Capítulo 16
Los requiebros del destino

A la mañana siguiente, el sheriff Donovan se dirigió como siempre a su despacho de la comisaría, situada en una céntrica calle, cerca del ayuntamiento y otros edificios oficiales. La conversación de la noche anterior en el hospital le había dejado un amargo regusto en el paladar, un sabor de boca un tanto agridulce al no haber llevado a la testigo por los cauces apropiados. No quería flagelarse por ello, pero sabía que la mayor parte de la culpa había sido suya.

Cierto era que tampoco tenía ganas de presionar demasiado a una testigo que había sufrido bastante en las últimas semanas. La situación se había desbocado en exceso, con la tal Denisse llevando la voz cantante durante casi toda la charla. Donovan pecó de blando y conciliador con ella, dejándose amilanar por su arrolladora personalidad. Se estaba haciendo viejo y esa misma veteranía le debería haber servido para algo más durante los minutos que permaneció en el hospital.

Al querer agradar a la testigo, Donovan adoleció de otro defecto: le había revelado ciertos detalles de la investigación que no eran del dominio público ni quería que llegaran a serlo. No imaginaba a la familia de Susan Mckennan pregonándolo a los cuatro vientos, pero debía haberse curado en salud. Además, lo único que sacó en claro fue que la testigo no podía corroborar, como ya suponía, que el individuo encontrado en el descampado con el cráneo destrozado fuera realmente el mismo que las había atacado.

El resto de las pruebas así lo confirmaban, pero el sheriff quería estar seguro al ciento por ciento para evitarse problemas ante el juez. Ya habían tenido sus más y sus menos en otras ocasiones; ligeros encontronazos en diversas investigaciones que hacían que el togado le mirase con cierta displicencia y aires de revancha. El magistrado le había dejado muy claro que el caso Leoni era tema cerrado y debía dedicarse a otros asuntos para no cargar el bolsillo del contribuyente con chorradas policiales. Pero Donovan no se iba a dejar amilanar, y llegaría hasta el final. Ese caso tenía muchas más ramificaciones y no sería un buen policía si no intentara, por lo menos durante un tiempo, atar todos los cabos y detener a todos los implicados en la trama.

Donovan llegó a su despacho y se topó de bruces con su ayudante al ir hacia la máquina de café. El sheriff no había desayunado todavía y sin una buena dosis de cafeína sería incapaz de abordar una dura mañana de trabajo. Miró a Bradley: joven, despierto, con la piel lozana, los ojos con ansia y el resto de su cuerpo casi preparado para el combate. Le daba envidia, mucha envidia. Mientras él, como el reflejo metálico del lateral de la máquina se empeñaba en mostrarle, aparecía viejo, demacrado, fuera de forma. Y con pocas ganas de empezar a trabajar, al menos hasta tomar el primer café del día.

—Buenos días, sheriff. ¿Qué tal ha dormido hoy? —preguntó en tono jovial Bradley, sabiendo los problemas de insomnio de su jefe.

—Pues mal, para que te voy a engañar. Además, creo que ya has visto mis ojeras, me delatan quiera yo o no quiera. No me ayudó mucho darle vueltas a mi experiencia vespertina en el hospital, tendré que sobreponerme.

—Es verdad, Donovan, no recordaba que pensaba acercarse al hospital para hablar con la familia de la víctima. ¿Sacó algo en claro?

—No mucho, la verdad. Encima me fui con la sensación de que había metido la pata, de que había llevado por mal camino la conversación con la esposa de Susan Mckennan.

—¿La esposa? —preguntó Bradley. Ah, sí, ya recuerdo. Hable con ella por el tema del retrato robot.

Una mujer con carácter. Por cierto ¿a qué se refiere con lo de ir por mal camino?

—Es una historia un poco larga, Bradley. Vamos al despacho y te la cuento —agregó el sheriff enfilando ya el pasillo principal de la comisaría.

Una vez en el despacho, el sheriff le narró a su ayudante lo que había dado de sí su conversación en el hospital. Bradley cabeceaba, dándole la razón al jefe, sin saber realmente si él lo hubiera conducido mejor en las mismas circunstancias.

—Bueno, lo único claro es que el asunto del abogado es el motor de todo lo demás. Voy a acercarme de nuevo al bufete y presionar a los socios, no pueden seguir dándonos largas con la excusa de no saber nada del tema —dijo Bradley.

—No pierdas el tiempo con eso, hijo, no creo que saques mucho más en claro. Se van a cerrar en banda de nuevo, tendremos que atacar por otro lado. Gracias a mis propias pesquisas he llegado a saber la clase de líos en los que se metía el bueno de Mulen. No me extraña que haya acabado en el depósito de cadáveres.

—¿A qué se refiere exactamente, jefe?

—Estoy hablando de la clase de enemigos que uno no quiere tener en su contra. Mulen era un buen abogado, especialista por lo visto en demandas millonarias contra empresas importantes, legales en su fachada y mayor parte de comportamientos, pero que se le podían buscar las cosquillas, esos famosos vericuetos que les encantan a los picapleitos para amargarle la vida a los poderosos. Y encima ganaba juicios y todo.

—¿Qué tipo de empresas tenía entre sus conquistas?

—Mulen admitía casos de particulares o pequeñas empresas que creían verse perjudicados por compañías más grandes y poderosas. Estudiaba el caso, el perfil de su posible cliente y de la empresa a la que habría que demandar. Y según fueran las circunstancias, detalle que no podemos saber a ciencia cierta, se lanzaba al cuello de su adversario con todas las armas de las que dispusiera en esos momentos. Ha tenido éxitos más o menos notables, con repercusión local y estatal. Incluso en algún caso ha salido en prensa nacional.

Donovan se retrepó en su silla antes de continuar.

Tenía la atención de su subordinado y todavía no le había contado todo.

—¿Tipo de adversarios? De toda clase, y siempre fuertes y poderosos: fábricas de armamento, petroquímicas, farmacéuticas, constructoras o plantas incineradoras. Sobre todo en casos medioambientales o de salud pública. Incluso llegó a enfrentarse a una de las grandes tabacaleras, con la que llegó a un acuerdo ventajoso para su cliente antes de ir a juicio. Unos huesos duros de roer.

—Ya veo, unos contrincantes que le pueden buscar las cosquillas al más pintado. Ha hecho usted un trabajo soberbio, estamos en el buen camino. ¿Cree que alguna de esas empresas, sus socios o consejeros, han podido estar detrás de todo este revuelo? Quizás Mulen tocó las teclas que no debía y las hienas saltaron a su cuello al verse en peligro.

—Puede ser, Bradley, no lo sé a ciencia cierta. Lo malo es que aunque investiguemos a conciencia los clientes presentes y pasados de Mulen, con sus consiguientes juicios o acuerdos, podemos vernos abocados a un callejón sin salida. Es un trabajo ingente y nos faltan manos. Seguramente todas esas supuestas empresas podrían tener motivos suficientes para no desearle el bien al abogado, pero no por ello son culpables de ningún delito en ese sentido. Recuerda también lo que dijo su secretaria. Mulen a veces se dedicaba a casos secretos, por su cuenta y riesgo, investigando sin tener denuncia alguna por parte de nadie ni cliente que financiara y apoyara esa investigación. Un tipo peculiar ese Mulen. Siento que acabara de ese modo.

—De todos modos no nos vamos a rendir, sheriff.

Yo tengo otros detalles sobre el fallecimiento de Leoni que creo le pueden interesar.

—Dispara, muchacho, no seas tímido.

Bradley consultó las notas que guardaba en una carpeta antes de despachar con el sheriff los detalles averiguados sobre la investigación en curso.

—Ya sé que el juez cree que ha sido un suicidio y quiere cerrar el caso. Pero hay pormenores que quizás puedan interesarle.

—Al grano, Bradley, por favor —apremió Donovan.

—Leoni vació el piso donde estuvo viviendo la última temporada. Se levó todos los objetos personales e incluso hizo una limpieza del inmueble que podríamos considerar casi profesional. Como si no quisiera dejar huellas de su paso justo cuando uno tiene pensado marcharse, ya me entiende.

—Continúa, creo que imagino a dónde quieres llegar.

—La ropa con la que le encontramos era diferente a la que llevaba, según los testigos, durante su ataque a la enferma en su habitación. En la casa quedaban sólo algunas prendas viejas, y adornos de mercadillo, nada importante. Si huyes por algún motivo, quizás te lleves lo más importante contigo. Y la mochila que hallamos a su lado estaba vacía.

—Eso ya lo sabía, pero sigo sin ver la conexión…—dijo el sheriff algo inquieto con los vaivenes de su subordinado.

—Encontramos la maleta con el resto de sus preciadas posesiones. Estaba en el maletero de un coche que había sido robado, bastante cerca del descampado dónde apareció el cadáver.

—Eso ya me gusta más. ¿Se había denunciado el robo de ese vehículo?

—No, jefe, el dueño ni se había dado cuenta. Por lo visto Leoni huyó en su furgoneta Dodge, vehículo que fue visto cerca del hospital por algunos testigos, y creo que después robó ese otro coche. Para no dejar pistas se desembarazó de la camioneta prendiéndole fuego, o eso me pareció a mí al toparnos con la Dodge totalmente calcinada. No me parecen los pasos a seguir por un presunto suicida.

—¡Buen trabajo, Bradley! Ya sabía yo que a ese elemento le habían ayudado a emprender el último viaje.

—Espere, jefe, todavía hay más.

Donovan miró con suspicacia a su ayudante. Al final no sabría si recompensarle o cabrearse por darse cuenta de que el muchacho estaba haciendo un trabajo mejor que el suyo. Puso cara de circunstancias y le hizo un gesto al joven oficial para que siguiera con sus explicaciones.

—Dentro de la maleta, junto a algo de ropa, encontramos también su pasaporte y dinero en efectivo.

Igual el angelito planeaba escaparse una temporada.

—Podría ser, aunque entonces no entiendo cómo apareció en aquel lugar.

—¿Pudo quedar allí con alguien? —preguntó el joven policía.

—Hombre, un sitio un poco alejado de todo, solitario, no sé… Aunque si lo que pretendes es emboscar a algún incauto, podría valer —insinuó el sheriff.

—Demasiadas incógnitas, es cierto. Los vecinos, recuérdelo, no vieron ni oyeron nada extraño. No es que yo esperara mucho, las casas más cercanas se encuentran a una considerable distancia del lugar.

Encontramos otro detalle llamativo que no sé si tiene algo que ver.

—No podemos dejar nada al azar. ¿De qué se trata?

—A escasas manzanas de la explanada ardieron también unos contenedores de basura. Entre tanta porquería incinerada no creo que haya pistas, ni tampoco estoy seguro de que tenga relevancia para este caso.

El sheriff Donovan se levantó nervioso, intentando juntar en su cabeza todos los detalles de los que habían estado hablando. Un cóctel extraño dadas las circunstancias, que no sabía muy bien si agitar o mezclar, pero era todo lo que tenían por el momento.

Necesitaban algo de ayuda para poder avanzar con la investigación.

*****

A no demasiados kilómetros de los policías, en sendas ubicaciones totalmente diferentes, dos personas que tenían mucho que decir con respecto a la muerte de Angelo Leoni barajaban también sus propias decisiones.

Ambos dudaban qué dirección tomar, por circunstancias que nada tenían que ver entre sí, pero que podían ayudar o enmarañar aún más la investigación de los policías.

En una construcción de una sola planta, la típica casa baja de los barrios más proletarios, un ítaloamericano fumaba cigarro tras cigarro hecho un manojo de nervios. Fabio Mainardi estaba intranquilo, no sabía nada de su amigo y un mal presentimiento se había adueñado de su corazón.

Cuando Angelo Leoni le planteó la absurda idea de que lo perseguían por haberse metido en un gran lío, Fabio no le hizo mayor caso. Sabía de los trapicheos de su colega, pero Angelo nunca se había embarcado en nada demasiado peligroso o importante. Sin embargo la voz y los gestos de Leoni delataban que, en aquella ocasión, hablaba completamente en serio y necesitaba la ayuda de Mainardi.

Leoni le había dejado bajo su custodia una gruesa carpeta con documentación. Le advirtió que para su seguridad debía guardarla bajo llave, en el sitio más recóndito que se le ocurriera. Y por supuesto, le recalcó con el rostro a escasos milímetros del suyo, no debía fisgar en su interior si no quería verse inmerso en el mismo problema que él. Eso no fue lo peor; lo que más le preocupó en ese momento fueron las instrucciones detalladas a continuación. Recordaba perfectamente el gesto grave de su amigo mientras le conminaba a hacerle caso sin cometer ninguna estupidez.

—Escucha, Fabio, esto es importante. Le he tocado las narices a gente de mucho poder, y voy a intentar arreglarlo. Si todo sale bien saldré del país por una temporada, con dinerito fresco para instalarme por mi cuenta. Y tú tendrás tu recompensa por ayudarme.

Pero si algo sale mal…

—No me asustes, Angelo. ¿En qué demonios andas metido?

—Es mejor para ti que no lo sepas, de verdad.

Escúchame, en serio, no puedo perder mucho más tiempo.

—Claro, amigo, puedes confiar en mí. Lo que sea, dime que más necesitas.

—Lo que te he dicho, conserva intacta la carpeta, protégela con tu vida si hace falta. Es mi moneda de cambio si todo se tuerce. Yo te llamaré cada semana desde mi retiro dorado, si es que consigo llegar; de ese modo sabrás que sigo sano y salvo. Si todo va bien, el viejo Mainardi tendrá su parte. Pero si algo sale mal, si no puedo ponerme en contacto contigo, tendrás que hacerme un último favor.

—Joder, Angelo, no hables así. Si necesitas…

—Calla, por favor, y escucha. En esa carpeta he guardado documentación relevante que puede hundir a muchos peces gordos, por eso tengo que desaparecer por un tiempo. Por tu bien no deberías saber más. Pero si no me pongo en contacto contigo porque me haya ocurrido algo malo, deberás entregar el paquete a los medios de comunicación. Ellos sabrán qué hacer; por muy tarde que fuera para mí, sería una pequeña venganza realizada desde el más allá.

—¡Angelo, deja de decir chorradas! No te va a pasar nada, no me asustes —dijo Mainardi, sabiendo que su amigo hablaba en serio—. Haré lo que me pides, faltaría más. Conozco a un periodista local, no sé si tendrá mucho mando en su periódico. Escucha, ¿cuándo me llamarías para estar tranquilo?

—Sabía que no me fallarías, caro Fabio. Tu amigo seguro que se quiere apuntar un tanto con la información y la hace llegar a sus jefes. Es oro puro, será un bombazo. Y no te cortes, saca la pasta que puedas por el soplo, para los periodistas puede ser un filón. Te llamaré en cuanto esté instalado y fuera de peligro. Hoy es lunes, si para el viernes no me he puesto en contacto contigo es que ya no lo voy a hacer. Será entonces el momento de actuar.

Mainardi rememoró la conversación con su amigo, sin saber qué determinación tomar. Ya era viernes por la mañana, y Leoni seguía sin dar señales de vida. Hasta entonces había hecho caso a su amigo y no había abierto el paquete, pero creyó que era hora de saber su contenido si debía entregárselo a alguien.

No entendió mucho de aquellos legajos, sólo supuso que era alguna trama entre empresarios y políticos que podría hundir muchas carreras. Para curarse en salud encendió la máquina HP Multifunction que usaba para su trabajo. Aquel aparato imprimía, fotocopiaba, escaneaba e incluso mandaba faxes. Por fin le iba a dar un buen uso. Hizo una copia de todos los papeles, y la guardo en otro sitio diferente, por si acaso.

Mainardi no leía mucho los periódicos, pero esa semana había permanecido atento a las noticias de la zona, incluidos sucesos y necrológicas, por lo que pudiera pasar. No vio detalle alguno sobre el muerto encontrado en la explanada de la antigua cafetería Pasadena, debido a un error tipográfico en el ejemplar de periódico que había comprado. En parte de la tirada de ese día la página de sucesos salió trastocada, y el breve con el hallazgo del cuerpo de un suicida, versión oficial hasta ese momento, no llegó siquiera a ser leído por muchos lectores habituales del rotativo. Fabio no hubiera encontrado más que las iniciales del finado, pero con ese dato le habría valido para imaginar que su amigo tenía razón al temer por su seguridad.

Lo que tampoco sabía Mainardi era que Leoni le había proporcionado una copia de los documentos, al quedarse él con los originales que pretendía entregarle al contacto por una mayor cantidad de dinero. Y ahora él efectuaba otra copia. La calidad y legibilidad de los documentos disminuía en cada nuevo proceso de reproducción, pero todavía guardaba mucho poder oculto en aquellas páginas. Por fin se decidió. Esperaría sólo un día más. Si a la mañana siguiente no tenía noticias de Leoni, se pondría en contacto con el periodista.

*****

En otro lugar distinto de la ciudad, a no demasiados kilómetros, el causante de todos estos acontecimientos también se encontraba intranquilo. Y no precisamente por haber asesinado a un hombre a sangre fría. Eso ni siquiera le quitaba el sueño a Connors, sumido en una realidad paralela en la que conseguir apagar el resto de fuegos que le incordiaban era su única obsesión. Ya tendría tiempo de preocuparse por el crimen cometido, o por el hecho de que la policía pudiera estar tras su rastro.

Connors estaba casi convencido de su plan maestro. Si las autoridades encontraban muerto a un chorizo de poca monta, con el arma con la que se había pegado un tiro en su propio regazo, lo más normal era que pensaran que se trataba de un suicidio. Y si encima tenían la posibilidad de cerrar otros dos casos al descubrir que dicha escopeta ya había sido utilizada anteriormente, mucho mejor para todos. Creía conocer a la policía del estado, y el trabajo duro no era una de sus prioridades. Todo cuerpo de policía tiene la necesidad imperiosa de anotarse tantos, conseguir resultados y presentar casos cerrados a jueces y opinión pública. De ese modo se quitaban de encima muchos problemas. Y en el caso de Leoni lo más plausible era que finiquitaran el asunto.

Connors no conocía todavía al sheriff Donovan, ni su determinación por descubrir la verdad. Su preocupación rondaba por esferas mucho más altas y menos prosaicas. No sólo había desobedecido y mentido a su jefe, el señor Forrester, sino que había dilapidado parte de su fortuna y la totalidad de la caja B de los negocios fraudulentos del magnate. Y por si fuera poco, él también había perdido sus ahorros y la nueva hipoteca de la casa sería ejecutada en cuanto no pudiera hacer frente a los pagos.

Connors tenía un plan descabellado, una idea peregrina que llevaba días dando vueltas en su cabeza. Y estaba dispuesto a todo por llegar hasta el final. Un delito más o menos le daba igual con tal de salir con bien de aquel embrollo. Y si podía librarse del jefe, de las deudas y como colofón olvidarse de familia, amigos y cualquier otro detalle de los que le asfixiaban desde hacía años, no se iba arredrar por ello. La salvación se encontraba a la vuelta de la esquina, y un poco más allá, el paraíso soñado.

Había movido los resortes necesarios y tocado los hilos más importantes para poner en funcionamiento su pequeño mecano. Cierto era que no disponía de mucho tiempo, pero tenía fe en que la primera parte de su plan podría cumplirse sin sobresaltos. En caso contrario, tendría que optar por una solución más drástica. Sabía que su conciencia no le traicionaría a la hora de afrontar una situación extrema, ni le corroía por dentro admitir lo que estaba dispuesto a asumir, simplemente para librarse de todo y buscar una nueva vida.

Forrester le había dado un respiro, ya que debía viajar a la costa oeste por asuntos familiares. Deseaba que la estancia de su jefe en la soleada California se prolongara más de lo necesario, de esa forma Connors podría estar más tranquilo y así cumplir con los plazos que tenía en mente. Por muy bien que se dieran las cosas, por rápido que se desarrollara el proceso, no dispondría de la cantidad necesaria de dinero para plantearse la huida definitiva hasta que no pasara un tiempo prudencial. Podían ser semanas, aunque él intentaría acortarlo, a unos días preferentemente.

Le daba igual enfrentarse a su mujer, a su familia o quién se interpusiera entre él y la libertad. Sólo debía pensar en sí mismo para obtener una oportunidad de sobrevivir. Quizás en un país tropical, lejano y sin tratado de extradición con los Estados Unidos, un sitio apartado donde levar una vida discreta mientras disfrutaba de los placeres mundanos, podría desembarazarse de los esbirros que seguramente Forrester le enviaría una vez enterado del desfalco en sus cuentas. El viejo era implacable, y Connors tenía claro que no soltaría su presa a la menor oportunidad.