Capítulo 1
Un infortunado día para decidirse
No podía retrasarlo más, me estaba afectando demasiado. Siempre escuché que los problemas había que afrontarlos antes de que se enquistaran y no tuvieran solución, pero yo me cerraba en banda y mi angustia existencial aumentaba cada día un poco más. Denisse me lo repetía sin cesar, preocupada por mi estado de ánimo.
Sabía que tenía razón, pero esta situación me hacía tener el ánimo por los suelos. Sufría noches enteras de insomnio de un modo innecesario y lo que era peor, de vez en cuando padecía leves taquicardias y pequeñas crisis de ansiedad.
Con el corazón palpitando a toda velocidad tomé una decisión que esperaba fuera la correcta. La relación con los distintos miembros de mi familia debía cambiar radicalmente. No podíamos seguir tratándonos de ese modo, los continuos desplantes por ambas partes nos habían abocado a un callejón sin salida. Debía intentar arreglarlo, teniendo en cuenta además que en unos meses nacería mi primer hijo.
Miré a Denisse mientras seguía rumiando en silencio la determinación recién tomada. Ella se encontraba en su sillón favorito leyendo una novela de misterio, ajena del todo a mis pensamientos. Su apoyo y comprensión eran fundamentales para mí y me dolía discutir con ella por temas que, en el fondo, no tenían nada que ver con nosotras. Denisse se calaba, mordiéndose a veces la lengua para no decir lo que de verdad le pasaba por la cabeza, y yo la respetaba aún más por ello. Conocía su opinión y recordaba perfectamente las muchas veces que habíamos hablado del tema.
—No es normal, Susan, no puedes seguir así —dijo Denisse en una de las múltiples conversaciones que habíamos tenido sobre el tema, días atrás.
—Lo sé, Denisse, no creas que no lo sé. Pero es superior a mí, no puedo controlarlo. Es una idiotez, debería madurar y dejar de comportarme como una chiquilla. Pero no puedo, o no conozco el modo de evitarlo.
—Quizás les tengas miedo, puede que sea algún trauma infantil —aseguró Denisse mientras yo lo negaba—. Ya sé que la hipocresía no es uno de tus rasgos fundamentales, pero a veces hay que usarla en su justa medida. O usas sus mismas armas o te plantas de una vez, pero esto tiene que acabar por el bien de todos.
—No creas que no lo he pensado y meditado en profundidad. Estas ojeras no las tengo por casualidad; son fruto de largas noches en vella, dando vueltas en la cama mientras te oigo dormir a pierna suelta sin percatarte de lo que me sucede. A veces pienso que el problema lo tengo yo, que no me hago entender lo suficiente. Otras veces opino lo contrario, creyendo que mi familia está siendo muy injusta conmigo. Tienes razón, esta situación afecta a mi salud y eso sí es preocupante.
Sin embargo, no me atrevo a dar el paso definitivo —contesté cabizbaja.
—Tienes dos opciones. La primera es seguirles el juego: comportarte cómo si no hubiera pasado nada y hablar con ellas tan normal, ya sabes—. El gesto inequívoco de mi rostro le dejó claro mi desacuerdo, pero Denisse siguió con sus pensamientos en voz alta—.
Vale, admito que es difícil, no creas que no comprendo tu situación. Pero puedes ser más lista que ellas, atacarles con sus propias armas. Creo que por mucho que te duella el trato que te dispensan puede ser una buena solución —añadió Denisse.
—Dejemos el tema, no quiero discutir de nuevo sobre lo mismo. Conozco tu opinión y sabes que la valoro, pero esa opción no la contemplo. Creo que imagino cual sería tu otra propuesta, que es realmente la que debería tomar como mía propia y lanzarme, pero algo me lo impide.
—Es cierto, no te equivocas. Deberías coger el teléfono y dejar las cosas muy claritas. O mejor, plantarte en casa de tu madre y solucionar de una vez por todas este maldito embrollo. No ha pasado nada tan grave para que estéis así, en todas las familias hay épocas mejores y peores. Creo que te lo debes, pero también se lo debes a ellas. Tienen que aceptarte tal y cómo eres, les guste o no.
—Te juro que lo intento, Denisse, pero no me atrevo. Esto no viene de ahora, yo siempre he sido la oveja negra de la familia. Ya fuera por los estudios, el trabajo, las amistades o mi innata rebeldía contra las normas de convivencia familiar que para mí era una dictadura en toda regla. Siempre he discutido mucho en casa, esta historia tiene ya muchos capítulos escritos.
¡Hasta me escapé unos días a una comuna hippie en California! Pero la confirmación de nuestra relación, una vez que yo misma admití mi verdadera identidad sexual, fue la gota que colmó el vaso. Y mi familia es bastante rencorosa, creo que nunca me lo perdonarán —confirmé a mi pesar.
—No seas idiota, Susan, por favor. Entiendo que siempre hayáis discutido, eso pasa en las mejores familias. Y puedo comprender también el pensamiento retrógrado de una familia más o menos conservadora ante la situación sentimental de su hija mayor. Pero, por favor, ¡estamos en el siglo XXI! Al final lo aceptarán, créeme.
—No es tan fácil, Denisse.
Recuerdo perfectamente el caso de Billy, un compañero del instituto. Se le ocurrió salir del armario a finales de los ochenta y fue crucificado sin piedad. Su familia tampoco le apoyó demasiado en una época en la que la libertad sexual no era la de ahora. El chico fue cayendo poco a poco en una depresión, y dejó los estudios. No volvimos a saber nada más de él ni de su familia, ya que abandonaron la ciudad. Y un par de años después me enteré de que el pobre Billy se había suicidado ante la terrible presión a la que se veía sometido.
—Vale, yo conozco también algunos casos, pero eso no tiene nada que ver con nosotras, no me cambies de tema. Tú misma lo has dicho, esto viene de lejos. En tu familia sois muy orgullosos y no os gusta dar vuestro brazo a torcer, pero creo que haría falta ceder un poco para avanzar en esta situación. Por ambas partes, por supuesto, aunque quizás tengas que dar tú el primer paso —aseguró Denisse.
Sabía que en el fondo tenía razón, pero el miedo ancestral instalado en mis genes me impedía soltarme y afrontar mi destino con valentía.
—Sé más lista que ellas —siguió diciendo Denisse—. Tu madre es muy inteligente, eso no hace falta que te lo diga, y además te conoce mejor que nadie. Sabe cuáles son tus puntos débiles y los aprovecha al máximo.
No le interesa alzar la voz porque el enfrentamiento estaría servido.
Esas conversaciones las habíamos tenido mil y una veces a lo largo de los dos últimos años. Me sentía hundida, sin ganas de nada, inapetente a las cosas que siempre me habían gustado. Había adelgazado e incluso la piel la notaba con menos brillo, como si se me estuviera yendo la energía vital. Era una cobarde, lo admitía, y nunca podría mirarme de nuevo al espejo si no le ponía remedio de una vez por todas.
Era una situación que había aprendido a tolerar con el paso del tiempo, pero la cercanía de un hecho tan importante para cualquier mujer como es el nacimiento de su primer hijo, me obligaba a reconsiderar toda la situación desde el principio. Y después de un intenso duello conmigo misma, por fin había llegado a la conclusión definitiva.
Me levanté como un resorte del sofá, dispuesta a zanjar la cuestión. Me fui al dormitorio, me maquilé ligeramente y cogí del armario lo que creía era la vestimenta adecuada para afrontar la situación. ¡Dios mío, no me lo podía creer! Mi imagen reflejada en el espejo me parecía patética. Sentí lástima de mi misma, viéndome como una chiquilla asustada ante la llegada del hombre del saco.
Mis problemas venían de mucho tiempo atrás, siempre fui una rebelde inconformista y las broncas en el domicilio familiar eran continúas. No me gustaba aceptar las cosas por qué sí, y desde muy pequeña había tenido mi propio punto de vista sobre cualquier tema por muy escabroso que fuera. Pero los últimos acontecimientos vividos no habían ayudado precisamente a mejorar la situación. Al principio no pensé que mi relación sentimental con Denisse fuera el detonante del alejamiento progresivo entre mi familia y yo, aunque tampoco ayudaba demasiado. En casa siempre se nos había llenado la boca diciendo lo demócratas y liberales que éramos, pero a la hora de la verdad, cuando asumieron mi verdadera condición, pude comprobar el paño del que estábamos todos hechos. La cruda realidad me golpeó con fuerza en el rostro, y ya no pude albergar duda alguna sobre la causa principal de nuestras desavenencias.
Intenté ponerme en su piel, por muy complicado que resultara. Asumí la problemática de unos padres tradicionales para aceptar que la condición sexual de su hija mayor fuera diferente a lo que ellos suponían como lo "normal". Me habían criado en la idea de que la familia es lo más importante, lo único que nos queda cuando todo lo demás fala. Por eso no comprendía su actitud, ofendida en lo más profundo de mi alma por algo que consideraba fuera de lugar. Yo era su hija y debían aceptarme tal y cómo era. Si mi felicidad estaba al lado de Denisse, deberían haberme apoyado desde el principio sin ponerme más trabas de las que ya existían en nuestra sociedad.
No es que ocurriera nada demasiado grave cuando todos se enteraron, pero fue como echar más brasas a un fuego casi apagado. La rarita de Susan volvía a la carga, encantada de hacerse notar, siempre el alma de la fiesta. O eso creía yo que pensaba mi familia. Pocos meses después sobrevino la trágica muerte de mi padre en un accidente de trabajo, y ya nada volvió a ser como antes.
Pero en ese momento, aparte de querer poner fin a esta absurda situación, tenía una noticia importante que darle a mi madre: iba a ser abuela. Sí, le gustara o no, el hijo que crecía en las entrañas de Denisse era también parte mía y aunque mi seno no albergara el bebé que en unos meses llegaría al mundo, yo lo sentía como propio.
Ambas estábamos muy ilusionadas y no quería dejar correr más tiempo para buscar la felicidad plena. Pero para ello debía olvidarme de los sinsabores pasados y afrontar con optimismo el maravilloso reto que se mostraba ante nosotras: la maternidad compartida.
Regresé al salón y miré con cariño a Denisse. Ella sonrió, notando quizás mi cambio de actitud. Dejó reposar el libro en la mesita auxiliar, me observó con más detenimiento, y supe que de algún modo adivinó lo que pasaba por mi mente.
—¿Dónde vas tan mona? —preguntó Denisse con
—¿Dónde vas tan mona? —preguntó Denisse con sorna—. Creo que no son horas para esa ropa tan elegante…
—Voy a ver a tu suegra —contesté a conciencia, sabiendo que mi madre nunca consideraría a Denisse como su nuera—. Creo que ha llegado el momento de solucionar nuestras cosas.
—¿Ahora? —preguntó Denisse sorprendida—.
Sabes que siempre te apoyaré en lo que decidas, y estoy segura de que es lo más adecuado, pero, ¿lo has pensado bien? No sé si has hablado con ella últimamente…
—No, no la he llamado, si es a eso a lo que te refieres. Lo prefiero así. Si la lamo quizás me acongoje de nuevo y no suelte lo que levo dentro. Me presentaré en su casa, dispuesta a decirle lo de nuestra maternidad.
¡Y que Dios me coja confesada!
—Tenéis mucho de qué hablar, Susan, son muchos años de malentendidos y malas caras. Creo que no deberías mezclar los asuntos que tenéis pendientes desde hace tiempo con el tema del niño. Son cosas diferentes y te pueden hacer perder la perspectiva.
—No te preocupes, creo que encontraré el momento oportuno para dar la noticia. Y si la conversación se tuerce y acabamos discutiendo a gritos, lo más probable es que me vaya de allí dando un portazo, sin mirar atrás, temiendo que ese sea el final de todo.
—Venga, no seas aguafiestas. Si te has decidido por fin a hacerlo, yo te apoyo. Pero ve de buen talante, no busques la confrontación. Es tu madre, te quiere, y aunque tengáis vuestras diferencias, el vínculo que os une es demasiado fuerte para obviarlo. Pero, ¡mírate! Ya estás temblando y ni siquiera has salido de casa.
—Tranquila, enseguida se me pasará —mentí lo mejor que pude, visto el estado de nervios en el que me halaba—. Voy a acercarme hasta la avenida Michigan, aparcaré en el bulevar y daré un paseo. Aprovecharé también para sacar dinero del cajero y de paso me despejo tomando el aire. Así estaré más relajada antes de dirigirme a casa de mi madre.
—Como prefieras. Si quieres me visto y te acompaño —dijo Denisse con un brillo diferente en sus ojos.
—No, cariño, no hace falta. Gracias de todos modos por tu preocupación. Esto es algo que debería haber hecho hace mucho tiempo. Luego te cuento, espero que todo salga bien. ¡Deséame suerte!
—Ya verás como al final os entendéis mucho mejor de lo que crees. Igual tu madre te sorprende y se le dulcifica el carácter al saber que va a tener un nieto, aunque no le parezca el método más tradicional.
—Anda, no seas mala —le dije a Denisse recriminándola cariñosamente—. Bueno, me queda poco para averiguarlo. Nos vemos luego. Te quiero—. Y después de darle un ligero beso en los labios salí de casa sin mirar atrás.
Cogí el viejo Ford que tan buen servicio me había hecho en los últimos años, dispuesta para cumplir con lo prometido a mi conciencia. Quería olvidarme de mis sentimientos encontrados, de los sinsabores pasados y de los malos momentos vividos en los últimos tiempos.
Sólo debía pensar en que tenía una gran noticia que compartir con mi familia, y eso era lo único importante.
Nada más arrancar el coche, negros nubarrones tiñeron el crepúsculo ceniciento que caía sobre la ciudad.
No quería pensar que fuera un mal presagio, pero un ligero cosquilleo aleteó entonces en la boca de mi estómago. Desde pequeña he tenido siempre ese tipo de sensaciones, aunque a veces no signifiquen nada.
Esperaba que fuera uno de esos días, no necesitaba añadir más preocupaciones a mi mente.
Aparqué el vehículo en la avenida principal de la ciudad y lo cerré con lave. Hacía una temperatura agradable; sin embargo el olor a ozono presagiaba la tormenta que probablemente cayera sobre nosotros esa misma noche. Caminé despacio hasta el cajero, sumida en mis reflexiones, mientras mi corazón albergaba la esperanza de que todo se arreglara. Pero el destino tenía prevista una partida diferente para esta mala jugadora de cartas. Y los ases de la baraja estaban todos marcados, aunque yo desconocía en ese momento la jugada que me había tocado en suerte.
Todo sucedió en escasos segundos. Guardé en mi bolso el dinero recién sacado del cajero y entonces escuché un fuerte estruendo parecido a un petardazo, seguido de gritos, golpes y ruido de muebles y cristales al caer o romperse. Dirigí la mirada hacia las oficinas situadas encima de la sucursal bancaria, pero al encontrarse todas las luces del inmueble apagadas no distinguí nada fuera de lo común. Un instante después vi abrirse de golpe la puerta auxiliar de emergencia, situada justo en el lateral del edificio, a escasos metros de la esquina donde yo me encontraba. Un hombre fornido que portaba algo en su mano derecha salía corriendo de allí, mientras con la izquierda se quitaba la capucha que le ocultaba el rostro.
Al acercarse a mi posición me quedé petrificada.
Distinguí entonces un rostro descompuesto, con ojos totalmente fuera de sí, que me miraban de un modo enajenado. Ahogué un grito al percatarme de que el objeto que llevaba en su mano era un temible rifle de cañones recortados. El hombre miró a izquierda y derecha muy alterado, cómo comprobando los alrededores, y al instante siguiente una sonrisa abominable cruzó su rostro, en las mismas milésimas de segundo en las que mi cerebro buscaba una rápida solución.
—Oiga, no puede…Por favor, ¡nooooooooooooooo! —grité en mi desesperación, casi en el mismo momento en el que el fogonazo me cegaba por completo.
El disparo a quemarropa atravesó mi pecho con una fuerza devastadora. Había distinguido el fulgor del disparo justo antes de escuchar el atronador sonido que me levaría como último recuerdo de este mundo. Caí al suelo sin darme cuenta, sin apenas notar el dolor, mientras algo caliente fluía por mis manos que involuntariamente había levado hasta el pecho.
Permanecí consciente unos segundos más, tumbada en la acera con las luces de la ciudad como bóveda celestial en ese viaje, asumiendo a duras penas que el sopor que me embargaba y el frío que recorría mi columna no podían significar nada bueno. Después la nada más absoluta se apoderó de mi mente, mientras la oscuridad se adueñaba de mí, presta a levarme hacia un pozo sin fondo…