CAPÍTULO 20: REVELACIONES
Fordak estaba reclinado junto a la ventana. Todavía iba en calzoncillos y con medio torso vendado. Al otro lado del mamparo transparente tan sólo había un mar infinito de negrura en todas direcciones, salpicado por puntuales formaciones luminosas. Una nebulosa rosada y dorada situada a dos mil años luz brillaba como una pequeña llama.
Había echado de menos el zumo de algas que le administraron en la Pegasus. Pero el dolor físico pronto pasó a ser el segundo de sus problemas. Ahora Manson trataba de digerir todo lo que se había perdido durante su convalecencia.
Sus compañeros le pusieron al día respecto a todo: la fragata pirata, la suerte de su tripulación, Malrut el polizón, el cierre con éxito del trabajo del X7 y Haldur. Fordak Manson todavía estaba asimilando todo aquello. Que el antiguo maestro asesino de Aleya había dado con ellos era muy preocupante. Pero entre ella, Zerios y G4-V8 habían conseguido acabar con él. Fordak escuchaba y asimilaba. Era el hacker quien le ponía al tanto con palabras concisas y medidas. Aleya, sentada a su lado, matizaba algún que otro detalle.
—¿Cómo logró dar contigo? ¿Cómo preparó la trampa? ¿Cómo sabía que pasaríamos por la zona? —preguntaba Fordak quién, pese a su fatiga, sentía la necesidad inaplazable de saber.
—Haldur tenía su propia red de ayudantes, soplones y contactos. Muchos de ellos desconocidos para el propio gremio —respondió Aleya.
—Cuando volví a Acheron —empezó Fordak—, acababas de liquidar a un puñado de asesinos que habían intentado matarte. ¿Fue cosa suya?
Aleya, de pie junto una mesa de trabajo vacía, trató de encontrar la respuesta.
—Casi con toda seguridad. Lo hizo con la intención de matarme… o quizá con la voluntad de despertarme de nuevo.
—¿Despertarte? —preguntó incrédulo Fordak. Le dolió el costado donde había impactado uno de los proyectiles.
—No puedo estar cien por cien segura. Solo estoy suponiendo en base a lo que sé. Quizá pensó que si los derrotaba volvería a sentir la adrenalina del asesinato y volvería a la senda del gremio tras aquel particular sacrificio.
—¿Y dices que tu maestro, aquel pirata enfundado de los pies a la cabeza en una armadura negra, era el jefe del gremio? —inquirió Manson.
—Eso fue lo que dijo. No es algo descabellado. Haldur siempre sabía jugar sus cartas. Olía por igual el peligro como las oportunidades en las debilidades ajenas. Aunque tampoco puedo estar segura que no se tratase de una burda mentira para ver mi reacción.
—Supongamos que es cierto —intervino Zerios—. Y que has matado al maestro supremo de los asesinos. ¿Eso te convierte a ti en…?
—En nada en absoluto. No funciona así. Si el gran maestro muere, el consejo lo reemplazará nombrando a un sucesor igual de capaz.
—¿El consejo? —preguntó el hacker.
—La Daga Roja es dirigido por un consejo formado por los más hábiles y astutos de todos sus miembros. Todos ellos son autónomos unos de los otros en gran medida. Cada uno tiene a sus hombres de confianza y manejan los contratos comunes a su antojo. La figura del gran maestro sirve para desencallar las votaciones más reñidas y para velar en líneas generales por el camino que sigue el gremio. Pero los asesinos siguen contando con una gran independencia interna.
—Mmm… Pero si ha dicho que era el Gran Maestro, ¿cómo es que estaba aquí personalmente? —preguntó Zerios—. ¿No debería haber mandado a alguien en lugar de venir él personalmente?
Aleya tardó un poco en encontrar el ánimo para proseguir hablando.
—Habría sido lo más sensato, no cabe duda. Sin embargo, parece bastante evidente que para él mi huida fue una afrenta. Una ofensa a su persona y su reputación.
—Pero una vez eliminado Haldur, ¿sigues amenazada por el gremio? —preguntó Fordak.
—Quién sabe. En principio sí. Pero en la práctica puede que los demás maestros se enfrasquen en su juego de lealtades para colocar a uno de sus protegidos como nuevo gran maestro, un proceso que puede desarrollarse durante meses o bien en una sola noche, dependiendo del grado de traiciones y agentes dobles en juego. En cualquier caso, no tengo forma de saberlo a ciencia cierta. Lo más probable es suponer que, una vez pasado todo el proceso de sucesión, alguien recuerde que sigo con vida.
—¿Y si, como tú misma has dicho, Haldur te mintió y no es ni gran jefe ni nada?
—Entonces no hay duda que seguirán tratando de dar conmigo.
—Gente curiosa los asesinos. Tenéis vuestro propio sistema de reputación, vuestros ajustes de cuentas, vuestros venenos... —enumeró Zerios tratando de quitarle hierro al asunto.
La gracia de Zerios no gustó a nadie de los presentes.
—Resumiendo —aclaró Manson apartando la vista de las estrellas—: Hemos ganado tiempo, pero el problema no ha desaparecido.
Aleya asintió con un gesto. Sus ojos brillaban absortos.
—¿Tú cómo estás? —le preguntó Manson.
—Estoy bien —respondió ella con una mentira evidente.
Fordak buscó las palabras, algo para intentar reconfortarla. Pero el hacker le indicó en silencio que no dijera nada más. Y tenía razón. Con Aleya lo más útil era dejarle su espacio.
—A todo esto, ¿qué haremos con la nave? —preguntó Zerios—. Aleya dice que el combustible nos puede salir por un ojo de la cara y demás exageraciones de asesina letal —el hacker la miró y cruzó sus puños sobre su pecho, imitando deliberadamente el gesto de ella cuando mostraba sus hojas ocultas. Ella no le hizo caso—. Pero también tenemos ahora una bodega enorme para compensar.
—Está claro que una nave así es una gran oportunidad —respondió Manson—. Pero no podemos saber si nos traerá problemas a la larga.
—Fordak, no fastidies... —renegó Rommel. Abrió ambos brazos en un gesto de desesperación.
—Lo que quiero decir es que si ésta es una nave pirata, es probable que los colegas del capitán muerto se interesen por ella.
—Ya hemos consultado el historial de viajes en el puente de mando. Hemos marcado los sistemas a evitar y establecido el puerto principal donde esta nave recalaba regularmente, suponemos que para las reparaciones.
—Vaya, eso cambia las cosas… ¿Aleya? —Fordak se volvió hacia ella, y le ofreció su mejor sonrisa.
Aleya negó con la cabeza. Aquel hombre no cambiaría nunca.
—Está bien.
—¡Toma ya! —exclamó Zerios Rommel.
—Pero es una nave demasiado grande como para manejarla nosotros tres solos en condiciones. Necesitaríamos a un experto.
—¿Hablas de un artillero? ¿De un mecánico? —preguntó Fordak.
—Me refería más bien al mantenimiento. Alguien capaz arreglar las cosas que se estropeen cuando yo no pueda hacerlo. Incluso más adelante, y dependiendo de cómo vaya el trabajo, a un par de manos más.
—Bueno, supongo que podríamos buscar a alguien capaz en nuestra próxima parada.
—Teníamos a Malrut disponible… —dijo el hacker.
—Definitivamente ni de broma. Ya te expliqué los motivos.
—Está bien, está bien. En cualquier caso, ahora toca buscar un nombre que suene bien. Fordak, he pensado en algunas opciones mientras tú dormías que me gustaría compartir...
—Ya habrá tiempo para eso, Rommel —le detuvo la asesina—. Antes convendría saber nuestro próximo movimiento. Fordak, me gustaría estudiar con calma los sistemas adyacentes, a ver qué productos podemos comprar a buen precio. Tenemos ahora una reserva de créditos suficientes para llenar varios contenedores industriales.
—Así es, Aleya. Nunca hemos ido tan holgados como ahora. Dinero, espacio de carga, una prórroga con los asesinos…
—No olvides lo de sobrevivir al abordaje pirata —apuntó Zerios.
Fordak le hizo un gesto con la mano para indicarle que no incordiase.
—¿En qué estás pensando, Manson? —preguntó Aleya. Se cambió de lugar y se sentó con cuidado a su lado. Los anchos hombros de él parecían menores tras la convalecencia en cama.
El mercenario tardó en responder. Su ojos pardos volvieron a la ventana y al inmenso, frío, solemne y antiquísimo universo.
—Todavía me deben una respuesta.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Zerios.
—Hace un tiempo, un crucero de la Federación me rescató de los restos de mi anterior nave...
—Fordak, no creo que sea un buen momento –le interrumpió Aleya.
—¿Y cuándo si no? —replicó él. Manson fijó sus ojos en Zerios, quién la sola mención de la Federación le había puesto en tensión—. Me salvaron la vida. Fui el único superviviente. El resto de mis compañeros no tuvo tanta suerte. Aunque no me salió gratis. A cambio de sanar mi cuerpo, el comandante de aquella nave, me “invitó”, por así decirlo, a hacerle un encargo. Después de aquel trabajo, me ofreció otros, éstos ya a cambio de créditos. Acepté. En aquel momento no tenía ni fondos ni nave, con lo que acepté por necesidad. Te digo esto porqué quiero que entiendas que trabajar para un militar de la Federación no fue plato de buen gusto para mí.
—Has trabajado a sueldo de la Federación... —dijo Zerios en voz baja. Sus ojos verdes se clavaron en Fordak. Su rostro era una mueca de incredulidad y desprecio.
—Como autónomo, Zerios. Nunca he formado parte de la Armada ni he acatado su disciplina —se defendió Fordak.
—Le has hecho el trabajo sucio —replicó Rommel escupiendo las palabras.
—Puede. Pero he tirado adelante con lo que tenía disponible. Además, ese comandante me prometió una explicación para...
—¡Me parece increíble! —Zerios Rommel se levantó de golpe y comenzó a caminar de un lado para otro. Intentaba calmarse, pero que Fordak le hubiese ocultado todo aquello le enfurecía todavía más—. ¡Joder! ¡La Federación! Muy bien, Fordak. De puta madre... ¿No se te cayó la cara de vergüenza después de ver lo que hicieron en Dunai? ¿Te dio lo mismo, no? Mientras tú vayas cobrando, te da igual de dónde venga el dinero.
—Zerios, no seas injusto —dijo Aleya. Pero el hacker estaba fuera de sí.
—No, Aleya, no me hables de injusticias. Nos conocimos porqué necesitabais de los servicios de uno de los mejores hackers. ¡Dreyfus me escogió a mí! ¡Podría haber elegido a cualquier otro! Todos eran iguales o mejores que yo. Me embarqué con vosotros y dupliqué los datos del museo. ¿También está la Federación detrás de aquel trabajo, Manson? ¿He estado trabajando para los asesinos de mi gente? —Zerios se detuvo en mitad de la estancia. Tenía los nudillos blancos.
Fordak evitó su mirada y guardó silencio. Aquella fue una clamorosa respuesta para Rommel.
—Yo te maldigo, Fordak Manson —sentenció escupiendo al suelo—. Ahora lo veo todo claro. Has sido el perro de ese militar hasta hace muy poco. Cuando se olvidaron de ti entonces se te acabó el trabajo y me tocó a mí encontrar el encargo por el cual hemos cobrado medio millón. ¿No es así?
—Es una manera un tanto brusca de decir las cosas, Zerios —trató de calmarlo Aleya.
El chico lanzó una patada contra una silla y la mandó contra una pared.
—La Federación asesinó a mi familia, Fordak. Y antes que eso yo juré combatir sus falsedades mediante la información y la revelación de su más profunda mierda –hizo una pausa, tratando de poner palabras al dolor que sentía en el estómago—. Me has... decepcionado. Profundamente.
—Tienes derecho a estar enfadado —le dijo Aleya. La asesina se levantó y fue hacia él. Pero Rommel dio un paso atrás, evitándola.
—No te atrevas a decirme cómo debo sentirme —replicó el hacker. Su expresión de rabia se tornó en una mueca de incredulidad—. Por favor. Antes de salir de Dunai ya tenía claro que erais contrabandistas, mercenarios, buscavidas de dudosa moral. No tenéis demasiadas manías a la hora de aceptar cualquier trabajo. Joder... Incluso tú eres una asesina. No debería sorprenderme. He sido un estúpido. Un niñato estúpido e idealista.
—No digas tonterías, Zerios... —le demandó Aleya con evidente pesar en su mirada.
—No alcanzo a comprender —prosiguió el hacker— porqué Dreyfus te tenía en tan alta estima.
Zerios Rommel apenas terminó de pronunciar la última frase cuando Aleya le lanzó un poderoso guantazo. El rostro de Zerios se volvió de nuevo, recuperando su posición y encarando a la asesina. Lo inesperado del impacto le dolió diez veces más que la piel enrojecida.
—No vuelvas a faltarle así al respeto a tu mentor —sentenció Aleya con un hilo de voz.
—Tiene gracia que tú me hables de respetar a los mentores...
—¡Ya es suficiente! —gritó Fordak desde la ventana—. Rommel, tienes razón. Tendría que habértelo dicho mucho antes. Pero sólo íbamos a colaborar para el trabajo del museo. Después de eso ibas a volver con tu gente. Pero todo se fue a la mierda. Y una vez que decidiste quedarte con nosotros no vi el momento oportuno de decírtelo. Quería evitar este momento, pero está claro que posponerlo no ha ayudado en nada. Ahora sólo puedo pedirte perdón.
Rommel clavó sus ojos verdes en Fordak. Su expresión de odio parecía tallada en mármol.
—Tus disculpas no sirven de nada.
—Rommel... —dijo Fordak tratando de levantarse pese a los pinchazos que sintió en el costado—. Por favor, intenta por un momento ponerte en mi situación.
—Qué poca vergüenza tienes.
Sobrevino un silencio demasiado largo y demasiado incómodo, hasta que Aleya lo rompió:
—De acuerdo, no se han hecho las cosas del mejor modo posible. ¿Podemos avanzar o nos quedaremos aquí hasta que os abracéis entre llantos? —su rotundidad desconcertó a ambos—. A ver, Fordak. Decías algo de no sé qué respuestas.
El contrabandista tardó unos instantes, tratando de recapitular mentalmente.
—Esto... a ver. Decía que con la información que recuperamos en el museo, Udina me dijo que podría descubrir algo relacionado con el ataque al Galatea.
—El comandante de la Armada que te ofrecía los trabajos —dijo Aleya.
—Sí.
—Ahora mismo no sé de qué estás hablando —dijo Zerios—. Y me da un poco igual, te harás a la idea.
—El Galatea era la nave donde viajaba antes de conoceros. Fue destruida —respondió Fordak. Pese a la rabia que le produjo el desdén de Zerios, no tenía derecho de exigirle mayor respeto—. Yo soy el único superviviente. Perdí a todos mis compañeros, lo más cercano a una familia que he tenido nunca.
El hacker no se disculpó, pero tampoco profundizó en la herida. A continuación Fordak Manson resumió brevemente su vida desde que despertó en la enfermería de la Pegasus. La casi resurrección y la posterior libertad a cambio de recuperar para el comandante Udina la información que llevaba el Galatea a bordo.
—¿Y por qué no te largaste tan pronto como te dejaron en tierra? —preguntó Aleya.
—Me implantaron un chip. Me dijeron dos cosas: que explotaría si me alejaba demasiado, cosa que no me atreví a comprobar, y que me lo quitarían al cumplir el encargo.
—Y te lo quitaron, supongo —dijo la asesina.
—Sí. Después de entregarle la terminal del arqueólogo, Udina, cumplió su parte. Y también terminó ofreciéndome algo así como trabajo. Me mandaría misiones extraoficiales. Le haría encargos al margen de la Federación. En caso de cagarla y meter la pata, él no me reconocería —Fordak se encogió de hombros—. Aquello era más que nada. Me dio una pequeña cantidad para empezar y me compré una nave en Acheron, el primer planeta dónde aterrizó la Pegasus. Y aquí entras tú —añadió señalando a Aleya—. Me hiciste un precio razonable, y te compré La Diosa.
—¿Qué pasó después? —preguntó el hacker.
—Al poco tiempo recibí el primer trabajo. Fui hasta un sistema remoto donde vivía una población tecnológicamente subdesarrollada. Eran salvajes. Allí tuve que recuperar una estatuilla, no sé, como un ídolo antiguo.
—¿Una estatuilla? —preguntó Aleya extrañada—. ¿Te mandaron a recuperar una antigualla?
—Así es. Yo sólo sé que de no ser por G4-V8 habría muerto allí abajo. La cosa se torció... demasiado —dijo Fordak. Cerró los ojos y en sus párpados vio los fogonazos de plasma iluminando el interior de la cabaña y dividiendo a la muchedumbre enfurecida. Un escalofrío le recorrió la espalda y el movimiento agudizó los pinchazos en la zona herida—. Después de eso regresé a Acheron para que me echases una mano con las reparaciones y te encontré enterrando a un escuadrón de asesinos.
—Así es —confirmó ella, dirigiéndose a Zerios—. Los que comentábamos antes. Mi exilio en Acheron había llegado a su fin. La Daga Roja me había encontrado. Entre eso y la insistencia de Fordak, me decidí a viajar junto a él.
—Después de eso nos topamos con una nave a la deriva con un mensaje de emergencia pregrabado. Al final fuimos a echar un ojo. ¿Te suena de algo? —le preguntó Fordak al hacker con una sonrisa amortiguada por el dolor físico—. Pero aquella vez la cosa salió mal no, peor.
—Fordak terminó envenenado y pude salvarle la vida por un escaso margen de horas —explicó Aleya—. Lo llevé a Nolian, dónde un médico clandestino consiguió sanarlo.
—Cuando estuve de nuevo en condiciones de trabajar, surgió lo del museo. Y aquí entras en escena, Zerios. Hasta hoy.
—¿Y qué hay de esa información que esperabas?
—No llegó. Traté de comunicarme con el militar varias ocasiones, pero no respondió a mis llamadas. No he tenido más trato ni con él ni con la que parecía su mano derecha, una joven oficial de coleta rubia y pose altanera. Muy guapa. Pero toda ella era como disciplina en estado puro —dijo con una mueca de desagrado.
—¿Tampoco te contactaron ellos para ningún otro trabajo, no es cierto? —dijo la asesina.
—No, nada. De eso hace ya casi un año.
—No debería sorprenderte, Fordak —dijo Zerios—. Cuando ya no eres útil a los militares pueden pasar dos cosas: que te maten o que te ignoren.
—En cualquier caso, ¿ahora qué? —preguntó Aleya—. Tal y como han ido las cosas últimamente, deberíamos darnos por satisfechos. Por lo menos por ahora. Seguimos vivos, tenemos fondos y nos quedamos con esta fragata. No es que sea el último grito, pero nos ofrece nuevas posibilidades de negocio. Podemos seguir como hasta ahora, centrarnos en el comercio mayormente legal. Dejar por una temporada los trabajos más arriesgados y pasar a un perfil bajo, más discreto. Con semejante bodega, tus dotes de regateo sucio, Fordak, y tu excepcional analítica, Zerios, no tendremos mayores problemas en salir adelante. ¿Qué decís?
El hacker resopló, pero no respondió. En vez de eso, dio media vuelta y abandonó la habitación. Aleya torció el labio y se volvió hacia Fordak. Asintió despacio.
—Tienes razón, Aleya. Como casi siempre. Estamos mejor que al principio. Podemos salir adelante sin arriesgar el cuello en mucho tiempo. Tienes razón.
—¿Pero? —preguntó ella agachándose para ponerse a su misma altura.
Fordak esbozó una débil sonrisa.
—Pero necesito respuestas. Necesito saber qué es lo que pasó. Quién mató a mis compañeros. Viajé junto a ellos durante once años, Aleya. Para un huerfanito de Urano como yo ellos fueron mi gente. Necesito saber la verdad. Me temo que sólo así podré pasar página.
***
Horas más tarde, Fordak se arrastró hasta el segundo camarote. No tenía manera de saber a quién había dormido allí antes, pero aquella incertidumbre era mejor que dormir en el camarote del anterior capitán. Sutton no había acabado demasiado bien, y dormir en su cama no le hacía ninguna gracia.
Era una estancia de un tamaño respetable dado el espacio siempre limitado en una nave. Contaba con unos treinta metros cuadrados. Una cama ancha ocupaba casi toda la pared opuesta a la puerta. En un lateral había un armario empotrado considerable y en el otro un escritorio discreto junto a una estantería que iba del suelo hasta el techo. Ésta estaba media llena con objetos decorativos de todo tipo: una especie de salamandra de plástico fluorescente compartía repisa con una representación a escala de una de las pirámides de Styx. Un torreón de doce pisos hecho en un mineral lechoso, de no más de quince centímetros de alto y que Fordak no identificó, rivalizaba con una lámpara de lava verde. Una mezcla ecléctica que no parecía responder a ningún criterio aparente. Lo único seguro era que se trataban de recuerdos de alguien que ahora estaba muerto.
Fordak Manson colocó una papelera metálica bajo la estantería y comenzó a tirar todos aquellos objetos, todos aquellos recuerdos ajenos. El mercenario iba despacio, pues prefería emplear una mano en sujetarse al mueble.
Terminaba con el último objeto, un pequeño tablero de paveen, cuando Aleya asomó medio cuerpo por la puerta abierta.
—¿Cómo lo llevas?
—Duele, pero me conformo. A fin de cuentas seguimos vivos —respondió él, forzando una sonrisa—. ¿Cómo está Rommel? ¿Todavía me odia?
—Sí. Pero se le pasará. Tiene mejor fondo que tu o que yo —dijo ella—. ¿Te importa si te acompaño un rato?
El mercenario le dedicó una sonrisa y con un gesto torpe retiró la papelera de su paso.
—Adelante, por favor. Bienvenida a... bueno, la verdad es que no tengo ni idea de qué es esto.
Aleya entró en la habitación y cerró la puerta. Fordak la miró y levantó una ceja en señal de incomprensión.
—¿Qué pasa? —preguntó él, empezando a preocuparse. Si Aleya había cerrado la puerta debía tratarse de algo relacionado con Zerios, algo más grave que la cólera que había mostrado antes—. ¿Tan grave es? ¿Ha hecho alguna locura?
Ella lo tranquilizó con una sonrisa. Fordak se relajó casi al instante. No podía cansarse de aquella escasa y preciosa sonrisa. Sin embargo, pronto el contrabandista se sintió abrumado por aquellos dos ojos, azules como el hielo, fijos en los suyos. Aleya no pestañeaba. Manson se percató de que algo extraño estaba pasando.
Fordak abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no consiguió conectar los significados de su cabeza con los sonidos que podía articular su garganta. Ella se acercó todavía más. Fordak notó en ese instante unas ligeras cosquillas en su rostro, causadas por su respiración. Entonces Aleya le agarró del cabello y lo atrajo hacia sí. Se besaron. Lentamente al principio, con ansia muy poco después.
Manson descendió de la boca al cuello y comenzó a mordisquearla suavemente. Ella volvió a cogerle por la nuca y empujó su cabeza un poco más abajo. El contrabandista se encontró así con sus pechos, cubiertos por una sencilla camiseta de tirantes color mostaza. No le dejó tiempo a ella para dirigirle de nuevo y reanudó los mordiscos, esta vez buscando los pezones bajo la tela.
El mercenario encontró un pezón y se aferró a él. La asesina lo apartó de pronto de su busto y, casi forcejeando, se quitó la camiseta de tirantes y la tiró al suelo. Fordak Manson contempló entonces lo que tantas y tantas veces había vislumbrado en su imaginación.
Aleya era una diosa. Cincelada en ébano. Un cuerpo de tórrido deseo y una mente fría y afilada, ésta tanto o más sensual incluso que aquél. Sus pechos eran generosos, grandes y perfectamente proporcionados. Su piel oscura relucía parcialmente debido a las gotas que descendían por su cabello húmedo, evidencia de una ducha reciente.
Fordak Manson tardó en lograr apartar la mirada de aquella maravilla de la anatomía humana. Cuando lo consiguió, miró hacia arriba, a sus ojos, buscando la confirmación de que no estaba soñando ni delirando a causa de los últimos restos de sedantes en su torrente sanguíneo.
Ella soltó una corta carcajada, la primera que Fordak oía salir de su boca, y acto seguido le empujó con cierta brusquedad hacia la cama. Manson dio unos pasos torpes hacia atrás y cayó de espaldas sobre el colchón. El costado le dolió como dos patadas en las costillas.
—¡Ay!
Aleya saltó tras Fordak, y cayó sentada sobre él.
—Lo siento. ¿Me perdonas? —preguntó ella con una mirada lasciva. Se rozó deliberadamente contra sus calzoncillos, y Fordak sintió un escalofrío placentero y doloroso a partes iguales por todo el cuerpo.
—Ay... —repitió él ahora en un susurro casi inaudible.
—¿Te duele mucho? ¿Quieres que te eche un vistazo?
Ya no había margen de error, pensó él. Al fin había llegado el momento. Llevaba meses viajando, viviendo y sobreviviendo con ella. Incluso llevaba un poco más de tiempo soñando con ella. Y de repente, sin verlo venir, Aleya acababa de encerrarse con él en aquel camarote.
—Me duelen las heridas, me duelen —dijo él con franqueza.
Ella detuvo el movimiento de caderas y dejó de rozarse.
—¿Prefieres que lo dejemos para otro día? —preguntó ella, abandonado la picardía y adoptando una actitud absolutamente cotidiana.
—Eso me dolería aún más... —respondió Manson de todo corazón.
Aleya sonrió de nuevo. Saltó a un lado y, en cuclillas junto a él, comenzó a quitarle los calzoncillos. Fordak sentía una extraña, inédita, sensación. Al fin estaba desnudo ante Aleya. Se parecía mucho a todas las fantasías que había ido atesorando en sus ratos de onanismo. Pero en su mente calenturienta él no estaba herido ni debilitado.
—Aleya, no sé si estoy en condiciones. Es decir, no sé si podré dar la talla... —dijo él, sonrojado.
—Aquí abajo no parece que haya duda alguna —respondió ella.
Fordak levantó, no sin esfuerzo, la cabeza y miró hacia los pies de la cama. Sí, por lo visto aquel chispazo que le recorría desde las orejas hasta la planta de los pies era bien real. Y parecía concentrarse en una zona crítica. Fordak Manson sintió una punzada de orgullo al contemplar su erección. Pero no le dio tiempo de mucha autocomplacencia más cuando su pene desapareció dentro de la sonrisa de Aleya.
—¡Ah! —gimió Fordak reiteradamente. El placer súbito se entremezcló con el dolor de las heridas, provocándoles sensaciones particulares y desconocidas hasta entonces.
Pero la destreza oral de ella se alineó junto a su impaciencia por provocarle un orgasmo.
—Creo, creo que voy a… —balbuceó él, intentando advertirla de la inminente eyaculación.
—No te he pedido que me avises —dijo ella sosteniendo su miembro empapado en paralelo a su rostro.
—Pero… —intentó él incapaz de argumentar nada.
La respuesta de Aleya fue tragar los últimos centímetros que quedaban al descubierto.
Fordak no tardó en eyacular. Inmediatamente a continuación le dieron pequeños espasmos que lo sacudieron ligeramente. Cuando recuperó la respiración, trató de devolver a Aleya las atenciones prestadas intercambiándose los papeles. Pero al intentar girarse hacia ella para hacerlo, un pinchazo inmisericorde le retuvo.
Aleya sopesó en aquel instante si era mejor idea poner un punto y seguido. Visto el estado en el que se hallaba Fordak, tal vez dejarlo para más adelante era lo más sensato.
—Siéntate en mi boca —susurró Manson.
La asesina se incorporó despacio sobre sus rodillas. Tenía los pezones durísimos, casi altaneros. Su cintura era una locura curvada que parecía hecha para agarrarla con ambas manos.
—Fordak, no me importa esperar, en serio.
—Aleya, te lo pido por favor: siéntate en mi boca o me volveré loco —respondió con vehemencia.
Ella se moría de ganas. A igual que Manson. Negar la evidencia habría sido absurdo. Así que Aleya finalmente se puso en pie sobre la cama y se quitó los pantalones que todavía llevaba puestos. Los tiró al suelo; cayeron junto a la camiseta de tirantes.
Fordak contempló entonces su ropa interior, unas braguitas lilas y lisas, sin florituras. Tragó saliva ante lo que se le venía encima. La sola idea de lamerla ahí abajo le provocó un nuevo espasmo. Aleya se bajó la prenda deliberadamente despacio, enloqueciendo aún más a Fordak. Entonces, por fin completamente desnuda, se agachó con cuidado y dejó todo su rosado sexo al alcance de su lengua.
Cuando Fordak comenzó a besar y lamer, Aleya se sintió desfallecer. Pero el placer pronto alcanzó nuevas cotas cuando Manson comenzó a estimularle el clítoris sujetándolo con sumo cuidado entre los dientes y la lengua. Cerrando los ojos, Aleya se mordió el labio intentando contener el apremiante orgasmo. Le pareció demasiado pronto.
Sin embargo, no lo logró, y perdiendo el equilibrio, cayó hacia adelante mientras un torrente de orgasmos la sacudía en oleadas sucesivas de placer.
***
—Al aceptar tu propuesta jamás habría imaginado que pasaría esto. Es decir, puedo imaginar cualquier cosa, suelo prever prácticamente toda situación. Pero esto o entraba en ninguna de mis predicciones —dijo ella, tumbada boca arriba—. Ni siquiera eras mi tipo, Fordak —admitió—. Y sin embargo, poco a poco y por motivos que escapan a mi entendimiento, has ido ganando puntos.
—Tal vez tenga algo que ver mi arrollador encanto. O mi habilidad para salir airoso de cualquier situación. O quizá sea mi pericia bautizando cargueros de segunda mano —respondió él con los ojos cerrados, completamente relajado y en paz con el universo.
—No. Por eso no es —respondió ella tras meditarlo brevemente— Tampoco parece que sea debido a tu actitud. Tal vez el motivo sea tu insensatez.
—Supongo que es tu forma de decir arrojo. En cualquier caso, todo suma, cariño.
Aleya se apartó un poco, lo justo para poder clavarle la mirada.
—Ni se te ocurra, Fordak.
—¿El qué? ¿Qué he hecho? —preguntó él parpadeando y mirándola a los ojos.
—Olvida lo de “cariño”. Ahora mismo. Ni “cielo”, por supuesto. Ni se te pase por la cabeza tampoco llamarme “corazón” o cualquier otra mierda cursi.
Él negó despacio, tratando de no moverse más de la cuenta.
—Cómo eres… Fría e implacable incluso en esta situación —protestó él sin demasiada convicción—. ¿Amada asesina mía te parece bien? O mensajera de la eterna oscuridad. Te pega más.
—No me supone ningún esfuerzo añadido ir a por mis guanteletes. Tú sigue por este camino.
—Está bien, está bien. Me han convencido tus palabras. La primera parte, quiero decir, no la ésta última de la amenaza de muerte. ¿Alguna cosa más?
—Sí.
—Pues dime. No tengo prisa en levantarme, así que...
—Ven aquí —dijo ella volviendo a la carga.