Capítulo 14
Un desagradable descubrimiento.

Siguiendo la costumbre adoptada desde hacía dos años, cuando se hizo cargo del golden retriever que su ex-novia le había dejado como recuerdo, Michael Adams se dispuso a dar el paseo de rigor en compañía de Toby, el precioso perro color canela al que tanto cariño había cogido, sin adivinar lo que el bueno de Toby acabaría por descubrir aquella mañana.

Ambos paseaban tranquilamente por el lado oeste de un parque cercano a su nuevo domicilio, con Toby algo más nervioso que de costumbre. Eran poco más de las seis de la mañana y la ciudad empezaba a desperezarse para acometer sus quehaceres diarios.

Michael tenía el tiempo justo para hacer el recorrido habitual, dejar que el can hiciera sus necesidades y regresar pronto a casa. Todavía tenía que prepararse para una dura jornada laboral y no quería llegar tarde. La bruja de su jefa le tenía enfilado y no podía permitirse el lujo de contrariarla lo más mínimo si no quería verse con una patada en el trasero antes de lo previsto.

Mike soltó a su perro mientras caminaba con tranquilidad, ligeramente ensimismado en sus pensamientos. Toby era un perro dulce y bastante obediente que en ocasiones dejaba entrever un ramalazo rebelde. Y justo en ese momento quiso poner de nuevo a prueba a su amo. Dejó de trotar a su lado y corrió en dirección contraria, en pos de una sombra negra que había osado cruzarse en su camino a la velocidad del rayo. Cuando Michael quiso reaccionar, el perro y su nuevo compañero de juegos le sacaban ya muchos metros de ventaja.

—¡Toby, no corras! ¡Ven aquí! —gritó Mike sabiendo que el perro no le haría caso.

Jadeando por el esfuerzo, Michael intentó seguir a los nuevos amos de la velocidad animal. Al doblar la esquina pudo vislumbrar como un gato más negro que la noche se colaba tras una valla, al interior de un recinto que parecía una obra abandonada. Michael intentó alcanzar a su perro, pero le fue totalmente imposible.

Cuando llegó a su altura, Toby se las había arreglado para sortear también la maltrecha alambrada y correr detrás del pequeño felino.

Michael buscó un agujero en la valla metálica y accedió al interior de algo que no supo distinguir a primera vista. Una explanada enorme, con piedras e hierros por todas partes. En la margen izquierda le pareció distinguir una pared derruida, donde un gato y un perro más juguetones que nunca saltaban y porfiaban sin saber bien cuál era el objetivo del juego planteado.

—Toby, me voy a enfadar. Llegaré tarde por tu culpa y te castigaré sin salir. ¡Y nunca más te daré a probar el cubo de polo del Kentucky! —exclamó Mike como último recurso.

La amenaza pareció surtir efecto. Michael apreció como el gato escalaba por la pared y desaparecía para siempre de sus vidas. Toby se había quedado moviendo el rabo, parado pero intranquilo, mientras olisqueaba algo oscuro que su dueño no pudo distinguir desde aquella distancia.

Cuando Michael colocó por fin la correa alrededor del cuello de Toby pudo ver con bastante claridad lo que había provocado el interés del perro: el hallazgo de un cadáver con el cráneo destrozado, y un rastro ingente de sangre alrededor. Mike se tapó la boca y tiró con fuerza de la correa para alejarse de allí en compañía de Toby.

El horror que había impregnado sus pupilas nunca podría olvidarlo.

Perro y dueño salieron de aquel infame lugar con paso decidido, mientras Toby amagaba con pararse y volver la grupa. Michael ignoraba si ese comportamiento se debía al cuerpo sin vida encontrado o a la pérdida de su nuevo compañero de aventuras. A él le daba igual, no iba a regresar para averiguarlo. Sólo quería salir de allí, llegar a casa y darse de nuevo una ducha para intentar alejar de su mente la espantosa visión.

Al llegar a la esquina, Michael lo pensó mejor. No quería verse envuelto en problemas, ni menos perder un valioso tiempo que su jefa nunca entendería. Pero su deber cívico le llamaba, no podía dejarlo pasar. Sacó su teléfono móvil y marcó el número del servicio de Emergencias.

—Señorita, quiero comunicar el hallazgo de un cadáver en la zona de… —quiso decir Mike antes de que le interrumpiera la operadora.

—Por favor, señor, identifíquese. Dígame su nombre, lo que ha encontrado y en que posición exacta se encuentra ahora.

—Disculpe, no tengo tiempo. El cuerpo se encuentra en una explanada abandonada, al lado de….

—Mike se lo dijo de carrerilla y colgó enseguida. Sabía que podrían localizarle si era necesario, pero aquella mañana no podía perder más tiempo.

Para cuando Michael entró en su domicilio, dispuesto a olvidar el incidente, una patrulla policial que rondaba por la zona realizó un giro brusco para cambiar de sentido, exactamente en dirección hacia la localización apuntada por la operadora de la central. La mañana acababa de comenzar y los policías tenían un largo día de trabajo por delante.

*****

Una hora más tarde, en la otra punta de la ciudad, el asesino de Leoni se preparaba para una ajetreada jornada de reuniones profesionales. Lo que no se esperaba era recibir una llamada a una hora tan temprana, de parte de uno de los grandes empresarios con los que solía hacer negocios.

—Buenos días, señor Forrester. ¿Cómo está usted? —dijo con algo de temor ante la novedad.

—Déjate de tonterías, Connors. Quiero saber ahora mismo en qué situación se encuentra nuestro "proyecto". Y no me vengas con excusas baratas.

—Por supuesto que no, señor Forrester. Está todo bajo control, no se preocupe. Los documentos están a buen recaudo y nadie nos puede relacionar ni con ellos ni con la forma de obtenerlos.

—Eso espero, Connors, eso espero. Más vale que no me mientas, ya lo sabes. Tu bienestar depende de ello. Como comprenderás los ánimos están caldeados en la comunidad tras la muerte de Mulen, y nadie debe saber que andamos detrás. Por cierto, ¿qué ha sido del supuesto profesional contratado para la ocasión?

Menuda chapuza, por Dios, y encima con una chica en el hospital.

—Como le digo, señor Forrester, no tiene motivos de preocupación. Cierto es que al sicario se le fue la mano a la hora de resolver el encargo, pero ya no podemos hacer nada por remediarlo. Como usted sabe, Mulen era el guardia custodio de esa documentación; estaba muy interesado en hundirnos, pero tenía tanto miedo que no se lo había mencionado a nadie. Tanto mejor para todos. En su bufete desconocían la investigación que estaba llevando a cabo por su cuenta y riesgo. Mulen pensaba que existía un topo en su organización y guardaba bajo llave esos papeles. Con los documentos en nuestro poder no hay medio de que nos relacionen con la trama urbanística.

—Menos palabrería, Connors, ya conocía esos datos. ¿Por qué crees entonces que te encargué el tema?

Lo que me preocupa ahora son los flecos sueltos, ese tiparraco que contrataste. Menuda fiesta montó en el hospital, que poca profesionalidad —dijo Forrester haciéndole ver a su esbirro que él no se chupaba el dedo—. ¿Te sorprende, Connors? Yo siempre me entero de todo. Como comprenderás, en mi posición, no me voy a fiar de que un delincuente se vaya o no de la lengua para poder seguir con mis negocios. Ese flanco hay que atajarlo cuanto antes. No quiero saber la manera, tú eres el responsable. Y no admito errores, ya me conoces.

—Por supuesto, señor Forrester —contestó Connors algo cansado de la conversación—. Me he encargado del asunto y está solucionado. No tendrá que preocuparse más de este tema, se lo aseguro. Nunca llegará a salpicarle, ni a usted ni a nadie del consejo…

—Eso está mejor, Connors. Espero que hagas honor al sueldazo que te pago. Otra cosa, ahora que menciono tu sueldo. ¿Qué ha pasado con aquella fuerte inversión en bonos hindúes que ibas a realizar con los fondos de los que te hablé?

—El asunto está un poco parado, señor Forrester —Connors casi se atraganta con su poca saliva al contestarle al empresario. Ese proyecto estaba algo más que parado; la cruda realidad era que había cometido una soberana imprudencia por su altanería y no podía decirle al directivo que sus fondos de reserva habían desaparecido de la noche a la mañana, como por arte de magia. Necesitaba ganar tiempo—. Como comprenderá he gastado la mayor parte de mi tiempo en solucionar el problema relacionado con Mulen, por lo que en cuanto todo esté más despejado retomaré lo de los bonos hindúes para garantizarle una rentabilidad superior a la media.

—Espero que no sea otra de tus fantasías, Connors; no está el mercado cómo para ir despilfarrando la caja oculta de la empresa. Yo también me juego mucho, no me falles. Si desvié ese dinero era para garantizarme una buena jubilación, reponiendo dicho capital a la mayor brevedad antes de que el resto de socios se diera cuenta. Tienes unos días más, pero no te retrases, o ambos acabaríamos muy mal. Por supuesto, me encargaría personalmente de que tu final fuera anterior al mío; y mucho más doloroso, te lo aseguro. Quiero resultados para ayer, no sé si me explico. Y por favor, no seas tan chapucero como con el asunto Mulen. Ha sido un desastre desde el principio hasta el final.

—Todo irá a mejor, se lo aseguró —dijo Connors con la mayor franqueza que le permitió su nerviosismo—. En breve tendrá noticias mías, y todas serán positivas.

—No quiero saber nada de ti, Connors, ya te llamaré yo. Hasta entonces no pienses, sólo ejecuta mis órdenes. No es tan difícil; hasta un picapleitos como tú no puede equivocarse tanto en tan poco tiempo. Es tu última oportunidad —dijo Forrester finiquitando la conversación y colgando el teléfono.

Connors se quedó con el aparato en la mano, pensando en las veladas amenazas que el impresentable de su jefe le había hecho. ¡Maldito hipócrita santurrón!

Le encargaba a él el muerto, y nunca mejor dicho, para no tener que mancharse las manos. Y encima se permitía el lujo de amenazarle.

Todo le había salido mal en las últimas semanas, y Connors empezaba a desesperarse. Su mente fría y analítica no carburaba a la velocidad exigida, y los problemas se le acumulaban sin atisbo de mejora. Por si no había tenido bastante con lo de Leoni y el maldito cartapacio, ahora encima tenía que preocuparse por los dichosos bonos de la India. O espabilaba o Forrester se iba a hacer un collar con sus pelotas.

El abogado no podía saber que en esos momentos la policía ya se encontraba en la escena del crimen, en el mismo lugar donde había acabado con la vida de Leoni.

Connors se sorprendió de su propia frialdad a la hora de ejecutar el plan previsto y desembarazarse de un molesto compañero de viaje. Tenía claro que las autoridades encontrarían el cuerpo más tarde o más temprano y lo relacionarían enseguida con el asesinato de Mulen, pero esperaba que dieran carpetazo al asunto cuanto antes. Si zanjaban la muerte de Leoni como un suicidio y relacionaban su escopeta con los cartuchos que habían matado a Mulen y herido a Susan Mckennan, podrían darse por satisfechos y cerrar todos los frentes abiertos.

Ese era el deseo de Connors, lejano y quizás no tan real como le hubiera gustado, aunque con posibilidades de prosperar. Ya era hora de que algo le saliera bien.

Entre tanta conversación, Connors no se había percatado de un pequeño detalle: su jefe no le había solicitado los documentos sustraídos del despacho de Mulen. Quizás sería una buena baza para poder negociar en caso de caída en desgracia a los ojos del magnate. Por si acaso guardaría los documentos a buen recaudo, nunca se podía saber. Y también, por si servía de algo, rezaría para que Forrester no insistiera en el asunto de los bonos de renta variable.

Había cometido un error, una soberana estupidez.

Se fió de la palabra de un joven aprendiz de broker, muy ambicioso y trabajador, pero con escaso ojo para los negocios. En alguna ocasión había arriesgado parte de sus ahorros con él, recogiendo ganancias sólo en el cincuenta por ciento de los casos. El asunto fallido de los bonos le iba a reventar la úlcera que le corroía por dentro desde hacía años. Si no venía algo bueno como maná caído del cielo estaba arruinado, muerto y enterrado.

El intermediario le había asegurado que el asunto hindú era muy fiable. El gobierno brasileño se había unido al de la India para sacar al mercado una gama de ordenadores a bajo coste y altas prestaciones. Además, incluirían en ellos las últimas novedades del software desarrollado por ingenieros de ambas potencias emergentes. Todo sonaba muy bien; el proyecto buscaba inversores extranjeros que apoyaran el lanzamiento de una iniciativa en principio pública, y admitía ligeras variantes. El aprendiz de broker le insistió a Connors, asegurándole que era una oportunidad única en la vida.

Riesgo mínimo, inversión rentable desde el principio y poco margen de maniobra antes de que el proyecto saliera a la luz. Se suponía que el tipo tenía los contactos oportunos en el gobierno hindú para poder entrar por la puerta trasera, sin hacer demasiado ruido, siendo uno de los primeros a la hora de repartirse el pastel. Y Connors picó.

La avaricia siempre rompe el saco, y ahora se estaba dando cuenta. Forrester le había hablado en alguna ocasión de utilizar los fondos reservados de la compañía para enriquecimiento propio, no demasiado legítimo. Le traía sin cuidado la ética aplicada, sabía que no le remordería la conciencia. Connors le dio entonces la solución definitiva. Utilizar ese dinero, invertir, recoger ganancias lo antes posible y reponer los fondos antes de que alguien se diera cuenta. El plan perfecto que nunca podía fallar.

Pero falló, y Connors se encontraba en una encrucijada feroz. No sólo había perdido el dinero de Forrester, sino que arriesgó el suyo propio, incluso el que había obtenido al hipotecar de nuevo su casa sin que su mujer se enterara. Parecía un negocio redondo; rentabilidad altísima, todo eran ventajas. Y ahora las consecuencias serían terribles.

Connors se había quedado en la ruina, dilapidando además la caja de Forrester. Si no le mataba el empresario o sus sicarios lo haría su mujer. No tenía ni un centavo, la inversión había sido un fracaso y encima le debía dinero al banco. Connors había pecado de ambicioso, prepotente y pardillo. El broker le había engañado y ahora desconocía el paradero de todo ese dinero. No localizaba al intermediario que le había embarcado en semejante aventura; su teléfono aparecía sospechosamente siempre apagado o fuera de cobertura, y la mala espina que le rondaba por la cabeza había dado paso a la mayor de las angustias.

Todo esto lo sabía ya a la hora de despachar a Leoni, quizás por eso fue capaz de cometer semejante barbarie. Connors no tenía nada que perder puesto que ya no le quedaba nada. No temía a la policía, ni siquiera aunque tuviera que ir a la cárcel. Tenía más miedo de lo que pudiera sucederle, a él o a los suyos, si Forrester decidía escarmentarle. Había escuchado muchos rumores sobre sus métodos, y seguro que más de una de aquellas historias tenían visos de realidad. Y él no pensaba quedarse para comprobarlo.

Debía pensar en una solución lo antes posible. Con la muerte de Leoni se había quitado un problema de encima, y a partir de ese momento tendría prioridad el tema de los bonos. Necesitaba liquidez a la mayor brevedad para salir del paso, ya que recuperar la millonaria inversión de Forrester era empresa imposible.

Si tenía que huir del país lo haría, sin duda alguna y sin mirar atrás. Debía calmarse, analizarlo todo desde un prisma más objetivo, pensar con mente fría y no dejarse llevar por el pánico. Había conseguido un tiempo precioso con su jefe, pero no podía desperdiciarlo si no quería que sus perros de presa se abatieran sobre él.

*****

Mientras tanto, la mañana estaba siendo ajetreada en la explanada anexa a la antigua cafetería Pasadena.

Tom Donovan, el sheriff del condado, se había hecho cargo del caso. Los muchachos de la brigada criminal de investigación peinaban la zona a conciencia, recogiendo pruebas y documentando cuantos detalles pudieran obtener en la escena del suceso. La forense del condado estaba también en camino y sólo quedaba esperar a que el juez diera la orden pertinente para levantar el cadáver y proceder a su traslado camino de la morgue.

Donovan era un oficial retirado del Ejercito de los Estados Unidos, un veterano de la primera guerra del Golfo que había servido en los Marines. Después de licenciarse con honores regresó a su ciudad natal, y quiso la fortuna que pudiera obtener en poco tiempo la plaza de sheriff del condado. En su larga carrera había visto todo tipo de sufrimiento; las pesadillas tras su paso por Irak no podría erradicarlas por mucha terapia regresiva que probase. Sólo comenzó a sentirse mejor cuando pudo insertarse de nuevo en la sociedad y servir a su patria como siempre había hecho, de la mejor manera de la que era capaz. Si se había jugado la vida en las desérticas laderas de Oriente Medio, no iba a arredrarse después por enfrentarse a delincuentes de dudosa calaña. Además, su jurisdicción solía ser bastante tranquila, con pocos delitos de sangre a lo largo del año.

Hasta ese día, con una escena del crimen que no sabía todavía cómo catalogar. Donovan se rascó la coronilla y pasó la mano por su barbilla, inequívoco gesto que repetía sin darse cuenta, cómo un acto reflejo más, cuando exprimía su cerebro en busca de respuestas. Su ayudante, Sam Bradley, lo sabía y por eso espero a que su jefe fuera el primero en hablar antes de dar su opinión.

—Esperaremos a ver los resultados de criminalística, la posición del cuerpo no me termina de convencer. Aquí hay algo que no cuadra —aseguró el sheriff.

—¿Qué insinúa, jefe? —preguntó Bradley mientras se apartaba para dejar trabajar a los compañeros, que en esos momentos hacían fotos de todo lo que pudiera parecer relevante en aquel descampado—.

Aparentemente el tipo se ha disparado a bocajarro, suicidándose de una manera atroz con su propia escopeta. Es cierto que la posición a la hora de descerrajarse un tiro en la cabeza parece algo complicada, pero creo que pudo hacerse perfectamente con un arma de esas características.

—Quizás tengas razón, Bradley, pero no sé, es un pálpito que tengo en mi interior. Seguramente se encontrarán restos de pólvora en sus manos y pecho, o puede que alguien le ayudara a disparar su pequeño bazooka.

—¿Un suicidio asistido? El cuerpo está sentado, reclinado de cualquier manera sobre esta pared derruida.

Creo que si apoyó la culata de la escopeta en el pecho, el cañón debajo del mentón y después apretó el gatillo, el cuerpo podría haber quedado perfectamente tras el disparo en la posición halada. La deflagración destrozó su cráneo y salpicó de sangre todo el contorno. Hay que tener mucho valor, o mucho miedo a algo, para ser capaz de volarse la tapa de los sesos de ese modo. El sujeto ha quedado irreconocible.

—No te compro todavía tu teoría, Bradley, creo que está un poco cogida por los pelos. A lo mejor sucedió así, no es seguro, o quizás ayudaron a nuestro hombre a pegarse el tiro apoyándole los dedos en el gatillo. Sí, ya sé lo que me vas a decir. Nadie en su sano juicio se dejaría matar de ese modo sin oponer resistencia, pero el individuo podría estar inconsciente, sedado o cualquier otra cosa. Hasta que no tengamos los resultados de todos los análisis no podremos seguir con las elucubraciones. Además, ese arma creo yo que nos va a dar más de una sorpresa cuando se analice a fondo…

—Vale, alguien pudo colocar el cuerpo en esa posición, inconsciente, dormido o ya muerto, y volarle la cabeza con un disparo supuestamente auto infringido.

Muy difícil, sheriff, no lo veo. Es una posición complicada, y no exenta de riesgo. Al posible asesino le podrían haber saltado esquirlas tras el disparo, o que la munición rebotara tras impactar en el cráneo o en la pared de detrás, hiriéndole si tenía mala suerte. Eso sin contar con la sangre que le salpicaría entero. Lo que no entiendo tampoco es lo que ha comentado del arma y sus posibles sorpresas…

—Amigo Bradley, fíjate en esos cañones, en su calibre. ¿No te suenan de nada? Hace unos días mataron a un abogado en pleno centro, en sus propias oficinas, con un arma de similares características. El arma que después se disparó contra la pobre muchacha que se debate entre la vida y la muerte en el hospital del condado, creo que sabes de lo que te hablo. No me digas que no es demasiada casualidad.

—Hombre, no podemos estar seguros hasta cotejar las pruebas de esos sucesos con el ánima de la escopeta hallada hoy aquí. Bueno, ahora que lo dice, podría ser. No sé, puede que…—Bradley intentó analizar la situación a toda prisa—. Vale, ahora entiendo sus suspicacias. Ese tipo intentó después acabar con la mujer postrada en el hospital, para eliminar testigos.

—Eso es, Bradley, aprendes rápido. No creo que un tipo capaz de matar a sangre fría a un abogado y disparar contra una transeúnte sin venir a cuento para eliminar testigos, aparte de su posterior incursión en el hospital, vaya después a suicidarse sin más. Me parece a mí que esta investigación tiene muchos cabos sueltos todavía, ya lo verás.

—Claro, lo del abogado pudo ser un encargo y ahora sus "jefes" lo han quitado del medio para que no podamos relacionarlos —sospechó Bradley mientras el sheriff le miraba suspicaz—. Es cierto, veo mucha televisión en mi tiempo libre. Pero algo ha tenido que pasar aquí, estoy de acuerdo con usted. Además, me parece muy extraño que aparezca a su lado una mochila abierta, vacía, sin nada aparente que llevarnos a la boca.

—Buena observación, Bradley. Tendremos que hacer horas extras con este caso. Hasta no tener todas las pruebas encima de la mesa no podremos relacionar este incidente con los crímenes cometidos en el centro, habrá que permanecer atentos. Sí es así tendré que volver al bufete de abogados y hacer una batida más detallada por allí: posibles pruebas, testigos, investigaciones que el muerto o el bufete estuvieran realizando, ya sabes. No me terminé de creer la versión oficial dada por los socios de la firma, eso de que ellos no sabían nada de los tejemanejes de Mulen, el allí fallecido. Su secretaria afirmó que desconocía lo que el ladrón y asesino podía haber ido a buscar a las oficinas.

Y eso que se encontraron forzado el mueble con el archivador privado del abogado, con todos los papeles revueltos por el suelo. Según ella, Mulen era muy reservado y guardaba bajo llave documentación propia de casos e investigaciones que llevaba a cabo sin que nadie supiera su contenido exacto. Ese es un hilo del que habrá que tirar, Bradley.

—Habrá que esperar entonces para saber si todos estos sucesos están relacionados. Es algo muy extraño que en una población tan tranquila como ésta tengan lugar todos estos crímenes tan seguidos, en tan poco espacio de tiempo. Y si es cierto lo que usted insinúa, nos enfrentamos a alguien poderoso, un sujeto o sujetos capaces de encargar robos o asesinatos para después limpiar todo posible vínculo eliminando pruebas y testigos. Un caso peliagudo, sheriff, quizás tengamos que pedir ayuda a la policía del estado.

—De eso nada, Bradley, esto lo resolveremos nosotros con los chicos de criminalística, como siempre.

No quiero tener que enfrentarme con ningún pazguato de la capital por aquello de las jurisdicciones, luego todo acaba mal. Y esperemos que los federales tampoco metan sus narices en nuestros asuntos.

—Muy bien, jefe, pongámonos entonces manos a la obra. Ahí viene la forense, por si quiere hablar con ella para conocer su informe preliminar. Yo voy a dar una vuelta por el barrio, alguien ha tenido que oír el disparo por narices. Esta es una zona bastante abandonada, pero las casas más cercanas deben haber sentido la deflagración cómo si de una explosión se tratase —dijo Bradley sin ánimo de ordenar nada al sheriff, sino como cantinela para empezar a husmear como buenos sabuesos.

—De acuerdo, Bradley —contestó Donovan sin inmutarse ante el comentario de su subordinado—. Peina bien los alrededores, a ver que sacamos en claro.

Hablaré mientras tanto con la doctora Freeman, a ver si opina lo mismo que yo. Volveré a las oficinas con la forense o el jefe de criminalística, quédate tú el coche patrulla. Nos vemos más tarde en la comisaría para ponernos al día con las pesquisas realizadas.

En ese momento un investigador de criminalística se acercó al sheriff y le dijo algo al oído. Donovan alzó el entrecejo y asintió con la cabeza, mientras su ayudante esperaba para saber qué había ocurrido.

—No sé si tendrá algo que ver, Bradley, te dejo también encargado. A unas manzanas de aquí han encontrado calcinada una furgoneta Dodge. Busca cualquier posible testigo en esta zona y luego le dedicas un rato a la camioneta, por si acaso.

—Muy bien, sheriff, así lo haré. Comenzaré con la zona suroeste, creo que en aquellas casas de allí quizás pudieron haber escuchado algo de lo que sucedió en la escena del crimen. Luego le comento lo que saque en claro —dijo Bradley mientras se encaminaba hacia las construcciones que había indicado.

Donovan se quedó unos segundos pensativo. Le gustaba Bradley, era un chico despierto y capaz. A veces pecaba de novato, y otras veces su fogosidad le jugaba malas pasadas. Le había cogido cariño al condenado, quizás porque le recordaba demasiado a otro joven, compañero suyo en los marines, que había fallecido en circunstancias muy dolorosas allá en Irak.

Por eso quiso cobijar a Bradley bajo su ala de policía veterano, casi adoptarle como a alguien a quien habría que moldear, un trozo de arcilla joven en el que podría tallar a un investigador de raza. El muchacho se esforzaba y a veces tenía buenas iniciativas, pero le faltaba mundo. Nada que el tiempo y las desgracias no consiguieran erradicar de raíz, anulando la inocencia de sus soñadores ojos, todavía poco repletos de imágenes angustiosas que le hicieran a uno replantearse su vocación.

Donovan caminó con parsimonia hasta la forense, que permanecía agachada en una posición poco ortodoxa, mientras examinaba el cadáver sin alterar ni contaminar el escenario allí encontrado. El sheriff suspiró, sabiendo que se encontraban ante uno de los casos más complejos con los que había tenido que lidiar en su jurisdicción. Los retos siempre le habían hecho sacar lo mejor de sí mismo y esperaba que en esa ocasión no fuera diferente.