CAPÍTULO 13: DE TURISMO CULTURAL EN NUEVA TIERRA

 

 

Nueva Tierra. La capital de la Federación galáctica. El orgullo de toda la galaxia. Un planeta modelado a imagen y semejanza de aquel planeta azul, cuna de la raza humana. Cuando la Vieja Tierra quedó devastada tras las guerras termonucleares y la humanidad tuvo que abandonar su hogar ancestral en pos de una oportunidad para sobrevivir, una de las nave—colonia llegó hasta aquella estrella preciosa y generosa. Conocida antes simplemente como PX654, los datos sobre el terreno fueron incluso mejores que las más optimistas previsiones. PX654 contaba por sí misma de una atmósfera apta para la vida humana. Su distancia respecto a su sol era casi la misma que la de la Tierra original y su estrella solar. La nave—colonia se posó en su superficie en el año 2.892. No hallaron signos de vida inteligente en el planeta, aunque sí numerosa fauna y flora hasta entonces desconocida por completo por el ser humano. La terraformación fue mínima. Los colonos se asentaron por todo el territorio: en las planicies donde la brisa corría fresca y vigorizante; en las costas junto a las aguas bravas que proveían de extraños peces; en las valles formadas por cordilleras de suaves pendientes junto a ríos de aguas cristalinas.

Desde el primer momento los colonos de PX654 prohibieron cualquier explotación descontrolada de los recursos naturales del planeta. Los errores de la Tierra no se repetirían allí. Se legisló con diligencia y eficacia. Las leyes en este sentido eran claras: absolutamente toda la energía que la sociedad demandase debía cubrirse mediante fuentes renovables. Las pocas zonas áridas del planeta se llenaron de placas solares, las colinas de generadores eólicos y los ríos de presas hidroeléctricas. Mientras los colonos de PX654 mantuviesen en su memoria colectiva los estragos de la energía atómica, jamás se desarrollaría en aquel lugar dicha fuente de energía.

Así, en pocas generaciones el planeta pasó a denominarse como Nueva Tierra. La Tierra original por contraposición se empezó a llamar Vieja Tierra. Los primeros colonos se convirtieron en miembros respetados y escuchados en sus comunidades, en ancianos sabios y valorados. Hacia el año 3.100 empezaron a surgir los primeros enfrentamientos territoriales. Las distintas poblaciones de Nueva Tierra decidieron cortar por lo sano con los conflictos armados y se constituyó una asamblea planetaria. Aquel modelo de reunión y resolución de problemas sería la semilla de la futura Federación Galáctica.

Tras varios siglos de prosperidad y vida sin sobresaltos, en los que los habitantes de Nueva Tierra se dedicaron principalmente a la filosofía y las artes en sus distintas disciplinas, se estableció contacto con otra colonia humana. Aquella segunda colonia, cuyo destino había sido la estrella LH231, a ocho sistemas de distancia de Nueva Tierra, había evolucionado por otros derroteros. LH231 pasó a llamarse Artesius, en honor al capitán de la nave-colonia, idealizado como líder y salvador. Su población pareció olvidar los errores cometidos en el pasado y su sociedad se vertebró siguiendo un modelo depredador según el cual los beneficios nunca eran suficientes y cada vez se precisaban más sacrificios en pos de alcanzar ficticias cuotas de bienestar.

Después de los primeros intercambios diplomáticos, y tras los infructuosos mensajes de cooperación por parte de Nueva Tierra, Artesius decidió que debía hacerse con la hegemonía en la galaxia conocida. Estalló así la primera guerra de la humanidad en las estrellas. Corría en siglo XXXV. Aunque hubo algunas batallas espaciales, el coste de producción de las naves interplanetarias era demasiado elevado para ambas partes. Finalmente, tras varias décadas de escaramuzas en uno y otro planeta con acciones de guerrillas y terror sobre la población civil, se alcanzó un tenso armisticio entre ambos planetas. Durante el transcurso de este conflicto, se estableció contacto con varias colonias humanas más, aunque éstas se mantuvieron al margen del enfrentamiento entre Nueva Tierra y Artesius.

Sobrevinieron varios milenios de nulas relaciones diplomáticas. A parte de Nueva Tierra y Artesius se conocían cinco colonias más. Durante este dilatado espacio de tiempo, cada una de ellas se dedicó a explorar y fundar asentamientos en los sistemas vecinos. Fue una época de exploración, colonización y descubrimientos maravillosos. Miles de planetas fueron descubiertos durante éste periodo, aumentando de forma considerable el poder y la influencia de cada una de las colonias. También fue el momento del florecimiento de los planetas más bellos conocidos hasta la fecha: En el planeta oceánico de Multoana, la raza humana aprendió a domar los océanos y sus secretos submarinos. Zerian explotó su cinturón de asteroides y desarrolló una industria del lujo sin parangón. En Valenia, sus habitantes entraron en comunión con el planeta y tomaron consciencia del santuario viviente que era, pasando a venerar la planta de la alborada, de increíbles propiedades curativas. El extracto de dicha planta daría lugar unas décadas más tarde al indispensable “zumo de algas” curativo.

Este expansionismo sostenido se trastocó cuando los artesianos desarrollaron la tecnología del viaje hiperespacial. Sus nuevos motores les permitían desplazarse y por lo tanto colonizar a una velocidad sin competencia. Tal era su importancia que dicho conocimiento se guardaba con extremo celo: las autoridades de Artesius llegaron a ejecutar a los familiares de aquellos capitanes que revelaron los secretos de los hipermotores a agentes extranjeros.

Sin embargo, ocurrió lo inevitable: ya fuera mediante ofensivas cantidades de dinero, amenazas o extorsiones, o mediante el secuestro y posterior aplicación de la ingeniería inversa, la tecnología del viaje hiperespacial terminó por llegar a las distintas potencias humanas.

Hacia el año 6.650, la tensión entre las colonias volvió a aflorar. Tras miles de años expandiéndose por su cuenta, algunas de ellas se toparon con las demás. Comenzaron disputas por el control de ciertos sistemas estratégicos y ricos en recursos. Fueron las Guerras de la Hidra. Cuando una guerra terminaba, otras dos brotaban en sistemas vecinos. Durante este período los avances tecnológicos se centraron irremediablemente en el armamento. Se potenció la tecnología láser, creando haces de energía que podía fundir la materia en milisegundos. Se investigó el plasma y se armaron los primeros rifles de energía. Las tropas armadas con dichas armas presentaban una ventaja notable en el campo de batalla, pero aún eran pocas e inestables. Las armas de fuego de toda la vida, las balas y los cartuchos, seguían matando, tan eficaces como siempre.

Al final llegó la paz. Era el año 7.001. Una paz nacida de la imposibilidad de ninguna colonia de imponerse claramente a las demás. Los respectivos gobiernos acordaron firmar la paz bajo el cielo de Valenia, única colonia que se había mantenido neutral durante todo el transcurso de las Guerras de la Hidra. El planeta santuario ayudó posteriormente a todos los bandos sin distinción en las tareas de sanación y curación. Tras un par de siglos donde el conflicto dejó paso a la colaboración entre sistemas, en el año 7222 se firmó el tratado que uniría a todas las colonias bajo un gobierno de ámbito galáctico. El bautizado como Tratado de los Siete Soles, en referencia a las siete estrellas que propiciaban la vida a las siete colonias firmantes. Dado que había sistemas de distinta configuración política, se optó por el modelo federal. La Federación, bajo el papel predominante de la Nueva Tierra, elegida como su capital por su ubicación y su tradición mediadora, se propuso explorar y colonizar el resto de la galaxia. Todavía había mucho que hacer.

Sorprendentemente no había aún registros de contactos con otras especies inteligentes. Los científicos de la Federación no se lo explicaban. Sumando únicamente los registros de las siete colonias originales habían contabilizadas más de dos mil millones de especies. Y sin embargo, ninguna de ellas era equiparable en inteligencia a la raza humana. Nuevas misiones de exploración salían de los astilleros federales casi a diario. A la búsqueda de nuevos planetas aptos para el asentamiento humano se sumaba la necesidad metafísica de muchos ciudadanos de descubrir, de una vez por todas, que la especie humana no estaba sola en el cosmos.

Por otra parte, dentro de la diversidad de la Federación había religiones para todos los gustos.  Algunas postulaban el advenimiento de un dios único, otras hablaban de la casa de los dioses como un lupanar donde todo estaba permitido. Había misioneros y charlatanes a partes iguales. Pese a las mayorías agnósticas y ateas que formaban el grueso de la población, todavía había lugar para las creencias más peregrinas. Desde la automutilación hasta la máxima siempre más útil de ayudar al prójimo. Algunos dioses tenían forma humana. Otros eran como una seta inmensa y desproporcionada. Y otro era tan inconmensurable que sus seguidores hablaban de una consciencia invisible que hacía del universo un sistema armónico.

Todas esas religiones impregnaron, y lo siguen haciendo para bien y para mal, las distintas sociedades que conforman la raza humana. Es el gobierno, la Federación como herramienta administrativa, la que mantiene unida a toda la humanidad. Gente que habita centenares de miles de planetas, en otros tantos sistemas solares, comparten una herramienta de gobierno común. Si algún sistema se siente olvidado por el gobierno federal y se plantea abandonar la Federación, ésta suele negociar mediante mejoras económicas y singularidades legislativas puntuales. Sin embargo, las malas lenguas y los informes confidenciales que publican cada cierto tiempo organizaciones contestatarias como Oráculo revelan que la Federación también se mancha las manos de sangre: asesinatos de cabecillas rebeldes, actos de castigo sobre poblaciones incomunicadas del resto de la galaxia como bloqueos comerciales y hambrunas programadas como herramienta de control de la población. A pesar de las campañas del gobierno galáctico, de la bondad de sus principios, a pesar de sus eslóganes blancos y sus historias de valerosos héroes auxiliando a la población civil, siempre corren  rumores. La Federación mantiene hoy unida a toda la humanidad, es cierto. Pero… ¿a qué precio?

 

***

 

Nueva Tierra. Un planeta hermoso. Los primeros colonos fueron muy conscientes del tesoro que habían hallado. Las estructuras humanas parecían adaptarse al entorno con naturalidad y sin romper el paisaje. Un equilibrio casi imposible pero que sin embargo en aquel lugar se había producido.

La Diosa de Ébano se dirigió al hemisferio sur del planeta. Mientras la nave descendía suavemente traspasando el velo de las nubes, Fordak Manson rememoró la única vez que había estado en la capital. Fue justamente cuando formaba parte de la tripulación del Galatea. Un poderoso y anónimo hombre de negocios les había pagado una suma muy importante por un órgano en perfectas condiciones. La historia podía llegar a ser conmovedora al pensar en el reducido tamaño del corazón que precisaba el cliente. Sin duda debía tratarse de su hijo enfermo. Aunque claro, siempre hay la otra cara de la moneda. Y en aquella ocasión fue especialmente desagradable. Compraron el cadáver todavía caliente de un mocoso de seis años a unos padres hundidos en la miseria. Fue en algún rincón perdido del Borde Medio y aquello no tuvo absolutamente nada de conmovedor. Él y sus compañeros del Galatea habían entregado la nevera, habían recibido el pago y habían despegado de allí para gastarse el dinero en alguna otra parte que no recordaba.

Zerios Rommel se había probado ropa de Fordak para dejar atrás sus ropajes del desierto. Aunque su túnica ocre no era ningún desatino en Nueva Tierra, dada la multiculturalidad palpable en las calles, no estaba de más dejar atrás los ropajes típicos de Dunai como prevención añadida. Los pantalones y camiseta de Manson le iban demasiado grandes. Necesitaba, como poco, cuatro tallas menos.

—No te preocupes, compraremos algo de ropa ahí abajo —le había dicho Aleya. Tanto ella como Fordak también debían adquirir nuevas vestimentas. Sus ropas funcionales de mercenarios no casaban del todo con una visita cultural.

La nave descendió hasta posarse sobre un estacionamiento gigantesco situado al lado de un ancho y manso rio. Era una explanada circular de varios kilómetros cuadrados, donde las plazas estaban indicadas mediante líneas de césped bioluminiscente. Había distintos tamaños y zonas, dependiendo de la envergadura de las naves espaciales estacionadas. Entre plaza y plaza, una cinta transportadora facilitaba a los peatones salvar las grandes distancias entre sus vehículos y la salida. El techo del lugar era una cúpula holográfica que se mimetizaba con el entorno, minimizando el impacto del mismo en el paisaje.

Los motores de La Diosa de Ébano se apagaron. Un repentino silencio invadió entonces el interior de la nave.

—Ya hemos llegado —dijo Aleya—. Iremos a reconocer la zona, para contrastar la información de los planos.

—De acuerdo. Pero me temo que tendremos que dejar las armas aquí —dijo Manson— Para variar un poco. En la capital están prohibidas.

—No es problema —respondió Aleya.

—Yo ni siquiera tengo una —dijo Rommel desde su puesto.

A decir verdad, Aleya no necesitaba ningún objeto para matar. Y, en caso de necesidad, Fordak tampoco necesitaba arma alguna para retorcer un par de cuellos.

—Este pequeño debería quedarse en la nave —dijo el hacker refiriéndose a G4-V8—. Hace años que la Federación prohíbe la entrada de ojobots en los edificios públicos. Es un tema que trae polémica. Mucha gente todavía ve estas esferas flotantes como asistentes para personas mayores o personas con movilidad reducida. Qué es un poco el motivo original por el que se desarrollaron —aclaró encogiéndose de hombros—. Pero claro, como pasa con casi todo, su uso se pervierte y aparecen versiones igual de adorables por fuera pero letales por dentro: desde rayos láser, gas letal o incluso una bomba sónica flotante. En cualquier caso…

—Espera, espera, espera —le interrumpió Fordak. Se giró hacia Aleya y la miró a los ojos con sorpresa—. ¿G4 dispara rayos láser?

—Ya no —respondió ella—. Cambié ese módulo por una segunda reserva de gas.

Fordak arrugó el morro. ¿Le habría ayudado en el pasado que G4 flotase sobre su cabeza disparando rayos láser? Por supuesto.

—En cualquier caso —retomó Zerios Rommel—. No pasará de la entrada y nos pondrá en un compromiso innecesario.

—Está bien. G4, ya lo has oído—dijo Manson—. Te quedas aquí, vigilando la nave. Compórtate y no rompas nada.

G4-V8 pitó una sola vez, una nota grave y larga, como de resignación.

—El museo está a dos kilómetros y medio de nuestra posición —dijo Aleya observando la pantalla—. Con las lanzaderas subterráneas podemos llegar en pocos minutos. Sin embargo, por aquí debería haber... aquí —apuntó con el dedo un edificio circular—. Esto es un centro comercial. Aquí compraremos algo de ropa más usual.

—De acuerdo —dijo Fordak—. En marcha.

 

***

 

El equipo paseaba por una ancha avenida empedrada. A lado y lado había grandes extensiones de jardines con flores y composiciones de todos los colores imaginables. Familias con hijos, parejas jóvenes, ancianos: todos ellos disfrutaban bajo la sombra de los almendros en flor que salpicaban aquí y allá la hierba cortada. Aquella zona de la capital era conocida popularmente como el Jardín del Saber. Docenas de edificios culturales se alzaban por toda la zona, cuya extensión rondaba los cien kilómetros cuadrados. Para cubrir las grandes distancias, una red subterránea de lanzaderas conectaba los principales enclaves entre sí. Mientras que por el subsuelo se podía desplazar uno a velocidades subsónicas, la superficie ofrecía sosiego, tranquilidad y aire puro.

El Jardín del Saber era uno de los lugares preferidos por los habitantes de Nueva Tierra para ir a disfrutar de su tiempo libre. Dada la capitalidad del planeta, muchos de sus habitantes trabajaban directa o indirectamente en asuntos de gobierno, llevando a cabo decisiones y políticas que afectaban a billones de habitantes a lo largo y ancho de la Federación. Las instalaciones del Jardín del Saber aliviaban y alimentaban la voluntad de todas esas personas.

Fordak Manson se rascó el culo. Su ropa nueva era incómoda. Parecía más una estrella de música comercial que un turista cualquiera. Vestía pantalones negros muy ceñidos, una camiseta de tirantes también oscura y zapatillas deportivas rojas. El conjunto lo remataban unas gafas de sol con la montura de pasta también en rojo. Aleya había insistido en que llevase aquellas gafas. Le había dicho que era importante taparse la cara en la medida de lo posible.

Por su parte, Aleya portaba ahora un vestido blanco de verano, ligero y fresco, cuya falda caía por debajo de sus rodillas. Unas sandalias de cuero planas y un pequeño bolso a juego completaban el atuendo. El blanco radiante de la tela sobre su piel oscura ofrecía un hermoso contraste. Llevaba el cabello suelto, dejando que la suave brisa acariciase sus rizos azabaches. Sobre el puente de la nariz también llevaba unas gafas de sol; de montura fina y grandes cristales ovalados.

              Finalmente, Zerios Rommel se había hecho con unos pantalones pirata azul marino, unas zapatillas blancas y una camiseta de manga corta también azul. Sobre la tela llevaba un estampado chillón: un enorme dragón verde escupiendo una llamarada anaranjada hacia el cielo.

—Tu cresta es un cantazo, chaval —le dijo Manson mientras caminaban sin prisa hacia la zona de los museos.

—El cantazo es tuyo con semejantes zapatillas —respondió Rommel con las manos en los bolsillos.

Aleya puso los ojos en blanco ante semejante profesionalidad.

—Callaos los dos. Tenemos trabajo que hacer. Rommel, yo me ocuparé de la sala de seguridad. Me darás las instrucciones por el comunicador. Te necesitamos arriba, en el despacho.

—Afirmativo.

Finalmente el paseo les llevó hasta el Museo de Historia de la Humanidad. Era un edificio monumental. La entrada principal estaba flanqueada por seis columnas de mármol que se elevaban hacia el cielo. Éstas soportaban un frontispicio que, a cincuenta metros de altura, proclamaba un lema tallado tan antiguo como cierto: Sólo hay un bien: el conocimiento. Sólo hay un mal: la ignorancia.

Había algo de cola para acceder al edificio. El grupo se puso al final y esperó su turno. Sacaron tres entradas y pasaron los controles de seguridad habituales. Todas las armas, incluidas las hojas ocultas de Aleya, estaban en la nave. El único equipamiento extra era la muñequera de Rommel, cargada con los programas necesarios para vulnerar los protocolos de seguridad del museo

Fordak pitó en el escáner.

El guardia de seguridad se le acercó y le mandó levantar las manos mientras le escaneaba más a fondo. La hebilla del cinturón.

—Ya puede pasar. Disfrute de la visita.

—Gracias. Así lo haré.

 

***

 

Una gigantesca escultura daba la bienvenida a los visitantes. Sobre un pedestal de mármol negro, descansaba una figura sentada en gesto reflexivo. Tallada en mármol rosado, la luz que reverberaba sobre su superficie pulida le dotaba de una ilusoria aura. La pieza tenía tres metros de alto, e invitaba a todo aquel que entraba en el museo a dejar la prisa en el exterior y disfrutar del conocimiento y la reflexión.

Tras la estatua había un ancho y corto corredor que conducía a la rotonda principal del museo. Y a cada lado de la misma, el pasillo principal cruzaba el edificio de un extremo a otro. Las paredes estaban cubiertas con paneles de madera de haya. El suelo era una sucesión de baldosas oscuras y granates que formaban grandes y sobrias figuras geométricas.

Aleya se acercó a leer un pequeño panel que había a los pies de la estatua. “El Reflexivo de Yuco”. Desconocía si Yuco era el artista o el mundo de origen de aquella pieza, pero le gustaba. La observó de más cerca. Bajo el mármol rosado, la musculatura estaba increíblemente bien representada. Daba la sensación que en cualquier momento podía moverse.

—¿Por qué no vamos a dar una vuelta primero al ala oeste? —preguntó Zerios señalando tras de sí con pulgar—. Allí tienen los artefactos recuperados de Vieja Tierra. Puede ser muy interesante.

—Como queráis —dijo Fordak con indiferencia.

Aleya no esperó y comenzó a caminar hacia allí.

—Sería una estupidez no aprovechar la visita. Vamos Manson, igual te sorprendes y aprendes algo. Además, no me creo que te dé igual. ¿No tienes curiosidad? —dijo ella. Su vestido primaveral parecía flotar a su alrededor.

              El contrabandista no respondió con palabras, pero la siguió.

A cada lado del corredor se abrían pasillos a salas de exposición temáticas. Curiosearon un par o tres de ellas donde se exponían pinturas y esculturas traídas de las distintas colonias originales. Los estilos eran eclécticos. Cada uno de los planetas que firmaron el Tratado de los Siete Soles había experimentado una evolución artística distinta. Por ejemplo, una pintura realista de Artesius podía estar fechada en el siglo XLII, mientras que otra de un estilo equivalente realizada en el mundo oceánico de Multoana databa de ocho siglos después.

Al cabo de un rato, Fordak decidió que las que le gustaban eran las figurativas. Aquellas cuyas pinceladas componían una imagen identificable. Era en este tipo de obras donde Manson podía valorar con sus escasos conocimientos artísticos la pericia del artista. Cuando tenía ante él un lienzo con un solitario trazado irregular que dividía el blanco en dos y cuyo título era “Soledad”, el mercenario llegaba a la rápida conclusión que aquello era un absurdo. Del mismo modo, intentar encontrarle el significado a unos trazos aleatorios le parecía una auténtica pérdida de tiempo.

Sin duda, de todas las obras que llevaba vistas en aquel momento, Fordak ya tenía una clara favorita: “Muerte bajo las estrellas”. Una pintura de gran formato atribuida al maestro Caius el Hacedor. Un artista de origen artesiano pero que llevó a cabo la mayor parte de su obra artística en Dundabar, un enorme granero de la Federación. La imagen representaba una mujer, campesina a juzgar a por su atuendo, arrodillada en primer plano y abrazada al cuerpo de su marido, desfallecido en el suelo. La pareja y el trigal ocupaban el tercio inferior de la obra. El resto era un cielo estrellado frío, precioso y sobrecogedor. Los trazos azules y negros parecían dotar de vida al millar de puntos fulgurantes que contemplaban impasibles la muerte de la gente sencilla.

Fordak señaló la pintura a sus compañeros para que no se la perdiesen. Pensó que sería estupendo disponer de un apartamento con habitaciones y paredes para colgar una copia de ese cuadro. Pero aquella no era una opción.

Prosiguieron la visita y llegaron al salón cincuenta y uno. Era sensiblemente más espacioso que los anteriores, y un cartel colocado sobre el marco de la puerta no dejaba lugar a dudas. Allí empezaba la exposición de objetos recuperados de las primeras naves colonia. Los objetos que se salvaron de la Vieja Tierra.

Zerios Rommel fue el primero en cruzar el umbral. Curioso por naturaleza, aquellos objetos antiquísimos hacían volar su imaginación. No sabía muy bien qué podía encontrar tras aquellas vitrinas. Pero las leyendas de la Vieja Tierra habían llegado hasta el presente, sobreviviendo miles de años después del Éxodo. A la luz de las hogueras nocturnas en el desierto Rommel había oído todo tipo de cuentos y fábulas que tenían como escenario aquel planeta casi mítico, cuna de la raza humana.

Aleya se percató de los dos guardias de seguridad que flanqueaban la entrada. Vestían un chaleco blindado y llevaban una pequeña pistola aturdidora en el cinto. El uniforme era de un blanco níveo, al igual que el chaleco.

Entraron en la sala. En el centro, con la iluminación del lugar dispuesta de tal modo que la atención recayera en este punto, había un único objeto protagonista.

Tras hacerse un hueco entre la gente que rodeaba la vitrina blindada, Manson observó su contenido. A primera vista no lo entendió. Era un objeto rectangular, amarillento, abierto por la mitad y repleto de extraños símbolos minúsculos.

Aleya y Rommel también lo observaron, aprovechando el hueco que la corpulencia de Fordak había abierto a su alrededor.

—Un... libro —dijo el hacker. Su mano, temblorosa, acarició el cristal blindado—. Es... precioso.

Aleya asintió.

—Sí. Lo es. Es una proeza que se haya conservado en tan buen estado. ¿Quizás lo envasaron al vacío en gravedad cero?

—Y luego tuvieron que congelarlo al cero absoluto...

Fordak interrumpió las teorías de sus compañeros:

—¿Pero qué estáis diciendo? Un libro es archivo de texto. No esa cosa.

—Colega, no tienes ni idea —dijo Rommel.

—Evita usar ese tono conmigo, colega —replicó Manson—. O te saltaré los dientes.

—Ya está bien —Aleya abortó el enfrentamiento de machos alfa—. Lo que Rommel intenta decir es que esto que ves aquí es, en efecto, un libro. Uno analógico. Seguramente de antes de la invención de los ordenadores.

Cuando la explicación vino de Aleya, el mercenario se mostró mucho más predispuesto a escuchar y aprender.

—¿En qué idioma estará escrito? —se preguntó Zerios en voz alta. Comprobó la información disponible en un lateral de la vitrina: Hallado en una excavación a unos doscientos kilómetros al sur del museo, cuarenta años atrás. Al parecer su alfabeto se había perdido para siempre.

—Su valor debe ser incalculable… —susurró Manson.

—Así es —la asesina vio como brotaba el brillo de contrabandista en sus ojos.

—Quizá se podría colocar a buen precio... —empezó a decir Fordak.

Aleya se enganchó a su cuello y le besó en la boca, haciéndolo callar. Aquello pilló a Manson por sorpresa. Pero antes que le diese tiempo de disfrutarlo ella ya se había apartado.

Aleya miró de reojo a su alrededor. Aunque había bastante gente en la sala, nadie parecía haber oído el brillante comentario de Manson.

—De eso hablaremos en casa, cielo —remató Aleya clavándole sus ojos azules como el hielo. La mirada no se correspondía en absoluto con la dulce voz que había empleado.

Zerios se había alejado para contemplar otra reliquia, con lo que no se percató de la situación. Mason, por su parte, parpadeó y decidió no abrir la boca durante un largo rato.

El museo era verdaderamente grande. Para visitarlo al completo se necesitaban tres días. Llevaban más de tres horas. Pese a sus flamantes zapatillas rojas, Fordak Manson empezaba a tener los pies doloridos. Era una molestia extraña y nueva para él: en su vida había corrido, trepado y saltado como una pantera furiosa. Pero cuando escapaba de un control policial, o esquivaba las balas de un sicario por algún ajuste de cuentas que él ya no recordaba, la tensión del momento evaporaba el cansancio. Éste tan sólo se manifestaba una vez que lograba escapar y podía considerarse a salvo. Ahora, un dolor ridículo pero continuo le pinchaba la planta de los pies. Sin la certeza de un peligro inminente, la adrenalina no bloqueaba el dolor. Era insidioso.

Rommel abandonó una sala de exposición con gesto de desagrado. En el marco de la puerta podía leerse: “Antes de la Federación, la Guerra de la Hidra”. Era una selección de escabrosos testimonios gráficos de los conflictos bélicos antes del Tratado de los Siete Soles. El hacker trataba de contener su rabia e indignación. Antes de la Federación, muerte y desolación. Con la Federación, no parecía existir conflicto alguno. Aquella omisión le enervaba por completo. Con la unificación de las colonias, no había habido ninguna otra guerra oficial. Pero eso no significaba que la gente no siguiese muriendo de forma violenta e injusta. La Federación llevaba a cabo misiones de exterminio sobre poblaciones marginales en planetas remotos. Oráculo lo sabía bien, y así lo difundía, publicando información confidencial comprometida y reveladora. Rommel había ayudado a destapar varios casos de purgas planetarias en el Borde Exterior. Sociedades que habían puesto en marcha modelos socioeconómicos alternativos habían sido erradicadas por completo, purgadas por escuadrones de militares lobotomizados, autómatas de gatillo implacable que no tenían reparo en disparar a hombres y mujeres, niños y ancianos.

De todo aquello lógicamente no hallaría ni un solo cartel en aquel museo. Rommel apretó los puños y se unió a sus compañeros.

—Yo ya he visto suficiente —dijo Zerios con evidente enfado—. ¿Hay algo que os quede pendiente o nos ponemos a trabajar?