamente gratificante que, al menos en algún lugar, las cosas se sucedieran de un modo lógico y siempre acabara ocurriendo lo que tenía que pasar. Pensándolo bien, en su vida las cosas también se habían sucedido con una lógica aplastante, pero, al contrario que cuando programaba, en su vida Dulce tenía tendencia a esperar lo ilógico, y por esa razón acababa siempre frustrada. Por eso se había volcado en su trabajo y había limitado su vida personal a salir de vez en cuando con un par de amigas y alguna que otra relación esporádica, nada satisfactoria pero sin complicaciones. Sin embargo, eso se iba a acabar.
El plan de Dulce era más fácil de formular que de llevar a cabo, pero eso no iba a detenerla. Había leído suficientes novelas como para saber que hay básicamente tres formas de conseguir que un chico que te ve como una amiga empiece a verte con otros ojos. La primera es la del patito feo: la chica que nunca ha llamado la atención pero que decide desmelenarse y aparecer transformada en un bombón increíble que deja al chico babeando y preguntándose cómo no se ha dado cuenta de lo que tenía delante. Esta opción estaba descartada de salida, ya que Dulce no era un cisne disfrazado de pato, sino un pato que hace todo lo que está en su mano para parecerse lo máximo posible a un cisne, pero pato al fin y al cabo.
La segunda técnica es la de los celos: le muestras al chico que hay otros hombres dispuestos a apreciar lo que él está dejando escapar, a ver si así se le despierta algo por dentro que lo haga darse cuenta de lo que realmente siente. El problema de esta opción radicaba en que Javier ya había visto a Dulce tontear con otros chicos y jamás había mostrado el menor atisbo de celos. Incluso había habido una época en que se había empeñado en buscarle novio y le presentaba a todos los tíos que consideraba adecuados para ella, algo que había sido bastante humillante. Además, los celos normalmente se basan en una cierta inseguridad, y si de algo estaba seguro Javier era de sí mismo y de la devoción incondicional de Dulce.
Por todo ello, a Dulce no le quedaba más que una opción: quemar las naves. En ocasiones, la protagonista ha estado aguantando carros y carretas y al final no puede soportarlo más y lo suelta todo. Delante de propios y extraños, desnuda su alma y le hace ver al chico no sólo que lo ama, sino que nadie lo amará así jamás, conmoviéndolo de tal modo que por primera vez deja de verla como esa amiga que siempre está ahí para ver a la mujer de su vida, a la que ha llevado a tal límite que está a punto de perderla. El problema de este método es que suele incluir una importante dosis de humillación pública y no tiene vuelta atrás. Una vez que te has expuesto sólo te queda esperar la reacción del chico. En las novelas y las películas, él la besa y se acaba la historia. Pero ¿qué pasa si no la besa?
Dulce estaba demasiado deprimida como para creer que su plan fuera a acabar en beso, pero le daba igual. Lo que realmente le gustaba del plan era que, tuviera éxito o fracasara, las cosas cambiarían irremediablemente. Todos los que han asistido a la declaración fallida, empezando por el destinatario de la misma, son un testimonio tan hiriente de tu vergüenza que no te queda más remedio que arrancarlos de tu vida para siempre. Y en aquel momento esa idea le resultaba de lo más atractiva. Haría un último intento, desesperado y sin posibilidad de éxito. Y, cuando fracasara, no le quedaría más remedio que renunciar para siempre a Javier y, por extensión, a cualquiera que estuviera presente en el momento de la inmolación.