El primer jardinero

SIGUIENDO el camino de las flores, Sam llegó finalmente al lago que marcaba el fin del desierto y el principio de nuevos senderos que llevaban a las montañas.

Tras dos días atravesando pedregales, aquel paisaje de postal le alegró el ánimo. Tal como le había explicado la anciana, alrededor de un pequeño lago que reflejaba el azul del cielo se alzaban cinco casas de estilos muy distintos. Todas ellas tenían un terreno dedicado al jardín, aunque el vallado que lo protegía de las miradas ajenas no dejaba entrever nada.

Sam aprovechó que una de las verjas se abría para apresurarse a hablar con el primer jardinero. Vestía un mono con tirantes y se protegía del sol con un sombrero de paja. Lo interceptó al salir de su propiedad con una carretilla cargada de grava.

—¡Buenos días! —le saludó.

El hombre, que debía rondar los cuarenta, se secó el sudor de la frente con un pañuelo blanco antes de responder:

—No los hay mejores. ¿De dónde has salido tú?

—Vengo de muy lejos y busco...

—Pasa, chico, ¿quieres probar mis tomates? —le interrumpió—. No los encontrarás más jugosos en muchas millas a la redonda. También tengo sandías. Son tan grandes que se necesitan dos como tú para levantar cada pieza.

Al oír hablar de comida, Sam sintió que le rugía el estómago. Recordó que, desde la noche anterior en casa de la carbonera —¡parecía haber pasado una eternidad!—, solo había comido una manzana y bebido agua de la tinaja.

El primer jardinero le mostró con gran orgullo su huerto, que estaba cultivando con mucho esmero. Entre las hortalizas de aquel pedazo de tierra fértil había lechugas, judías y tomateras, además de toda la verdura que crecía bajo tierra.

Sam fue invitado a sentarse a una mesa al aire libre desde la que se contemplaba aquel pequeño cultivo. Minutos después, el anfitrión regreso con una ensalada de tomates aliñados y una rodaja de sandía.

Antes de que el invitado pudiera hincar el diente al almuerzo, el jardinero le preguntó:

—¿Qué dices de mi huerto? No creas que es fácil: me entrego a mis verduras como si fueran mis hijos. Las cuido de sol a sol. Arranco malas hierbas, abono, riego, recojo los frutos que están maduros. Así todos los días.

—Me parece admirable. ¿Tiene usted un jardín además de este huerto?

El agricultor abrió mucho los ojos, como si su huésped hubiera dicho una gran tontería. Finalmente respondió.

—Mi huerto es mi jardín. ¿Hay algo más bello y natural que cultivar aquello que te alimente? Trabajando esta tierra rodeada de desierto he descubierto que lo que cultivas es lo que eres. En ese sentido, cada hombre es semilla de sí mismo.

San dudó un instante entre preguntarle o no por el Maestro del Bosque, pero entendió que era inútil. Aquel hombre jamás de alejaba de su pequeño terruño.