CAPITULO 21: TEMPLANDO LOS ÁNIMOS

 

 

G4-V8 se desplazaba erráticamente por la cubierta inferior. El ojobot, sin ninguna orden específica en curso, tenía activada la subrutina de modo reconocimiento. Vagaba sin prisa por la fragata, trazando un mapa de la misma. Cuando llegó a la bodega de carga de la fragata, encontró a Zerios sentado en un rincón.

—Ven aquí.

G4-V8 obedeció, y se acercó al muchacho. Aunque lo había desmontado y montado de nuevo, todavía seguía defectuoso. Flotaba como a trompicones, incapaz de seguir una trayectoria recta.

—Tú tampoco estás entero, ¿verdad, pequeñín? —dijo Zerios con una amarga sonrisa.

El ojobot pitó dos veces, con el timbre habitual que empleaba por defecto a modo de saludo. Al parecer su sistema de procesamiento también se había visto afectado.

Zerios Rommel lo agarró y se lo acercó. Examinó una vez más los sistemas rutinarios del ojobot mientras pensaba en otras cosas. En aquel momento se hallaba sumido en una encrucijada moral: hasta cierto punto podía alcanzar a comprender, que no justificar, el silencio interesado de sus compañeros. Pero, al mismo tiempo, se sentía traicionado.

Oráculo trabaja para alcanzar la Gran Verdad. Se trataba de una metáfora, una utopía, pero que servía para lograr enormes gestas. Y si hay algo que un miembro de Oráculo odie por encima de todo lo demás, eso es la mentira y la falsedad. O al menos así lo había entendido siempre Zerios. Sin embargo, al muchacho no se le escapaba que incluso los nobles principios de Oráculo bordeaban en ocasiones terreno pantanoso. Pese a ir tras la Gran Verdad, la organización de hackers colaboraba con cierta frecuencia con La Daga Roja, Los Hijos de Zulé o Los Bastardos de Nashit, entre otros grupos. Todos ellos considerados criminales y con razón. Grupos con delitos de sangre que seguían sus propios y turbios objetivos que, pese a que puntualmente podían coincidir con los de Oráculo, nada tenían que ver con la Gran Verdad.

Zerios suspiró en silencio. Recordó entonces cómo Oráculo llegó a su vida. Tendría unos ocho años cuando sucedió.

Sus padres, de los que conservaba muy vagos recuerdos, trabajaban en las minas, como todo el mundo en aquella roca del Borde Medio. Tras una huelga de seis semanas convocada como protesta contra las condiciones de trabajo infrahumanas, alguien sentado en algún despacho con vistas decidió ponerle punto y final mediante la única violencia legal: la gubernamental. Los policías de la Federación iniciaron una campaña del miedo, tirando puertas abajo y practicando detenciones indiscriminadas. Dijeron buscar a los cabecillas sindicales. Pero sabían la verdad: que no había ningún minero más líder que sus compañeros. Así que las detenciones, acompañadas de palizas cuando no desapariciones, se sucedieron durante el tiempo. El necesario para que los mineros abandonasen su loca idea de exigir dignidad y justicia.

Una de las puertas que los perros federales tiraron abajo fue la de los Rommel. Se llevaron a su madre y le dieron una paliza a su padre por intentar evitarlo. Por aquel entonces Zerios no había cumplido los tres años. Su padre murió pocos días después debido a la gravedad de los golpes recibidos. El hacker no recordaba estos hechos por sí mismo. Pero su tío, quien se hizo cargo de él, le contó lo sucedido años más tarde. “Si tienes edad para manejar un pico, tienes edad para saber la verdad”, le dijo.

Zerios trabajó con su tío, empujando vagonetas cargadas de mineral, hasta la siguiente gran protesta. Seis años más tarde. En esta ocasión fue su tío el que murió. De una ráfaga láser. Iba a la cabecera de la manifestación.

El chico pasó de casa en casa durante unos meses, hasta que un conocido de la familia se ofreció para adoptarlo y hacerse cargo de él. Incluso consiguió sacarle del planeta.

Aquel hombre se llamaba Dreyfus. Compartió con él sus conocimientos, haciéndole ver que la información es un arma poderosa. Utilizada con inteligencia, ésta puede llegar a ser más mortal que un ejército entero. Un instrumento que emplear en la lucha contra los abusos de los poderosos.

Rommel parpadeó y regresó al presente. ¿Qué debía hacer? Tal vez había llegado el momento de finalizar su particular aventura de mercenario. Cuando aceptó la oferta para unirse a ellos algo en la voz y los ojos de Fordak terminó por convencerle. ¿Tal vez fue la vehemencia con la que le prometió correr mil y una correrías? ¿La brillante convicción de su mirada indómita? Desde entonces, Zerios Rommel había vivido experiencias al borde de la muerte junto a ellos dos: había luchado por su vida, escapado y huido de situaciones límite. Incluso había matado a personas. Despreciables todas ellas, pero personas al fin y al cabo. Hombres y mujeres con sueños, todos ellos rotos por su mano.

Sintió un fuerte dolor en el estómago. Tal vez iba siendo hora de contactar con Oráculo y pedir la reincorporación en cualquier célula del grupo. Su destreza seguía siendo muy útil para la organización. Pero, ¿era eso lo que realmente quería? Pese a todo, ¿podía realmente culpar a Fordak y Aleya de su dolor? ¿Estaba siendo justo con ellos? ¿Acaso se lo merecían? No en vano, el ataque sobre su gente se produjo después de que ellos llegasen a Dunai… ¿Y si…?

Zerios se levantó del suelo con un gesto rápido y furioso. Al hacerlo soltó al ojobot y éste volvió a mantenerse en suspensión sobre el suelo como de costumbre. Rommel necesitaba salir de aquella nave inmensa y desconocida. Lo necesitaba por encima de cualquier otra cosa. Impulsado por aquella súbita urgencia, salió de la bodega de carga con grandes zancadas, si saber aún a dónde dirigirse. Sin embargo, fue cuando pasó junto a las compuertas de los hangares cuando vio la única posibilidad real para salir de ahí: entró en el hangar donde había La Diosa de Ébano. Se acercó al pequeño y familiar carguero con respeto. Acarició su fuselaje oscuro.

—Ven, G4. Necesito despejarme. Vamos a dar una vuelta.

 

***

 

Horas más tarde, Aleya decidió que ya era hora de enseñarle en profundidad la nave pirata a Fordak. Así que, levantándose de la cama, le mordió en el cuello una última vez antes de volver a vestirse.

              —¿Por qué no me lo explicas tú y dejamos el paseo para un poco más tarde? —dijo Fordak observando como Aleya se cubría el torso con su camiseta de tirantes.

              —Necesitas moverte, Fordak. Llevas demasiado tiempo en cama, y lo que ha pasado últimamente no creo que haya hecho bien a tu recuperación —respondió ella. Dadas las heridas de él, y tras el tórrido encontronazo oral inicial, ella lo había cabalgado varias veces con una delicadeza increíblemente sensual.

              Fordak remoloneó un rato, hasta que entendió que Aleya estaba decidida a hacerlo salir del camarote. Así que finalmente se incorporó despacio de la cama y posó los pies sobre el suelo.

              —¿Me echas una mano?

              La asesina asintió en silencio y le ayudó a vestirse. Después de eso, lo condujo al pasillo central y le hizo una pequeña visita por la cubierta superior, enseñándole las distintas dependencias. A continuación, cogieron uno de los ascensores que comunicaban con la cubierta inferior y allí le puso al tanto de las instalaciones de las que disponía la fragata.

—Cómo puedes ver, la bodega de carga está muy bien. Si ahora esta nave es nuestra, contamos con espacio de sobra para mercancías —le explicó Aleya.

—Es… es increíble —respondió él, deteniendo la marcha. Ante el silencio de ella, trató de explicarse—. Quiero decir que, me despierto en la enfermería y me encuentro que todo ha cambiado por completo: has cobrado el encargo del X7, has vencido a los piratas, te has apoderado de esta nave y lo que ha pasado hoy es… ¡uff!

—Te olvidas de Zerios y G4-V8. Sin ellos no creo que hubiese tenido una oportunidad —respondió la asesina. Aunque el gesto fue casi invisible, Fordak se percató como ella tragó saliva al recordar.

—¿Cómo estás? —preguntó Fordak con cautela.

Ella reanudó el paso, echando a andar con calma.

—Todavía no acabo de creérmelo del todo. Llevaba muchos años sin saber nada de él, sin verlo. Y cuando reveló su rostro… Creo que estuve a punto de perder mi voluntad.

—Fuiste muy valiente —dijo él. Fue un torpe piropo. Aleya le miró de arriba abajo antes de responderle.

—Qué sabrás tú si estabas moribundo en el suelo —dijo ella sin malicia; sólo constatando los hechos.

—Eres cruel.

—Si no lo fuese no sería yo. Y en el fondo adoras mi crueldad.

Fordak sonrió. No dijo nada más, porqué corría el riesgo de que ella girase una vez más el sentido de sus palabras.

Prosiguieron. Fordak contempló los hangares y asintió mientras ella le informaba de las medidas que había tomado respecto al Bundor que antes había estado allí y que sospechaba que había pertenecido a Haldur.

El contrabandista seguía aturdido por la nueva situación. Realmente se habían hecho con una nave con un potencial envidiable. Tras obtener las respuestas que ansiaba de Udina, en un par de años el grupo podría contar con una pequeña flotilla de cargueros y utilizar la fragata como nave nodriza. Las posibilidades que empezaban a dibujarse en su cabeza eran inmensas... Fordak detuvo sus elucubraciones cuando entraron en el último hangar que les quedaba por ver, aquél dónde había tenido lugar la contienda contra los piratas.

—Oye... ¿Dónde está La Diosa? —preguntó Manson.

 

***

 

Aleya y Fordak regresaron al puente de mando tan rápido como permitieron las heridas del segundo. No hacía falta ser muy inteligente para entender lo que había sucedido: Zerios había cogido la nave del grupo y se había marchado. Hasta que llegaron al puente, llamaron a viva voz al hacker por los pasillos de la fragata de forma infructuosa. Al llegar al puente, Aleya se sentó frente a los controles de radar y trató de localizar a La Diosa de Ébano.

Fordak, de pie tras Aleya, apretó los dientes. Había sido un idiota. Tendría que haber manejado la situación con Rommel de distinta manera. Zerios no le había perdonado su colaboración con los militares y había decidido abandonarlos. Pese a que Fordak tenía la convicción que con sólo Aleya podía salir adelante, al mismo tiempo sentía que había obrado mal con el chico. Y necesitaba enmendarse.

Aleya soltó un suspiro.

—No ha abandonado el sistema. No todavía. La señal de La Diosa proviene de la órbita del planeta Korron. Por otra parte —añadió, consultando la pequeña pantalla de su muñeca—, no detecto aquí a G4-V8. Me temo que está con Zerios. Lo que no entiendo es por qué Korron. ¿Por qué demonios ha ido allí?

—¿Qué pasa? ¿Qué tiene de especial ese planeta? —preguntó Manson.

—Es un planeta cementerio. Su atmósfera es tan tóxica que incluso corroe el casco de las naves.

—¿Puedes contactar con él desde aquí?

Aleya comprobó el sistema de comunicación un instante antes de responder.

—Lo intentaré.

La asesina estableció comunicación. La pantalla parpadeó varias veces, antes de fundirse en negro.

—Joder... —se lamentó Fordak.

—Estos jóvenes e idealistas hackers de Oráculo... —dijo Aleya, pasando a la silla central de pilotaje—. Vamos a arreglar esto.

La asesina estableció la ruta en la consola principal y la fragata despertó de su letargo. Unos instantes después, los reactores traseros comenzaron a brillar con un destello azulado y la nave inició el trayecto sublumínico hacia Korron.

La fragata tardó siete minutos estándar en llegar hasta su destino. Korron era una pequeña esfera de color verde oscuro. Toda la atmósfera estaba formada por corrientes tóxicas de gases venenosos en ambos sentidos, provocando remolinos y tormentas en aquellos lugares donde coincidían dos corrientes opuestas.

No pudieron localizar La Diosa de Ébano a simple vista. Tuvieron que emplear los instrumentos de navegación para localizarla. Estaba emplazada a unos quinientos kilómetros de distancia del planeta. La fragata se desplazó hacia su posición, deteniéndose a unos escasos trescientos metros de distancia.

Aleya trató de comunicarse de nuevo. Otra vez, la pantalla se fundió en negro.

—Activaré el odioso rayo tractor y le traeré de vuelta —dijo Fordak con la mirada fija en su carguero espacial. Ver a La Diosa de Ébano desde el puente de otra nave se le hacía algo extraño, desconcertante, incluso desagradable.

—Espera. No seas impulsivo, Fordak —le respondió ella—. No esta vez. Si quieres arreglar las cosas con Zerios, tendrás que hablar con él, no arrastrar la nave.

Fordak renegó entre dientes. Aunque tenía la sana voluntad de arreglar las cosas, la verdad era que ya se había disculpado con Zerios y no había servido de mucho. No tenía muy claro qué podía decirle al chico ahora que no le hubiese dicho ya.

Aleya trató por tercera vez contactar con La Diosa. Nada.

—Empieza a ser casi tan cabezón como tú —dijo Aleya—. Espera un segundo. Voy a contactar directamente con G4-V8.

Aleya tocó un par de veces en su muñeca y estableció contacto con el ojobot. En efecto, estaba a bordo de La Diosa de Ébano.

—Hola G4. ¿Está Zerios ahí contigo?

De la minúscula pantalla brotó un pitido corto.

—Dile que se ponga, por favor.

 

***

 

G4-V8 cruzó la bodega de carga de La Diosa de Ébano flotando con su parsimonia habitual. Ya casi flotaba recto. Zerios lo había vuelto a calibrar una segunda vez. El ojobot llegó hasta situarse cerca del hacker. Éste estaba tirado en el camastro. Al final se había quedado dormido. G4-V8 trató de despertarlo mediante pitidos diversos. Como comprobó que no obtenía resultados, lo empujó con suavidad. Costó un rato, pero finalmente el hacker abrió los párpados.

Desconcertado tras la siesta imprevista, Zerios recordó dónde estaba y por qué. El ojobot pitó varias veces, tratando de hacerle entender que estaban intentando contactar con él.

Pero fue una nueva llamada a La Diosa de Ébano lo que sirvió para que el chico entendiese lo que intentaba explicarse G4-V8.

Zerios dudó en contestar o no, pero el contador de tres comunicaciones fallidas anteriores le hizo decidirse.

—Hola Zerios —sonó la voz de Aleya—. ¿Estás bien?

El hacker sonrió en silencio. Fue una sonrisa triste y apagada.

—Estoy bien —respondió. Lo estaba, más o menos. El dolor de la pérdida le acompañaría el resto de sus días. Comenzaba a comprender que el dolor también formaba de su experiencia vital.

Cargaría con él igual que los demás cargaban con el suyo propio.

—Sólo quería despejarme un poco, aclararme las ideas —dijo Zerios Rommel por el comunicador de La Diosa de Ébano.

Aleya pasó entonces el turno de palabra a Fordak. Éste volvió a disculparse otra vez con Zerios. Las palabras del contrabandista fueron seguidas por un incómodo silencio, hasta que al fin el hacker respondió:

—Te ayudaré a obtener las respuestas que buscas a cambio que me ayudes a mí con las mías.

—¡Claro que sí! ¡Trato hecho! —respondió Fordak. Pareció incluso sorprendido de la actitud serena y pragmática del muchacho.

—Y me reservo el derecho a darte un puñetazo en la cara. Sin represalias.

—¿Y esto último por qué…?

—Eso también lo acepta —intervino Aleya—. Y ahora, regresa a bordo, Zerios. Te echa de menos.

 

***

 

Unos días más tarde, Fordak Manson parecía recuperado casi por completo de sus heridas. Las únicas marcas que le quedaron del enfrentamiento con Haldur fueron dos feas cicatrices en la espalda. Pese a las curas recibidas, las marcas no desaparecieron. Eran horribles, pero por lo menos no las llevaba en la cara, que ya era mucho a favor.

El contrabandista intentaba verse las cicatrices frente al espejo, pero no lo conseguía. Se giró hacia la izquierda y estiró el cuello, pero el lugar donde impactaron los disparos, por encima de los riñones, quedaba fuera de su visión. Cuando se cansó de intentarlo, terminó de vestirse en silencio y salió del camarote. Dejó que Aleya, desnuda bajo las sábanas, siguiera durmiendo.

Emplearon las siguientes semanas en adquirir experiencia a la hora de trabajar con una nave tan grande. El cambio de escala había sido muy significativo. Viajaron por el Borde Medio de la galaxia, donde compraron todo tipo de productos tecnológicos: ordenadores, droides asistentes, piezas de recambio de los mismos, proyectores holográficos. La mayoría de ellos ya empezaban a quedarse ligeramente desfasados en muchos sistemas del Núcleo. Pero en el Borde Exterior todavía no habían llegado semejantes modelos, así que podía sacarse una buena tajada si se sabían colocar. Incluso se hicieron con un contenedor lleno de droides sexuales. Perturbadoras máquinas programadas para proporcionar placer con sus servomotores lubricados y su coraza forrada en piel sintética. Mal vistos por casi todo el mundo, lo cierto era que estas cosas se terminaban vendiendo con bastante facilidad. Una vez que cargaron media bodega de todo este material, se dirigieron al sistema Izori, ya en el Borde Exterior, y lo vendieron todo entre los ocho planetas que conformaban el sistema.

El grupo obtuvo así casi cien mil créditos. Dinero que empleó en parte para cargar dos contenedores con materias primas del sistema como la rudronita, un mineral que se extraía de una de las lunas de Arpan, útil para los revestimientos de los cascos de las naves espaciales por su altísimo grado de resistencia a las temperaturas extremas. Y por supuesto también compraron kilómetros de alfombras paemoranas, famosas incluso en Nueva Tierra por su excelente calidad y sus diseños preciosistas y detalladísimos. Con frecuencia, aquellas alfombras se podían encontrar adornando los salones de senadores y embajadores. Muchos vendedores locales aseguraban que una auténtica alfombra paemorana contaba con más hiladas que estrellas tenía la noche. Y aunque no dejaba de ser una exageración, lo era por escasa distancia.

Fordak Manson no podía creerse lo bien que salían las cosas últimamente. Desde que habían heredado, por así decirlo, la fragata 451, lo más peligroso a lo que se habían enfrentado era a un par de mayoristas del Borde Medio con muy malas pulgas y la boca sucia. Manson empezaba a sentirse cada vez más un decente comerciante y menos mercenario.

El subidón de adrenalina que produce un tiroteo es algo único. Pero había salido bastante escaldado del último. Además, a falta de reyertas para hacerle sentir el corazón a punto de estallar, ahora estaba con Aleya. Y eso era bastante más placentero que una ráfaga de fuego enemigo. Infinitamente.

Por su parte, Rommel parecía estar más o menos bien, aunque sin duda algo había cambiado en el chico desde que Fordak le reveló lo de los militares. Desde entonces Zerios se mostraba infinitamente más reservado y menos dado a las bromas. Fordak no tenía forma de saber si aquello sería temporal o no. Pero por ahora mantenía las distancias y evitaba bromear con el muchacho. Mientras tanto, Zerios se mostraba solvente y eficaz, capaz de monitorizar en tiempo real las fluctuaciones de los distintos mercados y disponer siempre de la información más completa para saber qué comprar, dónde y cuándo hacerlo.

Sobre la Federación, o más concretamente, sobre el comandante Udina, seguía sin saber nada de nada. Fordak había intentado contactar varias veces más, hasta que poco a poco fue abandonando la idea de obtener alguna respuesta a la incógnita que le atenazaba muchas de las noches. Pensó en pedirle a Zerios ayuda con aquello, pero todavía no se atrevía a hacerlo.

Cumplido el primer mes de transacciones exitosas a bordo de la 451, acordaron entre los tres darse unos días de permiso. Bajar a tierra firme, sentir el viento en la cara y respirar el aire puro y no el mismo, reciclado una y otra vez, empezaba a ser algo muy necesario. Además, habían comprobado que, definitivamente, si querían manejar la fragata en condiciones óptimas durante muchos años, era imprescindible contar con más manos a bordo. Todavía no habían sufrido ninguna avería, ni tampoco un ataque por parte de salteadores espaciales. Pero tras un mes en movimiento, se constataba de hacerse con un jefe de máquinas y un cocinero. Como mínimo.

En aquel momento seguían la Ruta Minerva, que cruzaba el tercio superior de la galaxia, desde el sistema Fenizia hasta Astriom, el punto de avanzada más alejado del Núcleo. Cada uno de los tres propuso un destino distinto para el descanso de todos aquellos que tenían entrada en el sistema de navegación. Aleya propuso Utan, un recóndito planeta selvático inexplorado. Fordak planteó Kurtonu: un gigante gaseoso rosado, famoso por sus destilados. Por último, Rommel, apostó por Tompali.

—¿Qué hay allí? —preguntó la asesina, que nunca había oído hablar de aquel lugar.

—Es un planeta pequeño, sucio y lleno de chatarra —respondió el hacker.

—Y nos gustaría descansar un poco en un lugar así por qué… —dijo Fordak.

—Además de contar con componentes de segunda mano útiles para mi terminal, tal vez también tengan algún motor hiperespacial de gama superior. Con un T-22 podríamos reducir el tiempo de los viajes en un ocho por ciento.

Fordak se encogió de hombros. Se retiraba de la votación. Cualquier destino que escogiesen sus compañeros estaría bien.

Aleya se dejó convencer por Rommel y se decidieron por Tompali. Tal vez Zerios recuperase parte de su jovialidad si actualizaba su terminal. La asesina estableció las coordenadas que le facilitó el hacker y pusieron rumbo hacia allí. Un merecido descanso les haría bien.

 

***

 

Una prostituta muy perjudicada se acercó tambaleándose hacia Fordak. Éste, sentado en la barra de un tugurio al aire libre donde servían algo que compartía con la cerveza únicamente el color, la miró con indiferencia.

—¿Me invitas a una copa, machote? —dijo la mujer haciendo un esfuerzo por mantener la vista enfocada.

—Largo —respondió Fordak llevándose el vaso a los labios y maldiciéndose un instante después. Por muchos sorbos que diese, aquel brebaje no mejoraría.

—Vamos. No seas maleducado —insistió la prostituta. Tenía el cabello sucio y encrespado. Aunque tenía un cuerpo atractivo, el rostro mostraba los estragos sufridos a lo largo de los años, hasta el punto de llegar a ser repulsivo—. Se supone que debes tratarme con delicadeza. Soy una señorita.

Fordak se levantó del taburete sin mirarla, pagó su copa y una más para aquella mujer y se largó. La última prostituta con la que se topó murió en las habitaciones del Ingeniero Etílico. No fue un recuerdo amable.

Cruzando por medio de la pequeña terraza, salió a la calle y encaró hacia la plaza, situada a cinco minutos a pie. La calle era estrecha, los edificios bajos, metálicos y medio oxidados. El cielo aparecía entre los toldos de un color rosado insano. Aleya y Zerios se habían quedado antes en una tienda de recambios para droides, mirando a ver si encontraban alguna ganga con la que ampliar a G4-V8. Cuando le propusieron aquello, Manson dudó que el ojobot tuviese margen de mejora dado su limitado espacio. Sin embargo, de robótica él no tenía ni idea, así que dejó que los entendidos se lo pasasen bien mientras él iba a tomar un trago.

Fordak se permitió escupir a un lado, tratando de expulsar el regusto de aquel brebaje, y avanzó sin prisa, contemplando los distintos escaparates. En cierto modo, Zerios no mintió cuando describió Tompali. Aquel planeta era poco más que un vertedero. La basura se catalogaba, se tasaba, se compraba, se reparaba, se vendía y después se recompraba una y otra vez. Tenía serias dudas sobre si adquirir un motor hiperespacial en aquel lugar era realmente una buena idea.

Estaba a punto de salir a la plaza cuando sus pasos se detuvieron delante de un puesto de armas blancas. Cuchillos, espadas, mazas, martillos y lanzas. Todas ellas relucían por encima de los trastos de los negocios adyacentes. Brillantes filos plateados sobre un fondo oxidado. Fordak se acercó un poco. En el mismo momento en que sus ojos se posaron sobre una de las armas, el dependiente pasó al ataque.

—Buenas armas. Mortíferas —dijo, con un marcado acento.

—Ajá... —respondió Fordak, preparando el terreno para un eventual regateo. Tal vez a Aleya le haría ilusión alguna de estas espadas, pensó. Un regalo nada romántico para una persona nada romántica.

El vendedor agarró una de las espadas espada largas con una reverencia impostada y se la extendió a Fordak para que la sopesase. El mercenario la agarró y la contempló con detenimiento, escrutando posibles imperfecciones.

—Está perfectamente equilibrada. Es acero roleño —explicó el vendedor. Tenía el cabello recogido en una descuidada coleta y el rostro afeitado. Los ojos oscuros y la expresión afable—. Se adapta a su mano como si siempre hubiese formado parte de usted. Es mortal, incluso sin afilar.

Fordak dio un par de cortes en el aire, como si así fuese a cerciorarse de su calidad. Él era más de objetos contundentes. Si le compraba un detalle puntiagudo como ése a Aleya, confiaba en que ella lo colgase de alguna pared a modo de decoración. A decir verdad, la asesina no necesitaba una espada de metro veinte para combatir. Y, además, la lucha había ido quedando atrás. Al pensar en ello, el contrabandista se sorprendió. Tampoco hacía tanto tiempo, y sin embargo guardaba un recuerdo difuso del último combate que habían librado. Como si aquella experiencia perteneciese a otra persona.

—Es ligera —dijo Fordak.

—Es por el acero roleño. Usado únicamente en la confección de las armas más nobles. Esta espada es muy antigua —añadió el vendedor—. Tiene dos siglos de historia y un sinfín de víctimas. Y sin embargo, brilla tanto como el día que la forjaron. Probablemente en Eberon.

Con este último comentario Manson supo que aquel tipo se estaba pasando de frenada. Pero antes que pudiese replicarle, una voz femenina se le adelantó:

—Es un timo, está muy claro. La espada está hecha en realidad de un polímero sintético lacado en color cromo. Si tratases de cortar algo por la mitad, al segundo tajo saltaría la pintura.

El mercenario se giró instintivamente. La voz procedía de atrás a su izquierda, más allá de su ángulo de visión.

Fordak se encontró con una mujer delgada y ligera. Vestía un mono funcional de color verde oliva y una amplia capucha. Distintas placas de cerámica de color negro cosidas encima de la tela ofrecían un extra de protección en los puntos vitales. Su rostro estaba semioculto bajo la capucha. Un grueso mechón rubio cubría la mitad derecha de su rostro. El único ojo a la vista era de color verde. Miraba a Fordak sin parpadear.

El vendedor soltó una salva de insultos en un dialecto incomprensible, acompañada de aspavientos con ambos brazos, dirigida a aquella mujer que acababa de arruinarle la venta. Pero ni Fordak ni la recién aparecida parecieron oírle.

El contrabandista estaba completamente aturdido.

—No puedo decir que me alegre verte, Manson —dijo ella.

Fordak balbuceó:

—¿E... Elana? ¿Eres tú? ¿Qué estás haciendo aquí?