2

Oscuridad, eso era todo lo que mis cansados ojos lograban apreciar.

Una voz, esa voz de fondo que hace unos minutos creí escuchar estaba ahí nuevamente.

Era una voz masculina y que se oía demasiado lejos para mi gusto. No lograba descifrar nada de lo que estaba diciendo. Quería abrir los ojos, pero me costaba. Esa suave voz seguía hablándome, diciendo “Anna” una y otra vez y yo quería saber de dónde, más bien de quién, provenía. Me obligué una vez más a abrir mis párpados hasta que logré hacerlo. Lentamente comencé a separarlos, una cegadora luz asomándose me estaba prohibiendo la vista.

 

– ¿Te encuentras bien? –Pregunto una vez más esa armoniosa voz.

Logré abrir completamente mis ojos y me encontré con un chico de cabello rubio.

– ¿Dónde estoy? –Fue lo único que logré articular.

–Estás en un hospital, no te muevas mucho, te acaban de hacer un lavado de estómago.

– ¿Un lavado de estómago?

–Así es. No deberías ingerir tantas tabletas. Tuve que inventar una gran historia, decir que te habían dopado en la “fiesta” a la que fuiste anoche y fingir que somos novios para que no te encerraran por drogadicta.

–Gracias. –Susurré avergonzada.

–No hay de qué. –Iba a decir algo más pero, justo en ese instante, entró un inoportuno doctor.

–No le exigiré que me cuente nada. –Dijo aquel hombre de delantal blanco dirigiéndose obviamente hacia mí–. Debido a que su novio. –Apuntó al extraño–. Me contó lo sucedido.

–Doctor yo…

–No diga nada. –Me interrumpió–. De seguro debe sentirse muy dolorida. Son horas las que estuvo inconsciente y con el lavado de estómago debe estar algo aturdida.

–De acuerdo. –Susurré.

–Sólo procure estar alejada de esa o esas personas que le brindaron tales pastillas. No la quiero volver a tener por aquí con este tipo de síntomas. –Asentí–. Ya puede usted irse a casa, su novio es libre de llevársela. –Sin agregar nada más, el doctor salió de la habitación.

–Gr-gracias. –Agregué en un susurro nuevamente.

– ¿Por qué me das las gracias ahora? –Me miró con cara de confusión.

–Por traerme aquí, por inventar esa historia, por fingir ser mi novio para evitarme problemas.

–Ya te dije antes, no tienes nada que agradecer. –Me brindó una sonrisa. Comencé a levantarme para poder vestirme pero en una maniobra mal hecha perdí el equilibrio llegando casi al suelo, y digo casi porque unos cálidos brazos impidieron que cayera–. Déjame ayudarte. –Dijo ayudándome a incorporarme.

–Está bien. –Respondí sin elevar la vista.

 

Para cuando ya estuve otra vez sentada en la cama, él acercó mi ropa que estaba acomodada en uno de los cajones de un pequeño mueble blanco que adornaba la habitación y, sin pedirle yo nada, comenzó a ayudarme a vestir. Sentí una corriente eléctrica cuando las yemas de sus dedos rozaron mi piel mientras él me vestía cuidadosamente.

 

–A ver, párate un poco para ayudarte con el pantalón. –Me tomó de los brazos y los colocó alrededor de su cuello–. Afírmate muy bien.

–De acuerdo. –Mientras él seguía subiendo poco a poco mis pantalones, yo observaba cada movimiento que él daba.

 

Para cuando ya estuvo casi a mi altura, me armé de valor y lo miré frente a frente.

Enseguida nuestras miradas de conectaron; mis ojos, negros como la noche, y los suyos, celestes como un día completamente despejado. Maldición, eran los ojos más hermosos que conocí alguna vez. Estuvimos así, mirándonos fijo por no sé cuánto tiempo; no quería alejar mi vista de la suya, creo que ninguno de los dos quería eso… Era hermoso, realmente hermoso.

Su cabello era rubio y le llagaba hasta un poco más debajo de los hombros; su tez era blanca pero no al extremo de ser pálida. Sus labios eran delgados y tenían un color rosa que se me antojó apetecible. Era un tanto alto, me atrevería a decir que medía un metro ochenta y algo.

Iba vestido con unos jeans gastados, zapatillas convers negras, una remera del mismo color y encima una camisa a cuadros de esas que tanto me gustaba. Grunge. Era perfecto en todo sentido.

Estábamos tan cerca que podíamos respirar el mismo aire, su aliento cálido chocaba contra mi piel facial y viceversa, nuestras respiraciones estaban agitándose a medida que el segundero del reloj corría. Podía sentir como mis mejillas se sonrosaban pero no me importó…

Él cogió de mi cintura y yo me aferré más a su cuello… Lentamente, pero sin despegar nuestras miradas, comenzamos a acercarnos más y más; y como si estuviéramos cien por ciento conectados, nuestros ojos fueron a parar a los labios del contrario. Deseo, eso era lo que estaba sintiendo, deseo por tener esos comestibles labios entre los míos, deseo por saborearlos hasta saciar esta sed tan repentina que me dio y, sin perder más tiempo, ataqué su boca… Por un momento creí que él se alejaría, pero no fue así, al contrario, me apegó más a su cuerpo y devoró mis labios; era un beso húmedo, apasionante, excitante de cierto modo.

¿Cuándo había sentido tantas ganas de besar a alguien? Nunca.

¿Cuándo se me había acelerado tanto el corazón al besar a alguien? Jamás.

Algo había en este extraño, ni siquiera sé su nombre y aun así estoy entre sus brazos comiéndonos los labios. Tal caníbales hambrientos del otro. Nos besamos hasta que los dejamos rojos e hinchados, hasta que la respiración se nos cortó, hasta que nuestros corazones explotaron.

 

– ¿Quién eres? –Pregunté agitadamente–. ¿Cuál es tu nombre?

–Soy tu novio, ¿acaso no lo recuerdas? Eso es lo que piensa el doctor. –Bromeó.

–Hablo en serio. –Dije sin dejar de rozar sus labios.

–Soy músico y mi nombre es Donald, Donald Bouffart.

–Donald Bouffart. –Repetí.

–Así es. –Dijo con una sonrisa en sus labios.

– ¿Puedo llamarte Don?

–Puedes llamarme como tú quieras. –Accedió-. Ahora dime tu nombre, ojos negros.

–Soy Annabelle Polliensky Giordano.

–Un gusto Annabelle. –Me besó.

–Igualmente. –Respondí separando nuestros labios pero no demasiado–. Creo… Creo que es hora de irnos. –Comenté a penas.

–Tienes razón. –Concordó pero no se separó de mí–. Si no nos vamos de aquí, mis ganas por hacerte mía crecerán. –Se me cortó la respiración. ¡Dios!, ¿se habrá dado cuenta de que yo anhelaba lo mismo?

– ¿Siempre eres así?

– ¿Así como?

–Así de directo.

–Sí. –Respondió sin dudar–. ¿Te molesta? ¿Te incomodé?

–Para nada. Me agrada de hecho. –Y vaya que me agradaba.

–Genial entonces. –Me miró y me sonrió–. Vamos, salgamos de este lugar.

–Sí, no me gustan los hospitales. –Comenté.

–Pues ya somos dos. –Tomó de mi mano, nos dirigimos a recepción para ver lo de la cuenta, dejé un cheque y salimos de allí.