CAPÍTULO 22: ESTO ES LO QUE HAY
Elana. La teniente Elana. La mano de derecha del comandante Udina. La mujer que lo lanzó en aquel ataúd metálico sobre Tulheia VI hacía ya tanto tiempo.
Allí estaba. En mitad de ninguna parte, en un planeta irrelevante como Tompali. Ante él.
—Tendrás muchas preguntas. Será mejor buscar un lugar tranquilo para ponernos al día.
—Intenté contactar con vosotros varias veces —dijo Fordak todavía aturdido por el repentino encuentro.
—Me hago cargo. Por favor, movámonos —respondió ella, vigilando el entorno.
Elana inició la marcha. Fordak, al ver que se encaminaba por dónde él había venido, la detuvo.
—Viajo acompañado.
—Entiendo. ¿Son de fiar? —preguntó ella desde la capucha oscura.
Fordak estuvo a punto de preguntarle lo mismo sobre ella: aparecida así, tan de repente. El contrabandista tenía una sola cosa segura: en este mundo no existen las coincidencias. Asintió con un gesto enérgico.
Dieron media vuelta y se dirigieron a la plaza. Allí estaba el establecimiento de compraventa de droides. Era un local estrecho y profundo, repleto de piezas y recambios hasta el techo, apiladas en precarias columnas. Fordak entró y Elana aguardó en la calle. Ante aquella inesperada situación, lo mejor era que Manson advirtiese a los suyos antes.
***
Diez minutos más tarde, el grupo estaba sentado en la misma mesa que Elana. G4-V8 flotaba cerca del hacker. La cantina era fea, pequeña y mal ventilada. La música sonaba demasiado fuerte. Elana no dejaba de vigilar con suspicacia todos los rincones, buscando posibles amenazas.
Cuando el camarero, un tipo joven y ancho, sirvió las bebidas y volvió a la barra, Elana se retiró la capucha. El mechón de cabello dorado seguía cubriéndole la parte derecha del rostro. Fordak la recordaba impecable, con su coleta perfecta, ni un solo pelo rebelde. Recordó su mirada altanera y sus aires de superioridad, ambos rasgos bajo control casi siempre gracias a su disciplina. Aunque no cabía duda alguna sobre su identidad, Manson notó algo distinto en ella. Tal vez sus gestos, o su mirada inquieta. No supo identificar lo que era, pero había algo distinto en ella.
—Bueno... pues aquí estamos —comenzó Fordak con los ojos clavados en la militar. Sujetaba su jarra con ambas manazas, pero todavía no se lo había llevado a los labios—. ¿Por qué no respondisteis a mis llamadas? —preguntó, yendo al grano.
Elana sí bebió de su jarra. Cuando volvió a dejarla sobre la mesa metálica, pensó muy bien las palabras que iba a pronunciar a continuación.
—Hubo... complicaciones a bordo de la Pegasus.
—¿De qué coño me estás hablando? —replicó Fordak abriendo las manos en un gesto de impotencia—. Yo hice mi trabajo. Varios encargos. Udina me prometió información. Me dijo que, tras el encargo del museo, podría decirme algo sobre el responsable de la muerte de mis camaradas.
—Sí, lo recuerdo —afirmó Elana.
Zerios bebió sin apartar la vista de aquella mujer. Una militar, parte del pasado de Fordak Manson, había reaparecido. Seguro que sólo puede traer buenas noticias, pensó amargamente el hacker. Aleya, por su parte, tampoco quitaba los ojos de la militar. La asesina era la única del grupo que se había percatado de que el mechón de Elana no era casual. Ocultaba algo.
—¿Y bien? —insistió Fordak con impaciencia.
La militar se removió en su silla y volvió a dar un trago. Su bebida, un líquido verde casi fluorescente, parecía anticongelante.
—Es importante que conozcas las respuestas en el orden adecuado, Fordak. Sólo así atenderás hasta el final.
El contrabandista puso los ojos en blanco y miró alternativamente a Zerios y Aleya, buscando una opinión sensata respecto al aparente sinsentido de conversación que se avecinaba...
—Siempre podemos levantarnos y largarnos —dijo Zerios intentando contener su profundo desprecio hacia la militar—. ¿O tal vez estamos detenidos? —añadió, inclinándose hacia adelante.
—Intenta calmarte —dijo Aleya dirigiéndose a nadie en particular—. Igual te interese oír lo que tenga que decirte, Fordak. Tal vez tengas una oportunidad de aprender algo nuevo hoy.
Fordak Manson dio un trago tan rápido que apenas saboreó su cerveza.
—Está bien —dijo. Cruzó ambos brazos sobre la mesa y se inclinó hacia Elana, mostrando interés—. Empieza por el principio: ¿Qué haces aquí y como coño me has encontrado?
—Veamos... En lo que se refiere a ti y tu relación laboral con Udina todo empezó con un arqueólogo ¿correcto? Resultó que el tipo había sido asesinado. Aun así te las ingeniaste para traer su terminal y sus notas. Algo que te valió para ganarte tu libertad. ¿Recuerdas el chip implantado?
—Cómo olvidar semejante muestra de confianza... —respondió Fordak con una sonrisa amarga que se congeló súbitamente en su rostro mal afeitado—. ¡Espera! Espera... ¿No lo llevaré todavía? —se palpó la nuca, frenético—. ¿Es así como me has rastreado? —Su expresión se tornó roja de furia.
—No hay chip, Fordak. Nunca lo hubo. Fue una mentira —respondió Elana dejando unos segundos de silencio para que lo procesara—. Podrías haber seguido con tu vida una vez abandonaste la Pegasus —ante el gesto furioso y confundido de Manson, Elana prosiguió—. ¿Recuerdas cuando te “desactivaron” el chip en la enfermería? Lo único que hizo la doctora Yan fue inyectarte un antiviral.
—¿Un antiviral?
Elana se encogió de hombros.
—Protocolo sanitario de la Armada. Al regresar de un planeta insalubre, y Tulheia VI desde luego que lo es, no son pocos los soldados que suben a bordo una o dos enfermedades de transmisión sexual. Y aunque no formabas parte de la Armada, viajabas a bordo de una de sus naves.
Fordak recordaba ahora el momento. La doctora Yan le había dicho tras pincharle que sencillamente expulsaría el microchip por la orina. Entonces aquello le sorprendió, pero al recuperar su libertad tardó poco en olvidarse por completo de aquel misterio médico.
—Hijos de puta... —dijo Fordak sin alterarse. No sonó como un insulto. Fue más la constatación de la evidencia de que lo habían manejado a su antojo.
—¿Cómo has dado con él? —preguntó Aleya.
Elana respondió.
—Cuando regresaste de Guntai y entregaste el paquete, instalamos un rastreador en tu carguero. Dejaste tu nave apenas diez minutos en el muelle de atraque. Tiempo más que suficiente para un técnico capacitado de la Federación.
—Sois casi tan sucios como los piratas —dijo Fordak negando con la cabeza.
—Puedes quitar el “casi” de la frase —añadió Rommel.
La militar observó unos segundos a aquel joven rapado con cresta de gallito. Destilaba un odio primordial hacia ella, o más bien hacia lo que ella representaba. Por el momento, decidió ignorarlo. Se volvió de nuevo hacia Fordak.
—Respondiendo a tu primera pregunta, estoy aquí porque no sabía a quién más acudir.
—Vaya, tú sí que sabes lanzar piropos.
—Cómo te decía —prosiguió ella haciendo caso omiso al comentario—, hubo problemas a bordo. Un motín contra Udina.
Fordak parpadeó varias veces. Aquello no se lo esperaba.
—La cosa se pone interesante, pero me cuesta de creer. Personalmente Udina me cae como una patada en el estómago, algo que ya debes saber. Pero no me pareció un tirano cabrón con sus hombres. Parecía estricto, además de imbécil, pero poco más —dijo Fordak.
—Y tú te amotinaste contra tu comandante —dijo Aleya, viendo las cosas venir antes que Manson.
Ante el silencio por respuesta de Elana, Fordak alzó la voz involuntariamente.
—¡No me lo puedo creer! —exclamó con una media sonrisa incrédula enmarcada por su mandíbula cuadrada.
—No me sorprende que el asunto te resulte jocoso, mercenario. Pero la cosa es bastante grave, como podrás imaginar una vez termines de recrearte —le soltó Elana, con un atisbo de ira esmeralda en el ojo que no permanecía oculto.
—Vaya... —murmuró Zerios mientras se llevaba el vaso a los labios. Incluso él comenzó a sentir curiosidad por saber cómo seguía aquel inesperado culebrón de militares amotinados.
—Perdona Elana —se disculpó Fordak—. Entiende que esto era lo último que me podía esperar. Y menos de ti, su mano derecha.
Elana tardó en responder. El comentario de Fordak le hizo viajar atrás en el tiempo. Cuando las cosas eran distintas. Y posiblemente mejores.
—Udina ha sobrepasado todos los límites. Traté que entrase en razón. Pero fue a peor.
—¿En qué sentido? —preguntó Fordak con una ceja levantada.
—¿Recuerdas los trabajos que hiciste para él?
—Sí, claro —respondió el contrabandista.
—El arqueólogo de Tulheia VI, la reliquia en Guntai, los datos obtenidos en el Museo —enumeró Elana—. Todos estos trabajos están relacionados.
—Eso ya me lo suponía desde hace bastante tiempo —respondió Fordak Manson a la defensiva—. ¿Y qué?
—Pues que la Federación nada tiene que ver con estos trabajos.
—Eso también lo deduje yo solito —dijo Manson encogiéndose de hombros—. Udina pagaba y yo le hacía los trabajos extraoficiales. Quedamos en eso, y creo que tú estabas delante. ¿A dónde quieres llegar con todo esto?
Elana apuró su jarra con un último trago.
—Udina... fue enajenándose lentamente. Al principio eran cambios de humor pasajeros, algo sin importancia. Después fueron cambios en su comportamiento. Poco a poco se fueron acentuando.
—Creo que no te sigo —interrumpió Fordak.
—Lo que intento decir es que el comandante empezó a tolerar acciones penadas en el código militar. Al mismo tiempo, castigaba de forma desmesurada acciones que ni siquiera estaban tipificadas como falta. Dictaba órdenes sin sentido y se comportaba de forma errática.
—¿Y por eso te amotinaste?
—La situación tomó tintes de irrealidad cuando ordenó a la Pegasus aterrizar en un planeta pantanoso que no aparecía en las cartas de navegación. Lo que allí me mostró... —Elana sintió un escalofrío recorrerle la columna vertebral hasta la nuca. Sacudió la cabeza, tratando de expulsar aquellas imágenes de locura y horror que la acompañarían en sus pesadillas hasta el fin de sus días— basta decir que no me alisté en la Armada para... eso.
—¿Qué viste? —preguntó Fordak inclinándose un poco más hacia adelante, como si así le facilitase a Elana susurrarle la respuesta— ¿Qué fue lo que te mostró Udina?
El mentón de la militar tembló casi imperceptiblemente. Aleya percibió el movimiento; señal de la tensión interna de aquella mujer.
—Di lo que tengas que decir. ¿Qué pasó allí abajo? ¿Qué te impulsó a amotinarte? —presionó la asesina.
—Sacrificios humanos. Sádicos y desquiciados ritos imposibles de describir —respondió Elana con la mirada perdida. Contemplaba a Fordak, sentado delante, pero en realidad estaba viendo otras cosas.
—¿Udina? ¿Sacrificios humanos? —dijo Manson con los ojos abiertos de par en par— ¿Estás loca? ¡No tiene ningún sentido!
Aleya tragó saliva y Zerios dio un largo sorbo, tratando de entender algo de todo aquello. ¿Militares sacrificando personas en rituales? Si aquello era cierto y tenía la oportunidad de encontrar alguna manera de demostrarlo, sería la mayor filtración de la historia. Semejante demencia podía enterrar definitivamente a la Federación para siempre.
—Así es. Os lo juro —respondió Elana—. Imagino que, en su demencia, trató de convencerme de que aquello era, no lo sé, lo correcto. Me dijo que todas aquellas personas sacrificadas eran criminales de sangre, y que estaba reestableciendo el equilibrio y no sé qué más estupideces. Pero no estoy hablando de simples ejecuciones. Lo que vi nada tenía que ver con éstas.
—¿La doctora de a bordo no hacía test psicotécnicos periódicamente? —preguntó Aleya.
—Claro que sí. Yan murió no mucho después que tú desembarcases en Acheron —respondió Elana mirando a Manson.
—¿La doctora Yan está muerta? —preguntó Fordak.
—Así es.
—Vaya...
—Aunque entonces no pude ni tan siquiera imaginar otra cosa que la versión oficial. Según la misma, la doctora Yan murió de insuficiencia cardiorrespiratoria mientras dormía. Cuando más tarde comencé atisbé la locura del comandante, empecé a atar cabos y consulté sus informes psicotécnicos. Pero éstos no indicaban nada fuera de lugar.
—Pudieron ser falsificados —apuntó Rommel como una opción.
—Tal vez. Pero no lo creo. Udina es muy capaz de controlar sus emociones. Por lo menos el Udina que yo respetaba.
—¿Qué pasó después? —preguntó Aleya.
—Le supliqué que abandonase todo aquello, fuera lo que fuese. Su obsesión por todo lo relacionado con antiguos yacimientos arqueológicos y olvidados ritos. Había ido demasiado lejos. Le imploré que se tomase un permiso en el Núcleo. Que pusiera en conocimiento de los servicios médicos de la Armada su situación, que ellos podían ayudarle —Elana guardó silencio durante un rato. Pese al ruido del local, ninguno de los tres parecía oír nada más que la respiración de la militar. Esperaron pacientemente a que ella retomase su relato—. El servicio prolongado en las fronteras de la Federación puede llegar a provocar trastornos mentales de diversa consideración: estrés, insomnio, ansiedad, cosas así.
—¿Qué hizo Udina? —preguntó Fordak tratando de asimilar todo aquello. Tenía serias dudas de la veracidad de todo aquello.
—No me hizo caso. Me encerró en el calabozo tres semanas por desacato y poco después viajamos a otro remoto planeta igual de maldito que el anterior.
—Así que te rebelaste —dijo Zerios. El desprecio del hacker hacia aquella militar en concreto estaba descendiendo paulatinamente.
—Sí. Pero hay que tener en cuenta algo: esas prácticas dementes las llevaba a cabo en lugares remotos, alejados de la Pegasus. Únicamente se hacía acompañar por un par de sus hombres de confianza. Yo misma la primera vez. El grueso de la tripulación esperaba a bordo de la nave, ajena a lo que hacía su comandante en aquellos lapsos de tiempo que Udina se ausentaba en tierra. Por ese motivo una parte muy importante de la tripulación no creyó lo que vimos yo y los demás “afortunados” que lo acompañamos. Por lo que se mantuvieron fieles a su comandante. La división fue acusada y ya no hubo posibilidad de dar marcha atrás. Estábamos destinados a destruirnos entre nosotros.
Ante el silencio por respuesta, Elana continuó relatando todo aquello.
—Cuando se llegó al enfrentamiento armado —prosiguió Elana—, muchos de los sublevados no tuvimos el valor suficiente de abrir fuego contra nuestros camaradas... nuestros compañeros, amigos, amantes. A fin de cuentas ellos no lo habían visto, y no podían ni siquiera concebir algo semejante a lo que tratamos de explicarles.
—Dices “no tuvimos” —apuntó Aleya con suspicacia—. ¿Te incluyes entre los que no se atrevieron a disparar?
Elana asintió con la cabeza.
—Para cuando devolvimos el ataque, muchos de los sublevados ya habían caído. Aquello fue un caos sin sentido. Aunque yo salí mal parada, por lo menos salí con vida, a diferencia que muchos de mis compañeros —respondió con tristeza. Elana se apartó el cabello del rostro por primera vez. La parte derecha del mismo presentaba una escandalosa quemadura que iba desde la sien hasta la mandíbula. El ojo aparecía blanquecino, totalmente ciego—. Dos compañeros sublevados me metieron en un módulo de salvamento y me arrojaron lejos de la Pegasus.
—¿Qué hay del Alto Mando de la Armada? —preguntó Zerios— Alguna cosa habrá dicho o hecho al respecto.
—Claro que sí —respondió ella volviéndose a tapar el lado deformado de la cara— A los sublevados que se rindieron, cadena perpetua. A los que murieron en la refriega, expulsión póstuma de la Armada y la vergüenza eterna para sus familias el resto de su árbol genealógico. Y para los que logramos escapar... Te haces a la idea —dijo Elana girando su jarra sobre su eje.
—Todo esto es terrible. Te acompaño en el sentimiento —dijo Fordak con franqueza—. Pero no veo en qué puedo ayudarte, Elana. ¿Estás buscando trabajo ahora que se ha terminado tu carrera militar? ¿Es eso por lo que me has seguido la pista? —preguntó haciendo un gesto a su alrededor, incluyendo a Zerios y Aleya en un abrazo invisible—. Ya lo ves: ahora Fordak Manson trabaja en equipo. Tendremos que estudiar tu solicitud.
—No busco trabajo, Manson —le corrigió Elana.
—Entonces di lo que buscas de una vez —dijo Aleya sin pestañear.
—Busco justicia —proclamó Elana con solemnidad.
—Buscas venganza —le corrigió Fordak.
—Te equivocas. Estoy por encima de eso, mercenario. Lo que quiero es restituir el honor de mis camaradas caídos y llevar a Udina ante un consejo de guerra.
—Restituir el honor de tus camaradas y el tuyo propio —apuntó Fordak—. Y deja de llamarme mercenario. Llevo un tiempo de respetable comerciante espacial.
—No veo contradicción en eso —respondió ella—. Entregaré a Udina a la justicia y enmendaré el daño que él mismo ha provocado con su locura.
—¿Y si la locura no es exclusiva de tu comandante y ha llegado ya a rangos superiores del escalafón militar? —preguntó Zerios.
—Sé lo que intentas, joven alborotador. Pero no mereces mi tiempo —le respondió Elana al instante— La Armada ha pacificado todo el espacio conocido. Miles de hombres y mujeres a lo largo de milenios han sacrificado sus vidas para hacer de nuestra sociedad un lugar más justo y seguro.
—Te diré lo que ha hecho tu Armada... —replicó Zerios sin esconder los dientes.
Pero Aleya lo silenció.
—Ahora no, Zerios.
Fordak Manson retomó la palabra.
—Si llegas a tener algún día a Udina a tu merced —supuso Fordak—, contéstame a una pregunta: ¿realmente crees que serías capaz de contenerte y arrestarlo o le volarías la tapa de los sesos siguiendo el impulso de la sangre?
—Por lo que cuentas —dijo Aleya antes que Elana tuviese tiempo de responder a preguntas que no llevaban a ninguna parte—, eres una militar renegada, expulsada de la Armada y en busca y captura. ¿Por qué motivo nos interesa a nosotros seguir con esta conversación?
—Déjalo, da igual —intervino Fordak de nuevo—. Por fin nos van las cosas lo bastante bien como para meternos ahora en ajustes de cuentas entre militares. Elana, te deseo lo mejor. Pero me temo que tu lucha no es la nuestra.
Elana no se movió de su asiento. Pese al alivio que sentía al haber compartido todo aquello, los hechos en sí mismos no eran suficientes para convencer a Fordak. No podía decir que estuviese sorprendida. A fin de cuentas, siendo el contrabandista avaro como era, lo insólito hubiese sido que la ayudase simplemente por principios. Había llegado el momento de poner toda la carne en el asador.
—Fordak, hasta donde yo sé, todo empezó con el arqueólogo. O mejor dicho, con sus coordenadas que transportabais. Ahora voy a decirte la verdad —Elana se retiró ligeramente hacia atrás, tomando cierta distancia—: quién abrió fuego contra el Galatea fue la propia Pegasus.
Manson se atragantó con la cerveza que estaba apurando. Tosió varias veces y se llevó el puño a la boca. Cuando levantó la mirada, clavó de nuevo sus ojos en el de Elana, lleno de ira contenida. Aquel rostro no mentía. Le estaba diciendo la verdad. Era tan absurdamente evidente que sintió que tenía lo que se merecía por imbécil.
—Vaya, que sorpresa —Zerios Rommel rompió el incómodo silencio derrochando cinismo concentrado.
Fordak Manson recapituló hasta el momento en que despertó a bordo del crucero federal. Le habían salvado la vida. Pero no por caridad. Lo recogieron de los restos flotantes del Galatea, lo metieron en un tubo de zumo de algas y le reconstruyeron varios órganos con el único fin de extraerle información. No en vano lo tuvieron encarcelado hasta que pudo recordar algo que los militares encontraron útil. Se acordó del joven teniente rubito del interrogatorio. Pero más se acordó del comandante. Udina. Grandísimo hijo de puta. Él dio la orden y la Pegasus reventó con sus láseres aquella vieja bañera dónde viajaba junto a Loras, Milkyway, Gibbs y Toniori.
¿Y Elana? Elana debía estar allí, al lado de su querido comandante. Joder, pensó Fordak. Es muy posible que ella fuese la encargada de transmitir la orden de Udina a los artilleros.
La mujer tan responsable de la muerte de sus antiguos compañeros como el propio Udina estaba ahora sentada frente a él. Su estrecho cuello al alcance de sus manos. Tan solo tenía que saltar hacia adelante y estirar los brazos...
Pero no llegó a hacerlo. Aleya le abrazó desde la izquierda, impidiendo que Fordak se precipitase y se abalanzase sobre Elana. La asesina no dijo nada, pero clavó sus ojos helados en la militar. Si Manson, una vez calmado decidía que Elana debía morir, Aleya estaría encantada de rajarle el cuello.
Elana entendió aquello implícito en la mirada de la asesina. Del mismo modo comprendió que la advertencia ya había sido dada. No habría un segundo aviso. Escogiendo con sumo cuidado las palabras siguientes, prosiguió:
—Te cuento esto porqué ahora comprendo hacia que oscuros caminos nos lleva la locura de Udina.
—Tú también eres responsable —dijo Fordak en un hilo de voz casi inaudible. Sonó como el rumor previo a la tempestad—. Tú también eres responsable...
—Lo soy —respondió ella—. Mi comandante dio una orden y todos la cumplimos. Que te diga ahora que se trató de un disparo dirigido a inutilizar vuestros motores no sirve de nada ya. Algo salió mal y el Galatea explotó en mil pedazos.
—Podrías haberte amotinado un poco antes. ¿No te parece? —soltó Rommel con malicia—. Tal vez así se habrían salvado un puñado de vidas de la supuesta locura de tu amado comandante.
—Estás siendo injusto —respondió Elana dirigiéndose al hacker con acritud—. Si has estado atento, las muestras de locura se mostraron progresivamente. Por aquel entonces no podía imaginar nada parecido. Nadie podía imaginar algo así. ¿Quién demonios podría predecir que en los meses posteriores su obsesión le haría perderse irremediablemente? Ya he dicho que los test médicos eran correctos. Yo cumplí la orden. Independientemente de si te gusta o no, en eso consiste la disciplina y la cadena de mando.
—Hasta que te da por pensar y te sublevas contra ella.
—¡Silencio! —cortó Fordak Manson dando un puñetazo en la mesa metálica.
Los vasos vibraron y se desplazaron sobre la superficie pulida. Los clientes de las mesas cercanas se giraron por un momento al oír el repentino ruido. Al ver que la cosa no iba a más, poco a poco volvieron a centrar su atención en sus bebidas y retomaron sus respectivas conversaciones.
—Dime dónde se esconde ese maldito cabrón y vete ahora que todavía estás a tiempo —añadió el contrabandista entre dientes. Sus puños, colocados a lado y lado de su jarra, eran una colección de nudillos blanquecinos.
—Lo siento pero no.
—¿Cómo... dices?
—Esto no lo harás por tu cuenta. Me ayudarás y ambos nos enfrentaremos a él. Pero soy yo quién reducirá a Udina.
—Ese hombre no tendrá un juicio, Elana. Dime ahora mismo dónde está.
—Si trabajamos juntos, lo haremos a tu manera. Pero no le matarás.
—No pienso prometerte eso. Y me estás empezando a cabrear más de lo recomendable.
—Ahorra furia, Fordak. Pues nos hará falta. ¿Tenemos trato?
—No pienso contenerme cuando de con él.
Elana meditó la situación. Ella sola no podía acercarse a Udina. Y sus antiguos contactos en la Armada la consideraban una traidora. No podía arriesgarse a recurrir a colegas sin poner en peligro sus vidas y sus carreras. El cómplice de un traidor compartía su misma suerte. Necesitaba la ayuda de Fordak. Ambos habían sido rotos por la misma persona. Aquel que un día la seleccionó a ella entre más de cuatro mil aspirantes para servir bajo su mando. No, ese hombre que ya no existía, se convenció Elana cortando definitivamente el último lazo afectivo que la ataba a Udina. A efectos prácticos, aquel demente ya no era Udina. Era… otra cosa.
—Entonces imagino que el tribunal tendrá que conformarse con una declaración previa a su muerte.
—Eso sí te lo puedo prometer —respondió Fordak con una sonrisa feroz—. Tendrás tu declaración. Tendrás tu justicia.
—Y tú tu venganza.