CAPÍTULO 14: QUÉ NO HAY QUE HACER EN UN MUSEO
Aleya salió del lavabo tres minutos después de que lo hicieran Fordak y Zerios. A partir de ahora se comunicaría con ellos mediante su auricular. Se trataba de un objeto corriente, un pequeño botón plateado en el oído. Pero Zerios los había configurado para que se comunicasen a través de un canal seguro.
La multitud iba y venía. Numerosos grupos de turistas iban a ver con expectación la sala dedicada a las esculturas abstractas de Humelao, enfrente del lavabo. Mientras que los que salían de la misma lo hacían impactados de semejante belleza sin sentido. De Fordak y Zerios no había rastro. Estaban de camino a la cuarta planta.
Aleya tenía calor, a pesar de su fresco vestido blanco. Se sujetó el cabello en la nuca con un recogido y se ajustó las gafas de sol sobre la cabeza. Se unió a la corriente humana y se dirigió a las escaleras más cercanas.
La planta menos uno no estaba abierta al público. El hueco de las escaleras que conducía a la misma estaba bloqueado por una puerta de seguridad con teclado numérico.
Rommel le dio la respuesta por el comunicador:
—Ya he visto antes este modelo de teclados. Es bastante habitual. Prueba la siguiente combinación: 7799.
Aleya tecleó el número. El teclado le dio luz verde y la puerta se desbloqueó. La asesina se coló en el interior.
—¿Cómo has conseguido el código? —era la voz de Fordak, también reproducida en el auricular.
—Un mago nunca revela sus trucos —dijo Rommel—. Aleya, cuéntanos. ¿Qué ves?
—Estoy bajando la escalera. Un rellano y un corredor, vacíos. No veo a nadie.
—Dirígete a tu izquierda. La segunda puerta de la derecha. Ahí está tu objetivo.
Aleya se pegó a la pared. Afinó sus instintos para detectar cualquier aproximación no deseada. No escuchó nada salvo el rumor grave de pesados equipos de refrigeración provenientes de una de las puertas cercanas. Avanzó siguiendo las indicaciones de Rommel y accedió a la habitación tras volver a repetir el código en un segundo teclado de seguridad idéntico al anterior.
Era una pequeña estancia de mantenimiento. Las paredes estaban hasta arriba de paneles y pantallas. No era la sala de seguridad como tal. Era el equivalente de un cuarto de fusibles.
—En posición.
—Debes abrir el panel de color rojo. Debería estar arriba, en el centro. ¿Lo ves?
—Ya lo tengo.
—Bien. Pulsa las seis primeras palancas, también rojas. Cuando lo hagas fallarán sistemas menores del edificio, y alguien irá a comprobarlo. Ese alguien saldrá de la sala de seguridad, abriéndola para nosotros. En caso que la puerta se cierre, la persona que vaya a tu posición llevará la identificación que te abra la puerta de la sala de seguridad. Está tres puertas a la izquierda de donde te encuentras. ¿Lo recuerdas?
—Sí.
—Contacta de nuevo cuando estés allí. Nosotros… —añadió Rommel por el auricular. Hizo una pausa inesperada antes de continuar—, esperaremos… pacientemente.
—Deja de mirarle el culo así a esa mujer o nos meterás en un problema —dijo Fordak entre dientes—. Aleya, ten cuidado.
La asesina no respondió a ninguno de los dos. Movió las seis palancas y se preparó.
No pasó ni un minuto cuando oyó unos pasos avanzando por el pasillo. Oyó cómo alguien introducía el código de acceso. La puerta se abrió. Un guardia de seguridad entró en la sala e inspeccionó los distintos paneles técnicos.
Aleya se dejó caer tras el guardia desde el techo. Sin hacer ni un solo ruido, se acercó. Le agarró del cuello y le asfixió hasta que perdió el conocimiento. A continuación lo depositó con cuidado en el suelo y le arrancó el identificador de la solapa.
La asesina se asomó con sumo cuidado al pasillo. No había nadie. Salió de la salita y cerró con cuidado la puerta. Avanzó hasta la sala de seguridad. La puerta se había cerrado. Acercó el identificador al dispositivo situado en el marco de la puerta. Luz verde. Por fortuna, no era un escáner de retina. No le apetecía nada ponerse a vaciar cuencas oculares llevando un vestido blanco. Hubiese sido algo… realmente molesto.
Abrió la puerta. Toda la pared del fondo de la sala estaba cubierta por varias docenas de pantallas que retransmitían las imágenes de las cámaras de vigilancia diseminadas por todo el museo. Delante de las pantallas y de espaldas a la puerta, había dos sillas, una de ellas vacía. En la otra, un segundo guardia de seguridad estaba monitorizando la situación.
Aleya repitió la operación. El guardia ni siquiera tuvo tiempo de sobresaltarse. Quedó inconsciente como su compañero. Aleya se sentó en la silla libre y estudió los sistemas de seguridad, con el guardia sobre su asiento en precario equilibrio.
—Estoy dentro —dijo Aleya por el comunicador.
—Excelente. Nosotros en posición —respondió Rommel—. Ahora, deberías ver una pantalla de menú, seguramente en la mesa en lugar de en el mural.
Aleya lo comprobó.
—La tengo.
—Busca la opción “forzar reinicio de seguridad”. Si el menú es negro con ventanas en verde, deberías verlo en la esquina superior derecha.
—Hecho. Un momento me pide un código.
—Sin problema. Pulsa esta secuencia en la consola.
Rommel le dictó una línea de código. Aleya la escribió tan rápidamente como pudo.
El guardia gruñó, todavía inconsciente. Movió la cabeza. Ella le golpeó con el canto plano de la mano en la nuca.
—A dormir.
—¿Qué?
—No es a vosotros. Vale. Hecho. Reinicio en diez segundos. Yo he acabado. Os vigilaré ahora mediante las cámaras. Después nos reuniremos en el exterior.
—Ten cuidado, Aleya —dijo Fordak.
—Tenedlo vosotros. Os toca.
***
La última planta del museo estaba dividida en dos partes: una dedicada a exposiciones temporales y la otra, más pequeña, a los despachos de los profesionales que llevaban a cabo su actividad allí.
La exposición que había en aquel momento era lo más extraño que habían visto nunca antes tanto Manson como Rommel. Estaba dedicada a las criaturas marinas que poblaban los océanos de los principales planetas colonizados. Calamares de cuarenta y cuatro tentáculos y veinte metros de longitud, orcas bicéfalas de Hanto, peces abisales de extrañas formas con una jauría de dientes afiladísimos... Por todas partes había restos de extraordinarios seres acuáticos.
Fordak contemplaba el calamar. Cuando Aleya informó, se alejó tras Rommel de aquella criatura muerta que parecía querer abrazarle con sus tentáculos extendidos.
Dejaron atrás la exposición y regresaron al corredor central. Había algo menos de gente que en las otras plantas. Aun así, numerosos grupos de estudiantes y familias felices por la última planta, deseosos de conocer los misterios de los océanos de la Federación.
Zerios y Fordak avanzaron hasta que llegaron a un pasillo lateral. Un pequeño letrero metálico sobre el marco de madera anunciaba que aquellas eran dependencias administrativas.
El mercenario se metió en el pasillo de manera atolondrada, como si se hubiese perdido. Caminó y cruzó delante de distintas puertas, leyendo en silencio los nombres que aparecían escritos en cada una de ellas: profesor Kesel, doctora Yoleno, profesor Strider... doctor Carter.
Aquí es, pensó Fordak. Hizo un leve gesto de confirmación a Rommel, que vigilaba junto a la entrada del pasillo como si estuviese descansando un poco las piernas.
Cuando no pasó nadie cerca, Rommel giró sobre sí mismo y se internó en el pasillo. Con las manos en los bolsillos, avanzó con una tranquilidad que hizo que Fordak empezase a ponerse nervioso.
—¿Te quieres dar prisa? —le dijo el mercenario entre dientes.
Rommel hizo caso omiso y llegó hasta él sin acelerar el paso.
—Ahora silencio, grandullón. Éste es mi momento. Vigila el pasillo.
Manson detestó el tono que Rommel acababa de utilizar; a él no le mandaba nadie. O al menos eso se decía a sí mismo de tanto en tanto cuando tenía más hambre que dinero. Pero Zerios tenía razón. Ahora le tocaba a él. Era su momento. Ahora debía demostrar sus aptitudes, conseguir la información y salir de allí por la puerta principal como si nada hubiese ocurrido.
El contrabandista se ajustó los tirantes de la camiseta y dio unos pasos atrás cediéndole el relevo al hacker. Fordak se dirigió de nuevo hacia el pasillo principal, emulando la parsimonia de movimientos de Rommel que acababa de criticar un instante antes.
Zerios Rommel se colocó frente al dispositivo de seguridad de la puerta. Un panel con escáner de retina. Aquello le desconcertó. Una sensación que no le gustaba nada experimentar. Un escáner de retina para un despacho de un trabajador de un museo era algo excesivo. Más si tenía en cuenta los sistemas más habituales que había encontrado Aleya en el sótano. Rommel observó el resto de puertas. Todos los despachos compartían el mismo sistema. Aquella protección extra picó su curiosidad ya de por sí insaciable. Ahora necesitaba saber qué ocultaba aquel despacho. El escáner de retina no iba a suponer más que unos pocos segundos más de su tiempo. Acercó el rostro al visor y dejó que el escáner leyese su ojo izquierdo. Sorprendentemente, el visor dio luz verde y la puerta del despacho se desbloqueó. Entró dentro y volvió a cerrarla con discreción.
Fordak Manson dio una vuelta aparentemente casual contemplando los alrededores. Cuando fijó la vista de nuevo en el pasillo de los despachos, Zerios ya no estaba. No había pasado ni medio minuto. Asintió en silencio, pasmado y desconcertado a partes iguales de que se pudiesen hacer los encargos de manera tan silenciosa y no violenta.
Dentro del despacho, Rommel rodeó la mesa de madera oscura y se sentó en la silla, frente al terminal del doctor Carter. En las estanterías había algunos archivadores de datos y una media docena de esculturas arcaicas de pequeño formato, pero no hizo caso a nada que no fuese la pantalla del terminal. Antes de cualquier otra cosa, activó en su auricular una lista de reproducción de música. Canciones étnicas de Dunai. Algo casi tan viejo como los tambores ancestrales de Vieja Tierra. Ritmos fuertes e implacables tejidos mediante percusiones y coros tan primitivos como auténticos brotaron de inmediato y le inundaron el cerebro. Estaba ahora en sintonía con el cosmos. Zerios se crujió los dedos con decisión. Iba a violar todos los protocolos de seguridad que se encontrase, a llevárselos por delante. Y lo haría como siempre lo hacía: a la perfección.
***
Aleya aguardaba en la sala de seguridad. Había aprovechado el tiempo para cargar con el primer guardia de seguridad noqueado y traerlo junto a su compañero. Cuando ambos despertasen, lo único que recordarían sería la vergüenza y la duda de haberse quedado dormidos en horas de trabajo. Y si el primero recordaba haber ido a la salita de fusibles a comprobar algo, la ausencia de una explicación para despertarse en su silla junto a su compañero le mantendría la boca cerrada por mucho tiempo.
En los monitores todo parecía normal. No había ninguna imagen disponible de la zona de oficinas. Únicamente veía a Fordak de tanto en tanto en un lateral de la imagen correspondiente a la exposición temporal de la cuarta planta.
—Fordak, varía tu patrón. Pareces una peonza —le recomendó la asesina por el auricular.
No obtuvo respuesta verbal, pero sí percibió en la pantalla que Fordak cambiaba su paseo.
Pese a todos los trapos sucios que pudiese esconder la Federación, ésta cuidaba con especial atención el arte y la cultura. La máxima un pueblo leído es un pueblo libre parecía cumplirse en Nueva Tierra. Su población vivía en un entorno prácticamente idílico. Ahora bien, la sobreabundancia de la capital se cimentaba en la explotación desmedida de sistemas menores periféricos.
Aleya dejó de darle vueltas a estos asuntos. Siempre que ponía un pie en Dunai le pasaba lo mismo: el espíritu idealista y justiciero de Oráculo le impregnaba el cuerpo como un sudor molesto. Aquello solía durar unos cuantos días. Pero después pasaba la fiebre. Y la asesina volvía a ver el universo bajo su prisma. Algo más descarnado y fatal: la bondad humana no existía, más allá de unos cuantos locos iluminados que acabarían muertos más pronto que tarde intentando ayudar a quién no se lo merece.
Se sacudió aquellos pensamientos. Estaba demasiado reflexiva. No era habitual en ella semejante ejercicio de introspección, pues sabía lo que debía hacer en cada momento y lo hacía sin pestañear. Hastiada, fijó su atención en uno de los monitores de seguridad. De inmediato le llamó la atención una niñita que visitaba una de las exposiciones. Iba de la mano de su madre. Parecía demasiado pequeña para entender aquellas esculturas policromadas de Utopía. Su piel azabache y sus pequeños rizos rebeldes le recordaron a otra niña pequeña. Una que se convirtió en asesina.
Aleya viajó atrás en el tiempo. Era una mocosa de cuatro años. Entonces tenía la cara redonda y mofletuda, pero sus ojos eran los mismos: tan fríos, tan inquisitivos, que muchos adultos se sentían incómodos ante ella. Sus padres biológicos probablemente habrían muerto de hambre poco después de venderla. Una familia de Hanto la compró. No podían concebir y sus padres no podían mantenerla. Así que la transacción fue rápida. Esta nueva familia trató a Aleya como si fuese de su propia sangre. Le dio cariño, amor y protección. Lo intentó por todos los medios. Pero no fue suficiente. La pequeña Aleya comprendió lo que había pasado. Y a pesar de todos los juguetes y todos los vestidos con los que la colmaron, jamás amó a sus padres adoptivos. La indiferencia se fue turnando con el desprecio. De nada sirvieron los psicólogos infantiles. Aquella niña había desarrollado una coraza emocional anormal en alguien tan joven. Un escudo afectivo que años más tarde le sería muy útil en tantos y tantos asesinatos a sangre fría…
Una noche de verano, cuando el cielo violeta de Hanto se tornaba añil y las estrellas comenzaban a titilar con intensidad en el firmamento, algo fatal sucedió. Aquella noche, como casi todas, Aleya se había negado a cenar con sus padres adoptivos. La niña estaba encerrada en su habitación, leyendo la historia de un dragón que se comía a una princesa. Le gustaba mucho aquel cuento. La princesa tenía su merecido. Si se dejaba comer sin plantar cara al dragón no merecía vivir ni un minuto más. De pronto reparó en el silencio de la casa. Le pareció ensordecedor. A aquella hora sus padres solían estar abajo, cenando o charlando sobre cosas de adultos. Dejó la pantalla a un lado y bajó de la cama. Ya sabía cómo acababa la historia, pero igualmente terminaría de leerla tan pronto como aplacase su curiosidad ante semejante silencio.
Se acercó a la puerta despacio, tratando de captar algún sonido. Pero no oyó nada. Incluso la brisa nocturna, que solía zarandear las plantas aromáticas del jardín en aquella época, parecía inexistente aquella noche. Aleya salió de su habitación. El pasillo estaba oscuro, pero no le importó. Le gustaba el refugio que ofrecía la oscuridad. Giró hacia la izquierda, en dirección a las escaleras. Desde allí podría asomarse al piso de abajo y descubrir el porqué de tanto silencio.
Dio unos pasos en aquella dirección. Sus piececitos pisaban la alfombra de tonos pasteles. Fue entonces cuando lo vio por primera vez. Su silueta recortada contra la luz indirecta de la planta baja que reptaba por las escaleras. Aquella figura silenciosa, embajadora de la muerte…
—Lo tengo. Ya está.
Aleya se sobresaltó ligeramente, sorprendida por la repentina voz de Rommel.
—Pues sal como has entrado. Te veo en las escaleras —dijo Fordak.
“Las escaleras”, recordó Aleya. Desvaneció las últimas nieblas de aquel recuerdo en su mente.
—¿Todo bien ahí abajo? —preguntó Manson.
Ella tardó un poco en responder.
—Sí… todo bien —respondió recuperando su temple habitual.
Aleya limpió sus huellas del terminal y abandonó la sala de seguridad la más rápido posible sin hacer ruido, espoleada por una inusual necesidad de salir al exterior.
***
—¿Cómo lo has hecho?
—¿A qué te refieres? —respondió Rommel con una nota de orgullo en su voz apenas disimulada.
—Ya sabes de lo que hablo —dijo Fordak.
Normalmente Manson no necesitaba saber cómo funcionaba el mundo para ir por la vida. Le resultaba innecesaria la explicación técnica de un motor sublumínico. Él sólo quería tener la certeza que, en caso necesario, podía exprimir ése motor hasta el límite de trazar maniobras al filo de entrar en pérdida. Pero las pocas veces en que no entendía algo y quería saberlo, necesitaba hacerlo. Y no paraba hasta conseguir una explicación satisfactoria. Manson era un perro y la incógnita del momento el hueso.
—No, me temo que no sé de qué estás hablando —dijo Zerios, pasándose una mano por la cresta de pelo. Lamió sin prisa alguna el helado que acababa de comprar en una casita de refrescos del parque.
—Me refiero a lo del escáner de retina —dijo Fordak abriendo ambas manos con las palmas hacia el cielo en gesto de evidencia.
—Deberíamos dejar los detalles para otro momento y lugar —les recriminó Aleya. Ella también se había comprado un helado, de tres bolas. Lamía la superior, de vainilla, con cuidado de que no se le cayese al suelo.
—Es un secreto profesional. Seguro que lo entiendes.
Manson chutó una piedra que espantó un pavo real cercano. Le exasperaba la falsa modestia de Zerios. El muchacho había resultado ser clave en el trabajo, y lo sabía. Había logrado duplicar la información de manera limpia y sin que nadie se enterase de lo ocurrido. ¡Qué demonios! Incluso se podían permitir el absurdo lujo de pasear a un centenar de metros del museo con una tranquilidad desconocida y desconcertante a partes iguales para él.
—Volvamos ya —dijo Aleya mirándolos a ambos—. Pese a todo, es innecesario y diría que incluso estúpido quedarse por aquí.
Regresaron a La Diosa de Ébano en unos pocos minutos. Nadie se fijó en ellos, todo había salido a pedir de boca. Cuando entraron en el interior de la nave, Fordak exclamó:
—¡Hogar, dulce hogar!
G4-V8 los recibió entre alegres pitidos.
—Toma, pequeño. Duplica esto –dijo Zerios acercándole la muñequera donde llevaba la información obtenida—. Siempre hay que hacer una copia de seguridad –les dijo a Fordak y Aleya en tono instructivo— Tomad, esto es vuestro.
El hacker se quitó la muñequera con los datos y se la acercó a ambos. Aleya la cogió y se la colocó en su muñeca.
El contrabandista se estiró y bostezó. La asesina reflexionó en silencio sobre el concepto “hogar”. A decir verdad, lo más parecido que había tenido ella a uno fue durante su exilio en Acheron. Sola, rodeada de chatarra y con la única compañía de G4-V8. No había estado tan mal. Aleya era una mujer independiente, le gustaba estar sola. Ahora aquel carguero espacial era su hogar. Más o menos. Un habitáculo compartido con Fordak Manson, un buscavidas bravucón pero con más o menos buen fondo. Le sorprendió que todavía estuviese vivo. O había tenido mucha suerte hasta entonces o realmente era un tipo hábil.
—¿Qué os parece si vamos a celebrarlo? A Spentia, por ejemplo —propuso Fordak—. Preparan los mejores combinados de todo el Núcleo.
—Me encantaría, pero debería regresar a Dunai –dijo Zerios Rommel lanzando un suspiro resignado.
—¿A qué viene tanta prisa, chaval? —dijo Manson con sorpresa—. Te mereces un poco de diversión, joder.
—Lo que Fordak intenta decir es que nos has sido de gran ayuda —intervino Aleya—. Y que es justo que lo celebremos antes que nuestros caminos se separen.
El hacker dudó unos instantes. Su compromiso con Oráculo era inquebrantable. Y una vez hecho el trabajo, debía volver cuanto antes. La Verdad es una amante celosa, requiere toda la atención de uno. Y Zerios, como el resto de los integrantes de la organización, se debía a ella. Sin embargo, las posibilidades de salir de Dunai y ver los mundos directamente con sus propios ojos eran escasas y una oferta así no se podía desaprovechar.
—Supongo que podría tomar uno de esos combinados de los que hablas —respondió Rommel con un ligero sonrojo—. A decir verdad, estoy un poco harto del licor de cactus.
—¡Claro que sí! —exclamó Manson pasándole un brazo por encima de los hombros y abrazándolo con brusquedad.
—Una copa al año no hace daño —dijo Aleya.
—Desde luego —reafirmó Fordak—. Tendremos que hacer números la jefa y yo, pero está claro que te mereces una bonificación por todo lo que has hecho —miró a Aleya, y ella asintió con decisión.
—Os doy las gracias —Rommel juntó ambas manos en señal de agradecimiento—. Por favor, ¿seréis tan amables de incluirlo en la transferencia que realicéis a Oráculo?
—Claro, pero… ¿estás seguro? —preguntó Fordak—. ¿No lo preferirías en tu cuenta, para tus cosas?
—No, así está bien. Oráculo me provee de lo que necesito. Nuestra economía se sustenta en un fondo común. El dinero no es de uno sino de todos nosotros. Y en cuanto a mis caprichos —añadió rascándose la sien rapada— soy un tipo sencillo.
Fordak parpadeó.
—¿Y cómo os divertís en esa cueva además de con ese fuego líquido que preparáis?
—Así lo haremos, Zerios. Por descontado —intervino Aleya, haciendo caso omiso de Manson—. Ahora, creo que nos iría bien esa copa.
La asesina pasó entre ellos para llegar a la cabina. Al hacerlo, apoyó una mano en el brazo de Fordak. Éste pareció no darse cuenta.
—¿Y lo del escáner de retina...? —insistió otra vez.
—¡Qué pesado eres, amigo! Está bien —cedió Rommel—, te lo diré: una lentilla.
Fordak Manson pareció ligeramente decepcionado. Esperaba algo un poco más sofisticado.
—¿Ya está?
—Sí.
—¿Tenías un duplicado de la retina del doctor Carter? ¿Cuándo la conseguiste?
—No la tengo. Lo que hace esta lentilla es algo distinto. En realidad me permite esquivar el protocolo de encriptado mediante una interfaz sináptica retrocompatible con...
Aleya se hizo oír desde la cabina:
—¿Cómo has dicho que se llamaba ése planeta?
Fordak había empezado a quitarse la ropa de civil. Saltando a la pata coja intentando sacarse los pantalones ceñidos alcanzó a contestarle.
—Spentia. ¡Spentia!
Con la suave vibración ya familiar, La Diosa de Ébano se elevó sobre las demás naves estacionadas. Traspasó la cúpula medioambiental y salió como una flecha, atravesando el cielo nocturno de Nueva Tierra en busca de otros firmamentos.
***
G4-V8 reproducía una lenta canción instrumental. El ojobot levitaba por la bodega, adormilando con su música a la minúscula tripulación.
Rommel, recostado sobre un montón de telas en la bodega de carga, bostezó antes de tirarle una pelota antiestrés al droide.
—¡Por favor, pon algo un poco más animado! A este paso, llegaremos catatónicos a Spentia.
Aleya estaba cerca, sentada sobre una caja de provisiones. Todavía no se había cambiado, seguía con el vestido blanco y las sandalias. Éstas no tocaban el suelo.
—¿Tienes ganas de volver con los tuyos? —le preguntó.
El hacker se encogió de hombros.
—Sí. Mi lugar está en Dunai, con ellos. La Gran Verdad no llega sola. Tenemos que buscarla continuamente.
—Te entiendo, y te respeto. Pero siempre puedes tomarte un pequeño descanso y recargar. Dreyfus y los otros te siguen ahí, vuestra lucha no se detiene porqué tú te detengas un instante a respirar.
—Lo sé... —respondió el hacker mirando a Aleya pero sin verla.
—¿Qué piensas? —le preguntó ella. Aquel muchacho le había despertado cierta curiosidad. Inteligente, comprometido con unos ideales hermosos pero inalcanzables. Aleya se preguntaba si lograría mantenerse igual de idealista hasta sus últimos días o por el contrario la inmisericorde realidad le ganaría la partida, haciendo que Zerios Rommel fuese uno más entre los desilusionados.
—El poder siempre tendrá sus secretos, Zerios. Oráculo lucha por sacar a la luz la verdad, es cierto; publica todo aquello ruin y despreciable que lleva a cabo la Federación en la sombra. Pero ahora imagina algo. Supón que la Federación se derrumba. Que en su lugar se alza una República, una Unión de Sistemas o un Imperio. Poco importa el nombre que detente la autoridad. Pues ésta siempre jugará sucio y hará cosas indignas y seguramente ilegales que preferirá mantener en secreto.
—Tal vez —respondió Rommel poniéndose a la defensiva—. Pero Oráculo es la mejor expresión que conozco de la auténtica justicia. Además, me da un motivo por el que luchar. Dime, asesina —arrastró las sílabas de la última palabra con malicia deliberada—, ¿por qué luchas tú?
Aleya sostuvo la mirada impertinente de aquel chico de lengua y cresta afiladas. Pero no tenía una réplica para aquel dardo. ¿Por qué luchaba ella? No luchaba por nada. Simplemente huía y sobrevivía.
Se abrió la compuerta que separaba la cabina de la bodega de carga y Fordak Manson se unió a ellos.
—¡Ya está hecho! Nuestro cliente tiene sus datos y nosotros el dinero. Aleya, cuando puedas, ¿te ocuparás tú de transferir Oráculo su parte, por favor? Eh, un momento… ¿A qué vienen esas caras tan largas?
—Nada, estábamos hablando de cosas trascendentales —respondió el chico forzando una sonrisa.
—Ya veo… —respondió Fordak incrédulo—. En cualquier caso, es hora de divertirse de verdad. Por cierto, Aleya —se giró hacia ella y le tendió una mano—, ¿serías tan amable de concederme un baile?
La asesina saltó al suelo cruzó ambos brazos sobre el pecho.
—Estás más idiota que de costumbre, Fordak.
—Puede ser. Tal vez sí. Pero piénsalo por un instante: lo hemos hecho como auténticos profesionales. Joder, yo todavía no me creo que no nos haya disparado nadie.
—Comparado con el zoo de la última vez, no puedo negártelo.
—¡Y además hemos visitado un museo! —añadió Fordak eufórico.
—No te hacia mucho de museos, Fordak —dijo Zerios mientras se rascaba la mejilla.
El contrabandista le miró, levantando una ceja. Tenía toda la mandíbula en tensión.
—Quiero decir —se apresuró el hacker a añadir—, te hacía más de whisky y peleas de bar.
—Eso, chaval… —respondió Fordak acercándose hasta quedarse a escasos centímetros de su rostro nervioso— ¡es lo que viene ahora! —exclamó agarrándole como a un muñeco de trapo y haciéndole una llave inmovilizadora.
Zerios protestó e intentó zafarse sin éxito.
—Haz el favor —dijo Aleya. Suéltale ya. Como le hagas daño, Dreyfus tendrá más que palabras contigo. Y puede que yo también. A fin de cuentas, el muchacho ha hecho más que tú ahí abajo.
—¡Eso ha sido un golpe bajo! —dijo Fordak haciéndose el ofendido.
—Espabila —dijo ella sin inmutarse.
—Menudo carácter tienes…
***
Spentia era un planeta brillante como una esfera de plata líquida. Ubicado en el sistema Maestur, se había convertido en algo así como la discoteca del Núcleo. Había otros planetas potentes en cuando a industria del ocio, pero Spentia destacaba por encima de todos ellos. Tenía algo especial. Tal vez la clave de su éxito era la amalgama de ofertas que existían en sus ciudades, valles y montañas. Había locales de todo tipo y para todos los gustos, desde lo más moderno y vanguardista hasta lugares donde no sonaba nada cuyas partituras no tuviesen como mínimo dos mil años de historia.
En las calles de Spentia podía ocurrir cualquier cosa y en cualquier momento: había gente que se enamoraba de un flechazo y prometía un amor eterno que agonizaba al día siguiente; gente que perdía su nave, sus botas y hasta la ropa interior en un concurso de chupitos; personas que descubrían por vez primera lo que era una enfermedad de transmisión sexual; otras que, a sabiendas de ser portadores, iban yaciendo con todo lo que se pusiera a tiro; hombres y mujeres cantando bajo la lluvia de estrellas fugaces en rúas y comparsas kilométricas que normalmente nacían en un local y morían en otro; ajustes de cuentas, escenas de celos y llantos y otras de lágrimas de pura risa. Lo que fuese, en cualquier lugar y en cualquier momento.
En uno de los garitos más auténticos de toda la galaxia, el grupo bebía y celebraba el éxito del último trabajo. Era un bar de dimensiones comedidas, casi un antro. Tenía las paredes cubiertas de holoimágenes estáticas, a modo de antiguos cuadros. Había de todo un poco: desde preciosas instantáneas de naves clásicas hasta retratos en blanco y negro de hombres y mujeres de mirada hipnótica y misteriosa. Había una veintena de mesas, pequeñas y estrechas, con círculos de gente apiñados a su alrededor. Las luces eran tenues; curiosas lámparas circulares cargadas de bombillas que simulaban ser velas. Por encima de las charlas animadas la música lo cubría todo como un cálido manto. Una voz rasgada plañía sobre el desamor acompañado de un par de guitarras. Las notas lentas de aquella canción podían llegar a desgarrar un alma.
En la mesa de grupo había tres bebidas y un cuenco de frutos secos. Fordak Manson acariciaba su jarra: cerveza ulveriana. Una auténtica bomba. Como todo en Ulverian, su cerveza también era picante. Dos terceras partes de la receta eran guindillas autóctonas fermentadas. Aleya bebía un whisky centenario. Un capricho caro pero sublime para paladares entendidos. Por último, Zerios no había podido escapar a la seducción del Ardiente Magma del Deseo. Cuando le habían puesto la copa delante, el hacker no pudo más que exclamar con sorpresa:
—¿Pero esto qué es?
—¡Tranquilo! representa un volcán. Con la erupción incluida de serie. ¡Salud! —exclamó Fordak alzando su jarra de cerveza carmesí.
—¡Salud! —respondieron sus compañeros.
Bebieron y charlaron.
—¿Qué música es ésta, exactamente? No la conocía —preguntó Rommel, con la vista perdida en las figuras que dibujaba el humo de su cóctel.
—Mal hecho. Ahora te hablará durante una hora de ello —se adelantó Aleya.
Manson dio un largo trago de cerveza antes de la explicación.
—Así es. Verás —empezó secándose los labios con el dorso de la mano—, esta música es la música. No hay nada más que valga la pena. Todo lo que se ha hecho después tiene el mismo ritmo que un dolor de tripa.
—Supongamos que te concedo esto que dices —dijo el hacker—. Pero justifícalo un poco, a ver si nos convences.
—Escucha, esto es rock. Un género originario del Sistema Solar, de Vieja Tierra, para ser exactos. Fue allí donde nació. Según dicen algunos, en el siglo XX. ¡Imaginaos! Evidentemente, esta música valía ser salvada cuando la Vieja Tierra se fue a la mierda. Y en la colonia de Urano se siguió escuchando durante miles de años. Allí fue donde el rock me iluminó.
—Espera un segundo. ¿Eres de ése Urano? ¿De ése Sistema Solar? —preguntó Rommel con asombro—. Ahora entiendo ciertas cosas…
—Pasaré por alto tu impertinencia sólo porqué ahora quiero que aprendas algo de la vida, chaval —respondió Fordak lanzándole un fruto seco.
—Es una noble cruzada, sin duda —respondió Aleya con una sonrisa socarrona. La asesina dio un pequeño sorbo a su copa.
—Lo que intentaba decir es que el rock tiene algo especial. Sus instrumentos son eléctricos. Posiblemente los primeros que se fabricaron fueron diseñados por algún dios olvidado hoy.
—Me estás tomando el pelo, no cabe duda.
—Así es. Pero ahora en serio. La voz, la guitarra, el bajo y la batería. Juntos pueden hacer auténticas genialidades.
—No está mal, pero tampoco es para tanto —respondió Zerios apurando su Ardiente Magma del Deseo—. ¿Conoces la música étnica de Dunai? Eso sí que te pone los pelos de punta. Percusión auténtica, coros graves, imposibles de describir. Hay algunas piezas que podrían resucitar a un muerto.
—No la conozco, Zerios. Pero estoy convencido que un muerto sólo podría resucitar con un buen solo…
—¿Y eso qué es?
—Es la parte de una canción de rock en la que la voz calla y la guitarra demuestra porqué mola tanto.
—¿Y qué hay de la letra? —preguntó el hacker—. Ahora me dirás que la entiendes…
—Estáis hechos unos graciosillos, tú y tu cepillo de pelos —respondió Fordak lanzándole un fruto seco con desgana—. ¡Pues claro que no! Hay temas modernos en nuestro idioma, pero las canciones antiguas ya no queda nadie que sepa lo que dicen.
—Una pena —afirmo Aleya con seria sinceridad.
Al intervenir ella, Zerios Rommel se giró hacia la asesina.
—¿Y tú, Aleya? ¿A ti que te gusta? —preguntó Zerios. Las copas y la charla distendida le habían hecho ver que igual se había comportado como un imbécil con ella durante su última charla. A fin de cuentas, si Dreyfus la tenía en tan alta estima bien debía ser alguien digna de su consideración y respeto.
La asesina se ajustó el tirante de su habitual camiseta color mostaza antes de responder.
—No tengo preferencias, me gusta un poco de todo.
—¡Anda ya! —exclamaron Zerios y Fordak al unísono. Se miraron brevemente, sorprendidos.
—Eso es imposible —dijo el hacker con vehemencia—. En toda escala de valores siempre hay niveles. Algún género te debe gustar por encima de los otros.
—No, es así —respondió ella, deslizando su mirada por el local—. Me da igual un rock de estos que un tema comercial.
—Seguro que escucha technotrón… —susurró Fordak masticando la última palabra.
—Fijo que sí.
—Iros por ahí los dos —dijo Aleya dando otro sorbo a su whisky centenario—. Sois los dos igual de idiotas.
Ambos intercambiaron una sonrisa, satisfechos de que se hubiese puesto a la defensiva tan rápido.
Viendo que Aleya no parecía interesada en intervenir, Zerios volvió a Fordak y el rock.
—Pese a todo, he de reconocer que me sorprende que te guste esta música antigua, Fordak.
El contrabandista se llevó un fruto seco a la boca y le acercó el plato a Aleya para que también comiera ella.
—No veo qué tiene de raro.
—No lo sé, tal vez se trate de un estúpido prejuicio mío. Piensa que, aunque salimos de tanto en tanto de nuestra cueva, no nos da el aire tanto como a la mayoría. Pese a todo el conocimiento que podemos interceptar y catalogar éste es teórico.
—Intentas decir que te falta mundo, ¿no?
—Algo así —respondió Zerios con una sonrisa y un encogimiento de hombros—. Lo que intento decir es que la primera vez que te vi pensé que eras algo así como un marnauk en celo. Pero después resulta que hasta tú tienes un corazoncito.
—¿Un marnauk? —preguntó Fordak con el semblante progresivamente más tenso.
—Es un mamífero común en muchos sistemas de la Ruta Celeste —aclaró Aleya—. Vendría a ser algo semejante, más o menos, a un primate de ocho metros y pelaje azulado.
—Eso es un poco ofensivo, ¿no crees? —le recriminó Fordak a Zerios.
—Si te ofende es que la comparativa es válida —dijo Aleya devolviéndole el dardo anterior. Le dio un suave y cómplice puñetazo en el hombro.
Siguieron bebiendo relajadamente y charlando sobre esto y aquello, compartiendo planes de futuro, sueños casi todos ellos irrealizables. Pasaron casi tres horas así, hasta que Aleya dio un respingo en su silla.
La asesina hizo un gesto a Fordak.
—¿Qué pasa?
—No estoy segura, pero no me gusta.
Manson pudo ver cómo los ojos de su socia escudriñaban el local, buscando algo.
—¿Qué pasa? —reiteró Fordak bajando la voz.
—No lo sé —ella acarició sus guanteletes negros. Siempre preparada.
—¿Sueles beber? —preguntó Rommel.
—No tanto como él —Aleya señaló las cinco jarras de cerveza ulveriana vacías que Fordak había ido coleccionando—, pero...
—Tú también has repetido —le hizo notar Zerios.
Era cierto. Aleya iba ya por su tercer whisky.
—Si prefieres que nos recojamos ya no hay problema —dijo Fordak acercándose a ella.
—No, da igual —respondió Aleya—. Habrá sido un recuerdo emborronado de esto —añadió sosteniendo su copa medio vacía.
Sin embargo, se negaba a aceptar que fuese cosa del alcohol. Además, estaba muy a gusto allí, hablando con Fordak y Zerios de todo y de nada, sin restricciones ni palabras veladas. Era quizá la conversación más franca y natural que había mantenido en su vida. Durante sus años como asesina jamás había podido expresarse sin precauciones. Toda palabra pronunciada debía llevar a la consecución de un objetivo. Poder hablar y escuchar con franqueza se estaba descubriendo como una actividad sumamente placentera.
Finalmente, un buen rato más tarde, decidieron poner fin a la velada. Se levantaron de su mesa repleta de copas y jarras vacías y Manson abonó la cuenta en la barra. Se despidió de la camarera, una vieja conocida. Absolutamente borrachos, los tres tuvieron que sostenerse entre ellos para tener alguna posibilidad de regresar a La Diosa de Ébano.
Una figura baja y horonda se permitió una sonrisa. Sentado junto a una de las ventanas tintadas, hizo una llamada mientras el trio se alejaba calle abajo.
—No te lo vas a creer, maestro —dijo con satisfacción—. Me he topado con tu pupila descarriada.
La respuesta tardó unos segundos en llegar.
—No la pierdas de vista. Limítate a seguirla e infórmame de sus movimientos. Ni te ocurra intervenir. Si te descubre eres hombre muerto.