Macedonia de frikis

 

 

 

—Tú déjamelos a mí. —Julia estaba entusiasmada con la idea—. Me pongo en plan Mata Hari, con un vestido que deje poco a la imaginación, y en cinco minutos los tendré confesándolo todo.

—Eso sería como dar margaritas a los cerdos —la interrumpió Dulce—. Además de que no se lo merecen, si muestras algo de carne igual les da un patatús y acabamos en urgencias. Para seducir a ésos no es necesario tanto esfuerzo. Les pongo ojitos y en dos minutos están comiendo de mi mano.

—Sí, claro. Con una caída de ojos y una casta sonrisa vas a conseguir que renuncien a su diversión diaria. Tú no eres consciente de lo desternillante que es meterse contigo, cielo. Una vez que lo han probado, no van a querer parar. Necesitas ofrecer algo más.

—Mira que llegas a ser animal. Y ¿qué propones? ¿Que les enseñe una teta?

—Por favor, Dulce. ¿Por quién me tomas? Hablamos de una gente que tiene todo el porno de internet al alcance de su mano. Con una teta no vas a ninguna parte. O vas a por todas desde el principio o no van a picar.

En ocasiones, Dulce no tenía muy claro cuándo su amiga hablaba en serio o en broma, pero el Chico estaba totalmente escandalizado. Dulce había invitado a su amiga a casa para preparar la estrategia que debían seguir y, como ya iba siendo habitual, ésta se había presentado con el Chico. A Dulce ya no le molestaba. Cada vez lo tenían más amaestrado: se quedaba quietecito en un rincón, respondía sólo cuando le preguntaban y ni siquiera había que darle una galletita cuando se portaba bien. Se conformaba con estar con ellas.

Dulce les había explicado en qué consistía el plan. Su idea original se basaba en hacer una gran declaración pública de su amor, de la forma más llamativa posible. El hecho de que hubiera un pub donde coincidía mucha gente de la empresa era de gran ayuda, pero los directivos solían estar en el reservado y apenas se mezclaban con los currantes. Sólo lo hacían en las grandes ocasiones, como la fiesta de Navidad, el cumpleaños del presidente o el aniversario de la fundación de la compañía. Para esta última faltaba apenas un mes. Era muy poco tiempo para llevar a cabo todos sus planes, pero esperar a la siguiente celebración implicaría aguantar allí cuatro meses más, y eso no podría soportarlo.

El problema de la fiesta era que todo el mundo iría a lo suyo y nadie se daría cuenta de lo que Dulce estaba haciendo. Sólo había una oportunidad, e implicaba interrumpir el discurso del director general, arrancarle el micrófono de las manos y declararse mientras esquivaba al personal de seguridad. Si el objetivo era la humillación pública, sin duda sería un éxito, pero Dulce quería conmover a Javier con su gesto. Intentarlo como mínimo. Y ahí su plan se venía abajo. Al menos, hasta la irrupción de sus impertinentes compañeros de despacho.

Uno de ellos había creado un reproductor de música que funcionaba independientemente del sistema operativo del ordenador y, de algún modo, se controlaba a distancia. En el pub había muchísimas pantallas que reproducían vídeos musicales. Si lograba modificar el programa para que reprodujera vídeo, podría grabar su declaración y mostrársela a todos los asistentes a la fiesta al mismo tiempo, y no en una, sino en decenas de pantallas. Ahora sólo necesitaba saber quién había creado el reproductor, convencerlo para que le explicara su funcionamiento y adaptarlo a sus necesidades. Nada que Dulce no pudiera lograr, siempre y cuando se camelara a aquellos impresentables.

—Al final todo pasa por averiguar quién programó el reproductor y arrancarle el secreto del modo que sea —decía Dulce—. Yo había pensado en algún tipo de tortura, pero igual tu idea de la seducción es más eficaz. El único problema es que esos tíos no parecen interesados en nada de lo que yo pueda ofrecer.

—¡Por Dios, Sweetie! Son hombres y tú tienes dos tetas. Por supuesto que están interesados en lo que puedas ofrecerles.

—No lo tengo muy claro. Yo creo que éstos han pasado tantas horas enganchados a los videojuegos que se les han quemado las hormonas. Como no me ponga unas ensaimadas en la cabeza y les diga que soy la princesa Leia…

—Tú ponte el modelito que lucía en la barcaza de Jabba y no te harán falta ensaimadas.

—Si enseño tanta carne, igual sí llamo su atención. Pero seguramente pensarán que soy Jabba, no la princesa.

—Y luego dices que la animal soy yo. Recuerda que te he visto desnuda y sé que estás estupenda. Y el Chico, que también te ha visto, está de acuerdo conmigo. ¿Verdad, Chico?

—¿Yo? —preguntó aterrado el Chico, que tenía ya suficiente experiencia con aquel par como para saber que respondiera lo que respondiera iba a llevarse una bronca de alguna—. Bueno… O sea, sí… Quiero decir que a mí sí me gustaría verla con el disfraz de Leia…

—Muy bien dicho —lo felicitó Julia—. Al final haremos un hombrecito de ti… pero ahora se dice cosplay, so antiguo.

Dulce se lo estaba pasando muy bien, pero, bromas aparte, no le convencían las ideas de su amiga sobre el modo de obtener la información. Para Julia era fácil tomarse el tema de la seducción como un juego. Era muy guapa y, sobre todo, tenía tal desparpajo y seguridad en sí misma que llamaba la atención de cualquier hombre que se cruzara con ella. Pero Dulce no era así. Y dudaba realmente que pudiera seducir a ninguno de aquellos chicos por mucho que se lo propusiera.

Era muy divertido bromear sobre la cantidad de estupideces que puede llegar a hacer un tío por echar un polvo, pero sabía perfectamente que la realidad no es exactamente así. Muchos tíos harían cualquier cosa por echar un polvo con Julia, pero cuando se trataba de Dulce, la mayoría no eran tan solícitos. Y hablaba con conocimiento de causa. Sabía lo que era insinuarse a un chico y que éste hiciera ver que no había captado su indirecta; sabía lo que era entrarle directamente a alguien y que la rechazaran, de forma más o menos delicada según el tipo en cuestión. Le había ocurrido y entendía que así debía ser.

Pese a lo que le habían enseñado, cuando le gustaba un chico no se quedaba como una damisela esperando que tomara la iniciativa. Iba a por él. Debía aceptar que, si no estaba interesado, la rechazara, del mismo modo que ella rechazaba a los que no le interesaban. En definitiva, el problema no era el rechazo. El problema lo tenía con los que parece que te aceptan pero luego te hacen sentir como si fueras una mierda. O los que no llegan a rechazarte porque desde el primer día te están dejando tan claro que no eres digno de formar parte de su mundo que ni siquiera llegas a intentarlo. Pero sus nuevos compañeros de despacho no parecían encajar en ninguno de esos grupos. ¿Estaría equivocando el enfoque? Igual el niño se resistía a que le robaran la piruleta.

—¡Tierra llamando a Dulce! —Julia interrumpió el hilo de sus pensamientos—. ¿Me recibes?

—Julia, tenemos un problema. —Dulce había atado cabos al fin—. Estamos enfocando la situación de forma totalmente errónea.

—¿En qué nos equivocamos? —preguntó Julia, a quien aquel cambio de actitud había pillado a contrapié—. ¿En lo de mostrar cacha o en lo de Leia? Porque con lo del modelito de la barcaza teníamos cubiertos los dos frentes…

—Nos equivocamos en todo. Estamos pensando en qué ofrecerles cuando no tenemos ni idea de lo que quieren. No sabemos por qué se meten conmigo, ni qué pretenden con las cancioncitas. Yo estoy convencida de que Íñigo me odia y quiere amargarme la vida para que me largue, pero no sé por qué, ni si realmente tiene interés en herirme o simplemente es un miserable que disfruta torturando a la gente. Por no saber, ni siquiera sabemos si es él quien mueve los hilos y los otros se limitan a dejarle hacer o si es un complot en toda regla y están los tres implicados. Me extrañaría, porque el Melenas parece un tío majo, y Gutiérrez no da muestras de interesarse por nada más allá de lo que haya en su iPod, pero todo podría ser. Y mientras no responda a esas preguntas no sabré qué ofrecerles a cambio de lo que necesito.

—Pues de eso estamos hablando —replicó Julia, sorprendida de que su amiga aún tuviera dudas—. De ofrecerles un incentivo para que hablen. Y si una princesa galáctica en paños menores no te parece suficiente incentivo para tres informáticos de cerca de treinta años es que el mundo se ha vuelto definitivamente loco.

—¿Has probado a preguntárselo? —El Chico llevaba un buen rato mordiéndose la lengua, pero al final no había podido aguantarse más.

Las dos amigas lo miraron, se miraron entre sí y lo volvieron a mirar.

—¡Cállate, Chico! —dijeron al unísono.

—Con lo bien que ibas… —lo regañó Julia—. Tanto tiempo con nosotras y aún no has aprendido ni lo más básico. No sabes nada, Chico Nieve. No puedes ir a un tío y preguntarle directamente sobre lo que quieres saber. Es absurdo. Todo el mundo lo sabe. ¿Verdad, Dulce?

—Verdad. Los hombres no piden indicaciones para ir a los sitios y no responden a preguntas directas. ¡Todo el mundo lo sabe!

—Por eso se venden tantos GPS —prosiguió Julia—, ese cacharro insufrible que en definitiva no es más que un mapa carísimo e impertinente.

—Y por eso nosotras tenemos que estrujarnos el cerebro buscando indirectas que los lleven a hacer o decir lo que necesitamos, pero pensando que ha sido idea suya —concluyó Dulce—. Es una realidad constatada científicamente.

—Pero eso no es así —insistió el Chico ante la mirada de desaprobación de las dos amigas—. Los GPS son maravillosos porque, cuando te equivocas de dirección, en vez de agarrarte del brazo y gritar «era por allí», buscan automáticamente una ruta alternativa y te indican el nuevo camino con una voz amable y cariñosa. Y, es cierto que yo no soy ningún lumbreras, pero es complicadísimo pillar esas indirectas que, según vosotras, son tan claras. Por lo general, lo único que entendemos es que lo que decís no se corresponde con la cara que ponéis. Pero cuando preguntamos si pasa algo decís que no pasa nada, y entonces dais muchísimo miedo. Como ahora…

—Está claro que no nos tienes el miedo suficiente —concluyó Julia—. Me has decepcionado, Chico. Estás castigado. Vete a tu casa y mañana hablaremos de tu castigo. Y no me pongas esa cara, que a mí me duele más que a ti.

Él agachó la cabeza y se marchó arrastrando los pies. Antes de salir lanzó una mirada de pena a las dos chicas, que se mostraron inflexibles. Mientras cerraba la puerta, sin embargo, se armó de valor y se atrevió a decir una última cosa.

—No te odian. Si te odiaran, no te pondrían música ni bromearían contigo. Si hay tensión entre vosotros es por otro motivo. Y, si no se lo preguntas, nunca lo sabrás.

Dulce se quedó pensativa. Lo que acababa de decir el Chico sonaba desconcertantemente razonable. Igual lo había infravalorado y podía ser de alguna utilidad. En definitiva, era un hombre. Quizá no resultaba tan descabellado que pudiera tener alguna idea sobre el modo de pensar de sus congéneres.

—¡Hombres! —sentenció Julia—. No saben nada ni de sí mismos. Pero cómo me pone cuando salen protestones. ¿A ti no te pasa?

—¿Que si me pone el Chico protestando? Prefiero a la princesa Leia, hasta con el pijama blanco y las ensaimadas.

—Toma, y yo. Pero es que en el fondo somos un par de frikis. Y, ya que hablamos de ello, se me ocurren algunos modelitos más con los que podrías dejar a los tuyos listos para cortar en trocitos y zampártelos a cucharadas.

—Cuando empiezas con metáforas así es que tienes hambre. ¿Saco un bote de helado?

—Ay, sí, por favor. ¿Tienes de chocolate?

—Menuda pregunta. El día que en esta casa no haya helado de chocolate, será que ha empezado la invasión de los ultracuerpos y la auténtica yo está dentro de una vaina gigante.

Dulce condena
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