El manantial del genio

Tal como había dicho el pescador, no le costó dar con el rincón del bosque que recibía en nombre de «manantial del genio». Constaba de un par de mesas de piedra para picnic, un banco para enamorados y una curiosa fuente cuya agua era recogida por un pequeño estanque.

El chorro partía de la boca de un genio de piedra que el musgo había puesto verde. El agua cristalina llenaba un estanque en forma de concha que era surcado por peces japoneses de informes manchas rojas y blancas.

Debido al cielo encapotado, el agua del estanque de veía oscura y tenebrosa, y apenas se podía adivinar el color de los peces que surcaban nerviosos el estanque. Habían advertido una presencia humana y esperaban que cayera algo de comer.

Sam pensó que aquellos peces de cabezas abombadas merecían las mismas atenciones que el toro de Shambalá, así que abrió su mochila en busca de algo para darles. Tras vaciar la bolsa de ropa y apartar el saco de dormir, descubrió que ya no le quedaba fruta, ni verduras, ni bocadillos... aunque en el fondo de la mochila encontró migas resecas que fue recogiendo en la palma de la mano.

Se acercó al manantial del genio con aquel modesto botín. Al abrir su mano sobre el estanque en forma de concha, los peces asomaron su boca a la superficie para capturar con avidez los restos del bocadillo y volverse a sumergir a continuación.

Sam estaba tan entretenido con aquel espectáculo —y tan dormido por la noche en vela—, que de repente, recordó el motivo por el que había querido ir al manantial. Tal vez fuera solo una superstición de la zona, pero el pescador le había dicho que los lugareños acudían a aquel genio de piedra para hacerle preguntas. Luego interpretaban los movimientos de los peces para leer la respuesta.

Aquel juego le parecía divertido, así que no dudó en preguntar:

—Genio de este manantial, he recorrido un largo camino en busca del Maestro del Bosque, pero solo ha logrado respuestas vagas e historias de lujares lejanos. ¿Puedes revelarme si tal maestro existe?

Dicho esto se inclinó sobre el estanque, pero los peces habían dejado de moverse. Tal vez porque estaban dirigiendo el banquete, se habían refugiado en el fondo y no describían nada que pudiera interpretarse como una figura o símbolo.

Y entonces ocurrió algo maravilloso.

Empujadas por la brisa marina, las nubes que habían encapotado el cielo se disolvieron de golpe y el estanque se convirtió en un lienzo azul radiante que reflejaba una sola cosa: el rostro de Sam.

Ahí tenía a respuesta.

Acababa de encontrar al maestro.

Era él mismo.