CAPÍTULO 8: UN SOS EN EL ESPACIO

 

 

Habían pasado dos meses desde que salieron de Acheron. En todo este tiempo Fordak no había recibido ninguna llamada de Udina. Viajaban sin prisas por la galaxia, comerciando de forma honrada. La mayoría de las veces.

En ese tiempo, Fordak Manson le había enseñado a Aleya algunos trucos de persuasión. Útiles tanto para regatear con traficantes de hierba azul como con los mayoristas de Alanti, quiénes vendían sus botellas de aguas termales a un precio irrisorio en comparación con lo que podían llegar a pagar los sibaritas del Núcleo. También le preguntó por asesino que se topó en Tulheia VI. Le describió al detalle todo lo que vio, pero Aleya se encogió de hombros. Un tipo vestido de negro, sin tatuajes y suicidado mediante una pastilla venenosa era una descripción aplicable a casi todos los gremios de asesinos operativos.

Por su parte, Aleya le enseño a fijarse en los pequeños detalles, a analizar el entorno y las flaquezas de un oponente; a ver antes de embestir como un toro. Aunque estas enseñanzas habían sido prácticamente teóricas. 

G4-V8 flotaba, siguiendo el compás de la música que sonaba dentro de La Diosa de Ébano. Un piano enfurecido reinaba sobre todos los demás instrumentos de la canción. Fordak, reclinado en la silla de piloto, tenía los pies en alto, y tamborileaba con los dedos de una mano sobre su pierna. Con la mano libre, se rascaba el cabello enmarañado con pereza. Ya le llegaba por debajo de los hombros. Demasiado largo para su gusto. Igual sucedía con la barba espesa. Cuando tomasen tierra, debería hacer algo al respecto. En un par de horas llegarían a Utopía, donde Manson pensaba hacerse con más extracto de cáñamo.

Aleya estaba en la bodega, inspeccionando el equipo que había traído con ella. Era básicamente un arsenal en miniatura: herramientas de todo tipo, muy pequeñas y discretas. Desde las hojas ocultas hasta un cable irrompible de veinte centímetros, ideado para ahogar a alguien por atrás, pasando por un pequeño lanzallamas de tres cargas que en el pasado le había sacado de más de un apuro. Granadas de humo, dardos paralizantes, gas alucinógeno...

—Oye Aleya —dijo Manson desde su silla—. Cuéntame más sobre este pequeñín —palmeó a G4 como si fuese una mascota. Fordak había terminado por asumir que, aunque no fuese más que un amasijo de cables, G4-V8 le hacía compañía. El droide le ofrecía conatos de conversaciones imposibles de llevar a cabo y le seguía a todas partes fielmente. A efectos prácticos, para Manson G4 había pasado de ser “algo” a ser “alguien”.

—¿Qué quieres saber? —respondió ella guardando sus cosas y dirigiéndose a la cabina. Se sentó en la silla del copiloto.

—No lo sé. ¿Dónde lo encontraste? ¿O acaso lo fabricaste tú misma? Eso ya sería demasiado –añadió Fordak con entusiasmo.

Ella bajó un poco el volumen de la música y respondió.

—Lo conseguí hará unos doce años. Fue un regalo.

—¿De quién? —preguntó Fordak.

—De alguien —respondió ella.

—Ese alguien... ¿Todavía respira?

Aleya le miró de reojo, alzando una ceja.

—Confío que sí.

Manson le dio unos segundos, pero Aleya no pareció querer dar más detalles.

—Vale… —respondió él. Fue a cambiar de canción, pero entonces el sistema de comunicaciones empezó a parpadear—. Fíjate, parece que tenemos trabajo. Hay un mensaje.

Apretó el botón, esperando escuchar a Udina. Pero la voz que brotó de los altavoces fue otra muy distinta a la del comandante. Una voz un tanto aguda, pedía auxilio con desesperación y miedo.

—Este es un aviso de auxilio emitido desde el supercarguero Providence a cualquier nave cercana. Por favor, necesitamos ayuda. Los motores han fallado. Estamos varados cerca de Tevan, en el sistema Unitau. Por favor, ayúdennos. Este es un aviso de auxilio...

El mensaje volvió a repetirse, una y otra vez.

—Es una trampa —dijo Aleya sin titubear.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—Aunque los motores se detuviesen, la nave seguiría desplazándose por inercia.

—¿Un sabotaje, tal vez? —dijo Fordak.

—Es muy probable. Y te mueres de ganas de ir.

—Imagínate. Un supercarguero —añadió él sin ocultar su creciente emoción—. ¿Te haces la idea de lo que puede guardar en su bodega? Podríamos encontrar casi cualquier cosa.

—O no. Además, ¿no sacas suficiente con las mercancías que llevamos ahí atrás?

—Suficiente para seguir con esto hasta los cien años —respondió él—. A ver, este trabajo no está del todo mal. Pero tengo previsto retirarme con fondos suficientes como para no tener que preocuparme nunca más por el dinero.

Ella asintió con la cabeza, entendiendo su argumento, pero sin darle ni quitarle la razón.

—Pero sabes que es una trampa, ¿verdad? –insistió Aleya.

—O no —respondió Manson—. O puede que lo fuese hace años. Y que ahora esté toda la tripulación muerta.

—Esa es otra posibilidad —respondió Aleya—. No sabemos el tiempo que lleva esa señal repitiéndose. Tal vez siglos.

—Si hay supervivientes y no es una trampa, podemos hacer la buena acción del semestre —dijo Fordak con una amplia sonrisa avariciosa—. Si los rescatamos, no creo que les importe recompensarnos. Y si están muertos, más fácil será echarle un vistazo a su carga.

—¿Y si está vacío o ya ha sido saqueado? —le preguntó ella haciendo que la cabeza de Manson trabajase rápido.

—Un supercarguero no viaja jamás vacío. Eso implicaría derrochar un montón de combustible en un viaje inútil. Y a la segunda opción, la respuesta es fácil: vayamos a comprobarlo.

Manson ya agarraba los mandos de La Diosa de Ébano, impaciente por iniciar aquello que se presentaba como la ocasión para romper con la rutina de las últimas semanas.

Aleya aceptó. Con los últimos años como chatarrera había ido desarrollando una curiosidad por explorar y saquear posibles yacimientos en busca de piezas útiles. Y en este sentido un supercarguero eran palabras mayores. Para ella, sólo cabía esperar que, con un poco de suerte, todos a bordo de la Providence llevasen muertos mucho tiempo. 

 

***

 

La Diosa de Ébano abandonó el hiperespacio y apareció en el sistema Unitau. Era un sistema estelar marginal dentro de la Federación, formado por seis planetas que orbitaban alrededor de un sol moribundo. Tras un intento fallido por parte de la Federación de instalar una colonia minera en uno de esos mundos, el sistema entero cayó en el olvido. No tenía recursos valiosos y ninguna ruta comercial pasaba cerca. La vida se había ido extinguiendo conforme su sol se iba enfriando. Unitau era un sistema condenado.

Fordak comprobó el mapa estelar en la pantalla y dirigió la nave hacia Tevan, un planeta pequeño y rocoso. No tardaron demasiado tiempo en establecer contacto visual con el supercarguero, recortado sobre la esfera plomiza de Tevan.

—Ahí estás —el mercenario enseñó los dientes, satisfecho.

Conforme se acercaron al Providence, ambos pudieron apreciar su tamaño. Era una nave enorme, de unos mil seiscientos metros de eslora y cuatrocientos de manga. De forma rectangular, primaba el espacio de carga por encima de cuestiones estilísticas. Sobre la popa se alzaba el puente de mando, una ancha torre suavemente inclinada hacia atrás, sobresaliendo por encima de cuatro motores enormes dispuestos en una cuadrícula de dos por dos. El puente de mando se alzaba doscientos metros sobre el nivel de cubierta. Ocho enormes compuertas cruzaban ésta desde popa hasta proa. Su finalidad era facilitar al máximo la carga y descarga de los contenedores de mercancías. Por último, el lateral a la vista de la Providence mostraba cuatro hangares para naves auxiliares, ubicados cerca de la parte posterior del carguero.

—Es bastante grande —afirmó Aleya.

La Diosa de Ébano se acercó hasta situarse a quinientos metros de distancia del Providence. Lo rodearon por completo, sin prisa, examinándolo en busca de alguna evidencia de ataque externo. Pero no hallaron nada a simple vista. 

—Los motores no funcionan. O están apagados. Pero la energía de los hangares parece funcionar con normalidad —dijo Fordak. Trató de contactar con la Providence. Estableció contacto varias veces, pero la única respuesta fue el mensaje de socorro en bucle.

—¿Tú qué crees? —preguntó Manson.

—Que te prepares siempre para lo peor. Si lo haces así, después la cosa sólo puede mejorar —respondió ella, desperezándose como un gato.

Aleya se levantó de la silla y se dirigió a la bodega, donde comenzó a equiparse. G4-V8 flotó tras ella. Fordak dirigió la nave con decisión y aterrizó en uno de los hangares laterales del supercarguero.

 

***

 

El portón trasero se abrió. Las lecturas indicaban oxígeno en el lugar. Fordak y Aleya descendieron de La Diosa. G4 salió flotando y exploró el hangar. El lugar estaba completamente vacío. No había allí ninguna otra nave, ni tampoco maquinaria almacenada. Las luces estaban desconectadas. Únicamente brillaban muy tímidamente las luces de emergencia, situadas sobre una compuerta doble. Ésta conducía al interior del supercarguero, y estaba a unos treinta metros de distancia. Aun así, la rotación del Providence respecto al sol moribundo del sistema permitía que su débil luz se colase en el interior del hangar.

Fordak avanzaba con su escopeta de plasma preparada; Aleya llevaba un subfusil en cada mano. Llegaron hasta la compuerta. Una gruesa lámina de titanio que servía de cortafuegos principal en caso de descompresión del hangar. Sobre el metal había pintado un grueso número con pintura negra.

—Cariño, hemos aparcado en el número cuatro. Por si al volver de compras se me olvida —dijo Fordak con seriedad, examinando las cercanías con precaución.

—Manson, ¿es necesario que te recuerde que te tengo de espaldas y llevo balas de sobra? —respondió Aleya, amartillando una de sus armas.

G4 regresó junto a ellos. No había encontrado nada fuera de lugar.

Pulsaron la pantalla situada a un lado de la compuerta. Ésta se abrió con normalidad. Tras un corto pasillo pasaron una segunda compuerta de seguridad. Al cerrarse tras ellos, la luz del sol marchito se extinguió, dejándolos en la más absoluta oscuridad.

G4-V8 encendió su linterna incorporada. Estaban en un corredor ancho, apto para mover mercancía pesada con comodidad.

Fordak paró el oído casi un minuto. Aleya aprobó aquella muestra de inteligencia y le imitó. No oyeron nada.

—Hacia allí —indicó Aleya apuntando con un subfusil hacia la izquierda—. Tenemos que hallar el puente de mando. Allí sabremos qué ha pasado aquí.

Se encaminaron hacia popa, avanzando en silencio, con las armas listas en todo momento. Con la única luz que proporcionaba G4 iluminándoles los siguientes metros de un corredor bañado en la negrura más completa; únicamente desafiada sin demasiada convicción por las luces de posición: luciérnagas en extinción ubicadas cada diez metros sobre el techo y en las compuertas laterales que llevaban a salas ignotas.

 

***

 

Doscientos metros después, el corredor terminó con un giro de noventa grados a la derecha y un ascensor desprovisto de paredes. La oscuridad era casi total. Aleya ordenó a G4 que escanease el entorno, pero las gruesas paredes del supercarguero transmitían lecturas erróneas. Dependían únicamente de ellos mismos.

Fordak se acercó al ascensor y lo examinó durante un momento.

—No funciona. No recibe energía —confirmó en voz baja. El entorno no invitaba a levantar la voz.

El suelo del ascensor no estaba en ese nivel. Debía estar más arriba, o quizá abajo. Un hueco negro sin fondo ni techo se abría ante ellos. Un débil sonido pareció salir del mismo, como un llanto, o tal vez una carcajada. Fue algo inaudible, tanto que Fordak, tras un instante de duda, y al ver que Aleya no había reaccionado, se convenció que lo había imaginado.

—Por aquí debería haber una escalera de mantenimiento... Aquí está —Aleya la encontró incrustada en una de las paredes del hueco. Era una escalerilla estrecha. G4 se internó en el hueco flotando e iluminó la escalerilla.

—Estupendo... —a Manson no le apasionaba nada la idea de tener que seguir a partir de allí de ese modo. La caída sin fondo era un engorro, pero lo que menos le gustaba de aquella situación es que, mientras subieran por la escalera, no tendrían manera de empuñar sus armas.

El mercenario saltó, se agarró a la escalera y empezó el ascenso. Aleya le imitó. G4 flotaba siempre un metro o dos por encima de Fordak, iluminándole el siguiente agarre.

El ascenso se alargó durante un buen rato. Finalmente, encontraron el ascensor. Estaba detenido en una planta intermedia de la torre del puente de mando. Todavía quedaba un último tramo de escalerilla hasta llegar arriba. Hicieron una parada.

Aleya y Manson se soltaron y pisaron la plataforma del ascensor. Delante de ellos se abría un estrecho corredor que se perdía en la negrura. El foco de luz que proyectaba G4-V8 no conseguía traspasar la oscuridad más allá de cinco o seis metros.

La asesina fugitiva apuntaba con sus dos subfusiles hacia el pasillo. Fordak vio su actitud y la imitó.

—¿Tal vez se trate de los camarotes de la tripulación? —le susurró él.

Ella asintió.

—Sigamos hacia el puente de mando. Es prioritario —respondió ella sin pestañear, atenta a cualquier movimiento que pudiera producirse en el pasillo—. Sube, yo te cubro.

Fordak iba a protestar, a ofrecerse a quedarse él cubriendo mientras ella seguía ascendiendo, pero se dio cuenta antes de articular la queja que hubiese sido inútil discutir con Aleya. Se colocó la escopeta de nuevo a la espalda y reemprendió la subida.

Aleya esperó unos segundos, captando con sus afinados sentidos cualquier cosa fuera de lugar, sin pestañear. Pero el pasillo estaba muerto, desierto. Anegado por sombras vacías. Finalmente, dio media vuelta y subió rauda en pos de Fordak, con G4 tras ella.

Y, sin embargo, algo había en aquel lugar. Oculto en uno de los camarotes cuya puerta daba al pasillo: una respiración contenida. Cuando el haz de luz que había proyectado el ojobot dejó de colarse por la rendija de debajo de la puerta, una boca manchada de sangre esbozó una muda y siniestra sonrisa en la oscuridad.

 

***

 

Llegaron al puente de mando en un momento. Fordak saltó del hueco y aterrizó junto al borde con la escopeta de plasma lista. Barrió la penumbra con el arma en un gesto rápido y a continuación, dando media vuelta, cubrió a Aleya en sus últimos metros de escalerilla.

Ella llegó pronto, y tras ella G4 que, tal y como estaba Fordak colocado, cegó momentáneamente con su luz al mercenario. Aleya saltó el hueco y también desenfundó sus armas.

En un supercarguero, todo el espacio que no era bodega se reducía al máximo. También el puente de mando. Y la Providence no era una excepción. Así pues, era una sala rectangular, de no más de ochenta metros cuadrados. A través del ventanal frontal entraba algo de luz estelar, con lo que la oscuridad en aquella sala era menor a la que reinaba en los pasillos inferiores de la nave. Aun así era insuficiente, pues el viejo sol del sistema Unitau se encontraba a las cinco respecto al puente de mando, y únicamente los haces plateados y tímidos de estrellas situadas a años luz iluminaban la sala.

—Por aquí debería estar el diario de a bordo, y los controles de iluminación y demás —dijo Aleya.

Avanzó unos pasos hasta llegar a la consola central. Situada junto al ventanal frontal, era un modelo algo viejo pero con unas medidas de seguridad casi nulas.

—Es raro que todavía no hayamos visto a nadie, ¿no te parece, Aleya? Oh, mierda...

Fordak Manson se detuvo. Se había acercado a los paneles auxiliares de babor. En el suelo, en uno de los rincones, había un cuerpo sin vida.

—G4, dame luz, por favor —el mercenario se agachó junto al cadáver.

Cuando el ojobot iluminó la escena, pudo distinguir un hombre grueso, al que le faltaba un brazo. Le habían practicado un torniquete rudimentario, y la amputación estaba cubierta por unas vendas gruesas manchadas de sangre seca. Pero aquello no era la causa de la muerte. Aquel tipo, el capitán a juzgar por el sombrero que había en el suelo un poco más allá, se había suicidado disparándose un tiro en la cabeza. La sangre había formado un charco pegajoso allí donde la cabeza había caído tras el disparo.

Fordak comprobó la sangre del suelo. Estaba prácticamente seca. Aleya se acercó y, sin agacharse para comprobarlo más de cerca, diagnosticó que, a juzgar por el bueno estado de conservación del cadáver, pues todavía no se veían evidencias de putrefacción, debía llevar muerto un par de días, no más.

—¿Y lo del brazo? Es también reciente —dijo Fordak—. ¿Algún accidente en la sala de máquinas?

—No lo sé —respondió Aleya encogiéndose de hombros—. En cualquier caso, tenemos al capitán del barco muerto. Nos falta el resto de tripulación. Fordak, ¿cuántas personas hacen falta para manejar una nave como ésta?

El mercenario pensó un momento y respondió que no más de una docena. Pese a las dimensiones de la Providence, las tareas de carga y descarga se hacían en puerto con servicios externos. Para mantener una nave así operativa, el número de tripulantes necesario era realmente bajo.

—Entonces hasta que no encontremos once cadáveres más no bajemos la guardia.

—Conforme —respondió Fordak registrando el cuerpo del capitán.

No encontró nada útil. Se incorporó y examinó la consola que tenía más cerca. Tras unos instantes, Aleya encontró la llave principal de la corriente. Tras tratar de conectarla varias veces, se agachó y descubrió que habían cortado los cables tras una tapa arrancada.

—Fordak, lo que le ha pasado aquí no es un accidente. Mira.

—Genial. Sabotaje. Esto solo hace que mejorar. ¿Puedes arreglarlo?

—Sí, voy a hacerle un puente —respondió ella—. G4, luz.

El ojobot se desplazó y se colocó a su lado. Mientras Aleya trabajaba en ello, Fordak dejó atrás el cadáver y se dirigió al otro extremo de la sala. Justo cuando pasaba junto al hueco del ascensor, una aguda risotada le sobresaltó.

Apuntó de inmediato con la escopeta hacia el hueco vacío.

Nada.

Activó su linterna. Hasta entonces habían decidido usarlas únicamente en caso de emergencia. Con la luz de G4 debía ser suficiente, en un principio. Pero el ojobot estaba con ocupado con Aleya y Manson tenía que asegurarse.

Su luz incorporada bajo el cañón de la escopeta iluminó el agujero. Al fondo podía intuir el rectángulo que era la plataforma del ascensor detenido en el piso inferior.

De nuevo, nada.

Manson parpadeó, confuso. Se giró y vio que Aleya seguía trabajando con los cables, ajena a su sobresalto. Si ella con su oído de asesina no había oído nada, ¿acaso Fordak estaba empezando a imaginarse cosas? Sacudió la cabeza y encañonó una última vez el agujero. Apagó su linterna y la volvió a encender cinco segundos después, convencido que así sorprendería a aquello que había reído trepando hacia ellos.

Pero no había nada.

Enfadado consigo mismo, se apartó del hueco del ascensor y se dirigió a las consolas de estribor. Trasteó un rato en una de las pantallas que funcionaban con la energía auxiliar y encontró algo interesante.

—Aleya, creo que he encontrado la carta de navegación de la nave.

Ella terminó entonces de puentear los cables. Primero un suave zumbido, casi inaudible. A continuación, las luces del techo parpadearon débiles, hasta ganar intensidad poco a poco y restablecerse parcialmente.

—Tenemos luz —respondió Aleya—. Aunque no al cien por cien… O los sistemas estaban realmente dañados o alguien los saboteó. Por otra parte, si todavía queda alguien con vida a bordo, ahora ya sabe que estamos aquí.

G4 y Manson apagaron sus luces respectivas. La asesina miró en dirección a las bodegas del supercarguero a través del grueso cristal. Las luces de posición que delimitaban el perímetro de la misma también se habían conectado. Estuvo un minuto entero así, escudriñando la Providence desde la posición elevada que le otorgaba el puente de mando.

—Aseguremos el ascensor antes que cualquier otra cosa —dijo el mercenario.

Aleya asintió. Ambos se posicionaron frente el hueco con las armas preparadas. Fordak pulsó el botón de llamada. Con un sonido casi perezoso, el ascensor empezó a subir. Iba demasiado lento. Manson agarraba con fuerza la empuñadura de su escopeta. Cuando el desplazamiento de las sombras en las paredes del hueco indicó que la plataforma estaba a punto de llegar, tragó saliva.

El ascensor subió y se detuvo ante ellos. Estaba vacío.

Aleya lo bloqueó por precaución en aquella planta. Después, volvió a la consola central. Ahora que tenían energía, buscaba en el sistema las cámaras de seguridad, en busca de alguna explicación al destino de la Providence.

Tras un par de minutos, obtuvo una imagen de la bodega. En la grabación, se veía una figura encorvada manipulando la cerradura de uno de los contenedores. Conseguía abrirla, y del interior salía una bestia cuadrúpeda enorme que, ignorando a su libertador, salía corriendo fuera del encuadre de la cámara de seguridad.

Llamó a Fordak y le enseñó la grabación.

—Venga hombre, no me jodas. ¿Hay una fiera suelta en la bodega? ¿Así cómo coño vamos a saquear tranquilos? —se preguntó Manson con auténtica indignación.

—La fecha de la grabación es de hace menos de una semana estándar, con lo que sí, hay una bestia suelta en la nave. O varias. No sabemos si hay más jaulas como ésa —dijo ella tocando la pantalla con la yema del dedo índice—. ¿Has encontrado el manifiesto de carga?

—Aún no —dijo Fordak—. Sí la carta de navegación. Parece que el último puerto de la Providence fue el planeta Sabani, a nueve sistemas estelares de aquí. ¿Lo conoces? A mí no me suena.

Aleya hizo memoria.

—Creo que sí. No he estado nunca, pero me parece que Sabani es aquel planeta donde se llevó a cabo una terraformación extrema, dejando el planeta como una vez fue la Tierra antes de la Edad de Bronce. Toda su superficie es territorio natural protegido. Una reserva de flora y fauna planetaria.

—¿Como los safaris antiguos?

—No. Al contrario. La idea es preservar las especies de la mano del ser humano.

Fordak guardó silencio, asimilando aquello. Aunque curioso, el tema inmediato era otro.

—Entonces, si hay una o más fieras de esas abajo, el Providence transportaba animales salvajes ilegales. Me esperaba otra cosa, no sé. Algo como cristales devarianos, o seda de Lodis...

—De todos modos seguimos sin tener respuesta para el capitán y su suicidio. Y una bestia salvaje no sabotea la corriente. Fíjate en este tipo, el que abre la jaula. El animal pasa de largo, como si no existiese. Tal vez usara algún tipo de feromonas...

Manipularon las pantallas un tiempo más, pero no encontraron el manifiesto de carga ni otra información de utilidad. Limpiado el puente de mando, tal vez en el camarote del capitán podrían encontrar la relación de todo lo que el Providence escondía realmente en sus entrañas silenciosas.

 

***

 

Descendieron de nuevo a la planta de los camarotes. El pasillo que antes era un pozo de oscuridad aparecía ahora iluminado de un blanco casi molesto para la vista. Era un corredor estrecho, donde apenas podían avanzar dos personas hombro con hombro sin estorbarse. Contaba con diez camarotes repartidos en cinco puertas a cada lado, más una puerta más que se encontraba al final del estrecho pasillo. 

Presumiblemente aquella última puerta debía tratarse del camarote del capitán. Por su ubicación, era la única con opción a tener vistas sobre la cubierta, pues se hallaba debajo del puente de mando.

Fordak salió del ascensor con la escopeta lista para disparar en cualquier momento. Aleya salió tras él y se situó a su izquierda. Mandó a G4 que escaneara la zona, pero de nuevo las gruesas paredes devolvieron lecturas confusas.

El mercenario torció el gesto y avanzó hasta situarse ante la primera puerta. Estaba cerrada. La abrió de una patada. Aunque era gruesa, consiguió desplazarla pesadamente sobre las bisagras.

Más allá del cañón de su escopeta, lo que el mercenario vio fue una cama desecha, un escritorio con un pequeño ordenador apagado y una pequeña taquilla. La examinó. No encontró más que un par de mudas limpias. Aleya hizo lo mismo con el camarote situado detrás de Fordak.

Abrió la puerta con cuidado. Apuntó con ambos subfusiles al interior. No había nadie... pero sí algo. Una mancha oscura en el suelo metálico. La examinó más de cerca. Sangre. Todavía húmeda. Aleya alertó a Manson en silencio. Éste observó la sangre del segundo camarote y fue a registrar el siguiente con más determinación.

No fue hasta el séptimo camarote que encontraron algo. Un cuerpo irreconocible a medio devorar. En mitad del suelo había un torso y una pierna. Le faltaban ambos brazos, la otra pierna y parte del abdomen. El mercenario dio unos pasos atrás, asqueado por los restos y el fuerte olor que había aparecido al abrir la puerta estanca. Aleya examinó el cadáver mutilado con menos remilgos que Fordak.

—Pese a lo espectacular del destrozo, no parece que esto lo haya hecho un animal de grandes dimensiones. Los mordiscos son bastante pequeños. Tal vez alguna clase de roedor de tamaño mediano… —elucubró la asesina—. Todavía estamos a tiempo de irnos de aquí, Manson.

El mercenario sopesó la idea. Aquel último descubrimiento no es que fuese demasiado alentador, pero todavía le pesaba más la tentación de descubrir qué transportaba el supercarguero y saquear todo aquello que pudiera revender después con facilidad. Incluso el asunto de la bestia salvaje, aunque le tiraba para atrás, se convenció a sí mismo que contaban con potencia de fuego suficiente como para liquidar a una manada entera si eso realmente llegaba a producirse.

—Encontremos el manifiesto de carga primero. Entonces decidiremos —sentenció el mercenario.

Aleya asintió. Se incorporó y se enfrentó al resto de camarotes. En el último encontró una foto de una mujer y dos niños. Una mujer bajita, regordeta y guapa, posaba junto a dos niños de cuatro o cinco años parecidos a ella. Aleya dejó la foto en su sitio.

Hasta el momento sólo habían encontrado dos cuerpos. El resto de la tripulación debía esconderse en alguna parte de la bodega, si es que todavía estaban vivos.

Fordak abrió la última puerta. El mamparo se apartó a un lado con suavidad. El camarote del capitán era el doble de grande que los otros diez, cosa que no era decir demasiado. La cama era de matrimonio, ubicada a la izquierda. Toda la pared de la derecha era un armario doble, y una mesa de trabajo estaba colocada en el centro, al fondo, junto a un cristal que, en efecto, ofrecía vistas sobre la cubierta de la Providence.

Entraron. G4 flotó hasta la mesa y emitió un pitido intermitente. Aleya se acercó a él y le felicitó.

—G4 ha encontrado el manifiesto de carga.

Fordak registró el armario. Era lo suficientemente grande como para que alguien pudiese ocultarse en su interior.

—Bien hecho, chiquitín —respondió Fordak Manson yendo hacia ellos—. A ver qué tenemos aquí...

Aleya estiró el brazo y le pasó el documento. En una tableta sencilla, había el listado de todo el material cargado en las bodegas del supercarguero.

—Esto puede que nos lleve un rato. Sería mejor que volviésemos arriba. El puente de mando es más defendible que este pasillo —dijo Aleya.

—Tienes razón. Vamos.

Fordak se guardó el manifiesto en uno de los bolsillos del chaleco, ambos se dirigieron de vuelta al ascensor.

En el momento en que pisaron la plataforma, una cabeza asomó de repente por el hueco de la escalerilla.

—¡Joder! —exclamó Manson, a punto de pulsar el gatillo por el sobresalto.

—¡No disparen, no disparen!

Aleya le apuntó con sus armas gemelas mientras aquel desconocido terminaba de subir los últimos peldaños y caía sobre la plataforma de rodillas.

Empezó a llorar, agradecido.

—Gracias a los dioses, alguien recibió la señal de socorro. ¡Gracias! ¡Gracias! —se sorbió los mocos.

—Tranquilo, ya estás a salvo —dijo Fordak bajando su arma hacia el suelo—. Vamos, incorpórate.

Aleya bajó también sus subfusiles, pero no los guardó. Ni siquiera las lágrimas ajenas conseguían hacerle bajar la guardia.

—Dinos qué demonios ha pasado a bordo —dijo ella con un tono de voz poco dado a mostrar compasión.

G4-V8 flotó hasta colocarse a un lado, con su haz de luz, iluminó de cerca al recién aparecido.

El desconocido alzó el rostro hacia ellos. Era un hombre de unos treinta y pocos, aunque parecía más joven pues no tenía ni un pelo de barba, ni siquiera pelusa. Tenía los ojos azules y unas cejas finas. La nariz pequeña, al igual que los labios. Contaba con un hoyuelo en la barbilla. En cualquier otra situación se podría convenir en que era un hombre más o menos atractivo, pero su rostro estaba marcado por la desesperación y la fatiga.

—Está... está bien —respondió el superviviente entre temblores.