Capítulo 5
El sicario

Leoni tenía un problema difícil de solucionar. El encargo le había dado mala espina desde un principio, pero no se pudo negar por circunstancias personales.

Necesitaba ese dinero para pagar unas deudas de juego y además, le debía un favor al amigo que actuó de intermediario en el negocio. Le puso en contacto con el tipo que manejaba los hilos, el que pagaría por el servicio solicitado. Leoni no sabía su nombre real o su procedencia, ni tenía manera alguna de localizarle. El personaje en cuestión sólo respondía al seudónimo de señor Mullen, y había dejado claro en las pocas ocasiones en las que hablaron que el nombre era ficticio.

Pero Leoni sabía que la había cagado. Quería contactar con Mullen o cómo demonios se llamara aquel misterioso personaje para poder desembarazarse del paquete. En su momento había recibido indicaciones para no llamar la atención, desaparecer por unos días y esperar la llamada de Mullen, efectuada siempre con número oculto. Aunque el encargo se había torcido en mala hora y Leoni estaba empezando a ponerse muy nervioso.

En un principio le pareció algo sumamente fácil.

Debía entrar en las oficinas de un despacho de abogados cuando se hubiese marchado el personal. Después se encargaría de buscar un informe concreto en un archivo descrito a la perfección por su cliente. Sólo quedaba salir de allí sin llamar la atención y guardar el documento, debidamente precintado y sin abrir, hasta que recibiera la llamada definitiva de su cliente. Pan comido. O eso aventuró en primera instancia Leoni hasta que investigó un poco más la tarea que le habían encargado.

Con Larry, el amigo que le había proporcionado el contacto, Leoni no tuvo ningún tipo de problema y se embolsó de buen grado el adelanto que le ofrecían sólo por aceptar el trato. Se trataba de una buena cantidad, cinco mil dólares al contado libres de impuestos, que se convertirían en quince mil una vez satisficiera la entrega.

Leoni se había fundido ese dinero en un abrir y cerrar de ojos, por lo que debía seguir con el encargo si quería recibir los otros diez mil al terminar el trabajito. Aunque en ese momento desconocía que el cometido no iba a resultar tan sencillo cómo se lo habían querido pintar.

Para empezar, aquellas oficinas se cerraban a las cinco de la tarde y no volvían a abrirse hasta las ocho de la mañana. Durante ese tiempo un vigilante de seguridad, armado con revólver y porra reglamentaria, custodiaba el lugar a salvo de miradas indiscretas. Debía tratarse de un bufete muy importante, o con documentos sensibles en custodia para tener ese tipo de seguridad contratada, según pensaba Leoni. De cualquier forma, eso no iba a arredrarle una vez aceptado el reto.

No tuvo que pensar demasiado en el tema, ya que enseguida recibió la segunda llamada de Mullen. Quiso pedirle explicaciones por el contratiempo del guarda, por si acaso había más desagradables sorpresas por el camino.

—Mire, Leoni, ya sé que ha hecho su trabajo y ha averiguado lo del vigilante. No se preocupe por él. Si no se lo había comentado hasta ahora era porque quería estar completamente seguro de tenerlo solucionado. Y ahora ya lo estoy.

—Disculpe, señor Mullen, no le comprendo. Ese hombre está permanentemente en la oficina y no veo el modo de entrar sin llamar su atención.

—Será mucho más fácil, ya lo verá. El vigilante contratado es un hombre cabal, lleva muchos años en ese puesto. Tiene vacaciones la semana que viene, a partir del lunes. Al sustituto se le aleccionará para cambiar el turno de rondas, por lo que de ocho a diez de la noche permanecerá en la quinta planta del edificio.

—Pero entonces…

—No me interrumpa, Leoni. El despacho que debe buscar está en la primera planta. Usted deberá entrar sin falta a primeros de semana con la copia de la llave que le proporcionaremos; claro que debería romper un poco la cerradura para simular mejor el robo. Después se acerca al despacho indicado, se apropia de los documentos, y deja un rastro inequívoco de que allí han entrado ladrones. Espero que lleve guantes y no haga demasiado ruido para no llamar la atención del nuevo vigilante.

Después sale del edificio y vuelve a su guarida a esperar mis instrucciones. ¿Le ha quedado lo suficientemente claro?

—Sí, señor Mullen —contestó Leoni cohibido ante el tono de su interlocutor—. Así se hará, puede estar usted tranquilo.

—Más le vale, Leoni. Espero que no nos falle.

Pero les había fallado. O dicho de otro modo, se había tropezado con una situación que no esperaba y perdió el control de un modo lastimoso, sin saber resolver la papeleta de manera profesional. A partir de entonces tendría que preocuparse no sólo del señor Mullen, sino también de toda la policía del Estado que andaba persiguiéndole los talones. Su vida no valía nada y tendría que huir de allí a la menor oportunidad cuando todo se hubiera calmado un poco.

Leoni era un delincuente de poca monta, acostumbrado a trabajos menores. Cuando se decidía por afrontar cometidos más arriesgados terminaba por estropearlo. Así le había sucedido tiempo atrás en el atraco de una gasolinera, donde le pilaron por las cámaras de seguridad, ya que llevaba la cara descubierta. Al carecer de antecedentes y gracias a su buena conducta sólo cumplió cinco años en la cárcel, pero su estancia allí le traumatizó de por vida.

No era un ladrón de guante blanco, ni presumía de ser el más inteligente o el más intrépido dentro de la calaña de los bajos fondos. Pero algo había aprendido en sus correrías. Cuando algún trabajo aparentaba ser fácil, seguro que había gato encerrado. Y el asunto de los documentos legales le olió mal desde el principio; ese Mullen no era de fiar. Sin embargo, no podía desaprovechar un encargo así, menos con su alarmante situación económica.

Se preparó para actuar la noche del martes. Leoni decidió vestir completamente de negro, y utilizar un pasamontañas oscuro para que nadie le reconociera, además de sus guantes. No podía dejar nada al azar, así que cambió las placas de matrícula de su vieja camioneta Dodge como medida de precaución. Se envalentonó minutos antes con un par de tragos, para calentarse por dentro sin estar demasiado bebido, y finalmente añadió un objeto más a la expedición: una vieja escopeta de cañones recortados con la que pretendía asustar al vigilante armado si éste decidía aparecer por la zona del despacho que tenía que desvalijar. Sólo eso, no pretendía hacerle daño a nadie.

Aparcó en la parte de atrás del edificio en cuestión, en una zona oscura y arbolada a salvo de miradas indiscretas. Metió la escopeta en una mochila que llevaba con todo lo necesario y bajó del vehículo, dispuesto a afrontar la tarea. Las palpitaciones ya eran enormes en ese momento, segundos antes de adentrarse en la oscuridad del despacho de abogados.

Utilizó la llave proporcionada y accedió al interior sin mayores complicaciones. En su plan inicial, Leoni pensaba apropiarse en primer lugar de los documentos y a continuación destrozar la cerradura en cuestión, revolviéndolo todo para dar mayor sensación de robo en la oficina antes de salir a escape del lugar. Sacó entonces una pequeña linterna de la mochila y la encendió, apuntando hacia el suelo para no llamar la atención. El reflejo podría verse desde el exterior, a través de las grandes cristaleras, y no deseaba que ningún transeúnte sospechara nada.

Encontró el despacho 13-B, justo dónde se halaban los documentos a sustraer. Le pareció extraño leer en la puerta del mismo: “Robert Mullen.

Vicepresidente ejecutivo”. Seguramente sería una broma de mal gusto del hombre que le había hecho el encargo, pero no podía perder demasiado tiempo pensando en tonterías. Entró al despacho y cerró la puerta tras de sí.

En su camino hasta allí no había notado la presencia del vigilante, por lo que se rellajó ligeramente al comprobar que su contacto le había dicho la verdad.

Comenzó a buscar los documentos, pero aquellos archivadores tenían multitud de compartimentos estancos y no encontraba el adecuado. Se sentó en el suelo y rompió a sudar por el nerviosismo, la tensa situación en la que comenzaba a perder el control y sobre todo, por el pasamontañas de lana. Dejó la mochila abierta, recostada en el lateral del archivador, y se quitó la incómoda prenda para trabajar un poco más a gusto. Y tanto se concentró en su tarea que descuidó lo más importante: prestar atención a su entorno.

Un instante después un fogonazo sorprendió a Leoni. Alguien había accedido al despacho mientras encendía la luz y le espetaba a voz en grito: —Oiga, ¿qué demonios hace…?

Leoni se levantó de golpe, sobresaltado al verse descubierto. El desconocido le miró de hito en hito mientras él amartillaba el arma, sin creer realmente lo que estaba sucediendo. Leoni no pensó en las consecuencias y se dejó llevar por el pánico. Cuando se quiso dar cuenta la escopeta había sido disparada por su alter ego más salvaje, totalmente inundado de adrenalina cegadora.

Los cartuchos impactaron con fuerza en el pecho del hombre recién llegado, arrojándolo contra la pared más cercana. Leoni supo que tenía que huir a la carrera tras su flagrante error pero antes debía recoger el pasamontañas, la linterna y los documentos, felizmente halados instantes antes de la inoportuna aparición. Salió de allí a toda velocidad, sin pararse ni mirar atrás. No sabía si aquel hombre sobreviviría; en su fuero interno lo dudaba bastante. Sólo le quedaba alejarse de la maldita oficina y ocultarse lo más rápido que pudiera.

Leoni bajó de tres en tres los escalones que le separaban de la planta baja. En su alocada huida torció a la derecha al llegar a la calle, en vez de a la izquierda como debiera haber hecho según el plan establecido. Y entonces se topó de bruces con aquella mujer, a la que se le descompuso el gesto al verle aparecer. Su suerte estaba echada. Leoni Llevaba la cara descubierta y posiblemente había matado a un hombre, por lo que ya todo le daba igual. No podía dejar testigos y disparó de nuevo el arma sin albergar remordimiento alguno en ese momento, enfebrecido por la secuencia de acontecimientos. En el ejército le habían enseñado a actuar antes que a pensar, por lo que su instinto decidió por él en ese instante. Dejó fuera de combate a la posible testigo y huyó de allí en su destartalada furgoneta, deseoso por alejarse del lugar.

Cuando llegó a casa y vislumbró en perspectiva lo ocurrido aquella noche, Leoni comenzó a hiperventilar, cayendo en un estado de ansiedad que le dejó casi sin respiración. No podía hacer nada por remediar los macabros sucesos que había protagonizado, y sospechaba que sus problemas no habían hecho más que comenzar. Algo en lo que acertó de pleno.

Al día siguiente Leoni leyó los periódicos, nervioso al no tener todavía noticias de la persona que le había contratado. En el rotativo se hablaba de un asalto a mano armada con el resultado de muerte para el verdadero Robert Mullen, vicepresidente de la empresa cuyas oficinas habían sido saqueadas. De la mujer con la que se topó después, sólo pudo averiguar que había sido llevada de urgencia al hospital mientras se debatía entre la vida y la muerte.

Esa mujer le había visto, sabía quién era y podía identificarle. Leoni pensó en abandonar la ciudad, pero primero debería entregar el paquete y cobrar lo acordado. No temía que encontraran huellas suyas en el bufete de abogados, ni tampoco había distinguido ninguna cámara de seguridad que pudiera haber capturado su imagen. El hombre que le había descubierto en su despacho estaba muerto y la mujer que le vio salir del bufete, a cara descubierta por los nervios pero sumido en las penumbras de la noche, seguía luchando por su vida en la unidad de cuidados intensivos de algún hospital. Quizás tendría que actuar de nuevo y no dejar ningún cabo suelto, obviando cualquier tipo de reparo por las atrocidades cometidas.

Decidió seguir con su vida normal y esperar sólo un par de días más. Si en ese tiempo prudencial no recibía noticias del falso Mullen, sopesaría los pros y contras antes de tomar una determinación. Debía mantenerse frío, pensar con cautela y actuar con calma. Aunque lo primero sería averiguar algo más sobre aquella mujer que se había cruzado en su camino, la misma que podría dar con sus huesos en la cárcel para el resto de su vida.

Debía utilizar sus contactos pero con discreción.

Leoni sonrió al averiguar que la mujer herida se encontraba en el hospital del condado, sumida en un coma del que quizás no saldría. De momento no podría identificarle, ni siquiera sabían si la enferma se recuperaría algún día. Pero Leoni no pensaba cometer el mismo error dos veces seguidas. Esperaría cuarenta y ocho horas más, y luego daría el golpe definitivo.