CAPÍTULO 4: CONVERSACIONES
El comandante Udina meditaba ante el mapa holográfico del puente de mando cuando la teniente Elana se le acercó.
—Informe.
Udina apartó la vista de un punto de luz que correspondía a un remoto planeta, lejos de las fronteras de la Federación, y se volvió hacia su teniente. El comandante la miró fijamente, inquisitivo. Pocas personas a bordo del Pegasus eran tan rectas, capaces y resolutivas. Capaz de desenvolverse con la misma eficacia tanto en el campo de batalla como en una recepción del Alto Mando. La impulsaba la creencia de que todas sus acciones estaban destinadas a la noble causa de defender a la humanidad contra los horrores desconocidos más allá de la frontera. La patrulla y vigilancia del perímetro de la Federación era todo cuanto importaba en su vida. Ella creía en lo que estaban haciendo allí. Patrullar la línea que separaba los territorios civilizados de la Federación del resto de la galaxia. Un lugar inmenso, ignoto y peligroso.
O así lo proclamaban los reclutadores federales a los potenciales nuevos reclutas. Tras más de veinte años patrullando las fronteras, el comandante había ido dejando atrás las proclamas oficiales para adoptar una actitud más pragmática. Había… situaciones y contratiempos que surgían ante el casco de su nave que difícilmente se podían resolver siguiendo los canales oficiales.
—Manson está de vuelta, señor –dijo Elana, firme y con ambas manos a la espalda.
—Es un contrabandista. Debería mandarlo a Omega II o cualquier otra prisión federal –dijo Udina con un tono neutro.
—Así es, señor –respondió Elana—. Sin embargo…
—Sí. Lo sé –el comandante cortó a su subordinada antes que ésta pudiese plantear su objeción—. Le prometimos algo a cambio de recuperar la información.
—Permiso para hablar con franqueza, señor –solicitó Elana.
Udina la miró sin parpadear, levantando una ceja en un gesto casi imperceptible.
—Adelante.
—Admito que la idea de utilizarle a él para recuperar la información perdida fue ingeniosa.
—No diría tanto, pero está bien. Anderson no estuvo mal. Prosigue.
Elana relajó ligeramente su postura, pero sin descuidar en ningún momento el protocolo militar.
—Se le prometió algo a cambio –continuó ella—. Su libertad. No puedo decir que lo apruebe. Pero el contrabandista ha cumplido su parte.
—Y la Federación no puede traicionar sus principios. Ni siquiera tratando con escoria como él. ¿Es eso lo que pretendes decirme?
—Así es –afirmó ella con solemnidad.
Udina le hizo un gesto vago con la mano, como si se hubiese percatado ahora que ella seguía en posición de firmes.
—Teniente Elana. Todavía me maravilla la visión tan luminosa de nuestra Federación que preservas –dijo abarcando el holomapa con ambas manos.
—¿Señor?
—Algunos la tacharían de inocente. Incluso puede que de pueril –añadió Udina. Elana apretó la mandíbula, pero se mantuvo en silencio—. Sin embargo, y le pese a quien le pese, la Federación todavía cumple con su palabra. Mala imagen daríamos al pueblo si jugásemos sucio –el comandante se rascó el mentón, obviando deliberadamente aclarar si el asunto de chip explosivo entraba o no en la categoría de juego sucio—. Dime, Elana: ¿crees en la reinserción social?
La teniente se extrañó de semejante pregunta en aquel contexto.
—Sí. Creo que siempre hay esperanza y posibilidad de mejorar día tras día.
—Yo siempre me había mostrado escéptico a dicha cuestión. Sin embargo, desde hace algún tiempo, empiezo a creer que todos nosotros podemos enderezar nuestras absurdas vidas, encontrar el rumbo –respondió Udina, cerrando un puño en un gesto de convicción— hacia la salvación.
Elana parpadeó, por primera vez desconcertada. Aquella manera de expresarse de su comandante tenía ecos de las antiguas y abolidas religiones cuyos fanatismos tantas muertes habían provocado a lo largo de la historia de la raza humana.
—Lo que intento decir es que, enfocado hacia unos determinados objetivos, el armario empotrado que es ese contrabandista podría ayudar a alcanzar el bien común.
—No comprendo… —respondió ella. Aunque sí lo hizo, en realidad no quería asumir lo que el comandante Udina estaba diciendo.
—El señor Manson será puesto en libertad. Y a continuación tal vez la haga alguna oferta de trabajo.
—¡No puede ser cierto, señor! –Elana se exaltó involuntariamente. Ella descendía de un linaje de militares, la familia Lethane. Ella era hija de militares, nieta de militares. Servir en la Armada era una cuestión de orgullo y honor. No se podía ofrecer más a la sociedad que la propia vida en pos de descubrir nuevos sistemas y proteger el territorio de la Federación de amenazas de toda clase. Las guerras Tolai habían forjado el carácter de sus ancestros, dejando una impronta imborrable en las siguientes generaciones. Sacrificio, deber y honor. Poder servir en la Federación era algo que debía ganarse con esfuerzo y tesón. Y ahora, su comandante, un hombre práctico, pero no por ello irrespetuoso con la institución a la cual representaba y servía, iba a ofrecerle a un sucio, tramposo, y charlatán contrabandista servir en la misma.
—Teniente, te recomiendo que te recompongas. Hasta ahora siempre he tenido muy buena opinión de tu temple –le dijo Udina.
—Sí… señor –respondió ella recobrando de inmediato la compostura. Semejante desliz era impropio de una Lethane.
—No seas tan estrecha de miras –le reprendió Udina con un tono paternalista que disgustó a Elana profundamente—. Podría llevar a cabo tareas indignas para un militar.
—Los militares no tememos ensuciarnos de barro, señor –respondió ella conteniendo su orgullo.
—Ojalá fuese así, teniente. Ojalá toda la Armada la formasen militares con tu misma resolución. Pero desafortunadamente no es así.
***
Fordak Manson entró en el puente de mando. Sin ceremonia alguna, llegó hasta Udina y le tendió la bandolera de Kronenberg.
—Aquí lo tienes. Mi parte —dijo Manson. Udina cogió la bolsa con un gesto mecánico—. ¿Doctora Yan? ¡Ya puede quitarme el chip, gracias! ¿Doctora? —se volvió hacia Elana, que estaba al lado del comandante, ignorando a éste—. Disculpa, encanto, ¿me recuerdas cómo llego a la enfermería desde aquí?
El comandante entregó la bandolera a un asistente.
—Analiza el contenido —le dijo.
—De inmediato, señor —respondió el auxiliar desapareciendo por el corredor que conducía al laboratorio de la Pegasus.
—¿Doctora? —repitió Manson irritando al comandante a propósito.
—Teniente Elana —dijo Udina—, acompañe a Manson a enfermería. Ahora le paso a la doctora Yan la autorización para la intervención.
—Gracias “jefe” –dijo Manson enseñando los dientes con una sonrisa impostada.
Fordak le tendió la mano. Udina tardó unos segundos en estrecharla, y cuando lo hizo apretó con fuerza. El mercenario le devolvió el apretón con todavía más vigor.
—¿Es un saludo o un pulso? —dijo el comandante sin parpadear.
—Disculpa, a veces no controlo mi propia fuerza —respondió Fordak soltándole la mano. Evidentemente era mentira. Había sido una escenita de machito innecesaria. Ojalá pudiese haberle apretado algo más que la mano. Pero todavía llevaba el maldito chip incrustado en alguna parte.
—Sígueme —le dijo Elana.
Manson inclinó la cabeza ante el comandante a modo de despedida y siguió a la teniente.
Cruzaron la Pegasus en unos pocos minutos hasta llegar a la enfermería.
—Es aquí —dijo ella.
Se detuvieron ante una compuerta doble. Fordak se percató entonces de la línea verde del suelo que habían estado siguiendo desde el puente de mando. Ni se había dado cuenta.
Entraron. La enfermería era una sala de tamaño medio. Todo era blanco, aséptico. La luz era indirecta e uniforme. Contaba con equipo que Manson no había visto en su vida. A parte de ocho camas, en el fondo había tres grandes tubos de zumo de algas. Los espacios entre el mobiliario estaban ocupados por pantallas de datos y cajones de material disimulados en las paredes de la estancia.
—Ahí es dónde te curamos —le dijo la teniente Elana apuntando a uno de los tubos y confirmando sus sospechas.
La doctora Yan estaba ocupada examinando unas quemaduras de un técnico de la nave.
—Vuelve a verme dentro de unas cuatro horas, Will. Con el tratamiento que te he administrado, para entonces ya no debería quedar ni la cicatriz.
—Gracias doctora Yan.
—A ti Will. Por mantenernos a flote.
Fordak se sorprendió del trato que daba la doctora Yan a aquel hombre. Parecía casi como una conversación entre una madre y un hijo.
Will se incorporó y salió de la enfermería, saludando militarmente a Elana antes de abandonar la sala.
—Bueno, aquí estás de nuevo. Veo que lo has conseguido —dijo la doctora— ¿Listo para sacarte ese rastreador?
—Por favor.
—Ven, siéntate aquí —la doctora le indicó la cama más cercana.
Fordak hizo caso. Ahora que pensaba en ello, no vio ninguna mesa de operaciones.
—Elana, querida, ¿querrás acompañarnos?
—Claro— respondió la teniente. Se sentó en la cama cercana, delante de Manson.
—Verás —empezó la doctora Yan—, soy poco partidaria de estos chips. Pero bueno, al final son órdenes de arriba.
Sacó un pequeño aparato con forma de mando a distancia de uno de los bolsillos de su bata médica. Apuntó a Manson y pulsó un botón.
—Ya está, te has portado muy bien —dijo la doctora—. Lo malo es que se me han acabado las piruletas.
Fordak Manson no entendió nada. Elana no pudo evitar sonreír ante el rol de pediatra que había adoptado la doctora Yan.
—¿Cómo que ya está? —preguntó Manson.
—Ya está. El chip ha sido desactivado. Lo eliminarás por la orina en las próximas micciones. Por seguridad, abstente de mantener relaciones sexuales durante las próximas cuarenta y ocho horas.
El mercenario no estaba satisfecho. Si no le enseñaban un pedazo de silicio manchado con su propia sangre, no podía saber a ciencia cierta si realmente le habían quitado el chip o no.
—¿Pero cómo sé…? —empezó a decir Fordak.
—Te esperabas una intervención más vistosa, con un cuchillo serrado tal vez… ¿no es así? Querido... esto es la Federación. Hemos avanzando un poquito últimamente —dijo la doctora sacándose un cigarrillo de otro de sus bolsillos y encendiéndolo.
Ante el aturdido Fordak, fue Elana la que habló.
—Gracias doctora por su tiempo.
—No hay de qué —respondió ella dando una larga calada—. Por todo lo bueno, necesito un buen meneo. ¿Sabes cuánto queda para el siguiente permiso, cielo?
Elana hizo un cálculo rápido.
—En dos semanas aterrizaremos en Acheron para reabastecernos.
—¿Dos semanas todavía? Por favor... —la doctora volvió a llevarse a los labios el tabaco.
—Un momento —dijo Fordak, tratando de ordenar en su cabeza todo aquello. Pero lo primero que dijo fue lo último que le había llamado la atención, que no lo más importante—. ¿Está fumando?
La doctora contestó con otra calada. Expulsó el humo hacia arriba y éste se desvaneció a los pocos segundos en una espiral perezosa.
—Existe el tabaco inocuo desde hace bastante tiempo. Aunque tal vez no haya llegado aún a la Frontera —explicó Elana.
—Aun así, no deja de ser un vicio tonto del que debería prescindir —añadió Yan.
—¿Y ahora qué? —preguntó Manson refiriéndose a su situación actual.
—Habla con el comandante. Quizás tenga una oferta para ti —dijo Elana, moviendo un brazo adormecido. El movimiento evidenció sin pretenderlo sus pechos. Fordak no pudo evitar desviar los ojos, y esta vez Elana se percató. Su tono de voz cambió de inmediato. De manera cortante, le reprendió—. Vista al frente, soldado.
—¿Una oferta del comandante? No, gracias —respondió Manson con un parpadeo mal disimulado y enfocando de nuevo en los ojos verdes de ella.
—En cualquier caso, antes de hablar con el comandante, hazle un favor a la tripulación de la nave y date una ducha —dijo la doctora Yan antes de terminarse el cigarrillo.
***
Elana le guió hasta las duchas. No estaban demasiado lejos de la enfermería. La teniente le dio una tarjeta que le identificaba como visitante del Pegasus. Además, le informó que en el vestidor adjunto a las duchas habían preparado una muda para él. Por último, le explicó que para volver al puente de mando tan sólo debía seguir la línea naranja del suelo una vez que estuviese listo. Después, la teniente le requisó la pistola y le dejó a solas.
Fordak entró. Se desnudó y dejó la ropa en uno de los bancos centrales que había en el vestuario. Se quitó la camiseta, botas, calcetines, pantalones y calzoncillos. Se encaminó sin prisa hasta situarse debajo de uno de los grifos. Sus hombros eran anchos, su torso poderoso. Sus abdominales habían perdido algo de definición últimamente, pero todavía estaban allí. Habituado a correr desde que tenía uso de razón, sus piernas eran duras y le permitían recorrer largas distancias antes de comenzar a cansarse.
Los sensores detectaron su posición y se activó el proceso. Primero el agua salió enjabonada, y más adelante pasaría a modo aclarado. El agua se llevaba la mugre mientras Fordak recordaba tiempos mejores.
Recordó el Galatea, como había conseguido un puesto a bordo tras convencer a Loras tras una pelea de bar tan cutre como vergonzosa. Pero su mente viajó más atrás, rememorando su adolescencia en las calles de Urano. Su timos a confiados ricachones, los pequeños hurtos para procurarse comer caliente. Entonces era pobre, pero salía adelante y no respondía ante nadie. ¿Pero ahora? Teóricamente ya era libre de nuevo, pero todavía seguía bordo del Pegasus de Udina. Seguía estando a su merced. Lo más lógico era pensar que cuando la nave repostara en Acheron, lo dejarían en tierra. Entonces sí que volvería a ser libre una vez más.
Libre y con una mano delante y otra detrás. Sin un sólo crédito. Con veintiocho años, ya era demasiado mayor para lanzarse a los parabrisas de los ricos para sacarles una indemnización. Eso ya no colaría. Dentro de nada, si pretendía retomar el fraude como forma de vida, tendría que empezar a conquistar a las viudas con dinero.
Mason se frotó el pelo con la espuma que caía sobre él. ¿Realmente eran tiempos mejores? ¿O simplemente tiempos pasados?
No, no estaba hecho para cazar viudas. Había descubierto que lo suyo era la aventura. Estar siempre en movimiento. Era un culo inquieto. Y la vida de contrabandista era lo que más se aproximaba a su idea de encarar la vida. No servía para otra cosa que no fuese correr y esquivar el fuego enemigo, tanto a pie como a los mandos de un carguero reparado una y mil veces.
Pero ahora, cuando lo dejasen en Acheron, no tenía manera de hacerse con una nave, aunque fuese pequeña. Debería probar suerte en el muelle, o vender sus servicios como matón o guardaespaldas... Nunca le había gustado dar palizas a nadie que no se las mereciera. Y llevarse un tiro destinado a un hijo puta mayor que él tampoco era su idea de un buen negocio.
Desde las taquillas le llegó un ruido. Una conversación en voz baja, que al poco tiempo se tornó en jadeos. La tripulación del Pegasus tenía maneras de pasarlo bien. Tenían tres comidas calientes, un sueldo fijo y permisos. La única pega era lo que eran. Militares. Con su cadena de mando, su disciplina absurda y su estúpido protocolo. Fordak no pudo evitar sonreírse ante la imagen mental de sí mismo vestido de uniforme.
Cerrando los ojos, desechó aquella idea. Sin pensar en ello de forma consciente, su imaginación dibujó un rostro bonito, con el cabello rubio y los ojos verdes. Se percató que se parecía bastante a Elana, pero no dejó de fantasear. Su expresión seria era distinta; su mirada infinitamente más provocativa y el uniforme militar muchísimo más ceñido. Fordak tenía una erección en toda regla. Era la primera vez desde que había regresado de entre los muertos que podía tomarse el lujo de relajarse por completo. Lo que se tradujo en el resurgir de su sexualidad. Siguió fantaseando con aquella construcción mental que tanto tomaba prestado de Elana y que en su imaginación tenía todavía más curvas. Se agarró el miembro, dispuesto a satisfacerse por primera vez en mucho tiempo.
El conocido placer le recorrió por todo el cuerpo. Poco a poco comenzó a aumentar el ritmo, y con ello los pequeños latigazos de gusto. Entonces se detuvo en seco. Recordó la prohibición expresa que le había hecho la doctora. Nada de relaciones sexuales durante dos días. Maldijo entre dientes. Pero no apartó la mano. A fin de cuentas, la masturbación no podía considerarse estrictamente como relaciones. Reanudó el movimiento hasta que, con las rodillas temblando, dejó escapar un gemido grave y eyaculó copiosamente.
***
La Pegasus era una nave patrulla de clase Beta. Las habían más veloces, pero no tan polivalentes. Desde que saliera de los astilleros orbitales de Hanto, en el núcleo galáctico, había cosechado una impecable hoja de servicios bajo la dirección del comandante Udina. Destinada a tareas de patrullaje y control de la frontera de la Federación, la Pegasus era una nave puntera todavía hoy, tras quince años de servicio ininterrumpido. Los modelos más recientes que se ensamblaban en Hanto habían visto recortados algunas prestaciones debido al ciclo de crisis económico que había azotado a todos los sectores de la Federación durante los últimos seis años.
Su diseño era atrevido y afilado. El cuerpo central de la nave era alargado y fino; su morro era puntiagudo y amenazante, y en la popa nacían sendas alas que desplegaban dos enormes motores hiperespaciales gemelos acoplados. En el extremo de ambas alas relucían láseres triples. Vista desde arriba, la Pegasus contaba con una popa tres veces más ancha que el resto de la nave. La pintura del casco era de un azul oscuro que, junto con el fulgor azulado de los motores sublumínicos, había hecho que mucha gente conociese este modelo con el sobrenombre de Fuego Azul.
Contaba con una tripulación de cincuenta y cuatro personas, y tenía autonomía suficiente para viajar por el espacio durante dos años estándar sin necesidad de atracar en ninguna parte. Sin embargo, en tiempos de calma diplomática, la Federación acortaba los periodos de servicio en pos de una mejor calidad de vida de sus tropas. La Pegasus pronto se dirigiría a Acheron, y allí su tripulación contaría con una semana de vacaciones en tierra.
Fordak Manson entró en la sala de operaciones. Allí estaba, como siempre, Udina.
Una docena de técnicos trabajaban en las consolas dispuestas circularmente alrededor del mapa central. Junto a Udina estaba Elana, siempre pegada al comandante como si fuese su sombra. Fordak evitó mirarla directamente a los ojos.
El contrabandista todavía llevaba el pelo húmedo, peinado hacía atrás. Nunca le habían apasionado los secadores de cuerpo entero. Vestía ahora unos pantalones y una camiseta grises, con el escudo de la Federación bordado en una manga.
—Hola de nuevo, comandante.
Udina no respondió. Escudriñaba a Manson, intentando calibrar qué usos podía darle a alguien como él.
—Vaya, pensaba que me verías con mejores ojos —añadió Fordak.
—Quizá sea así —respondió Udina con frialdad.
Manson echó a andar lentamente, observando lo que hacían los técnicos en sus puestos de trabajo. En ningún momento dio la espalda al comandante, pero tampoco le miró directamente cuando volvió a hablar.
—Bueno, llegados a este punto de entendimiento, me imagino que me dejaréis en tierra cuando aterricéis en Acheron.
—Así es —respondió el comandante—. Dime, Manson ¿Tienes ya pensado qué harás una vez en tierra? Acheron es un sistema con algunas oportunidades laborales en tareas de seguridad. ¿Te dedicarás a ello? ¿Un trabajo rutinario a cambio de un salario mediocre?
—No lo tengo decidido todavía. Aunque el trabajo de guardia de seguridad se parece bastante a esto que hacéis aquí, sólo que durmiendo cada noche con tu mujer y en tu propia casa —respondió Manson observando distraídamente la información de las estrellas más próximas en el holograma.
—Fordak, eres un impertinente —le dijo Elana.
—Así es —afirmó Udina—. Es su naturaleza, teniente. La impertinencia suele ir pareja con la rudeza. Y a veces es necesaria gente ruda como tú para determinados trabajos.
Fordak Manson no respondió. Seguía memorizando todo lo que veía proyectado delante de él. El sistema Goltair, a poco más de dos horas de viaje, era rico en productos químicos que quizá pudiera revender en la capital a buen precio; el planeta Kubeiio, a menos de cuatro horas, famoso por sus plantas que, una vez procesadas daban una droga blanda de fácil colocación en el mercado negro...
—Te estoy ofreciendo trabajo, Manson. Lo he estado meditando y creo que podríamos beneficiarnos mutuamente.
—Me halagas, Udina. Pero no estoy hecho para besar la bandera. Ni la vuestra ni ninguna otra, no es nada personal —respondió Fordak fijando de nuevo su atención en él—. Además, tengo cierta dificultad para aprenderme los rangos. Comandante es más que capitán ¿no? ¿O era al revés?
—Escucha Manson, no te quiero en el ejército. Es más, dudo que nunca llegases a ser digno de llevar este uniforme –Elana pareció sacar pecho ante aquel comentario, pero se guardó de interrumpir a su superior—. Te ofrezco trabajar como lo que eres. Un… agente libre.
Manson se giró hacia él. Ahora sí que había logrado captar su atención.
—No soy barato, y cobro en créditos. Nuestra primera transacción ha sido gratis en deferencia al hecho de salvarme de los restos del Galatea. Pero a partir de ahí tengo gastos que cubrir.
El comandante Udina tuvo a bien omitir el detalle del chip.
—Se te pagará conforme la dificultad y peligro del trabajo que asumas. A ojos de cualquier otro militar federal serás un civil autónomo. Recuerda esto porqué es importante: tus antecedentes serán borrados si aceptas responder sólo ante mí. Pero si haces algo que no debes y te capturan, será tu problema. Para mi será como si no hubieses nacido. No te conozco y no te salvaré el culo –recalcó Udina con una expresión dura como el casco de la nave—. Puedes dedicarte a lo que quieras entre misión y misión, pero no seas tan estúpido como para infringir la ley otra vez. Nuestros tratos y la naturaleza de tus encargos serán considerados alto secreto. Te pagaré por tus resultados y tu discreción.
—¿Como algo extraoficial? –preguntó Fordak.
—Absolutamente.
Elana se cruzó de brazos y cambió el peso de una pierna a la otra. Tenía curiosidad por ver si el contrabandista hacía una última estupidez.
Fordak Manson se rascó la barba de varios días en un gesto pensativo. Aunque Udina fuese un imbécil, era un imbécil importante. Y le estaba ofreciendo trabajo. Además de borrar sus antecedentes. Si rechazaba, tendría que malvivir en Acheron hasta conseguir el dinero suficiente para un billete a otra parte con más oportunidades Por otra parte, si pretendía hacerse con una nave y volver a surcar las estrellas, aunque fuese un carguero clase Mantis oxidado, necesitaría varios lustros de trabajo honrado para pagarlo. Podía aceptar el acuerdo, arrancar y más adelante volver a trapichear con más cuidado. A fin de cuentas si colaboraba esporádicamente con Udina podía acabar obteniendo a la larga información útil de manos de un federal para evitar al resto de naves de la Federación.
—Necesitaré una nave —respondió Fordak Manson extendiéndole la enorme mano para cerrar el acuerdo.
Udina le estrechó la mano. Elana suspiró casi imperceptiblemente. Al final el comandante lo había hecho. Había cerrado el trato con aquella sabandija criminal.
—Te proporcionaré los fondos necesarios para que puedas empezar —respondió Udina. Ni siquiera ahora se permitió relajar su expresión ceñuda.
—Comprendo —dijo Fordak Manson, apenas consciente del cambio de rumbo que acababa de dar su vida—. ¿Cuándo empezamos?