El regalo del mar

La inmensidad de aquel mundo vivo y líquido sobrecogió a Sam, que se descalzó para caminar emocionado por la arena.

El sol se sumergía en el horizonte marino cuando las olas empezaron a remojar sus pies. Tras descargar la mochila, se sentó a observar cómo el agua salada iba venía en un vaivén interminable. Hipnotizado por aquella danza, se olvidó incluso de lo que había ido a buscar, del mismo modo que no vio avanzar hacia él unos pies bellos y ligeros.

No fue hasta que la chica se sentó a su lado que la vio. Era la misma que había respondido a la pregunta del padre Mello en el promontorio. Sam admiró su bonita melena ondulada, que le caía sobre los hombros morenos por el sol. La chica de rasgos indios hizo rebotar un guijarro sobre las olas antes de entablar conversación:

—¿De dónde vienes?

Él se dio cuenta de que no era fácil responder a aquella pregunta. Mientras elegía cuidadosamente las palabras, se fijó en que la chica tenía en su regazo algo envuelto en un fino pañuelo de seda.

—Vengo de muy lejos. El sol no se ha escondido muchas veces desde que salí de casa, pero he vivido tantas cosas y he conocido a tantos seres diferentes que es como si llevara media vida vagando por el mundo.

—Sé lo que quieres decir —sonrió ella—. Existe el tiempo que pasa en las agujas del reloj y el tiempo que pasa en el corazón. Si te suceden muchas cosas, aunque sea en poco tiempo, el corazón se hace más maduro, más sabio.

—¡Hablas como un maestro!

—Bueno, soy alumna del padre Mello —repuso con modestia—. Él nos enseña a reír y discutir sobre todo.

—Pero él mismo me ha dicho que no es el Maestro ni conoce a nadie parecido.

La joven india calló, y Sam se dio cuenta de que estaba escuchando el baile del mar. También él quiso entregarse a aquel dulce ir y venir de las olas. Cerró los ojos en un intento de retener para siempre aquel momento: el sol que ya se había sumergido en las aguas, las olas que habían cosquillas en los pies, aquella muchacha que le agitaba el corazón más aún que el mar...

Jamás había sentido algo así. ¿Significaba aquello que se estaba haciendo mayor?

Esa idea no le gustó y decidió abrir los ojos.

Para su decepción, la chica ya no estaba allí. Sin embargo, había dejado a su lado aquello que guardaba cuidadosamente envuelto en el pañuelo de seda. Una caracola marina.

Sam supo que era para él y se la llevó al oído para escuchar el rumor que ya siempre llevaría consigo. A partir de entonces, cada vez que oyera el mar en la caracola, la vería a ella.