Una prueba de humildad

EL anciano se presentó como Lazarus y explicó al joven que llevaba media vida en aquellas cuevas, tras haber sufrido un desengaño amoroso. Desde entonces se dedicaba a aprender el arte de la humildad, algo más difícil —en palabras del viejo— que la más complicada carrera de ciencias.

—¿Y de qué vive? —se interesó Sam.

—De todo un poco. Como raíces, recojo bayas de arbustos cercanos, bebo agua del manantial. Cuando no encuentro nada, pesco o cazo alguna liebre, pero intento no hacerlo. Afortunadamente, siempre hay algún viajero perdido que comparte su pan conmigo.

—No deben de ser muchos los que llegan hasta aquí. A no ser que...

El ermitaño le miró interrogativamente. Tras pensarlo un instante, Sam continuó:

—A no ser que haya alguna manera de pasar al otro lado de estas montañas. Supongo que solo está al alcance de un escalador.

—Ningún escalador logrará jamás pasar al otro lado —replicó Lazarus muy serio—. Es un camino de trampas mortales. Además del hielo y la nieve, tendría que enfrentarse a precipicios y a los osos que rondan esta zona. Se sienten dueños de la montaña y persiguen a cualquiera que se atreva a subir más allá de donde estamos nosotros.

Aquella imposibilidad desanimó a Sam, que tendría que esperar al corcel negro para iniciar su regreso sin haber conseguido nada.

—Por cierto —preguntó—, ¿de quién es ese caballo?

—Digamos que es amigo mío y colaborador. Yo le muestro los mejores pastos, y él recorre los caminos en busca de caminantes perdidos, como tú. Así puedo compartir su comida y su compañía, que es un alimento igual de importante para un ermitaño.

—¿Y cree que su amigo el caballo podría llevarme de vuelta hasta el lago de las cinco casas?

—Por supuesto, pero ¿Por qué piensas ya en marcharte? ¡Acabas de llegar!

Dado que Lazarus llevaba media vida en aquella cueva, Sam supuso que no tendría la menor idea sobre bosques o maestros, así que zanjó la cuestión diciendo:

—La verdad es que quería saber qué hay al otro lado de esta montaña. Ahora que sé que es imposible, mi viaje ha perdido todo su sentido.

—Imposible, imposible, imposible... —murmuró el viejo, como si le costara masticar aquellas palabras—. ¿Quién ha dicho que sea imposible? ¿Eh?

—Usted mismo ha dicho que ningún escalador...

—¡Alto ahí! ¿Tú eres escalador?

—No.

—Pues entonces para ti no es imposible.

Sam no entendía adónde quería ir a para el anciano, que parecía entusiasmado con el rumbo que había tomado la conversación.

—Si la montaña no puede ser escalad por culpa de los barrancos, el hielo y los osos... —reflexionó el chico en voz alta— ¿cómo puedo pasar al otro lado?

—Con humildad.

—Entonces aún lo entiendo menos.

—Piensa en la palabra, chico, piensa: «humildad» se parece a «humus», la materia orgánica que fertiliza la tierra. Cae una hoja de árbol y esa humilde hoja se convierte en abono que alimenta el árbol y lo ayuda a crecer. «Humildad» se parece a «humano», a «humor»... La humildad es tocar con los pies en el suelo. Consúltalo con la piedra que te hará de almohada, chico. Si eres suficientemente humilde, lograrás pasar al otro lado.