CAPÍTULO 12: PON UN HACKER EN TU VIDA
Fordak Manson estaba absorto, con la mirada perdida en la pantalla apagada. Todavía veía la cara de Udina. Le odiaba profundamente. Y sin embargo, el comandante no le debía nada. Fordak era poco más que un perro que le hacía el trabajo sucio para que su uniforme siguiese limpio como el primer día. Udina lo sabía. Manson lo sabía. Era simplemente trabajo y dinero. Correr riesgos a cambio de un buen puñado de créditos. Hasta ahí todo correcto, sin sorpresas. Pero para el contrabandista ya había pasado demasiado tiempo desde que el Galatea estallase en mil pedazos. Sí, le habían salvado la vida, pero no a cambio de nada. Udina le había prometido información, pero ésta estaba tardando demasiado en llegar. Manson sospechó por primera vez que quizás jamás llegase. Que tal vez aquella promesa vacía la utilizaría el militar una y otra vez para convencerle de trabajar para él, cuando los créditos no fuesen suficientes.
Fordak Manson introdujo las coordenadas de Nueva Tierra en la consola de vuelo. La Diosa de Ébano alzó el vuelo. Pronto sus cuatro motores brillaron con intensidad mientras se elevaba y dejaba atrás aquel agujero de Orilon y el planeta Nolian. Muy pronto el cielo plomizo dio paso al oscuro, brillante e infinito espacio.
El contrabandista y la asesina repasaron la información que había enviado Udina. El trabajo consistía en acceder al Museo de Historia de la Humanidad, acceder al despacho de un investigador y duplicar toda la información de sus discos duros. No valía con robarlos. Debía copiar la información y hacerlo sin que se nadie se diese cuenta.
Aunque Udina no le había especificado el contenido que se presuponía en esos discos duros, Manson sabía sumar dos más dos. Hasta el momento, todos lo relacionado con el comandante del Pegasus había tenido algo que ver con cosas arqueológicas. Fordak desconocía la relación entre todas ellas, pero parecía evidente suponer su existencia. ¿Qué relación había entre la información de aquellos discos duros con el malogrado profesor Kronenberg? ¿Y con aquella demencial estatuilla de Guntai?
Demasiadas incógnitas. Fordak se rascó la barba en un gesto pensativo. Le había crecido mucho ya, incluso para su gusto, durante su convalecencia. Se la recortaría en las próximas horas.
—Este es un trabajo distinto. Es un edificio gubernamental, en la mismísima capital de la Federación. Aquí no podemos hacerlo a las bravas. En el dossier se recomienda encarecidamente contar con las aptitudes de un hacker —Manson bufó, descontento—. Este no es mi terreno. La encriptación de los sistemas de seguridad puede darnos más de un quebradero de cabeza. ¿Tú como llevas el pirateo? Seguro que tendrás más idea que yo.
Ella masticaba sin prisa un pedazo de pan con trocitos de frutos secos. Le dio otra hogaza a Fordak antes de responder:
—Sí, me puedo arreglar con los sistemas de seguridad estándar. Sin embargo, hace tiempo que no practico.
Manson apreció el pan. Le dio un mordisco.
—¿Qué hay de G4-V8? ¿No cuenta con funciones de pirateo?
Aleya llamó al ojobot. G4-V8 se desplazó y se posó suavemente sobre su regazo. La asesina revisó su programación.
—Teóricamente puede vulnerar sistemas con una seguridad de nivel tres.
—¿En una escala de…? —preguntó Fordak masticando.
—Cinco. Pero una vez sobre el terreno todo se suele complicar. Por esta vez podríamos hacer las cosas con más... planificación.
—Sí, creo que será lo mejor —respondió Manson—. Conozco un par de sitios donde podríamos encontrar algunos hackers bastante competentes.
—Dime nombres.
—En Acheron, por ejemplo. Casi todo el mundo allí es informático.
—Descartado. Siguiente.
—En Utopía —dijo él.
—¿Utopía? ¿El planeta de la droga blanda? ¿En serio quieres poner nuestras vidas en manos de un hacker drogadicto? ¿Y si le da el mono en mitad del trabajo? —Aleya estaba hablando en serio.
—Pues le damos un poco de hierba azul y que siga trabajando —respondió Fordak encogiéndose de hombros—. Ahora en serio, no veo mucho problema con eso.
—Yo conozco otra opción —respondió ella—. Dunai.
—¿Dunai? No me suena —dijo Manson.
—Queda a medio camino de Nueva Tierra. Tan sólo debemos desviarnos dos sistemas antes —prosiguió Aleya—. ¿Recuerdas el escándalo que saltó hará cosa de una década? ¿El del senador de Marte pillado en la cama con tres menores?
—Joder, sí. Ahora que lo dices... el muy cabrón fue decapitado en público por una de las madres de las víctimas. Era la primera vez que algo así pasaba.
—Fue la primera vez que algo así se supo —corrigió ella—, que es algo muy distinto. Bien, pues el escándalo fue destapado por Oráculo, organización a la que pertenecen los hackers de Dunai. Son un grupo activista que se dedica a eso justamente: publicar los trapos sucios del gobierno por toda la galaxia conocida.
—Oráculo… ¿Y por qué lo hacen?
—Es su manera ingenua y pacífica de intentar cambiar las cosas.
Fordak asintió, satisfecho con lo que le acababa de aprender.
—Pues no hay más preguntas. A Dunai pues —corrigió el destino en la consola central—. Un momento... Si esos hackers son antifederación, igual nos cuesta convencer a uno de ellos para este trabajo.
—Manson, tiene que ayudarnos a entrar y duplicar unos discos duros, no tratar con Udina. Bastará con que no hables más de la cuenta —dijo Aleya clavándole sus intensos ojos azules.
Él se perdió en aquellos ojos. Suspirando, se encogió de hombros. Todavía estaba demasiado agotado como para tratar de defenderse.
***
Dunai era un enorme planeta desierto. No tenía ningún tipo de valor, ni estratégico ni comercial. Para la Federación, era un planeta muerto. Un asfixiante desierto de arenas rojizas y temperaturas extremas tanto de día como de noche. La vida en Dunai era casi imposible, sólo al alcance de unas pocas especies autóctonas demasiado tercas como para dejarse extinguir. Sin embargo, escondido bajo la superficie, el grupo conocido como Oráculo había ido filtrando y destapando los trapos sucios de distintos gobiernos planetarios de la Federación, infligiendo serios daños al poder durante las últimas décadas. Su mera existencia era debate de acaloradas tertulias, allá en los platós de la capital. Algunos afirmaban su existencia con rotundidad, mientras que otros eran de la opinión que se trataba de un grupo ficticio promovido por la propia Federación para alimentar la creencia de un contrapoder en la sombra, como método de canalizar y controlar a los descontentos con el propio sistema.
Pese a la controversia informativa, Oráculo era real. Y Dunai era tan solo uno de sus múltiples escondites repartidos por toda la galaxia, incluso en los territorios más allá de la Federación.
Aleya tenía un contacto en el grupo Oráculo de sus años con el gremio de asesinos. Contar con la colaboración de uno de sus hackers había posibilitado cumplir algunos de los encargos más complicados de su carrera. Si bien los hackers no eran matones ni asesinos, su organización descentralizada posibilitaba que sus integrantes menos escrupulosos no tuviesen reparos en abrir las puertas necesarias para que otros sí se manchasen las manos de sangre.
Fordak y Aleya, seguidos de G4, caminaron sobre la roja arena hasta llegar a unos picos de roca escarpada que brotaban de la arena. Recordaban los dedos de un gigante muerto y sepultado eones atrás. El más alto de ellos hacía cerca de tres metros y medio.
La asesina se colocó junto aquel y esperó. Fordak se secó el sudor de la frente y la imitó. El sol del atardecer era bajo y le cegaba casi por completo. El calor era molesto y agotador.
—¿Y ahora qué? —dijo Manson.
—Ahora toca esperar.
Lo hicieron. A los dos minutos, Fordak ya quería volverse a bordo de La Diosa. Pese a que llevaba la cabeza cubierta con un improvisado turbante azul marino, el aire que respiraba le abrasaba los pulmones. Aleya le retuvo hasta que algo comenzó a vibrar por debajo de ellos. Fordak se apartó con suspicacia a un lado y ella le imitó, aunque con un ánimo bien distinto.
Sobre en el lugar el que habían estado se abrió una trampilla oculta bajo medio metro de arena. Ésta se escurrió lentamente por el agujero recién abierto y cayó a la oscuridad.
—Por lo menos siguen aquí —apuntó Aleya satisfecha—. Ahora sólo nos queda la otra mitad.
—Llegar a un acuerdo —dijo Manson.
Una plataforma subió desde la negrura hasta detenerse a nivel del suelo. Era un pequeño montacargas con espacio suficiente para no más de tres personas. Después del entorno hostil, una entrada estrecha y camuflada bajo la arena constituía la segunda medida de protección para Oráculo.
Subieron encima y la plataforma inició el descenso. Sus cabezas apenas habían descendido respecto al suelo cuando la trampilla se cerró, sumiéndolos en una momentánea oscuridad. Cuatro pequeñas luces amarillas, ubicadas en cada una de las esquinas del montacargas, iluminaron el descenso con un frío y desangelado convencimiento. G4-V8 conectó su foco principal para su comodidad. Una pared de roca irregular se desplazaba de abajo hacia arriba dentro del círculo de luz.
—¿Un poco exagerado todo, no? —dijo Fordak. Tragó saliva. El contrabandista no tenía mayores problemas en meterse por pasillos estrechos o arrastrarse por conductos de ventilación si no había otro remedio. Pero aquel montacargas podía ser una trampa mortal. Se encontraban completamente a merced.
Aleya no respondió. Oráculo tenía motivos de sobra para protegerse de la Federación.
El descenso se prolongó cerca de diez minutos, internándose cerca de doscientos metros bajo el tórrido desierto. Finalmente, el montacargas se detuvo. Ante ellos había una compuerta estrecha pero reforzada, que se abrió con un quejido oxidado. Diez pasos más allá, había otra idéntica pero cerrada. Al cruzar la primera compuerta, ésta se cerró tras ellos, dejándolos encerrados en lo que se asemejaba a una cámara estanca. De repente unos enormes focos se encendieron sobre sus cabezas, eliminando toda sombra en el habitáculo. Una voz brotó de un altavoz oculto.
—Bienvenidos. ¿Qué asuntos os traen por Dunai? —la voz rebotaba en las paredes irregulares de piedra, distorsionándose.
—Soy Aleya, antes Primera Hoja del gremio de asesinos La Daga Roja. Hemos colaborado en el pasado y espero hacerlo de nuevo. Me acompaña Fordak Manson: mercader de vocación, contrabandista y mercenario de profesión. Es mi socio. Por lo que se refiere a G4-V8 —añadió ella—, me equivocaría de lugar si necesitase presentación.
Mientras hablaba, un haz azulado les había escaneado.
—Dejad todas las armas, todas —remarcó la voz—, en el compartimento a vuestra izquierda.
—Esto no me gusta... —murmuró el contrabandista.
—Ahora mismo nos podrían gasear a placer, así que haz caso —respondió Aleya—. Deja también tu cuchillo —añadió la asesina dejando sus guanteletes de hojas ocultas en el cajón que se había abierto en la pared.
Manson le hizo caso a regañadientes. Contra una compuerta cerrada delante y otra detrás, no podía hacer gran cosa por muchas armas de fuego o cuchillos que llevase encima. Cuando terminaron, la segunda compuerta se abrió, permitiéndoles el paso.
Un nuevo y más ancho corredor les condujo tras un par de recodos hasta una gran sala subterránea. A juzgar por los contornos que se adivinaban allí donde había luces halógenas se trataba de una gruta natural reacondicionada para su ocupación. Hacía alrededor de unos cuatrocientos metros cuadrados y la distancia del suelo hasta el techo oscilaba desde apenas dos metros hasta los seis en algunos puntos. El suelo, cubierto en su mayor parte por arena compactada, se distribuía en distintos niveles y alturas. Múltiples habitáculos se conectaban mediante escalerillas y estrechas pasarelas unas con otras. Aunque había a simple vista un puñado de módulos prefabricados esparcidos por todo el complejo, la mayoría de las construcciones estaban excavadas en la propia roca. Unas cuantas acogían dormitorios y comedores, aunque la mayoría eran estaciones informáticas. Los cables de datos lo cruzaban todo: por el techo en paralelo a las tuberías de agua y oxígeno; por el suelo serpenteando de una estación a otra; por las paredes dibujando extrañas formas.
La base de Oráculo en Dunai era eso: un hormiguero. Un lugar donde sus mujeres y hombres vivían y trabajaban bajo tierra, perseverando en su cruzada personal en pos de la Verdad, aquel sagrado principio secuestrado por la Federación.
Dos mujeres armadas salieron a su encuentro. Ambas vestían al estilo nómada: amplios ropajes color ocre, turbante, velo y gafas protectoras. Sin embargo, como ahí abajo no había necesidad de protegerse el rostro, lo llevaban descubierto. Una de ellas tenía unos grandes ojos negros que contrastaban con su piel pálida, mientras que la segunda destacaba por su cabello del color del fuego.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos —dijo la mujer pelirroja dirigiéndose a Aleya—. Diecisiete años.
—Diecisiete en esta órbita, Naudril. Ocho en años estándar —respondió Aleya sin intención de sonreír en ningún momento.
Fordak percibió entre ambas una tensión, algo no dicho con las palabras. Antes que pudiesen añadir nada más, apareció un hombre de un habitáculo cercano. Era un tipo alto, ancho de barriga y de espaldas, con la cabeza rapada y una larga barba canosa recogida en una trenza. Su voz era un chorro grave que retumbaba en las paredes rocosas cercanas.
—Por favor, ¡no podéis recibir a esta señorita de este modo! Aleya, de La Daga Roja ha hecho más por la Verdad que muchos de nosotros —dijo con una exhalación.
—A su manera —cuchicheó por lo bajo Naudril entre dientes.
Aleya sí que la oyó, pero hizo caso omiso. A fin de cuentas, podía entender la actitud de aquella mujer. Durante una etapa de su vida, Aleya frecuentó Dunai con cierta asiduidad. Hubo una temporada donde muchos trabajos que llegaban al gremio de asesinos precisaban del talento de la gente de Oráculo para hacer las cosas con todas las garantías. Cada vez que Aleya pernoctaba en Dunai, comía y dormía con los hacktivistas. La asesina, en aquel entonces, admiraba y despreciaba al mismo tiempo los postulados de aquella gente. Por un lado le fascinaba lo inquebrantable del convencimiento en la bondad intrínseca de la humanidad. Ella estaba muy lejos de opinar lo mismo, pues había hecho y visto por toda la galaxia conocida demasiadas cosas. Pero pese a creer en algo que ella sabía que no existía, aquel grupo de Dunai seguía su particular cruzada con ahínco y una perseverancia envidiable. Y lo hacían con una sonrisa en los labios, conocedores que no había una causa más noble que la suya. Esta confianza, esta seguridad inquebrantable que mostraban los hackers era lo que Aleya despreció durante varios años. Un desprecio que, en ciertas etapas más introspectivas de su adolescencia, la asesina sospechó que pudiera enmascarar otro sentimiento más bajo aún como la envidia.
En aquella época, Aleya contaba con unos dieciséis años. Pese a las barreras existentes debido a su condición de asesina, y en parte por su reticencia inicial de socializar con aquella gente, poco a poco se fue sumergiendo en pequeñas charlas con Naudril, dos años mayor que ella. Esas charlas, muchas veces en voz baja para dejar a los demás habitantes de la gruta dormir tranquilos, solían tocar todos los palos de la condición humana; intercambios filosóficos y éticos donde por lo general Naudril exponía sus convicciones y Aleya asentía o discrepaba algún pequeño punto. Al cabo de un tiempo y sin darse cuenta, cuando recibía un encargo de su gremio y partía para terminar con la vida de un señor de la droga en Rosmayat o con un senador de Eltrini IV, esperaba con impaciencia su regreso a Dunai… junto a Naudril.
Las dos mantuvieron una relación hermosa pero fugaz. Fue la primera vez que Aleya ofreció su sexo a alguien a cambio de nada. Naudril le había dado mucho ya. En su trabajo de asesina el sexo era una herramienta, una muy eficaz para que los confiados bajasen la guardia. Con Naudril fue algo sincero y tierno. Algo que Aleya no había conocido hasta entonces.
Pero duró muy poco. Pese a todo su entrenamiento y discreción, pese a todos sus esfuerzos en el campo del sigilo emocional, sus maestros se percataron de sus cambios de humor cuando la mandaban a Dunai y cuando le ordenaban que regresara. Así que la sustituyeron como enlace con la célula de Oráculo en Dunai. Ni tan siquiera los mensajes cifrados que se intercambiaron Aleya y Naudril durante los siguientes meses fueron suficientes. La distancia física terminó por romper su historia.
Aleya se llevó un recuerdo demasiado hermoso de aquel tiempo y una nueva capa en su coraza emocional. Naudril, por su parte, parecía que no había sabido o querido pasar página.
—Perdónalas, mi querida Geazea —dijo Dreyfus atusándose la barba trenzada—. Desde que no te vemos por aquí hay unas cuantas caras nuevas, y no todo el mundo está al tanto de tus hazañas.
—No es necesario, Dreyfus. Sabes que siempre he dado mucha importancia a la discreción.
—Esta mujer —alzó su vozarrón para que todo el mundo en la gruta le escuchase—, ha silenciado unas cuantas bocas de mentirosos y corruptos: políticos, policías, jueces. Todos ellos podridos. Por este motivo, siempre será una invitada de honor aquí abajo. ¿Está claro?
Varias voces se elevaron en respuesta, rebotando por la estancia subterránea en una cacofonía infernal que tardó varios segundos en desvanecerse del todo.
Aleya se acercó todavía más a Dreyfus y le recriminó su absoluta falta de discreción.
—Mi dulce Geazea, mi florecilla del desierto, deberás perdonarme —le dijo con una sonrisa pícara dibujada en su rostro curtido—. Pero nosotros no le rezamos a la discreción. Aquí la máxima es otra: el conocimiento es poder. Y Oráculo difunde ese poder.
G4-V8 pitó animadamente, como concediéndole la razón a Dreyfus.
—¿Lo ves? Hasta G4 lo sabe —remató el líder hacker.
Dreyfus echó a andar, guiándoles hasta un habitáculo cercano. Aleya negó con la cabeza en silencio y le siguió. Pasó junto a Naudril sin ni siquiera mirarla a la cara. Fordak, distraído por todo aquello, dio un par de zancadas rápidas tras la asesina hasta colocarse a su altura.
El lugar al que llegaron era una especie de comedor, con una mesa vieja y alargada y unos bancos a modo de asientos. En la pared más cercana había un mueble auxiliar con platos de barro cocido.
—Sentaos, por favor.
Así lo hicieron. Dreyfus, de espaldas a ellos, preparó un par de vasos y se los ofreció. Agua de rocío. Nada más fresco y puro ofrecía el planeta. Según el folclore local, las antiguas tribus del desierto ofrecían aquel líquido como presente de boda. Los hackers de Dunai habían asimilado parte de las costumbres de los nativos, pues muchas de ellas evidenciaban las necesidades más prácticas. Por ejemplo, consideraban que ofrecer un vaso de agua de rocío era el máximo honor posible.
—Gracias, Dreyfus —respondió Aleya aceptando el ofrecimiento.
—Gracias —repitió Fordak. Se llevó el vaso de cerámica a los labios y se lo bebió de un solo sorbo. Jamás en su vida cerveza alguna le había sabido tan bien como aquel vaso de agua cristalina.
—Y bien, ¿qué te trae por aquí, Aleya?—preguntó Dreyfus con voz grave pero amable—. Y tan bien acompañada. A G4-V8 ya tengo el gusto de conocerlo, pero no así con el buen señor. ¿Y tiene nombre tu compañero?
—Se llama Manson. Es… mi socio.
Fordak se inclinó encima de la mesa y le estrechó la mano.
—Me llamo Fordak Manson. Soy comerciante y emprendedor.
Dreyfus levantó una ceja con suspicacia.
—Un placer, señor Manson. ¿Y en que mercados intentas abrirte camino, honrado emprendedor? Puesto que, a juzgar por el equipo, como mínimo debes de tratar de establecer una ruta comercial entre los dominios de los dominios de los brattans y el Núcleo…
—Bueno, sí… Ya sabes: la mejor defensa es un buen ataque —respondió un Fordak desconcertado. Jamás en su vida había oído hablar de los brattans.
—¿Cazarecompensas, no? —dijo Dreyfus—. No me malinterpretes, nada más lejos de mi intención el juzgarte. Si mi dulce Geazea te considera digno para viajar con ella, yo lo hago para ofrecerte nuestra agua.
—Más bien contrabandista… —respondió Fordak en voz baja. Aleya y aquella gente se conocían desde hacía muchos años. Manson tenía la sensación de como si sobrase en aquella conversación. Pese a la amplitud de la cueva, empezaba a sentirse incómodo bajo tierra. Tal vez debería haber esperado en la nave y que Aleya lo gestionase todo.
—¿Y cómo está este pequeño prodigio? —añadió el líder hacker refiriéndose a G4-V8.
El ojobot pitó tres veces cortas, y flotó a su alrededor. Éste lo había ensamblado hacía ya cerca de veinte años. Como muestra de gratitud hacia Aleya, el líder de Oráculo en Dunai se lo entregó hacía ya un tiempo. Fue su forma de agradecerle la muerte de Yolton Maerlico, trece años atrás. Maerlico, un antiguo miembro de la organización comprado por la Federación, desveló la ubicación de ciertas bases de Oráculo, lo que se tradujo en una fatídica oleada de redadas y ataques contra los hackers a lo largo y ancho de la galaxia conocida. Oráculo contrató entonces los servicios de La Daga Roja directamente, en lugar de colaborar con ellos puntualmente como hasta entonces. Aleya, que por entonces contaba con unos doce años, se ocupó de dar con Maerlico y poner fin a su vida.
—Necesitamos los servicios de uno de los vuestros —dijo Fordak secándose los labios con el dorso de la mano y pasando ya al asunto por el que estaban allí.
—Así es —confirmó la asesina, no sin reprender con una heladora mirada a Manson por su falta de educación.
Dreyfus se atusó la trenza que tenía por barba y sonrió.
—No hay problema, y por aquí un extra siempre nos viene bien para mantener los equipos. Dime: ¿tras qué gobernador o senador vas esta vez, querida? ¿O se trata de algo distinto? —añadió con un brillo inteligente en sus ojos—. Hasta donde yo sé, te habías apartado del negocio de la muerte.
Aleya dio un segundo sorbo a su vaso de agua. Sonrió antes de contestar.
—No hay secretos para ti, Dreyfus. No sé cómo estás al corriente de mi renuncia. Y sé que no es debido a G4-V8. Me entretuve en desmontarlo y volverlo a montar —respondió ella devolviéndole la sonrisa—. En esta ocasión tenemos un trabajo inusualmente no violento. Vamos tras un despacho cerrado. No creo que precise en esta ocasión segar ninguna vida.
—Nunca se sabe —dijo el hacker.
—Nunca se sabe —afirmó la asesina.
Dreyfus cogió un tercer vaso del mueble auxiliar, para él. Llenó primero los vasos de sus huéspedes antes que el suyo. Bebió despacio antes de proseguir.
—Ya veo. Entiendo tu discreción. La comparto, podríamos decir. Pero necesito saber algo más antes de confiarte, de confiaros —corrigió teniendo también en cuenta a Manson—, la vida de uno de los nuestros.
Aleya asintió con la cabeza. Comenzó a explicarle algunos detalles del encargo que tenían entre manos, obviando lógicamente la fuente del mismo.
Mientras hablaba, con voz pausada y tranquila, Fordak Manson, sentado a su lado, la contemplaba. Dado que no tenía nada que aportar, el contrabandista se permitió desconectar de la conversación. Pronto dejó de oír las palabras que salían de la boca de Aleya. Aquellos labios se movían formando sonidos que él ya no procesaba. Le tenían embelesado.
Mientras tanto, la asesina seguía contándole a Dreyfus lo que necesitaba saber. Cuando Aleya por fin guardó silencio, el responsable de Oráculo tardó unos segundos en reaccionar. Paulatinamente, una sonrisa se fue dibujando en su barbudo rostro.
—Mi dulce Geazea, creo que nunca antes Oráculo ha pirateado la seguridad de un museo. No es un objetivo habitual. Pero siempre hay una primera vez. O eso dicen.
La asesina asintió, sin parpadear. Dreyfus alternó entre ella y Fordak, calibrando la pericia del dúo.
—Dices que los sistemas del museo son locales. Que es imprescindible hacer el trabajo desde dentro.
—Eso me temo.
—Eso es un extra de peligrosidad para nosotros.
—Lo sé —respondió Aleya—. Al igual que tú sabes que conmigo a su cargo, tu hacker volverá intacto.
—Está bien —sentenció Dreyfus. Palmeó encima de la mesa, dado el tema por zanjado—. Sea así. Siempre fuiste la mejor. No tengo motivos para dudar de tu palabra.
—Gracias, Dreyfus.
—No me las des todavía, Geazea. Todavía nos queda el feo asunto de los honorarios. Créeme cuando te digo que no me importaría acompañaros y ayudaros personalmente por los viejos tiempos. Pero yo tengo aquí responsabilidades. Y el maldito dinero siempre hace falta.
—¿De cuánto estamos hablado? —preguntó Fordak.
—El veinte por ciento.
Manson comenzó a calcular mentalmente, pero Aleya cerró el acuerdo de inmediato.
—Es muy razonable por tu parte. Gracias de nuevo.
Se cruzaron los apretones de mano sobre la mesa y Fordak así lo hizo también.
—Bien. Pues os presentaré a vuestro colaborador. Que no os engañe su edad. Es probablemente el hacker más capacitado de por aquí—añadió Dreyfus bajando la voz— Así que más os vale traerlo de vuelta intacto. ¡Zerios! ¡Zerios Rommel! —bramó de pronto, levantándose de la mesa y acercándose a la escalerilla de roca tallada más próxima— ¡Zerios! Ven aquí, por favor.
Al poco tiempo un joven apareció bajando los peldaños. Se acercó al trío y saludó en silencio. Dreyfus hizo las presentaciones.
—Zerios Rommel, te presento a Aleya y su amigo Fordak. Ella es una vieja conocida. Es como de la familia.
—Que el viento guie vuestros pasos y la Verdad os sea revelada –dijo el recién llegado.
—De igual manera —respondió Aleya uniendo ambas manos frente el pecho e inclinando la cabeza.
Zerios Rommel tenía diecisiete años. Era un tipo atlético, más bien bajito. Tenía los ojos almendrados y atentos. Llevaba una cresta de pelo negro en la cabeza, las sienes afeitadas y el tatuaje de un escorpión en el lado izquierdo del cráneo. Sus mejillas estaban recién afeitadas. Tanto que no se apreciaba mácula de gris en su piel. Su rostro era afilado como el de un halcón, despierto e inteligente. Aunque era de tez pálida, su piel aparecía bronceada por el inclemente sol que incendiaba las arenas de Dunai. Su voz era ligeramente aguda, aunque firme y segura con unas gotas casi imperceptibles de impertinencia juvenil. Vestía una túnica ocre como la mayoría de sus compañeros, al estilo beduino, adaptados a las exigencias climáticas del planeta.
—Fordak Manson. Encantado.
—Aleya.
—¿Sólo Aleya? —preguntó Zerios—. Nuestros apellidos nos definen.
—Sólo Aleya —respondió ella—. Mis actos me definen, no mi origen.
—Así es, Zerios –intervino Dreyfus— Aleya tiene una percepción distinta a la que se estila por aquí sobre la familia. Menos... tribal.
—Entiendo –Zerios Rommel asintió con educación.
—Fordak, Geazea, es ya hora de comer. Por favor, sed tan amables de acompañarnos —dijo Dreyfus acariciándose la barba trenzada.
Aleya miró a Fordak y respondió afirmativamente en nombre de ambos. Dreyfus y Zerios ejercieron de anfitriones ejemplares. Les guiaron hacia otra zona de la gruta y los acomodaron sobre mullidos cojines de colores cálidos alrededor de una mesa. Ésta, baja y circular, reunía a una veintena de personas. Todos ellos, ataviados con ropajes ocres y cobrizos, charlaban relajadamente mientras comían de pequeños cuencos repletos de hortalizas y carne asada.
Comieron sin prisa alguna. Después de ello, sirvieron una ronda de aguardiente casero. Fordak se llevó su vaso a los labios y bebió sin precaución alguna. Aquel brebaje le quemó las entrañas. Tosió repetidas veces y se golpeó el pecho, incapaz de reducir el escozor que sentía en el esófago. Zerios Rommel se rio a carcajadas, y pronto muchos otros de los suyos se unieron en la risa. Aleya le dio unos golpes en la espalda, más como consuelo que como asistencia.
—¿Qué demonios es esto? —preguntó Manson todavía tosiendo.
—Licor de cactus de fuego —respondió una mujer sentada cerca de él.
—Normalmente se bebe a tragos muy, muy pequeños —explicó otra persona cercana.
—También se utiliza como desinfectante —dijo Zerios Rommel bebiendo de su vaso de la manera correcta.
—Creo que podría incluso quitar el óxido de una nave desguazada —respondió Fordak aguantando el eructo en llamas que le sobrevenía.
—¿Demasiado fuerte para ti? —preguntó Dreyfus con una amplia sonrisa.
—Por favor. Se me ha ido por el otro lado. Nada más. Otra ronda.
La sobremesa se alargó tanto que llegaron incluso a la cena. Después de ésta, el equipo al fin marchó. Fordak, Aleya y G4-V8 iban ahora acompañados de Zerios. Recuperaron sus armas requisadas y ascendieron en el montacargas.
—Sed buenos con él y él lo será con vosotros —les dijo Dreyfus antes de que se marchasen.
Al llegar a la superficie, Fordak Manson se quedó maravillado ante la bóveda nocturna de Dunai. El firmamento era un océano de incontables perlas luminiscentes. Pese a la posibilidad de visitar aquellas titilantes joyas de luz gracias a la tecnología, la sensación de pequeñez y sobrecogimiento ante su contemplación era un instinto que todavía perduraba en la raza humana.
Una brisa gélida les hizo apretar el paso hasta la nave.
Zerios Rommel, cargado con varios bultos, ocupó un rincón de la bodega de carga. En menos de diez minutos ya había instalado un equipo informático avanzado y una destartalada silla plegable.
—Tendremos que conseguirte ropa —le dijo Fordak al muchacho—. La túnica que llevas tiene pinta de ser muy cómoda, Rommel, pero no te valdrá cuando toque salir corriendo.
—Esperemos hacer las cosas bien y no llegar a eso —respondió el hacker con confianza—. He violado protocolos de seguridad de gobiernos planetarios. Un museo no debería suponer un reto mayor.
Fordak asintió con la cabeza. Le caía bien aquel tipo. Era seguro de sí mismo, casi insolente.
Aleya se sentó a los mando de La Diosa de Ébano y conectó los motores. Con una leve sacudida, la nave se elevó mansamente de la arena del desierto y se inclinó hacia las estrellas. Traspasó la atmósfera de Dunai y puso rumbo al núcleo galáctico.
***
Mientras la nave viajaba a través del hiperespacio en dirección a la capital de la Federación, Fordak se entretenía dando a Rommel algunas lecciones básicas sobre armamento. Le estaba enseñando a desmontar, limpiar y volver a montar la pistola. El hacker parecía divertirse con aquello. Le hacía gracia manejar un arma de fuego. Las encontraba de una simpleza técnica casi exótica.
—Con un teclado y una pantalla puedo hacer mucho más daño que tú con una pistola —dijo Rommel cuando terminó de montar el arma.
Fordak comprobó como lo había hecho.
—Es por eso que los hackers soléis trabajar con una de éstas apuntándoos en la nuca y diciéndoos qué teclas debéis apretar —respondió él.
—¡Vaya, no serás tú de ésos! —Rommel le siguió la broma. Aunque el gesto tosco de Manson le confundió, hasta el punto de comenzar a dudar de si estaba realmente bromeando.
—Por el momento no, tranquilo —Fordak se permitió una ligera sonrisa.
Aleya estaba sentada a los mandos de la nave. La asesina se entretenía repasando la información sobre la misión que había transferido Udina. Era fundamental mantener oculto a Zerios el origen militar del encargo. Un miembro de Oráculo no habría accedido jamás a trabajar con ellos de saber que un alto mando federal estaba detrás del mismo.
La asesina desplazó varias veces el dedo sobre la pantalla principal de la cabina. El Museo de Historia de la Humanidad era uno de los más importantes de toda la Federación. Contaba con la colección más extensa de artefactos recuperados de la Vieja Tierra, antes del Éxodo del siglo XXV. En sus vitrinas también había lugar para rarezas de las primeras colonias terraformadas con éxito. Muestras de cerámica y esculturas de mármol y otros materiales maleables, así como documentos históricos clave en la historia de la Federación como el conocido Tratado de los Siete Soles, su carta fundacional, fechada en el año 7.222 d.C.
Aleya siguió leyendo el informe un rato más, hasta que Fordak se sentó a su lado.
—¿Qué tal? ¿Crees que podemos hacerlo con discreción? No es que sea muy dado a arrastrarme por los conductos de ventilación y esas cosas, pero igual podría acabar pillándole el gusto si así evito que me envenenen de nuevo.
—No te imagino —respondió ella lanzando un leve bostezo—. Pero sí, deberíamos poder hacer un trabajo limpio. Mira, aquí hay un mapa del museo. Aunque parece un simple plano turístico —señaló con el dedo la pantalla—. Es demasiado esquemático. Aquí no se muestran las salas de mantenimiento ni otra información relevante para nosotros. Deberíamos hacernos con ésa información antes de pasar a la acción.
—Bueno, para eso tenemos un hacker a bordo —respondió Manson—. Rommel, ¿puedes conseguir esto?
Rommel se levantó de su silla en la parte de atrás y dio unos pasos hasta sacar el cuello entre los reposacabezas de ambos. Miró la pantalla.
—¿Quieres el mapa completo? No hay problema. Dadme veinte segundos.
Fordak Manson levantó una ceja ante la inquebrantable seguridad del chico y miró a Aleya. La asesina aguardó en silencio. Rommel volvió a su sitio y comenzó a teclear a una velocidad de vértigo. Gracias a los protocolos de seguridad de Oráculo instalados su equipo, podía navegar por la red sin restricción alguna. El hacker entró en la base de datos del departamento de urbanismo del gobierno de la Nueva Tierra y pirateó los credenciales de administrador.
—Listo —dijo con un chasquido de la lengua.
Zerios pulsó una última tecla y el nuevo mapa completo se mostró en la pantalla principal de La Diosa de Ébano. Se levantó y volvió junto a sus nuevos compañeros.
—Excelente, Rommel —dijo Aleya. Recordaba la eficacia de Oráculo, pero todavía le seguía sorprendiendo lo rápido que podía conseguir la información frente a una pantalla. Para ella, conseguir semejante plano completo del museo le habría supuesto semanas de trabajo. Primero conocer el nombre del director del museo o en su lugar el jefe de mantenimiento, seducirlo de camino a su casa, dejarlo con la miel en los labios y, en la siguiente cita, sacarle la información a punta de cuchillo antes de terminar con él.
—De puta madre —respondió Fordak.
El Museo de Historia de la Humanidad se alzaba en el distrito cultural del hemisferio sur de Nueva Tierra, rodeado de extensiones kilométricas de parques públicos y otros edificios destacados como la Academia de Bellas Artes, el Conservatorio de Música o el Museo de la Ciencia. El interior del edificio se distribuía mediante un pasillo central que cruzaba todo el edificio de lado a lado. A lado y lado de dicho pasillo se abrían distintas salas de exposición, un total de noventa y nueve, que con la rotonda central hacían cien salas. El Museo contaba con cuatro plantas prácticamente idénticas. En total, ochenta mil metros cuadrados de exposición.
—Fijaos en esto de aquí —Rommel indicó una pequeña franja de color gris en el mapa—. Ésta es una sala de mantenimiento. Hay varias repartidas por todo el edificio, situadas entre salas de exposición ligeramente más pequeñas.
—De la misma manera, parece que hay niveles intermedios exclusivamente para tareas de mantenimiento —añadió Fordak.
—Y montacargas aquí y aquí, para mover las piezas —dijo Aleya—. Conectan con las tres plantas subterráneas. Dónde guardarán los objetos más preciados y no expuestos al público.
—¿Dónde están los despachos? —preguntó Fordak. Empezaba a confundir las indicaciones de aquel plano técnico.
—Aquí —dijo Rommel—. En la última planta. Con las mejores vistas.
Manson resopló. No podía ser de otra manera. Los despachos lo más lejos posible de la salida.
Empezaron a discutir distintas opciones para abordar el encargo con éxito: duplicar los discos duros que hallasen en el despacho de un tal doctor Will Carter, un reputado especialista en las tribus preindustriales de la Vieja Tierra. Tan solo eso: copiarlo todo y salir de allí. Puesto que los sistemas de los investigadores del museo eran estrictamente locales, no había forma posible de piratearlos en remoto. Debían hallar la manera de llevar a Rommel hasta el despacho para que, una vez allí, pudiera hacer su trabajo. Fordak planteó, ya que la zona de despachos estaba en la última planta, descolgarse desde La Diosa de Ébano directamente al tejado. Pero era inviable. El museo era un edificio majestuoso, rodeado de zonas verdes. Una nave posada sobre su tejado llamaría de inmediato la atención. Además, La Diosa de Ébano no disponía de módulo de invisibilidad ni nada semejante. Y de tenerlo, si bien su silueta sería más difícil de apreciar a simple vista, el ruido de sus motores la delataría casi al instante.
—No, tiene que ser algo más simple, más... clásico —dijo Rommel buscando algo en el plano del edificio. Apoyando los codos en los reposacabezas, entrelazó los dedos y apoyó el mentón encima con aire pensativo.
—Podemos entrar como simples turistas, visitar las exposiciones y después desviarnos del itinerario. Es lo más plausible —dijo Aleya. La asesina se rascó una ceja con aire distraído—. Aunque igualmente...
—Tendremos que desactivar las medidas de seguridad —terminó Manson—. ¿Dónde está la sala de seguridad?
Rommel la encontró casi de inmediato. Estaba en la primera planta del sótano. Se notaba que no era la primera vez que burlaba la seguridad de organismos oficiales.
—Vale. Entonces el plan es el siguiente —enumeró Fordak—: compramos nuestras entradas, visitamos el museo como si tal cosa. Una vez dentro tú, Rommel, desactivas la seguridad en esta salita de aquí. A continuación, vamos hasta la cuarta planta, entramos en el despacho de... Carter, sí, Will Carter, y duplicas los discos duros.
—¿Qué puede tardar el proceso de copia? —preguntó Aleya.
—No lo sabré a ciencia cierta hasta que vea el volumen de datos —dijo Rommel—. Puede ir desde treinta segundos a quince minutos.
Aquella respuesta no gustó ni al contrabandista ni a la asesina. El hacker se encogió de hombros.
—Aquí es cuando vosotros tendréis que cubrirme el culo. Una vez que estén todos los datos duplicados, podemos incluso comernos un helado en la puerta del museo. Mi copia no deja rastro —dijo con orgullo—. Utilizo un algoritmo de última generación desarrollado por mí mismo que...
—Dices que la copia es indetectable —dijo Manson—. ¿Qué pasa con la seguridad? Cuando la anules, ¿cómo lo harás? ¿Cuánto tiempo pasará hasta que se den cuenta?
Rommel examinó el plano una vez más antes de responder.
—Sugiero rebobinar las imágenes de seguridad para que los guardias tengan algo que ver en sus pantallas y no tengan motivos para levantarse de sus sillas. Respecto a los sistemas de detección de movimiento, perímetros láser y demás, lo mejor en estos casos suele ser reiniciar los sistemas. Si directamente los corto sin más, saltarán alarmas auxiliares. De este modo, contamos con un minuto de tiempo para actuar mientras todo se reactiva.
—¿Y cortar la energía? ¿No es una opción? —preguntó Fordak.
—Sí, pero no la mejor. Un corte de la luz hace que la gente cambie sus patrones de movimiento y lo hace todo más... impredecible —respondió la asesina.
—Es cierto —corroboró el hacker.
—Entonces está todo claro. O más o menos —sentenció Fordak Manson. Comprobó el piloto automático de la nave—. ¿Habéis estado nunca en Nueva Tierra?