El caballo que sabía adónde iba

El sol empezaba a caer lentamente cuando Sam se puso en camino siguiendo las indicaciones del jardinero ocioso.

Su paso por la aldea del lago le había servido para reponer fuerzas, pero continuaba tan perdido como al principio. No solo no había conseguido información sobre el Maestro. ¡Ni siquiera había podido averiguar dónde había un bosque! Solo sabía que aquel camino conducía a unas cuevas.

Caminaba con el único objetivo de encontrar un techo donde resguardarse del sol y refugiarse del frío nocturno. Más allá de eso no había nada.

Mientras Sam cavilaba sobre toso eso, oyó a sus espaldas un sonido repetitivo que hacía restallar las piedras. Se giró intrigado y vio que se acercaba a un buen paso un caballo sin jinete. Era negro y lustroso.

Al llegar a su lado, aflojó el paso, como si quisiera que le siguiera. Él lo entendió como una señal y decidió tomar las riendas hasta detener el animal. Puesto que se mostraba dócil, el chico no dudó en montar aquel espléndido ejemplar, que empezó a trotar como si supiera muy bien hacia dónde se dirigía.

—¿Cómo te llamas, amigo? —preguntó el jinete acercándose al oído del caballo.

El perro de La Tortuga le había dicho que en el Bosque Prohibido era común que los animales hablaran, aunque aquél no parecía ser el caso de su montura.

¿Significaba aquello que se hallaba lejos del bosque donde debía encontrar al Maestro?

Mientras le asaltaban esta y muchas otras dudas, Sam observó que a su alrededor el paisaje había empezado a cambiar. El desierto había dejado paso a un territorio árido, pero con algún arbusto que brotaba de vez en cuando en la tierra seca.

A medida que se acercaban a la gran cordillera, el caballo apretó el paso hasta prácticamente volar al galope. El chico se abrazo al brioso animal, que parecía tener mucha prisa por llegar a algún sitio que él desconocía.

Cuando llevaban un buen tiempo galopando, Sam se dijo que el tipo que tomaba el sol no debía de haber hecho nunca aquel camino, puesto que jamás habría llegado a esas cuevas antes de la caída de la noche.

Eso si no las había pasado ya de largo.

Esta última reflexión le hizo entender que estaba confiando ciegamente en aquel corcel, que no sabía de dónde había salido, a quién pertenecía o hacia dónde se dirigía.

¿Por qué lo hacía?

De repente, Sam entendió una lección que nadie le había enseñado de forma expresa.