Capítulo 10
Un nuevo día
Como si de un mal sueño se tratara, aunque más bien pareciera una pesadilla freudiana, desperté de nuevo sumida en la gelatina infame en la que se encontraba atrapado mi cuerpo. Creo que sería un eufemismo muy exagerado afirmar que "había despertado", viendo el estado en el que seguía postrada. Simplemente transité de la inconsciencia feliz dónde yo volvía a ser una persona normal, con ese lejano parecido a lo que podría considerar como dormir, al nuevo estado vegetativo dónde nadie sabía que algunos de mis sentidos funcionaban a la perfección, parapetada tras el vello infernal de la indiferencia más absoluta.
En el fondo tenía que dar gracias a Dios o a quién actuara en su nombre. La noche anterior, —aunque en ese preciso momento me era imposible discernir si sólo había transcurrido una noche entre mi último pensamiento consciente y ese instante—, temí por mi vida. Un miedo cerval, casi imposible de describir pero con un poderío aterrador, se había apoderado de mí al notar que los sentidos recién redescubiertos perdían la frescura con la que invadieron mi cuerpo horas atrás. Quizás la mente, el cerebro puesto a prueba en una montaña rusa de emociones incontroladas, estaba a punto de quebrarse en el interior de su recinto sagrado. Mi única esperanza de salvación, la fe puesta en el raciocinio humano antes de caer en la más absoluta locura, amenazaba con abandonarme para siempre, sumiéndome en los abismos de la sinrazón. Por mucho que los síntomas percibidos fueran remotamente parecidos al simple estado de somnolencia de una persona normal, notaba como algo en mi interior se rebelaba, luchando con las escasas fuerzas que aún albergaba. Quizás nuestro mapa genético, el ADN grabado a fuego en nuestro interior, quería avisarme de algo, pero ya era tarde para averiguarlo.
Desperté, sí, considerando que esa fuera una forma de despertarse de algo. Volvía a encontrarme en circunstancias análogas a las descritas antes de perder la consciencia, aunque algo más espesa. Comencé a escuchar sonidos a través de la puerta cerrada de la habitación. El hospital recuperaba su funcionamiento normal, y asumí que la mañana del día siguiente había llegado.
Tuve la confirmación con la primera visita de ese día del personal médico. La puerta se abrió y alguien entró despreocupadamente, como si aquello fuera lo más normal del mundo. No me dio tiempo a evaluar nada más, mis percepciones matutinas no parecían estar tan avanzadas como el día anterior.
—Buenos días, Susan, ¿cómo te encuentras hoy? —preguntó con optimismo una enfermera que no reconocí—. Imagino que preparada para un nuevo día, dispuesta a seguir luchando, ¿verdad, cariño? Por cierto, soy una maleducada, voy a presentarme ya que soy nueva en el servicio. Mi nombre es Kely y soy tu enfermera de día. Si necesitas algo, ya sabes…
—No tortures a la pobre chica, Kely, sabes que no puede oírte —dijo una nueva voz femenina sin que me diera cuenta de que otra persona había entrado en la habitación—. Venga, terminemos con el ritual de todos los días, que la ronda debe continuar.
—Sabes que es mi naturaleza, Cameron. Además, los médicos siempre dicen que hay que hablar a los enfermos, ¿no? Y más en estos casos. No sabemos a ciencia cierta en que estado se encuentra su cerebro y quizás los estímulos la ayuden a salir del pozo. A mí no me cuesta nada, y además, me da mucha pena ver así postrada a una muchacha tan joven y guapa. ¡Malditos criminales! Ya no se puede salir ni a la calle, mira a esta criatura en la flor de la vida; sólo por sacar dinero del cajero equivocado en el momento más inoportuno ha estado a punto de morir y a saber si sale del coma…
—Ignoro si las investigaciones han avanzado, en el Herald de ayer contaban que la policía seguía buscando al asesino, sin demasiadas pistas todavía. Con un muerto y un herido grave a sus espaldas, imagino que el criminal habrá huido lejos para no enfrentarse a las autoridades —aseguró Cameron.
—Sí, yo también lo leí. Por lo visto el criminal había entrado a robar algo en ese bufete y le pilaron con las manos en la masa. Disparó y mató al directivo de la empresa y en su huída la emprendió con la pobre Susan.
Espero que agarren pronto a ese desgraciado —dijo Kely.
—Seguro que la policía lo captura, no te aflijas.
Venga, sigamos con el resto de enfermos, todavía queda mucho por hacer —contestó Cameron antes de abandonar ambas enfermeras la habitación.
Al encontrarme de nuevo sola, las imágenes del fatídico día aparecieron de nuevo ante mí como en una mala película de serie B. Recordé que al sacar el dinero del cajero había escuchado un ruido, algo parecido a un petardazo. Nada más salir los billetes de la máquina los guardé en el monedero y éste a su vez en el bolso, pero no me dio tiempo a mucho más. Aunque…, sí, allí estaba.
El criminal atravesando el umbral, sorprendiéndose de mi presencia y tras escuchar mi grito, disparándome sin compasión.
Intenté concentrarme en esa imagen y pude vislumbrar algunos de los rasgos de aquel malnacido.
Estaba oscuro y el estrés sufrido a continuación no ayudaron precisamente a mi memoria a fijar algo nítido, pero quise creer que los rasgos que en ese momento registraba mi mente eran los correctos: mandíbula cuadrada, mentón prominente y barba de tres días. El individuo tenía el pelo de un color rubio pajizo, con ojos aparentemente claros y una nariz ganchuda. También una mirada inquietante de pupilas enloquecidas y un rostro feroz, alimentado aún más por la cicatriz que recorría la mejilla izquierda.
Realmente sorprendente. Si en esos momentos no hubiera estado en coma, o como se llamara el alucinante estado en el que me encontraba, podría haber realizado perfectamente un somero retrato robot del delincuente.
No necesitaría ni ayuda de expertos. Mis dotes como dibujante no incluían la perfección en rostros humanos, pero lo veía tan claro en mi particular pantalla virtual que supe que jamás olvidaría esa cara y que podría plasmarla a la perfección en un papel. Necesitaba salir de mi aletargamiento para ayudar a la policía.
La policía, pensé entonces. Si ese cabrón había matado a alguien y en su huída me disparó a mí para no dejar testigos, eso me convertía de nuevo en una víctima potencial. Desconocía si las autoridades habían asignado personal para vigilarme, ya fuera en la habitación o el hospital, pero era algo que no me dejaba demasiado tranquila. El tipo sabía que yo le había visto la cara, y si realmente acababa de cometer un asesinato, eso no le dejaba muchas más opciones.
Pensé entonces en lo comentado por las enfermeras. Por lo visto se trataba de un simple ladrón que había allanado un bufete de abogados, dispuesto a robar algún tipo de documento o algo que custodiaban en aquel despacho. Lo extraño, o eso me pareció en ese momento, es que fuera al lugar del atraco cargado con una escopeta de cañones recortados. No sólo era un arma pesada y no demasiado manejable, sino que a mi entender algo totalmente desaconsejable para cometer un robo. Quizás lo habían intentado pintar de atraco frustrado y realmente fue un asesinato premeditado.
Nunca lo sabría, y menos si no conseguía salir de aquella crisálida que me retenía contra mi voluntad.
Me alegré al encontrarme de nuevo con mis facultades casi a pleno rendimiento. Debía ser ya media mañana, y no había tenido ninguna visita, detalle que no me sorprendía. Por lo que dijo el médico y les pude a entender también a los míos, a partir de ese día se restringiría el acceso a la habitación a turnos definidos.
Además, tanto Denisse como mi madre y hermanas tendrían que atender sus obligaciones. No podían pasarse el día en el hospital; los empresarios nunca han entendido de sentimientos, sólo ven números y cuentas que cuadrar. Y entonces, unos minutos después, tuve una agradable sorpresa.
La puerta se volvió a abrir y oí una cantarina voz, el mismo sonido dicharachero de la enfermera conocida aquella mañana.
—Cariño, tienes visita —dijo Kely con su optimismo contagioso—. Os dejo a solas con Susan, pareja, pero no tardéis demasiado. El médico ha restringido las visitas y como no veo por aquí a la familia, no creo que suceda nada porque estéis unos minutos con ella. Para cualquier otra cosa, podéis llamar al puesto de enfermeras situado en el centro del pasillo.
—Muchas gracias —oí decir a dos voces distintas, aunque vagamente reconocibles.
El sónar empezó a trabajar y mandó la respuesta en milisegundos. Un hombre alto, de gran envergadura, y una mujer menuda de andares nerviosos se acercaron hasta el borde de mi cama. Tenía una ligera idea de quiénes podían ser, pero sólo tuve la confirmación al oírles más de cerca.
—Susan, mi niña, ¿cómo estás? —preguntó
Meredith Adams, una de las compañeras con las que había trabajado años atrás en un estudio de arquitectura.
—No creo que te pueda oír, Meredith. Pobrecilla, parece que simplemente está dormida. Es algo angustioso verla así, se me parte el alma. No quiero ni pensar cómo lo estará pasando su familia —dijo Michael Bolati, otro de los arquitectos con los que había coincidido tiempo atrás.
Perdí unos segundos la conexión con el mundo exterior, divagando hacia épocas pretéritas sin darme cuenta de lo que Meredith me contaba. Se la veía, o por lo menos yo lo intuía así, bastante afectada. Y que decir del bueno de Mike, un pedazo de pan al que noté cómo se le quebraba la voz al contestarle a su compañera.
A los integrantes de esta pareja los conocí años atrás, cuando entré de becaria en un prestigioso estudio de arquitectura donde ellos ya eran meritorios. Michael Bolati, el italoamericano que las encandilaba a todas con su sonrisa, perdió su habitual compostura cuando yo aterricé en la firma. Nunca conseguí explicarme el motivo. Un ejemplar perfecto del género masculino, con su metro noventa de estatura, espaldas de quarterback y maneras de dandi inglés. Tenía una sonrisa contagiosa y la mirada más luminosa que una pudiera imaginar. Pero había pinchado en hueso.
Yo sólo estaba dispuesta a aprender todo lo que pudiera ya que me habían dado la oportunidad de entrar en aquella empresa. No tenía pensamiento de liarme con ninguno de mis compañeros. Además, por aquella época yo ya albergaba bastantes dudas sobre mi ambigüedad sexual, con el consiguiente alboroto en la ya de por sí alocada mente que por aquel entonces gastaba. Y luego estaba Meredith, claro.
Nos hicimos buenas amigas enseguida. Se le notaba a la legua que estaba enamorada de Mike, pero él parecía no darse cuenta. Ella se cabreaba conmigo porque el chico se desvivía por tenerme contenta, siendo en el fondo un trío muy bien avenido. Trabajábamos juntos, nos divertíamos juntos y juntos aprendimos muchas cosas de la vida. Y cuando a ambos les quedó meridianamente claro que no tenía en Mike un interés más allá de la amistad, la situación siguió su evolución natural.
Al final me convertí en la mejor amiga de una pareja que estaba destinada desde el principio a ser un solo ente. Yo abandoné el estudio tiempo después para buscar mi propio camino, pero habíamos seguido siempre en contacto. Su apoyo y amistad fueron fundamentales para mí en los peores momentos de aquellos turbulentos años, y eso nunca podría olvidarlo.
Y allí los tenía de nuevo, luchando como siempre, a mi lado.
Las palabras de ambos, oscurecidas por las lágrimas vertidas en mi presencia, dejaron en mí un poso de esperanza, pero también de amargura. No podía mirar a los ojos a mis buenos amigos y compartir con ellos esos momentos. No podía abrazarlos, besarlos, agradecerles lo bien que siempre se habían portado conmigo. Me sentía vacía por dentro, un mueble más dentro de la escueta decoración de una insulsa habitación de hospital. Debía asumir que sería difícil revertir el estado en el que me encontraba. Y tuve miedo de nuevo, mucho miedo. Miedo a morir sin salir siquiera de un trance infernal sin Dante ni Virgilio caminando a mi lado.
A los pocos minutos la sonrisa musical de la enfermera Kely hizo de nuevo su aparición, cayéndome en ese preciso momento un poco peor. Conminó a mis amigos a abandonar la habitación, con el pretexto de que la hora de las visitas ya se había sobrepasado. Meredith se levantó y hubiera jurado que posaba su mano sobre las mías, aunque no lo noté en la piel. Simplemente especulé con ese detalle por la cercanía de Meredith y el tipo de movimiento que el sónar había captado. Por lo visto el sentido del tacto lo tenía todavía atrofiado.
Noté como Mike se llevaba a Meredith casi a rastras, fuera de esa habitación dónde me habían encontrado igual que una muñeca de porcelana: bella pero fría, quieta, con los ojos cerrados soñando ver de nuevo la luz del sol. Aún tuvo tiempo Meredith de despedirse de nuevo, parándose un segundo en el umbral de la puerta.
—Hasta muy pronto, querida Susan. Rezaré por ti, preciosa, pero tienes que poner todo de tu parte.
Tenemos una comida pendiente, ya sabes. Te espero, no tardes mucho —dijo Meredith con la emoción a flor de piel antes de cerrar la puerta.
De nuevo el tiovivo del alma, ese carrusel de emociones encontradas que amenazaban con colapsarme, hizo su aparición. La visita de mis queridos amigos me había insuflado ánimos, sí, pero por otro lado me di cuenta de mi vulnerabilidad, de lo lejos que estaba de ser una persona corriente en una situación normal.
Intenté calmarme, pensar de nuevo como alguien racional, dejando el corazón a un lado. Podría decirse que en aquel estado semiterrenal en el que me encontraba se magnificaba todo. Tanto los sentidos físicos, —exceptuando el tacto por lo comprobado hasta ese momento—, como los sentimientos emocionales estaban en un estadio superior al habitual. Los estímulos me afectaban de modo diferente y las respuestas fisiológicas no las controlaba demasiado, sufriendo al encontrarme con un caballo desbocado al que no podía sujetar como quisiera.
Sonreí al recordar mis primeros días en aquel estudio de arquitectura, ayudando a Meredith en su trabajo. Realmente fue ella la que me tomó a su cargo, al comprobar mi inexperiencia laboral, aunque eso sí, yo tenía unas ganas enormes de comerme el mundo. Mi primer trabajo relacionado con la arquitectura, esa dolorosa montaña que llevaba años intentando escalar sin éxito.
Los pensamientos humanos son libres y a veces se desbocan sin conmiseración ninguna. De verme al lado de Meredith, ayudando con los planos de una preciosa casa en las afueras, mi mente saltó muchos años atrás, cuando mi madre me regaló el primer estuche de pinturas. El cerebro, de nuevo, hacía de las suyas. Y me obligaba a viajar a mi infancia, quizás al preciso momento en que mi pasión por el dibujo empezaba a arrancar, como una larga mecha incendiaria que explotaría al cabo del tiempo, para no abandonarme nunca más en mi azarosa vida.
Pude de nuevo sentir la emoción que embargaba a una niña pequeña al abrir su regalo. Un estuche doble que al quitar su precinto me descubrió un mundo nuevo, un universo entero de paletas y colores que tenían la virtud de iluminar mi sonrisa y transportarme dónde yo quisiera.
Mi madre pensó que sería una moda pasajera, de esas que todos los niños tienen en algún momento de sus vidas y luego abandonaban de un día para otro, casi sin darse cuenta, asumiéndolo como algo natural. Pero en mi caso no sucedió así. Yo quería cada vez más. Y así fue como sucesivamente pude disfrutar de las ceras, acuarelas, témperas y óleos que traían por la calle de la amargura a mi madre, puesto que siempre acababa con alguna mancha en la ropa. Tiempo después encontré el uniforme oficial de pintora y ya no lo abandoné hasta que la ropa se hizo jirones.
Un pantalón de franela ya gastado, y una sudadera de los Knicks pasada de moda fueron mi bastión particular para la tarea que yo misma me había impuesto: ser una gran pintora. En verano el uniforme variaba, tornando a los pantalones cortos y la camiseta de tirantes. ¡Qué recuerdos! Como el horrible olor del aguarrás, necesario para limpiar los pinceles después de utilizarlos. Los años transcurridos me partieron el corazón al rememorarlos, pero sonreí al verme tan feliz, allí de pie en el porche de casa, pintando el escenario natural que se mostraba ante mis ojos.
En un concurso del colegio, creo que en quinto o sexto grado, fui la ganadora entre un montón de buenos dibujos. Eso me hizo olvidarme de la natación y de todo lo demás. Incluso bajaron mis calificaciones en otras asignaturas y mis padres se enfadaron mucho. Tuve mi primera conversación adulta con ellos, ya que estaban preocupados por mi rendimiento académico. Entendían mi pasión por la pintura, pero debía saber compatibilizarlo todo. Y con algo de empeño e interés pude superar ese pequeño bache.
La etapa de la escuela primaria tocaba a su fin. Los dos últimos años no fueron muy dichosos para mí, ya que de una forma u otra perdí a casi todas mis amistades de cursos anteriores. No es que se fueran del colegio ni nada, seguían siendo mis compañeros, pero me iban dejando de lado y yo no me daba cuenta. Se hicieron nuevos grupitos con las chicas más desarrolladas, las que ya habían dado el salto de niña a mujer, y a mí me dejaron al margen. Imagino que tampoco ayudó mi actitud altanera y displicente, basada quizás en una marcada timidez que intentaba sobrellevar de la mejor manera posible, casi como si de un mecanismo de defensa se tratara.
En aquella época además comencé a sufrir un tipo de acné juvenil bastante agresivo, que me dejó marcada la cara durante un curso escolar casi completo. Este hecho no ayudó precisamente a que fuera la chica más popular del curso. La gente se apartaba de mí, como si fuera una apestada y me llamaba n cosas horribles que no quería rememorar.
Me convertí en la atracción de la clase, el punto de mira donde enfocar todos los dardos hirientes que se les ocurrieran a esos maravillosos infantes con los que me rellacionaba. Sufrí de muchas maneras, pero aquello me hizo más fuerte. Y conseguí no hacer caso a lo que opinaran los demás de mí, pasando de afectarme demasiado hasta llegar a un punto que no me importaban los insultos y habladurías e incluso podía reírme de ello.
Fueron unos meses muy duros que quizás ayudaron a forjar mi personalidad, aunque afortunadamente mi piel recuperó la normalidad una vez avanzada la pubertad y aquellos malos ratos desaparecieron para siempre.
Esa etapa de mi vida quedó atrás y entré con mejor pie en la secundaria. Mi desarrollo hormonal seguía siendo lento, pero poco a poco me fui convirtiendo en una mujer mientras mis relaciones con los compañeros de instituto se volvían mucho más normales y naturales para jóvenes de nuestra edad, pasando a preocuparme de otros detalles que no tenían nada que ver con mi físico. Por aquel entonces ya se empezaba a librar con fiereza en mi interior una batalla en la que parecía estar del lado de ambos contendientes.
Por aquella época tuve mis primeros escarceos con chicos, las típicas salidas en pandilla para ir al cine o tomar un hellado en compañía de mis amistades. El patito feo comenzaba a asemejarse a un pequeño cisne, todavía no demasiado perfecto, pero si lo suficientemente atractivo para que los muchachos se fijaran en mí. Eso me gustaba y a la vez me aterraba por diferentes motivos. Seguía sin discernir claramente las reacciones que mi cuerpo y mi mente albergaban ante dos hechos tan distintos como que el chico más guapo de la clase se fijara en mí, o el simple roce con otro cuerpo femenino en el gimnasio. Ambas situaciones me sonrojaban de igual modo y yo no lo podía entender todavía.
Ya en ese primer año de estudios en el High School tuve otra revelación rellacionada con mis actitudes pictóricas. Uno de los ejercicios que nos mandaron en clase de dibujo consistía en plasmar en papel un paisaje urbano en perspectiva. Al principio me asusté, ya que no estaba acostumbrada a ese tipo de composiciones. Años atrás mi afición había sido copiar hasta el más mínimo detalle las láminas que guardaba de los personajes de Disney o cualquier otra serie de dibujos animados. A partir de un diminuto cromo podía plasmar a la perfección, en tamaño A4 o cartulina incluso más grande, cualquier dibujo que me propusiera, coloreándolos después para realzar el parecido. O como mucho pintaba paisajes que me resultaran cercanos, sin atreverme siquiera a dibujar personas o rostros humanos, incapaz de poner en papel los rasgos de cualquier individuo.
Cogí mi carpeta y los bártulos de dibujo, dispuesta a patearme la ciudad en busca del dibujo ideal. Al final me decidí por un esquinazo en ladrillo rojo, creo que era una ferretería de barrio, con una perspectiva que se difuminaba hacia el fondo de la lámina, en una calle arbolada con poco tránsito. El resultado me animó mucho y la profesora me felicitó por mi trabajo, otorgándome una buena calificación.
En el último año de secundaria me decidí por ampliar mis estudios en la Universidad del estado, y quizás, si toda iba bien, seguir con el grado en Arquitectura. Nunca sentí una vocación manifiesta por esa profesión, simplemente era la menos mala de las salidas que se me presentaban. Siempre había oído en casa que nosotras teníamos que ser alguien en la vida. Mi madre no había podido estudiar y lo lamentó el resto de su vida, por lo que creía que sus hijas debían aprovechar las oportunidades que se nos ofrecían. Como mínimo tendríamos que ser abogadas, médicos, arquitectas o ingenieras. De ahí para arriba. Sé que mamá lo hacía por nuestro bien, pero también por ese mal entendido orgullo materno de presumir de sus hijos delante de amigos y familiares. Sin pensar en los gustos o necesidades de cada uno.
Cometí un error que me costó años asumir.
Realmente no deseaba estudiar arquitectura, ni siquiera ser arquitecta. Claro que dibujar me gustaba y era buena diseñando la planta, alzado y perfil de cualquier ejercicio de dibujo técnico, pero los estudios superiores comprendían muchas otras materias que no me gustaban.
Y lo que era peor, también desempeñando una profesión existían detalles que a una novata como yo se le escapaban de las manos sin haber estado dentro de ese mundo. La universidad de la vida, la experiencia, es lo que realmente nos ayuda a evolucionar y crecer tanto personal como profesionalmente.
Así que entré en la Universidad, animada y contenta porque compartiría residencia con una compañera con la que había coincidido en los últimos cursos, Mary Donaldson. Pero no estaba preparada para aquello. El descontrol al encontrarme fuera de casa, las fiestas de las hermandades, el duro trabajo a realizar para avanzar en los estudios y algún que otro descalabro sentimental hundieron mis opciones de acabar bien aquel curso académico. Fue el principio del fin, aunque seguí sin querer verlo.
Mi mente divagaba por los recuerdos de aquellos años, con la noción del tiempo totalmente perdida en la bruma que me envolvía. Las enfermeras entraban y salían, aunque no era capaz de distinguir si con los mismos intervalos de tiempo. En esta realidad paralela en la que me encontraba nada se asemejaba a lo que cualquier persona está acostumbrada, y el concepto temporal era la menor de mis preocupaciones.
Simplemente fluía en una dimensión ajena a mí, sin importarme si la mañana había terminado o la tarde estaba en su apogeo. Tampoco podía seguir el patrón de las comidas para orientarme, ya que en mi estado no podía disfrutar de los famosos "manjares" hospitalarios servidos en infames envoltorios de plástico. Suponía que me alimentaban por vía intravenosa porque yo no sentía nada.
La nebulosa hizo su aparición y de nuevo caí en un estado más cercano al letargo de lo que realmente hubiera preferido en esos momentos. En ese preciso instante algo me obligó a concentrarme de nuevo. La puerta comenzó a abrirse muy despacio y mis sentidos se dispararon, sin poder razonar los motivos. Si las terminaciones nerviosas de la piel hubieran funcionado a la perfección hubiera jurado que se me ponía el vello de punta y un escalofrío recorría mi medula espinal.
Desafortunadamente no controlaba esas sensaciones, aunque sí otras. Tuve entonces un instante lúcido donde pude percibir la maldad a mi alrededor, mientras lo que yo creía que correspondía con mi estómago y el corazón se encogían de puro miedo. Algo irreal, una sensación de ahogo en mis propios fluidos que me transportó a un estado de ansiedad donde creí comenzar a boquear. Y eso no fue lo más inquietante, porque los silenciosos pasos que aprecié entonces terminaron de hundirme en la desesperación.
Unos segundos después sentí como el espacio que me rodeaba se tornaba negro, faltándome las referencias para poder orientarme. En esos momentos dejé de percibir nada, todos mis sentidos se colapsaron y el pánico se apoderó de mí. Sabía que algo malo me estaba sucediendo, lo notaba en mis entrañas, pero no podía averiguar la verdad.
Ni poniendo todo mi empeño fui capaz de escuchar nada o de vislumbrar aunque fuera una sombra en aquella habitación. La oscuridad lo envolvió todo, y entonces supe lo que pasaba. En mi estado era difícil distinguir si respiraba de forma autónoma o me mantenían enchufada a algún aparato de respiración asistida, pero sí pude comprobar que el aire ya no estaba entrando en los pulmones. Intenté resistir, patalear, hacerme visible a ojos del mundo, pero todo se nublaba y la sensación de angustia se apoderaba de mí cada vez con mayor presencia.
Con el aliento que ya me faltaba vi en la lejanía la luz al final del túnel. Era un camino conocido, sencillo y cómodo, por el que podría transitar de una vez para siempre, sin necesidad de sufrir más. No quería luchar, estaba a punto de abandonarlo todo, sin saber que una mano maléfica me estaba ayudando en esa transición de la que nunca jamás podría regresar. Pero ya todo daba igual. Jirones de mi alma se deshilachaban por momentos, enganchados quizás a esas piedras invisibles del camino que estaba a punto de emprender por última vez.
Me rellajé, no quería seguir en esa situación.
Caminando por el pasillo alfombrado que me llevaba al paraíso entorné los ojos ante la luz cegadora que guiaba mis pasos. Al fondo del túnel, una cara angelical y conocida me tendía la mano en señal de bienvenida, mientras con su sonrisa me aliviaba el espíritu, ya cansado de calamidades. En ese momento me paré en el pasillo y miré de nuevo a mi espalda.
En ese preciso instante percibí una voz temerosa que gritaba con fuerza desde la oscuridad de mi alma, luchando por la salvación que yo misma me negaba. Un atisbo de vida que me llenó virtualmente los pulmones de aire cuando escuché decir con claridad: —Susan, ¡noooooooooooooooooo!