La ruta de las hormigas

UNA luz deslumbrante inundaba la entrada de la cueva.

Sam se quedó un rato en el interior del saco, sorprendido de que hubiera logrado dormir toda la noche sobre la dura piedra y con la tempestad como banda sonora.

Finalmente salió con cautela, ya que no olvidaba los osos de los que le había hablado Lazarus. Según él, solo custodiaban la montaña y dejaban en paz a los pocos chiflados —ellos dos— que se alojaban en las cuevas más bajas.

Se dio cuenta de que el anciano ya no estaba allí. Su jergón al fondo de la cueva estaba vacío. Antes de abandonar aquel refugio natural, echó un vistazo a dos estanterías en las que el ermitaño había dispuesto cuidadosamente dos cosas: un poco de ropa, un bol, dos cubiertos, un cuchillo oxidado...

Aquel humilde repertorio de cosas le hizo recordar lo que le había dicho la noche anterior: solo a través de la humildad lograría pasar al otro lado.

Seguía sin entender qué quería decir con aquello, pensó mientras la radiante mañana hacía brillar la nieve en lo alto de las montañas como si fueran de marfil.

Buscó con la mirada al ermitaño, pero el paisaje aparecía vacío de todo ser vivo. Solo el cielo azul que enmarcaba el pico que ejercía de guardián entre el mundo del que venía y otras tierras desconocidas.

Sam deseó que el corcel de Lazarus apareciera con otro peregrino, o incluso sin nadie a sus lomos. Hacía un día tan espléndido y el aire era tan puro que le apetecía cabalgar por los alrededores por el mero placer de hacerlo. Sin embargo, estaba solo y únicamente contaba con sus piernas para explorar aquellos parajes deshabitados.

Dedicó la mañana a seguir un riachuelo lleno de peces que debían de ser alimento de los osos. Luego se entretuvo buscando bayas como las que había visto en la despensa del ermitaño. Mientras las envolvía en un pañuelo para Lazarus, observó una larga hilera de hormigas que entraban en una cueva pequeña, prácticamente una madriguera.

Sam recordó lo que le había contado su abuelo sobre aquellos industriosos insectos. Una hormiga solo no aguanta el invierno, porque su fuerza reside en sus compañeras. Sin hormiguero, no hay hormiga.

Se agachó para contemplar mejor aquella procesión de trabajadoras. Algunas llevaban pedazos de hojas. Otras cargaban con bayas maduras. También las había que no llevaban nada, pero acompañaban a sus congéneres hacia el interior de la madriguera.

El joven viajero las siguió hasta el interior de la madriguera, que se agrandaba notablemente a medida que se adentraba en ella. Una luz tenue de procedencia indeterminada alumbraba lo que empezaba a ser una enorme galería subterránea.