EPÍLOGO

 

 

El suelo estaba húmedo. La luz de las antorchas se reflejaba en los pequeños charcos de agua estancada. El techo abovedado era invisible a los ojos de los tres hombres que cruzaban la sala con temor reverencial. Diez metros más adelante, allí donde la trémula luz no se atrevía a expulsar la negrura, se intuía un enorme orificio horadado en la tierra. Un agujero cuyo fondo se perdía en las entrañas de la tierra; tan antiguo como el propio planeta una vez azul.

—Es aquí —dijo uno de ellos, un hombre bajo y ancho de espaldas.

—Sí, yo también lo percibo —afirmó el segundo. Tenía una voz grave y atractiva.

El tercer hombre se adelantó a sus compañeros y se detuvo a unos pocos pasos del abismo. Era Udina.

El comandante buscó algo en su bolsa. Apenas podía contener su exultación. Sus dedos rozaron el objeto e inmediatamente sintió una corriente eléctrica extendiéndose por todo su sistema nervioso.

La estatuilla. Un vestigio de los cultistas originales de la Vieja Tierra. Posiblemente el último objeto que quedaba de ellos.

Al final, conseguirla había sido tan rematadamente fácil... Tras años de pesquisas y búsquedas clandestinas en círculos esotéricos y colecciones privadas, encontró el rastro de aquella reliquia en el despacho de un primer ministro codicioso y corrupto. Y la información conseguida apuntaba a Guntai. Entonces, sólo le bastó aguardar pacientemente el momento idóneo para mandar a un mercenario prescindible a por ella. Udina albergó entonces serias dudas de que aquel inútil lograse dar con ella. A fin de cuentas las referencias que le proporcionó a ese desgraciado fueron bastante vagas.

El comandante recordó el esfuerzo de contención que tuvo que hacer cuando la sostuvo entre sus dedos por primera vez. Al principio no se lo creyó. Pasó muchas noches en su camarote encerrado con la estatuilla. Ésta le susurró todas las noches desde entonces, con una voz melosa y atractiva, revelándole los misterios de esta realidad y de otras.

El comandante Udina extrajo la estatuilla de su bolsa y la admiró una vez más. Se trataba de una llave. La llave a una nueva era. Una era de caos, muerte, locura. Purificación y renacimiento. Un nuevo mundo en el que tan sólo los auténticos creyentes prevalecerían sobre la inmundicia mundanal de una humanidad condenada a la extinción.

Alargó el brazo hacia adelante, sosteniendo la estatuilla sobre el pozo sin fondo. Los tres hombres se quedaron hechizados contemplando como los destellos de las antorchas acariciaban la negra superficie del objeto. Las lenguas de fuego se deslizaban por sus contornos, mostrando su abyecta y monstruosa figura en todo su demencial esplendor.

—Finalmente ha llegado el momento. Tras décadas de búsqueda, hemos encontrado su semilla —dijo el dueño de la voz grave.

—Así es —afirmó Udina. Su cuerpo temblaba de los pies a la cabeza, consciente del inconmensurable poder primigenio que dormitaba allá abajo.

—Hoy comienza una nueva era —sentenció el tercer hombre. Habló con solemnidad, como si cargase sobre sus anchas espaldas aquel momento transcendental—. Una era donde el Antiguo despertará de su letargo y recuperará lo que siempre fue suyo. Esto empieza aquí y ahora. Gracias a nosotros, centinelas de su horror purificador.

Udina cerró el puño envolviendo la figurita con sus dedos. La notó al rojo vivo. Entonces los tres hombres entonaron un cántico en una lengua tan antigua como el mundo pero inhumana. Primero en voz baja, progresivamente más y más alto, hasta llegar al aullido. Sus propias voces, amplificadas por efecto de la caverna, les percutieron los tímpanos:

—¡Udfang'cho! ¡Kal—ham'to jal—guna cho! Rok ma kumaton! ¡Udfang'cho! ¡Udfang'cho!

Prosiguieron el cántico, sumidos en un trance mental compartido, durante los siguientes minutos, sin desfallecer ni un solo instante. No titubearon cuando algo apareció lentamente desde el pozo, elevándose desde el abismo hasta situarse por encima de sus cabezas.

El fuego de las antorchas apenas lograba más que dibujar unos contornos de pesadilla. Pues ante los tres hombres había suspendida en el aire insano del lugar una figura demencial. Una criatura abyecta y aberrante. Vagamente antropomórfica, pero de proporciones atroces. Tenía las extremidades demasiado largas. Totalmente erguida, debía medir cerca de los tres metros. Un par de alas membranosas le permitían mantenerse sin tocar el suelo. Pero sin lugar a dudas lo más característico de aquella fisionomía demente eran los tentáculos que le caían sobre el pecho flácido desde una cabeza pulposa.

Tras eones de confinamiento, tres hombres habían hallado y despertado la semilla de un antiguo dios primigenio.

El final de toda existencia está cerca.