Capítulo 8
Una noche terrible
Lloré. Sí, lloré desconsoladamente en ese océano callado en el que me encontraba, ahogada por un mar de lágrimas que pugnaban por salir al exterior. Pero no podía expulsarlas. El tener a Denisse tan cerca sin poder interactuar con ella, hablándome de nuestro futuro juntas, me había roto el corazón. Ella confiaba en mi fortaleza y deseaba una pronta recuperación. Pero la realidad era otra distinta. Me encontraba en el limbo de la mente, en el purgatorio del alma, mientras mi cuerpo postrado no respondía a los estímulos y perdía poco a poco sus funciones motoras. Por el contrario el cerebro, ese instrumento racional tan poco comprendido, me prendía con alfileres a un mundo del que no quería escapar.
Aunque lo más fácil fuera dejarse ir y caminar hacia la luz al final del túnel.
Deseché los pensamientos negativos intentándome concentrar en la larga noche, silenciosa y mortal, la misma que esperaba para atacarme si mantenía la guardia baja. De nuevo en soledad, aun sabiendo que el personal médico aparecería de vez en cuando por la habitación para comprobar mi estado a lo largo de las eternas horas nocturnas. Una noche que se convertiría en una durísima prueba de fuego para convencerme de que merecía la pena seguir sufriendo. Una noche dónde reencontrarme con mis viejos fantasmas, volando en formación compacta alrededor de mi entereza, mientras procuraba mantener la mente ocupada para no caer en la más absoluta locura.
Podría tratarse de un caso médico de relevancia mundial. Si realmente legaba a despertar y las capacidades cognitivas continuaban intactas, —en las físicas prefería no pensar, pero el hecho de que mi cuerpo no respondiera a ningún tipo de estímulo no era nada halagüeño—, podría facilitar a los estudiosos datos valiosísimos sobre el estado de coma, siempre y cuando mi memoria funcionara a pleno rendimiento al volver a la realidad. Y aunque preferiría permanecer en el anonimato, sabía que algo así tendría una amplia repercusión mediática.
Así que intenté calibrar todos mis músculos, uno a uno, en una larga secuencia para la que disponía de todo el tiempo del mundo. También quería comprobar si el resto de mis sentidos estaban igual de perfeccionados, aunque en ese estado me sería difícil efectuar el experimento. De repente, un par de dudas me asaltaron.
¿Y si mi estado revertía, como en el papel interpretado magistralmente por Robert de Niro en la película "Despertares", para salir del coma y volver a él, ya de un
"Despertares", para salir del coma y volver a él, ya de un modo irreversible, unos días después? No, me dije. Eso era absurdo. A veces la realidad podía superar a la ficción y deseaba que eso no sucediera jamás. Me curaría y reanudaría mi vida, aun teniendo que pasar primero por un largo período de rehabilitación.
La segunda duda era que, hasta ese preciso momento, desconocía el funcionamiento de mi cuerpo en ese estado de aparente by-pass orgánico no inducido médicamente. Por lo escuchado durante las últimas horas a los que rondaron a mi alrededor, intuía que la noche ya había caído con su oscuro manto. El silencio instalado en los pasillos anexos, sólo roto por la cadencia rítmica de los aparatos a los que estaba sujeta, me hacía suponer que la medianoche había sido también superada. De todos modos no tenía forma humana de corroborarlo a ciencia cierta.
Pasada la hora bruja nuestros cuerpos tienden a relajarse, esperando el inminente y reparador sueño al que estamos acostumbrados. En mi caso me encontraba demasiado despierta, si podía llamarlo así. Alerta y dispuesta a luchar, sin saber si el resto de las respuestas físicas normales funcionarían en ese estado en el que me encontraba, flotando en un líquido amniótico que me tenía atrapada sin piedad. Podría relajarme e intentar dormir, pero el pánico me lo impediría. ¿Y si realmente conseguía dormir y ya nunca volvía a despertarme, ni siquiera en la situación que vivía en esos momentos? No, debía concentrarme, buscar una salida y luchar hasta la extenuación.
Quise pensar en cosas positivas, en recuerdos bonitos que no me hicieran sufrir. Me vi a mi misma bañándome en una hermosa playa del Caribe.
Rememoré esas aguas azul turquesa donde me dejaba mecer por el suave oleaje, ajena a todo, mientras contemplaba una vasta extensión de kilómetros de arenas blancas y cocoteros. El paraíso en una de sus acepciones más reconocidas, liberada del estrés y alejada de cualquier tipo de preocupación mientras los rayos del sol doraban mi cuerpo.
La mente suele hacer a veces asociaciones increíbles. Descubrí entonces que había viajado de nuevo en el tiempo, quizás a uno de los momentos en los que me sentí más orgullosa cuando era pequeña. Y lo más curioso aún, recordaba la fecha perfectamente, grabada a fuego, casi literalmente, en el reverso de un objeto del que desconocía su paradero en esos momentos. Sí, se trataba de mi primer trofeo, la primera medalla que había ganado en mi vida. Fue el 17 de Abril de 1982, cuando quedé campeona de mi categoría nadando en piscina corta.
Estaba muy contenta y regresé a casa en un estado de felicidad casi absoluta. El ver en los ojos de mis padres el orgullo reflejado también me había subido el ánimo, por lo que di por bien empleadas las horas de sacrificio y entrenamiento. Para una niñita que el año anterior había suspendido educación física en el tercer grado de primaria era un logro épico, un ocho mil infantil escalado a base de sudor y lágrimas, más de las que recordaba en esos momentos.
Mi mente dio otro salto, todavía algunos años más atrás. Yo debía tener seis o siete años, poco más o menos. Mamá nos había apuntado a Megan y a mí a un cursillo de natación ese verano, impartido en unas instalaciones privadas situadas a unos kilómetros de casa. Como eran actividades auspiciadas por el ayuntamiento, la organización fletaba un autobús para levar a los niños desde el centro de la ciudad hasta la entrada del recinto donde se encontraban las piscinas. Y hasta allí nos acompañó mi madre. Los niños subimos al autobús con nuestras tablas de corcho azul y blanco, esas con las que todos aprendimos a nadar, mientras nos despedíamos de nuestros acompañantes, directos hacia un mundo nuevo en el que poder experimentar. Un mes intensivo de aprendizaje que terminó abruptamente de un modo que nunca hubiéramos imaginado.
En aquel lejano mes de agosto de nuestra infancia fuimos soltándonos poco a poco, asimilando las enseñanzas del profesor de natación, un joven barbudo de rostro amable cuyo nombre había borrado de mi memoria. Yo aprendí un poco más que Megan y me atrevía a soltarme en la piscina olímpica, mientras mi hermana seguía con el susto en el cuerpo cada vez que se adentraba en aguas profundas donde no hacía pie.
Pero lo pasábamos genial y la experiencia era muy enriquecedora, disfrutando de una actividad saludable en compañía de otros niños de nuestra edad.
Hasta el día en que los organizadores, como celebración de fin de curso, decidieron cambiar los turnos de baño. Todas las clases habían sido por la mañana, pero aquella lección quisieron impartirla a última hora de la tarde de un viernes especialmente caluroso.
Decidieron abrir el recinto de la piscina y el resto de sus instalaciones a los padres de los alumnos, para de ese modo poder disfrutar todos juntos de ese feliz momento.
Y a fe que lo recordaríamos para siempre, pero por otros motivos totalmente inesperados.
El sofoco de la tarde no remitía con el paso de las horas, y el bochorno hacía que el aire fuera casi irrespirable. De pronto se levantó un viento que traía polvo y algo que todavía ignorábamos. Las nubes empezaron a circular a toda velocidad por encima de nuestras cabezas, tiñendo el cielo, azul hasta ese momento, de un color grisáceo oscuro que presagiaba tormenta. El primer trueno retumbó a lo largo de todo el recinto, sobresaltando a muchos de los padres que compartían conversación en un aledaño de la piscina principal, justo al lado de una improvisada barra de bar instalada allí para la celebración.
—Venga, chicos, fuera ya del agua. Es tarde, la tormenta se acerca con fuerza y vuestros padres os esperan. Creo que ya está bien por hoy —afirmó el profesor de natación, todavía con voz calmada.
Todos los que estábamos en el agua, sabiendo que era nuestro último día junto a los buenos amigos que habíamos hecho durante el cursillo, hicimos caso omiso a las recomendaciones del monitor. Nuestros padres tampoco se preocuparon demasiado, aún sabiendo que las tormentas de verano podían tornarse peligrosas en aquella parte del estado. Continuamos con nuestra diversión: chapuzones en el agua, juegos, carreras, saltos y lanzamientos, algo normal entre la chiquillería. Hasta que un relámpago feroz rasgó el firmamento de parte a parte, precediendo a un tremendo trueno que removió hasta los cimientos de las instalaciones deportivas.
—Salid inmediatamente del agua, chicos. ¡Es una orden! —apremió el monitor con un deje de nerviosismo.
Muchos padres interrumpieron entonces sus conversaciones junto al bar, acercándose a la piscina para aleccionar a sus retoños. Yo me encontraba al lado de la escallerilla de acceso y Megan acababa de salir porque tenía algo de frío. La secundé entonces y nos acercamos a por las toallas para secarnos un poco, justo cuando nuestro padre legaba a nuestro lado dispuesto a hacernos cumplir las órdenes del profesor.
Frotamos nuestros cuerpos con fuerza, ya que el ambiente se había enrarecido bastante, disminuyendo la temperatura reinante en unos cuantos grados.
Acompañamos a papá hasta la zona donde tenían preparado un pequeño picnic, unas mesas tapadas por un toldo que amenazaba con venirse abajo debido a la violencia del viento que comenzaba a barrer todo lo que encontraba a su paso.
—Creo que se ha acabado la celebración, chicas.
Nos vamos a casa, la tarde se ha puesto muy desagradable y no creo que sea sensato seguir al aire libre —anunció mi padre sin dejarnos siquiera protestar.
Cogimos nuestras mochilas para dirigirnos hacia los vestuarios, dispuestas a cambiarnos de ropa para obedecer a papá y salir cuanto antes de unas instalaciones cada vez menos veraniegas. Gruesas gotas de llluvia comenzaron a caer por doquier, haciendo que los allí presentes se refugiaran debajo del toldo donde el guateque previsto estaba a punto de ser suspendido.
De pronto una luz cegadora iluminó la piscina, mientras un grito desgarrador acuchillaba un ambiente cada vez más asfixiante. Me di la vuelta y distinguí al monitor, lanzándose sin pensarlo a la piscina en busca de alguien que todavía permanecía en el agua.
—¡Dios mío, el rayo ha impactado en la piscina!
—oí exclamar a mi espalda, paralizada todavía por el espectáculo inenarrable que se estaba desarrollando a nuestro alrededor.
Habíamos salido todos los chavales de la piscina menos Teddy, uno de los chicos más revoltosos y queridos del grupo, que se había quedado remoloneando en el agua en la parte más alejada de nosotros. Cuando el monitor llegó hasta su lado, el cuerpo inerte del muchacho flotaba sobre el agua. Lo sacaron a toda velocidad de la piscina y lo levaron a cubierto, ejercitando sobre él las maniobras de resucitación cardio-pulmonar. Pero aquel niño había muerto y ya nadie podría remediarlo.
Nuestro padre nos sacó de allí enseguida para alejarnos del horror que acabábamos de presenciar, hiriendo nuestras pupilas para siempre. Megan lloraba sin comprender exactamente lo que había ocurrido, mientras papá conducía hasta casa sin mediar palabra. Yo no quise tampoco preguntar por el camino, pero había escuchado perfectamente a una madre hablando con otra. El rayo había alcanzado la superficie del agua y su carga eléctrica atravesó la masa acuosa hasta toparse con el cuerpo de Teddy, una descarga mortal que había acabado con su vida.
Llegamos a casa todavía en estado de shock, pero nuestra madre no nos recibió como esperábamos. Tras consultarlo con papá decidieron que nunca más se volvería a mencionar ese tema en casa, por mucho que yo protestara en vano. Enviaron a Megan a su habitación, al parecer sin haberse percatado del todo de la tragedia ocurrida, mientras yo demandaba más atención. Pero no la conseguí. Quizás en ese momento hubiera necesitado una palabra de ánimo, un abrazo que me reconfortara tras vivir una experiencia tan amarga.
Sin embargo, decidieron obviar lo sucedido en la piscina y no se volvió a hacer ningún comentario al respecto por nuestro bien, según afirmaron nuestros progenitores. Así eran las cosas en mi casa, siempre huyendo de problemas y confrontaciones. Un niño había muerto delante de todos, un desgraciado accidente que quizás podía haberse evitado, pero ya no había marcha atrás.
Lo curioso del caso, cuando lo analicé fríamente, es que ese trauma no me generó ningún tipo de secuella posterior. Incluso tarde muchísimos años en volver a recordarlo. Quizás la mente es mucho más poderosa de lo que nos creemos y aísla los pensamientos negativos y los recuerdos traumáticos. No soy una entendida en el
cerebro humano, pero es la única explicación que se me ocurría. Y más sabiendo que la natación se convirtió en una de mis pasiones durante largos años.
Debió ser sobre los nueve años. Mi madre nos cambió de colegio y en las clases de educación física de cuarto grado, sobre todo durante el trimestre invernal, nos obligaban a cursar una de las horas lectivas en la recién inaugurada piscina climatizada, la joya de la corona de las instalaciones anejas del complejo educativo. A partir de entonces empecé a entrenar más a menudo y me incluyeron en la selección del colegio para los campeonatos del condado. Y sólo medio año después gané mi primer trofeo, un día que siempre recordaría como uno de los más importantes de mi infancia.
Me había dejado levar, perdiendo la noción del tiempo. Allí seguía, postrada, intentando adivinar tras la silueta de la enfermera que me vigilaba si su semblante anunciaba cualquier ligero cambio en mi situación. Pero en esos escasos segundos no conseguí dilucidar nada nuevo y la frustración siguió en aumento.
Los latidos del corazón reverberaban con fuerza inusitada en mi oído interno, legando incluso a pensar que podrían percibirse desde fuera de mi propio cuerpo.
Intenté escuchar algo más, cualquier cosa, pero ni siquiera distinguía el sonido de mi propia respiración.
Entonces me concentré en las sensaciones de la piel, aunque tampoco fui capaz de notar cambio alguno. La desesperación me embargaba por momentos.
No sentía las piernas, los brazos, las manos ni el resto del cuerpo. No podía contraer el rostro, aunque fuera para cambiar el gesto cruel que imaginaba en una cara paralizada desde hacía una semana. Seguía sin control alguno sobre ninguna parte de mi anatomía, pero sí podía manejar a mi antojo otros sentidos más relacionados con la mente. Desconocía si aquella anomalía se debía a que alguno de los hemisferios cerebrales estaba más dañado que el otro, y en mi fuero interno rabiaba por encontrarme en ese ataúd de carne y sangre tan inesperado como cruel.
Sólo me hacía más daño pensando en las angustiosas limitaciones recién descubiertas. Opté por continuar con mi propia terapia, la de evocar momentos felices, creyendo que con la rebeldía del alma podría abandonar la cárcel inhumana de mi propia inutilidad, conservando frescos en mi memoria los recuerdos de una vida más azarosa de lo que realmente yo misma me había planteado nunca.
Intenté averiguar cuál era mi primer recuerdo lúcido. Conozco personas que pueden hablarte perfectamente, con detalles incluso, de cuando tenían dos años o incluso menos. Para mí eso siempre ha sido imposible, incluso cuando esto mismo lo pensaba de adolescente. Quizás el recuerdo más lejano que tengo es de la primera casa en la que vivimos; creo que era un sábado por la tarde, en verano, y hubiera jurado que celebrábamos algo, quizás mi tercer o cuarto cumpleaños. Pero sólo son retazos de imágenes que nunca pude recordar a conciencia.
De mis dos hermanas guardo distintos recuerdos de lo que podríamos llamar nuestra primera interacción.
Cuando llegó a este mundo la pequeña, April, yo ya tenía ocho años y sí puedo evocar con más claridad el momento en el que mamá regresó a casa con ella en brazos. Era una niña rubita y pecosa, muy blanquita de piel, y con una sonrisa eterna que alegraba a toda la familia, convirtiéndose desde su aparición en la reina de la casa.
A Megan, mi hermana mediana, la recuerdo cuando ambas éramos dos niñas pequeñas. Quizás yo tendría tres o cuatro años, y ella uno menos. Nos encontrábamos en el parque aledaño a nuestro primer domicilio, jugando a escasos metros de mamá. Ella hablaba con una vecina, tranquila al saber que permanecíamos a su lado. Y debo reconocer que yo no me estaba portando muy bien, dicho sea de paso. He sido siempre la menos traviesa de las tres, pero en esos precisos momentos yo estaba haciendo rabiar a Megan en los columpios, impidiéndole que se subiera al mío mientras yo me balanceaba cada vez más fuerte. Mamá se dio cuenta enseguida y me regañó, así que dejé que Megan se sentara en el columpio y comencé a empujarla con resignación, sabiendo que nuestra madre permanecía atenta a nuestros movimientos.
Megan y yo siempre habíamos estado muy unidas, por lo que no entendía muy bien el distanciamiento de los últimos meses. Como todos los hermanos habíamos tenido todo tipo de trifulcas fraternales, llegando incluso a pelearnos en público delante de familiares y amigos, aunque el castigo subsiguiente impuesto por nuestra madre solía apaciguar los ánimos. Siempre nos habíamos apoyado en todo, prestándonos ayuda en infinidad de ocasiones; normalmente yo ejercía de hermana mayor y cuidaba de Megan lo mejor que podía. A veces sentía que era mi obligación al escuchar ciertas afirmaciones de mi madre o la misma Megan, pero tampoco le daba mayor importancia.
Ya en la última época, tras el triste distanciamiento familiar, había decidido seguir con mi vida, y aunque me doliera en el alma, la situación me había superado por completo. La tibieza de Megan en sus reacciones, aún conociendo la dificultad de la situación, me llenaba de pesar. Esperaba que ella se hubiera puesto más claramente de mi lado, apoyándome con determinación cuando la familia conoció mi relación con Denisse. Era lo mínimo que podía hacer después de todo lo que habíamos pasado juntas, pero ese apoyo sólo llegó de un modo velado, sin dar su verdadero parecer en público.
No quería volver sobre el tema que me había estado martirizando durante las últimas semanas, en bastante mala situación me encontraba ya. Decidí seguir pensando en bellos momentos que me hicieran sentirme algo mejor, ayudándome también a que la larga noche sumida en la oscuridad del alma y del espíritu se hiciera un poco más corta.
Mi infancia imagino que fue como la de muchos otros niños. En el colegio sacaba buenas notas y los profesores estaban contentos conmigo. Me llevaba bien con los compañeros y no tenía mayores problemas.
Quizás, y eso sólo lo asumí años después, era un poco resabiada, pero tenía un grupito de chicas con las que me juntaba y los años transcurrían con la felicidad de la infancia, esa lejana época donde los problemas parecen no existir.
En casa se acostumbraron a las más altas calificaciones en todas las asignaturas, casi como una rutina habitual. Cuando en alguna materia obtenía una nota inferior, aunque sólo fueran unas décimas, tenía que aguantar los reproches y miradas de mi madre, haciéndome sentir fatal con las palabras hirientes que tan bien sabía utilizar. Y eso no podía soportarlo.
Sé que mamá lo hacía por nuestro bien, porque sabía de nuestras capacidades y quería que nosotras legásemos a algo importante en la vida. Ella no tuvo oportunidad de estudiar en su época y se sentía frustrada pues era y sigue siendo una persona muy inteligente. Por eso le llevaban los demonios que yo vagueara en mis ratos de estudio, pues conocía perfectamente mis límites y pretendía que los alcanzara e incluso superara siempre que pudiera. En el fondo la he comprendido siempre, pero le perdían las formas.
En torno a los doce años algo comenzó a cambiar en mi interior, ya mediado el séptimo grado. Mis compañeras empezaban a hablar de chicos con mucha más facilidad, bromeando incluso con las experiencias de las niñas más precoces de nuestro colegio. Yo aparentaba escandalizarme, pero estaba muy interesada en el tema. De todos modos, en mi fuero interno no entendía la atracción que los chicos podían ejercer sobre nosotras al escuchar las maravillas que Brenda o Vivian, dos de mis mejores amigas, mencionaban al evocar el rostro barbilampiño de cualquier joven de nuestro entorno. Me fascinaba más el comportamiento de mis amigas que el hecho en sí de la aparente atracción entre sexos. Y entonces, para mi sorpresa, me di cuenta de que encontraba atractivo a Harry, el hermano mayor de Brenda, aunque la belleza etérea de su novia del instituto también me llamaba mucho la atención. En ese momento quizás no le di demasiada importancia, pensando que todavía estaba creciendo y los cambios hormonales tardarían aún tiempo en asentarse en mi cuerpo. Ese fue el principio de mi ambigüedad sexual, un atisbo de lo que luego me traería más de un quebradero de cabeza a lo largo de mi vida.
Volví la vista todavía más atrás en el tiempo. Mis padres se habían casado muy jóvenes, y en poco más de dos años ya tenían dos criaturas que alimentar. Eran tiempos difíciles y con el sueldo de mi padre legábamos escasos a fin de mes. Mamá nunca ha trabajado fuera de casa, bastante tenía con atender las faenas del hogar y dos criaturas que por lo visto daban bastante guerra. Mi madre no se quejaba si le faltaba algo para ella, porque todo lo que consiguiera para sus hijas le parecía poco.
Luchaba con todas sus fuerzas para sacar la familia adelante, ya que papá no la ayudaba demasiado en el día a día hogareño tras su dura jornada laboral. Nunca lo he hablado con ella, si realmente ese era el tipo de vida que quería o si realmente esperaba otra cosa. Quizás mamá se volcó en nosotras más que en su marido, dando sus mejores años por criarnos, sin quejarse en absoluto, pero pensando que su vida podría haberse desarrollado de otro modo.
Eran todavía tiempos en que toda la familia realizaba actividades en común: pasar el día en un lago, comer fuera, visitar a nuestros parientes o disfrutar de unas vacaciones merecidas en algún sitio de playa o montaña. Con nosotras dos pequeñas, e incluso cuando April nació, mi padre nos llevaba a infinidad de sitios en los que vivimos momentos inolvidables. Podía recordar la fabulosa quincena que pasamos en una autocaravana, recorriendo los grandes parques nacionales de California: Yosemite, Secuoyas o Joshua Tree. O las excursiones al Gran Cañón o las cataratas del Niágara. Pero esos días quedaron pronto atrás, y la convivencia familiar se hizo cada vez más monótona al crecer nosotras y amontonarse los problemas en nuestro hogar.
Pensé entonces en Tom, mi padre, muerto trágicamente años atrás en un lamentable accidente laboral. Siempre fue más calado e introvertido que mi madre y se guardaba para sí muchas cosas, pero sabía que nos amaba con locura. Nunca podría saber si la situación actual se hubiera llegado a enrarecer tanto de seguir todavía con nosotras el patriarca de los Mckennan. Me dolía en el alma pensar en él, sabiendo que debía haber hablado con mi padre en aquellos años en los que se empezaba a gestar mi verdadero ser, contándole lo que pasaba por mi mente y mi corazón, aparte de decirle lo mucho que le quería. Otro sinsabor más que añadir a una lista que empezaba a ser interminable.
Caí en la cuenta de que un sopor muy reconocible se empezaba entonces a apoderar de mí. Sabía a ciencia cierta que era mucho más difícil luchar contra un sueño que te vence que contra el hambre que fustiga tus tripas.
Además, no me quedaban demasiadas fuerzas para luchar, y aun así intenté sobreponerme. No quería caer en ese letargo feliz del que no sabía si podría regresar.
No, no era el momento. No después de haber empezado a distinguir las diferentes sensaciones que mi cuerpo emitía en un estado cercano a la levitación, en ese plano abstracto en el que me veía abocada a penar mientras los médicos no dieran con la tecla adecuada o mi organismo reaccionara de un modo u otro. Pero tamaño esfuerzo me hacía sentir agotada, física y psicológicamente. Me estaba rindiendo y sólo esperaba que no fuera realmente el final de mi existencia.
Volé entonces de nuevo hacia un mundo mejor, un país de nunca jamás donde yo volvía a ser una niña, jugando en el parque con nuestras amigas del barrio. Vi a Megan en el suelo, como era natural en ella en aquella época tras sus continuos tropezones que a todos nos sorprendían, instantes antes de levantarse de nuevo, con las manos arañadas y el rostro todavía descompuesto por el susto. Sólo segundos antes de que se reincorporara al grupo de niños y niñas que reíamos, cantábamos y jugábamos juntos, disfrutando de una niñez que nunca podríamos recuperar.
Me imaginé entonces acunando a nuestro bebé, un hermoso niño de mejillas sonrosadas, aunque realmente todavía desconocíamos el sexo de la criatura. Una nube de algodón me envolvió con ternura, llenando con el aroma de una vida mejor los agujeros de mi alma convulsa y rebelde, mientras la mente se relajaba y olvidaba sus obligaciones, cayendo todo mi ser en la ignorancia absoluta que proporciona un sueño sin pesadillas. O eso creí en ese momento, mientras la sonrisa del que no conoce la verdad aparecía en un rostro hierático que buscaba su camino.