Capítulo 16

 

Durante el viaje, Samuel parecía tan satisfecho por haber dejado a su hermano enojado que no se molestaba en disimularlo. Por si fuera poco, el calor en el interior del jeep era insoportable, y llegó un momento en el que el vestido húmedo se le ceñía al cuerpo y a los muslos. Una fina capa de sudor le cubría la frente y el pelo se le pegaba al cráneo.

«¡Qué asco de viaje!».

Tres horas más tarde, cuando llegaron al hospital general de Ciudad de Hidalgo, apenas pudo cruzar unas palabras con Mario. Le dijo para tranquilizarlo que todo saldría bien, él la miró con gesto preocupado, asintió en silencio y ya no pudieron hablar más, porque dos sanitarios se lo llevaron con rapidez a la sala de rayos X.

Deseosa de quitarse el calor del accidentado viaje, entró en los aseos públicos y se lavó el rostro y la nuca con abundante agua fría. Cuando por fin se sintió algo mejor, buscó a Cruz por los alrededores y le sorprendió verlo esperándola en la puerta principal, pero lo que más le extrañó fue enterarse de que Mario ya se había marchado del hospital. El médico no había dado importancia a los tremendos dolores de la pierna de su socio y, al no ver nada llamativo en las radiografías, le había dado el alta.

—¿Regresamos entonces al rancho? —No podía creerlo.

—Eso parece. —Samuel se encogió de hombros—. Pero todavía tengo unos asuntos pendientes que terminar —le recordó él, que también se había refrescado, incluso se había cambiado de camisa, como si estuviera acostumbrado a viajar sudando como un cerdo y llevara una muda en el coche—. Si quieres puedes dar un paseo y esperarme tomando una bebida bien fría.

A Lara se le hizo la boca agua de imaginar un enorme granizado de limón. Por supuesto, aceptó.

Esta vez fueron al centro de la ciudad en el lujoso todoterreno que había trasladado a Mario desde el rancho, por lo que imaginó que el regreso sería mucho más cómodo para ella e incómodo para él. Pero no replicó. Conducía un hombre grande y fornido llamado Gómez, al que ya había visto otras veces por el rancho.

Al llegar a una amplia avenida, llena de comercios y muy concurrida, Cruz le advirtió de que Gómez la acompañaría mientras daba un paseo hasta que él regresara de sus asuntos. Quedaron en encontrarse un poco más tarde en un restaurante al que Gómez la llevaría y se marchó en el coche sin más.

Ella se sintió rara con un hombre tan grande y silencioso caminando unos pasos por detrás, como si fuera un guardaespaldas. Por más que intentó imaginar que no la seguía no lo consiguió; de modo que decidió disfrutar del paseo sin pensar en nada más. Tampoco en Gonzalo, en su gesto hosco al verla marchar con el hombre al que más odiaba… Estaba convirtiendo la vida del juez en un martirio, y él no se lo merecía, por muchos comentarios hirientes que hiciera con toda la intención de molestarla.

Al terminar la calle, se encontró en una bonita plaza ajardinada, rodeada de preciosas casas restauradas y de estilo colonial. Por un momento creyó encontrarse de nuevo en aquel barrio al que la llevó Gonzalo, el Harlem latino.

Resultaba curioso que los dos hermanos se sintieran igual de arraigados a aquella tierra a pesar de los kilómetros que los habían distanciado durante muchos años. Siguió caminando hasta que regresó a la avenida en la que se habían despedido, y cuando Gómez supuso que ya no deseaba pasear más la condujo a la terraza del restaurante que Samuel le había indicado.

Lara pidió la bebida fría por la que se moría y se arrellanó en un cómodo sillón de mimbre, bajo unos toldos de color rosa fuerte. El bullicio de la gente y la alegría que se respiraba en el ambiente le hicieron recordar de nuevo a Gonzalo. Todo cuanto veía le llevaba de nuevo a él. Lo quería tanto que dolía incluso imaginar lo que sufriría cuando ya no estuviera a su lado, cuando miles de kilómetros los separaran y no solo un trozo del desierto de Sonora, como ahora.

«Inmadura». La había llamado inmadura, aunque la realidad era que solo estaba enamorada. Tal vez por eso actuaba así, de aquella manera tan impulsiva y sin meditar las consecuencias. Ella siempre había sido juiciosa, por eso estudió derecho, pero desde hacía unos meses se desconocía a sí misma.

Se alegró de ver llegar a Samuel en el coche, porque eso significaba que en pocos minutos regresarían al rancho y podría parapetarse en la lujosa habitación que ocupaba para aislarse incluso de sus pensamientos. Sin embargo, Gómez se llevó el todoterreno y Cruz, que concluía una conversación por el móvil, colgó y se sentó a su lado.

Cruzaron unas cuantas frases de cortesía, él parecía algo contrariado, sus asuntos no debían de haber salido muy bien. Ella contestó con monosílabos a sus preguntas y él, al no verla muy comunicativa, llamó al camarero y pidió la carta.

—Almorzaremos algo rápido y emprendemos el camino de vuelta —le anunció del mal talante.

Lara asintió sin más y ojeó el menú. En pocos minutos les sirvieron los platos y comenzaron a comer en silencio.

—Ni siquiera te molestas en disimular que no te caigo bien. —La sorprendió de repente con su extraña observación.

—La situación tan vez no ayude demasiado. —Ella no lo negó.

—Imagino las barbaridades que te han contado de mí, aunque reconozco que debes creerlas casi todas, pero aun así deberías tener en cuenta que hay muchos más lobos disfrazados de corderos de los que crees.

—¿Se refiere a Gonzalo, señor Cruz?

Él encendió un enorme cigarro, dando por concluido su almuerzo, que apenas había comenzado.

—A él…, y a la gente en general. —Como ella no dijo nada, añadió—: ¿Qué hay entre vosotros dos?

—¿Por qué siendo hermanos se odian tanto? —Fue su respuesta.

Samuel entornó los ojos y sonrió. Lo hizo de una forma turbadora, como esas otras sonrisas con las que solía sorprenderla Gonzalo cuando la miraba, aunque en Samuel resultaba mucho más perversa.

—Los Cruz siempre hemos tenido una debilidad.

—Supongo que espera que le pregunte cuál.

Él afirmó y expelió el humo en círculos que ascendieron sobre su cabeza.

—Nuestra familia y las mujeres —admitió con firmeza.

—Esa debilidad la tiene mucha gente. Es algo normal. —Se encogió de hombros.

—No me has entendido. Siempre hemos deseado a las mujeres de los Cruz —le aclaró con voz ronca.

—Si lo dice por lo que ocurrió con Laura… —De eso sí sabía ella, afortunadamente—. Usted la retuvo contra su voluntad, igual que a su hijo.

—Sí, y para eso estás aquí con mi abogado, para evitar que yo vaya a la cárcel y conserve mis derechos como padre después de hacer algunas concesiones que… nunca antes hubiera hecho. Nunca.

—¿Duda ahora de sus concesiones? Porque cuando nos llamó su abogado, usted estaba dispuesto a casi todo con tal de no dar con sus huesos en un penal.

—También dejé que David Cruz criara a mi hijo como suyo. Lejos de su tierra, con los otros Cruz. Y de paso te recuerdo que del mismo modo estás aquí para procurar que Laura se acueste todas las noches con el hombre que me la robó, con el que me quitó a mi mujer. Laura era mía, señorita abogada —escupió las palabras subiendo el tono de su voz—. Laura me perteneció hasta que otro Cruz me la arrebató.

—Guarda usted demasiado odio, Samuel.

—Veo que no me estás entendiendo, Lara. —Chasqueó la lengua—. Los Cruz nos robamos las mujeres, unos a otros.

—Me parece que exagera.

Él aplastó el cigarro en el cenicero y llamó al camarero con un gesto.

—Laura fue la segunda mujer que me robó un Cruz. Annie también era mía, iba a ser mi esposa, pero llegó Gonzalo… y se casó con ella. ¡Me la robó! Él y David no son mejores que yo.

Ella trató de aparentar serenidad, aunque no se sentía especialmente despreocupada, sino afectada por las palabras de alguien que parecía sincero; al menos, a su modo de contarlo, Samuel creía lo que decía.

—Comprendo que esté dolido, pero antes de sacar conclusiones me gustaría escuchar las dos versiones de esta historia, sobre todo si he de emitir un juicio.

—Hablas igual que el picapleitos de Gonzalo —replicó con desprecio.

—Llámelo deformación profesional. Además, no sé por qué me cuenta todo esto. Yo vine a Estados Unidos para hacer mi trabajo, como acaba de recordarme. Es cierto que las cosas se han complicado con el asunto del magistrado Fernández, y le agradezco su hospitalidad y las molestias que se ha tomado para protegernos a mi socio y a mí.

—¡Qué mentirosa eres! —Soltó una carcajada.

—¿Nos vamos? —Ella se levantó con toda la intención de no seguir escuchando sus insultos.

—¿Por qué crees que ha venido Gonzalo al rancho? —Él no se movió.

—Seguramente por mí, en eso le doy la razón. Porque no se fía de usted.

—Tienes una lengua afilada, sí señora —reconoció con una sonrisa lobuna—. Y dime, ¿qué pasaría si Gonzalo estuviera celoso de mí?

—No es por celos por lo que no confía en usted, señor Cruz. —Seguía de pie ante la mesa y él cómodamente sentado.

—Estoy seguro de que cuando los celos lo mortifiquen como aquel día, volverá a hacerlo.

—¿El qué volverá a hacer?

—Lo mismo que la primera vez, igual que hizo también David. —Guardó silencio. Fue una pausa estudiada para crear interés, pero ella no la interrumpió, aguardó a que quisiera continuar—. En unas pocas semanas, sin enterarte, te hará su mujer, pasarás a ser de su propiedad. Claro que a juzgar por la forma en la que te mira, ya lo eres. Por eso ha venido a por ti, por eso sigue aquí. Recuerda… yo busqué a Laura durante cinco largos años, porque me pertenecía —acabó en un susurro.

—¡Se equivoca! —replicó con ímpetu—. Y si lo que pretende es enfrentarme con su hermano por celos, no lo va a conseguir. Por mucho que me entretenga fuera del rancho, ni por muchas historias del pasado que me cuente. Y, por favor, no compare usted nunca mi vida con la que usted le dio a Laura.

—¡Qué tonta eres, abogada! ¿De verdad crees que después de tener mi libertad y mi futuro en las manos de Gonzalo, me iba a dedicar a enfurecerlo llevándote de paseo por Ciudad de Hidalgo?

—¿Qué quiere decir?

—Piensa un poco. —Se levantó de la silla y le dio unos golpecitos en la cabeza con el dedo.

Lara no tuvo tiempo de indagar más sobre sus indirectas, porque Samuel se alejó de la terraza en el momento justo en el que el todoterreno conducido por Gómez paraba a unos metros de las mesas. Ella lo siguió y en pocos minutos abandonaron la ciudad rumbo al rancho.

Esperaba que no estuviera insinuando que aquel viaje al hospital de la Ciudad de Hidalgo había sido cosa de Gonzalo. Eso sería demasiado descabellado, sobre todo, porque el objeto del traslado había sido la exploración médica de Mario. Nada más. Entonces… ¿qué era lo que quería decir con tanto misterio?

En el recorrido de regreso, Samuel se sentó en el asiento del copiloto, lo que indicaba claramente que no la molestaría más con sus insidiosos comentarios ni miradas lascivas. Gómez conducía y ella iba cómodamente en la parte trasera, todo muy formal, muy diferente a como había sido durante el infernal viaje de ida, sudorosa y soportando bromas e ironías variadas… Sí, todo había cambiado mucho.

 

 

Al llegar a su dormitorio, deseosa de darse una ducha y quedarse a solas, escuchó voces en el despacho, detrás de la puerta corredera. Se acercó con cautela y al comprobar que había una abertura lo suficientemente grande para observar sin ser vista, se propuso investigar. Solo un poco.

Al otro lado, Gonzalo y otro hombre al que no había visto nunca estaban sentados ante la enorme mesa de caoba y los muy sinvergüenzas estaban utilizando su portátil.

Lo primero que cruzó por su cabeza fue entrar como una tromba y recriminarles por husmear sin permiso en su ordenador, pero afortunadamente imperó la cordura en sus pensamientos y decidió aguardar hasta ver cómo se desarrollaba la escena en general. Todo aquello tenía que tener una explicación, una que fuera lógica, siendo el «ecuánime juez Cruz» el que cotilleaba en sus archivos privados.

Entonces escuchó la voz del abogado de Samuel, el hombre había estado oculto tras una columna y señaló con voz clara que con esto su cliente había cumplido su parte del trato.

«¿Su parte del trato? ¿Qué trato? ¿Estaban ultimando los detalles del convenio sin Mario ni ella?».

En ese instante entró Jeremías, el viejo criado mejicano del que tanto hablaba Laura en sus conversaciones. Al hombre le tenía un especial cariño, y cuando lo vio cuchichear algo al oído de Gonzalo y ver cómo él miraba en dirección a la puerta corredera, supo que lo había puesto al corriente de su regreso.

—Será mejor que lo dejemos aquí —les dijo a sus acompañantes antes de cerrar el portátil y ponerse en pie.

—¿Qué ocurre entonces con la abogada Martí?

—Ya les he dicho que yo me hago cargo de ese asunto. No quiero más gente por aquí. —Le entregó un pen drive al desconocido que preguntaba por ella.

—Bien, espero que no se equivoque con lo que está haciendo —le advirtió el hombre dirigiéndose hacia la salida—. Su plan es arriesgado, aunque reconozco que también la única forma de conseguirlo.

—Por nuestra parte, no tenemos nada más que decir. Ha sido un placer conocerle, señor Cruz. —El abogado de Samuel se despidió con un apretón de manos.

Un crujido tras la puerta corredera la delató, por lo que se vio obligada a mostrarse antes de ser descubierta.

—La cena será a las ocho en punto, patrón —anunció Jeremías antes de abandonar el despacho.

—¡Pasa, Lara, no te quedes ahí! —Gonzalo la invitó a pasar—. Supongo que no te importará que hayamos seguido trabajando sin ti. Dadas las circunstancias, Mario nos dijo que podíamos concluir las cláusulas del convenio.

—¿En mi ordenador? —No se había creído ni una palabra— ¿A qué circunstancias te refieres? —agregó mirando alternativamente al desconocido y al abogado de Samuel.

—Al empeoramiento de salud del señor Sánchez —intervino el hombre—. Afortunadamente, todo está resuelto.

Ella pareció desconcertada. Sabía que la estaban engañando, aunque no encontraba el motivo.

En un segundo Gonzalo se deshizo de los dos hombres y regresó al despacho. La encontró encendiendo su portátil y revisando sus documentos.

—No me gusta que husmeen en mis cosas, como tampoco que me engañen ni que nadie ajeno a mi bufete interfiera en mi trabajo —le dijo sin mirarlo.

Abrió el documento en el que había estado trabajando últimamente con el abogado de Samuel y leyó por encima el último párrafo que Gonzalo había agregado y que exponía con claridad que se retiraba parte de las acusaciones que se habían hecho inicialmente a Samuel a cambio de su colaboración con la justicia.

—¿Qué significa esto? ¿Olvidas que mi patrocinada es Laura? Es por sus intereses por los que tengo que luchar, y no por los de tu hermano Samuel? —Alzó la cara, indignada—. ¿Qué es esto de colaboración con la justicia? ¿Mario está al corriente de esas concesiones?

—Por supuesto —aseveró con gravedad—. Todo esto ha sido única y exclusivamente por tu socio, te lo aseguro.

Ella negó en silencio. Seguía muy desconcertada. No entendía nada.

Lo vio aproximarse y, cuando se inclinó para observarla, apoyando ambas manos sobre la mesa, a cada lado de ella, aguantó la respiración y lo miró sin parpadear. Siempre le ocurría igual al tenerlo tan cerca, se le veía tan masculino, tan seguro de sí mismo, que como tantas otras veces se sentía pequeña y vulnerable.

Reparó en su aspecto desaliñado, después de tan largo y penoso viaje, y además se sintió ultrajada.

Él pareció adivinarle el pensamiento.

—¿Qué tal la excursión con tu amigo?

—Samuel no es mi amigo —replicó con aire altanero.

—Me refería a tu socio, el señor Sánchez.

Ella carraspeó.

—Bueno, afortunadamente sus dolores no eran preocupantes.

—Ya.

Eso fue todo cuanto dijo. De repente, se sintió como tantas otras veces, ridícula y tonta, discutiendo con él cuando lo que de verdad deseaba era salir de aquel lugar, a su lado, y perderse en su calor.

—Gonzalo, yo…

—Nos vemos más tarde —se despidió él dándose la vuelta y saliendo del despacho, como si lo que fuera a decirle no tuviera importancia.

—Sí, claro —repuso ella en un susurro.