Capítulo 19
El despertar a la conciencia
El subidón de adrenalina provocado por las apreciaciones de la enfermera Cameron, junto a mis propias y nuevas sensaciones, no había desembocado todavía en nada medianamente satisfactorio. El doctor Kindle, alentado por la enfermera, me hizo todo tipo de pruebas y no apreció ningún cambio sustancial en mi estado. Falsa alarma, o eso parecía de momento.
—Puede haber sido un reflejo, o simplemente su imaginación, Cameron —sentenció el médico, imaginación, hundiéndome un poco más en el lodo del que intentaba escapar chapoteando con todas mis fuerzas—. De todas maneras quiero que siga observando con detenimiento a la paciente por si surge cualquier atisbo de mejoría.
—Así lo haré, doctor Kindle —contestó Cameron, casi con la misma tristeza que me había embargado a mí—. Creí que era mi obligación comunicarle lo que me había parecido observar. Seguiré atenta a su evolución, no se preocupe.
El personal médico abandonó mi cuarto, dejándome a solas con los mismos pensamientos sombríos que llevaba jornadas intentando expulsar de mi mente. Una nueva decepción se unía al cúmulo de desgracias que acarreaba desde hacía tiempo. Además, me sentía muy sola allí encerrada. Esperaba anhelante que Denisse saliera de trabajar y pudiera pasarse por el hospital para animarme con su presencia.
Con esos pensamientos en la cabeza, un destello fugaz, casi irreal, cruzó por delante de mis ojos. Creía haber tenido la típica sensación que una atesora cuando se despierta adormilada e intenta mover las extremidades. Esos pocos segundos en los que la modorra o el cansancio te impiden moverte a conciencia.
Intentas enviar las órdenes concretas al cerebro: «Venga, pierna, ¡obedece!», pero la condenada no te hace ni caso hasta que no te pones dura y obligas a las neuronas a trabajar a pleno rendimiento. Una sensación que creía olvidada, y que aunque fuera sólo un amago, me había vuelto a suceder. Algo muy extraño, dadas las circunstancias y el diagnóstico apuntado por el doctor.
Pero, ¿perdía algo por probar de nuevo? No, por supuesto. Me concentré con todas mis fuerzas, intentando no sólo que mi cerebro funcionara a la perfección, sino que el resto de músculos y huesos obedecieran a su voz de mando. Fijé entonces la atención en un punto, la parte inferior de mi pierna derecha. Imaginé que la rodilla se flexionaba, el pie se movía y los pequeños dedos que adornaban mi extremidad se agitaban como por arte de magia. Pero nada de eso sucedió fuera de mi imaginación.
Creí dilucidar algún pequeño avance en esos precisos momentos. Un hormigueo repentino anegó mis articulaciones, preludio de lo que esperaba fuera algo más tangible. Me pareció que el dedo gordo del pie derecho se movía imperceptiblemente, quizás era la ilusión por recuperarme la que me hacía sentir esas cosas. No podía abrir los ojos, ni mover el cuello.
Además, mi cuerpo estaba tapado por una sábana y mi percepción de la realidad era totalmente ajena a la de una persona normal. Aunque de verdad hubiera movido un dedo, ni siquiera podría estar segura de ello hasta que alguien pudiera confirmarlo por sus propios ojos. Era algo demencial, una sensación irreal que se columpiaba dentro de mí, buscando quizás hacerme perder la razón.
De ahí a la locura podría haber sólo un paso y no estaba dispuesta a caer en esa nueva trampa que el destino me obligaba a sortear, riéndose a carcajadas de mi infortunio.
Intenté relajarme de nuevo, recuperar sensaciones, asimilar lo ocurrido y ahondar en mi último descubrimiento. Los nervios se apoderaron de mí y fui incapaz de racionalizar aquellos increíbles procesos.
Estaba tan ensimismada, queriendo profundizar en lo aprendido tras mi delirante paseo por la demencia de las sinapsis fraudulentas, que no escuché el ruido que provenía del exterior. Carros con sus ruedas metálicas, repletos de material médico surcando el pasillo, ajenos a mi malestar. Voces de médicos, pacientes y enfermeras.
Más lejos aún el sonido del tráfico que poblaba la ciudad con sus malos humos. Y más cerca, casi a mi lado, esa puerta que se abría para traerme el único instante de felicidad que podía contemplar en esos momentos.
Denisse llegó a mi vera y me plantó un dulce beso en los labios. Ya no sabía si era la agitación interior que bullía por mis venas o era algo real, pero hubiera jurado que ese beso lo había sentido en la pulpa carnosa de mi boca. Mi mente no había creado sólo la imagen en tres dimensiones, con su paleta de grises anodinos, tan típica del sonar al que ya me había acostumbrado. No, había algo más. Y era en ese umbral tan difícil de calificar, en ese puente entre los sentidos antiguos y los nuevos con los que llevaba tiempo familiarizándome, en el que me encontraba perdida, sin saber qué dirección tomar, buscando sin fortuna el equilibrio que me devolviera a la vida.
—Buenas noches, preciosa, ¿qué tal te encuentras hoy? —La voz de Denisse sonó dulce, melodiosa, como el arrullo feliz de un riachuelo de montaña. Las lágrimas se me agolpaban debajo de los párpados, pugnando por salir, queriendo demostrar todo el amor que albergaba mi corazón por esa mujer que luchaba junto a mí cada segundo de su vida—. No sé si seré yo, que he tenido un día más o menos tranquilo en la oficina y la imaginación juega malas pasadas, o realmente es cierto lo que ven mis ojos. Te encuentro mejor, con un color de piel más saludable. Incluso hubiera jurado que hace unos segundos no tenías en tu rostro el amago de sonrisa que se dibuja ahora en tus labios. ¿Me estaré volviendo loca?
«No, cariño, no te estás volviendo loca. Soy yo, Susan, y estoy aquí. Quiero salir de esta cama infecta, saltar, reír, gritar y abrazarte como una loca. Quiero besar tus labios y amarte por el resto de mis días. Y quiero hacerlo ya, mi amor. Por favor, ayúdame a salir de este infierno. Te siento tan cerca y a la vez tan lejos que me va a explotar el corazón de puro sufrimiento. No quiero vivir así, líbrame de este suplicio monstruoso».
Mis labios habían intentado pronunciar esas palabras y otras muchas más que bullían en mi interior, rebeladas ante tamaña injusticia. La laringe crepitaba, ajena a mis males, queriendo hacer su trabajo. Pero en algún lugar de mi sistema nervioso, del cerebro o del maldito encargado en mi organismo de hacer cumplir las órdenes enviadas, algo seguía fallando; y yo me sentía como un náufrago, un marinero abandonado de todos, sumido en la desesperación de la isla desierta de Robinson Crusoe sin Viernes con quien compartir desdichas. Rellenando miles y miles de botellas de cristal con mensajes de ayuda que lanzaba una y otra vez, frenéticamente, a esas aguas calmas que me rodeaban por doquier. Pero la naturaleza, juguetona y cruel, me las devolvía fielmente con las tímidas olas que lamían la arena bajo mis pies descalzos, mientras yo, sentada en la orilla, contemplaba angustiada el bucle maldito en el que se había convertido mi vida.
Quería decirle a Denisse que quizás no estaba tan equivocada. Ella había visto algún cambio, ya fuera sutil o no, al igual que la enfermera. No podían saber lo que de verdad estaba sucediendo en mi interior y yo deseaba que aquellos síntomas anunciaran mi pronta recuperación. Un súbito aleteo negro, de maléfico origen, me hizo dudar un instante, quizás blandiendo ante mí la espada de que aquella vorágine de cambios fisiológicos se debía a otra cosa, mucho más funesta. No, no podía ser. Alejé aquellos pensamientos de mi cabeza y volví a concentrarme en mis sensaciones recobradas, y en intentar hacerle ver a Denisse que estaba de vuelta, casi lista para empezar de cero, si alguien conseguía ayudarme a saltar el foso sin caer a los cocodrilos.
Siempre chocaba contra la misma pared, una y otra vez, sin descanso. Denisse seguía parloteando y yo luchaba a brazo partido con mi cruel contrincante, sin percatarme de lo que sucedía a mi alrededor. Intentaba encontrar una ruta de escape, un agujero de fe, una grieta en el telón de acero que nublaba mi vista separándome de lo que más quería. Hasta que una visita inesperada consiguió sacarme del trance, sorprendiendo a Denisse incluso más que a mí. La puerta se cerró a espaldas del recién llegado, un hombre por lo que pude distinguir, que carraspeó y tardó todavía unos segundos en pronunciar sus primeras palabras, con una voz varonil que me costó unos segundos ubicar.
—Buenas noches, Denisse, ¿cómo estás? —preguntó John con exquisita educación, mientras notaba cómo se acercaba hasta nuestra posición para saludar a Denisse—. Acabo de terminar una reunión con un cliente por aquí cerca y he creído conveniente acercarme a saludaros. ¿Cómo va la evolución de Susan, alguna novedad?
—Hola, John, me alegro de verte. Ha sido, es…, toda una sorpresa verte por aquí. —Denisse era sincera, le había dejado algo noqueada la presencia de John.
Nunca había sido santo de su devoción, y el sentimiento era mutuo, según pensábamos, pero la amabilidad del marido de April le había destrozado todos sus esquemas.
Imaginé que Denisse no querría dejar traslucir ningún resquemor y sería educada con él; era lo menos que podía hacer por su visitante—. Yo estoy bien, gracias.
En cuanto a Susan, el doctor Kindle ya no está en el hospital y no he tenido tiempo de hablar con las enfermeras ni con el médico de guardia. La verdad es que acabo de llegar. A mí me parece que está mejor, pero claro, puede que sean sólo figuraciones mías.
—Bueno, quizás tengas razón, no lo sabemos con exactitud. Los estudios sobre los enfermos que caen en coma no son definitivos, y es impredecible vaticinar cómo será la evolución. Quizás Susan nos de una alegría y toda esta pesadilla desaparezca tan rápido como llegó, para no volver jamás —dijo John de carrerilla con voz firme, sin impostar, con una sinceridad en el tono que me hizo temblar, a mi manera, ante aquellas palabras tan bien expresadas.
—Tienes razón, John—. El tono de Denisse era de agradecimiento, no se esperaba aquel apoyo por parte de John—. Voy a acercarme al puesto de guardia, por si puedo hablar con algún médico o las enfermeras que atienden a Susan. Quizás ellas han visto algo en Susan que a nosotros se nos escapa. ¿Me acompañas?
—Gracias, Denisse; creo que será mejor que vayas tú sola, luego me cuentas. De ese modo podrás presentarles a los médicos todas tus dudas, sin tapujos, y mientras yo puedo quedarme aquí un momento, haciendo compañía a Susan. Si no te importa, claro.
—Por supuesto, faltaría más—. Denisse contestó aliviada; John sabía que ella prefería hablar a solas con los médicos sin la presencia de una persona con la que no tenía excesiva confianza, aunque fuera parte de mi familia—. Ahora mismo vuelvo.
Denisse salió de la habitación sin preocuparse de nada, satisfecha ante la conversación con John y quizás anhelando que los médicos le dieran buenas noticias.
John se acercó entonces a mi lado, retiró el bolso de Denisse de su silla habitual, y se sentó allí mismo, con parsimonia, casi como si degustara aquel momento largamente esperado. Un ligero escalofrío recorrió mi columna vertebral.
—Ya estamos solos, cuñada, hacía mucho tiempo…—El tono de su voz había cambiado completamente, y la manera en la que dijo "cuñada" me retrotrajo a los fantasmas de mi niñez. Los mismos que me acechaban por la noche cuando, después de ver algún episodio de la serie "Alfred Hichtcock presenta", me zambulía en mi cama y me tapaba la cabeza con las sábanas y mantas, queriendo ahuyentar la maldad que triunfaba en la inmensidad del desconocido mundo exterior. John me cogió la mano, pasó sus dedos por mi frente y se levantó de nuevo. Noté su presencia en el otro margen de la cama, inspeccionando los cables y goteros a los que estaba enganchada. Un pavor indescriptible se apoderó de mi alma, retorciéndola sin piedad, esperando el golpe final—. Sólo quería decirte una cosa antes de que venga tu mujercita.
No era capaz de prever las siguientes palabras de John, pero su despiadado tono no dejaba lugar a dudas.
Algo malo iba a suceder, y no podía hacer nada por remediarlo. Pataleé en mi desdicha, intentando romper la coraza de mi cuerpo, pero era tarea imposible. Me dejé ir, lastimada y perdida, cabreada conmigo misma por no saber jugar esa partida. Y me apresté para escuchar lo que nunca hubiera podido imaginar.
—Tu "bollito" y tú os interponéis en mis planes, y no pienso consentirlo. Ya he llegado muy lejos, no puedo darte muchas más explicaciones, pero vosotras debéis desaparecer para que yo tenga alguna oportunidad. Y ni aún así las tengo todas conmigo. Fue una lástima que Leoni no terminara su trabajo. Al final tuve que despacharle yo para dejar los cabos bien atados, y ahora tendré que finalizar su tarea —dijo John de modo glacial, con un aliento helador que podría congelar el mismísimo infierno.
John sacó algo de su bolsillo, lo estudió y cogió el gotero con la otra mano. Dudó unos segundos y esa fue mi salvación. Pensaba que me mataría de alguna horrible manera y no pude sospechar que lo que guardaba bajo sus dedos era una jeringuilla rellena de aire, letal si la enchufaba en mi torrente sanguíneo. Pareció cambiar de opinión y acercó su rostro junto al mío, mascullando en mi cara su fetidez más absoluta.
—No, será mejor que me encargue de ti después, con más calma, por si acaso. Me ocuparé primero de esa maldita bollera que te sorbió el coco hasta dejarte como ella, una degenerada y enferma que vive sólo para el vicio. No me extraña que Dios te castigara, poniéndote en medio de Leoni a la hora de cumplir su cometido—. Su voz sonó cada vez más cavernícola, como si hubiera sufrido una involución terrible que se adueñara de sus actos—. Creo que me quedaré contigo esta noche, mientras tu amante muere en extrañas circunstancias, quizás víctima de algún desgraciado accidente.
Sonaba muy convincente, y eso fue lo que me dio más miedo. No, realmente lo que más me aterró fue la afirmación de John al asegurar que Denisse sufriría un accidente. Yo estaba postrada, y aunque luchara por sobrevivir, ya me encontraba en coma y la muerte no estaba tan lejana. Pero Denisse, mi dulce Denisse, no se merecía eso. Aquel cabrón quería acabar con su vida como el que aplasta una hormiga, sin consideración alguna.
Mis ancestrales fantasmas se habían transformado de nuevo, para siempre, asumiendo el rostro de John Connors como la reencarnación de Belcebú en la tierra. No podía respirar con normalidad y la inquietud se apoderó de mí. Debía relajarme y concentrarme en buscar una salida.
La puerta se abrió de nuevo, devolviéndome a Denisse sana y salva, no sabía por cuánto tiempo.
Parecía contenta, dicharachera, ajena al terrible momento vivido segundos antes en esa misma habitación.
John se acercó, galante, cambiando de nuevo su tono de voz para engañar al incauto cervatillo que quería cazar.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó meloso John—. ¿Alguna novedad con respecto al estado de Susan?
—Al parecer no hay demasiados cambios; según me han comentado, una de las enfermeras también tiene la sensación de que Susan está mejorando, ojalá fuera cierto. Hasta que no vea hechos concretos no lo creeré, pero bueno, tampoco son malas noticias —afirmó Denisse con una nota de optimismo en su respuesta.
Denisse no se daba cuenta de nada, y nuestro infame cuñado se había transformado en un inofensivo corderito. La piel de lobo la había dejado a buen recaudo, pero yo sabía que podría desempolvar ese traje en cuanto se lo propusiera. Temí por Denisse y, aunque nunca he sido muy creyente, recé con todas mis fuerzas todo lo que pude recordar, implorando la oportunidad de poder defendernos de aquel salvaje sin escrúpulos.
En esos momentos sonó el tono alegre de un móvil que no supe reconocer. John sacó el teléfono del bolsillo interior de su americana y contestó enseguida, casi por inercia, quizás sin mirar siquiera quién le llamaba a esas horas. Otra falta más de respeto y descortesía, contestando a esas horas y en el medio de una habitación de hospital con una enferma en coma.
—John Connors, dígame —contestó sin reflejo alguno de malignidad en su tono.
—…
—Sí, claro, está bien…—La voz le había cambiado para la siguiente frase, aunque no supe distinguir si era sorpresa lo que se vislumbraba al final de sus vocalización, o simplemente rabia contenida—. Perdona, estaba en una reunión y…
—…
—Disculpad, chicas —dijo John dirigiéndose directamente a nosotras mientras creí distinguir como tapaba el auricular con la mano—. Tengo que atender esta llamada. Ahora mismo vuelvo.
John salió de la habitación y se alejó pasillo adelante, aunque antes de que la puerta se cerrara pude distinguir su contestación al desconocido interlocutor, con un tono algo más irritado del que había mostrado delante de Denisse. Se veía que había tomado clases magistrales en el Actor’s Studio o algo así, no me lo podía explicar.
Fueron unos minutos angustiosos con Denisse callada a mi lado, ensimismada en sus cosas, aunque parecía más relajada y contenta. Y yo, mientras tanto, intentando comunicarme con ella con mi inutilidad orgánica por bandera. Era desesperante. Estaban a punto de asesinarnos y era físicamente incapaz de avisar a Denisse. Quería gritar, pero las cuerdas vocales no respondían y las palabras se diluían en el pozo negro de mi destino, sin posibilidad alguna de emerger hasta la superficie e informar al mundo de lo que realmente sucedía.
La puerta se abrió de nuevo. No tuve que escuchar nada más para saber quién regresaba a la habitación.
Una corriente de aire viciado, cargado de iones negativos que impregnaron el ambiente hasta cubrirlo de sombras funestas, se adentró hasta nuestra posición sin encontrar barrera alguna que le impidiera avanzar. John estaba de vuelta, y nuestra hora se acercaba a marchas forzadas. Aún así, todavía ignoraba lo que esa mente enferma tenía preparado para sus víctimas.
—Ya estoy aquí, Denisse. Perdona la interrupción—. El suave deje de caballero sureño volvía a aparecer para encandilar a los incautos que pudieran escucharle—. Era una llamada de trabajo, un cliente muy importante que anda algo nervioso, ya sabes.
—No te preocupes, John, no tiene importancia.
—Verás, Denisse, había pensado una cosa—. El mal absoluto, ese terror primigenio que salía del fondo del alma humana, se instaló en mi corazón al escuchar el oscuro prefacio de la obra que se iba a representar a nuestro alrededor—. Tengo trabajo pendiente, unos documentos que debo preparar sin falta para mañana, así que esta noche me toca dormir poco. Si te parece bien podría quedarme aquí, haciéndole compañía a Susan, mientras tú descansas tranquilamente en casa.
—No hace falta, John, no te molestes —contestó Denisse mientras yo dejaba escapar un suspiro interior, profundo, rogando para que no diera su brazo a torcer y cayera en la trampa—. Hoy no estoy muy cansada, puedo perfectamente quedarme aquí.
—No es molestia, mujer. A ver, tú llevas un montón de noches durmiendo mal en ese sofá, y yo tengo que permanecer despierto esta noche lo quiera o no. Puedo trabajar en esa mesita auxiliar, y relevarte por un día. Así puedes irte a casa a cenar como Dios manda y descansar después en una cama en condiciones.
Venga, mujer, yo también quiero ayudar… Déjame colaborar en algo, por favor —imploró con tono lastimero.
—Hombre, había pensado bajar a la máquina a por un sándwich y un café, pero…—Denisse se estaba ablandando, y las señales cerebrales que intentaba enviarle no surtían ningún efecto. John había apostado por su lado más amable y parecía obtener sus frutos—.
Quizás no sería tan mala idea. Creo que Susan me perdonará por abandonarla, aunque sea sólo por esta noche.
—No te preocupes, yo te aviso si surge alguna novedad —dijo John con expresión triunfante—.
Trabajaré hasta la madrugada, echaré una cabezadita en el catre y me iré por la mañana temprano a casa de Dorothy. Así podré darme una ducha y meterme un buen desayuno para llevar mejor el duro día que me espera mañana.
—Venga, me has convencido. Pero yo también me levantaré pronto; me acerco después para relevarte y darte las gracias y así puedo pasar unos minutos con Susan antes de irme al trabajo.
—Trato hecho, Denisse. Voy a bajar a mi coche para recoger el maletín y de paso pillaré yo esos sándwiches que estaban destinados para ti—. Incluso se permitía el lujo de bromear, las arcadas amenazaban con llenar mi garganta—. Por cierto, creo que he dejado mi vehículo al lado del tuyo en el aparcamiento público del hospital. ¿No tenías tú un viejo Crown Victoria de color grisáceo?
—Exacto, ese es mi antiguo camarada, un Ford de los que ya no fabrican. Sé que tendría que cambiar de modelo, pero bueno, sigue haciendo su trabajo a las mil maravillas e intento cuidarlo como se merece.
—Pues nada, ahora mismo subo. Vete despidiendo de Susan, esta noche pasará la velada conmigo —añadió John mientras yo imaginaba brillar un colmillo retorcido en la nívea dentadura que mi cuñado solía lucir en cuanto podía.
El coche, John había mencionado el coche.
Mientras salía de nuevo de la habitación, rememoré lo que me había dicho al quedarnos solos. Sí, eso era. Que Denisse podría sufrir un infausto accidente. ¡Maldita sea, va a hacerle algo al coche!, pensé entonces. Quizás era una tontería, pero fue lo primero que me vino a la mente.
Tenía que avisar a Denisse, a los médicos, a la policía o a quién fuera capaz de informar con mis limitados medios.
Pensé que si entraba en algún tipo de crisis los aparatos electrónicos a los que estaba conectada emitirían alguna señal inequívoca. El personal médico acudiría y Denisse no se marcharía esa noche de mi lado.
La carretera entre el hospital y nuestra casa no era precisamente la mejor autopista, con cambios de rasante y curvas cerradas con escasa visibilidad nocturna, y doble sentido durante algunos kilómetros. Sí, ese era mi objetivo, pero no sabía muy bien cómo provocarlo.
Por otro lado, pensé enseguida, de nada me valdría que la habitación se convirtiera en una atracción de feria con los aparatos chillando al aire sus alarmas visuales o sónicas. En cuanto Denisse saliera de allí, fuera esa misma noche o a la mañana siguiente, podría tener cualquier tipo de accidente si aquel desgraciado manipulaba su coche, ese modelo que tan sutilmente le había sacado a Denisse con engaños. Tenía que haber otra solución.
La única solución plausible era que yo pudiera hablar, que pudiera decirle a Denisse realmente lo que estaba sucediendo allí esa noche. Aunque lo consiguiera, cosa harto improbable, tendría después que luchar con ella para que me creyera, ya que la historia que podría contarle tenía muchos visos de novela barata de ciencia-ficción. Ya me preocuparía llegado el caso, sólo tenía unos minutos más para conseguir despertarme y poner a todo el mundo sobre aviso. El estrés me anuló el raciocinio, mis pulsaciones se dispararon y empecé a sudar copiosamente, incluso creí que los cambios fisiológicos serían perceptibles desde el exterior. No podía fallar, otra vez no. La vida de Denisse, mi vida, y nuestro futuro juntas estaba en peligro. Y nadie acudiría en plan caballero de la dorada armadura para rescatarme y ayudarme a matar al malvado dragón de tres cabezas.
En mi horizonte visual, esa pantalla de cine que se había instalado por su cuenta en mi cerebro para no caer en la demencia, se agregó sin mi permiso un nuevo elemento. En la esquina superior izquierda, en el límite entre lo real y lo intangible, desgranaba su contenido un letal reloj de arena. Con una crueldad sin límite acababa de darse la vuelta, mientras minúsculas partículas de sílice se iban depositando en su fondo de traslúcido cristal, ajenas a mi sufrimiento. Una mano invisible lo había depositado allí, como un mal presagio, recordándome a cada décima de segundo que el tiempo se agotaba. Ese tiempo que corría, inexorable, como caballo desbocado sin jinete ni control, camino de su fatídico destino.
Persiguiendo un imposible terminé por llorar de rabia, ahora sí, con un torrente de lágrimas que esperaba fueran visibles, mientras en mi fuero interno sospechaba que nunca lo conseguiría…