Capítulo 7
El Patio era un pintoresco restaurante donde el aroma a fritura, comida picante y barbacoa indicaban sin lugar a dudas que se habían transportado a México.
Todavía tenía el corazón a mil por hora y sentía los labios calientes e hinchados. Estaba segura de que todo el mundo adivinaba al mirarla que acababan de besarse en el callejón. Al entrar se separó de ella para saludar a varios clientes, aunque todavía mantenía su mano unida a la suya, de forma casual, como si fueran una pareja.
Lara aprovechó que él se había detenido con el dueño para poder observar el local. Estaba decorado en distintos tonos de rosa hasta llegar al bermellón. Había unas sillas de cuero pegadas a la pared, frente a unas mesas con mantelitos amarillos.
Varios parroquianos que estaban cenando se acercaron para saludarlo, y tres mujeres no le quitaban la vista de encima desde el otro extremo del restaurante, con la clara intención de aproximarse en cuanto tuvieran ocasión.
Lara supo que por mucho que lo negara, él siempre sería importante; estuviera donde estuviera, nunca dejaría de ser el juez Cruz. Y ahora ella también sabía que era un hombre que sabía besar de verdad a una mujer. Todavía le temblaban las piernas, le preocupaba que hubiera adivinado con tanta facilidad que también se moría por besarlo desde hacía días. Incluso ya dudaba de si no la habría visto todas las tardes, esperándolo, a las cinco en punto, como si se muriera por verle. Aunque todo sería mucho más sencillo si solo fuera el hombre anónimo de la playa.
No había más que mirarlo para saber que exudaba experiencia sexual por cada poro de su piel, lo rodeaba un aura de masculinidad que atraía la mirada de todas las mujeres del local, y ella sintió la necesidad de demostrarles que no iba solo. Que estaba con ella.
La cena se alargó casi dos horas. No se dieron cuenta de lo tarde que era hasta que muchos de los clientes fueron abandonando el local. Charlaron de todo y de nada. Gonzalo era capaz de hablar de muchos temas sin tocar alguno que resultara incómodo o desagradable, como el accidente de Mario, aspectos de sus vidas pasadas, o el beso apasionado que se habían dado en el callejón, preludio de muchos más. Aunque ella prefería ser objetiva, como le decía Joana cuando charlaban por teléfono. Ambos eran de mundos tan opuestos que la atracción que podían sentir sería siempre anulada por la realidad. De modo que tampoco le contó mucho acerca de su vida privada, ni de su maltrecha vida sentimental con Mario. Ni de la horrible historia de Augusto y sus consecuencias.
El camarero les sirvió otra copa de licor y él la invitó a chocar el pequeño vaso con el suyo.
—Por ti, Lara Martí.
—Por ti, Gonzalo.
Un mechón de cabello oscuro caía sobre su frente de forma descuidada, confiriéndole un aire indómito.
Dos hombres de aspecto sospechoso se acercaron con prudencia a la mesa, los saludaron y uno de ellos se inclinó para susurrarle algo de índole demasiado privado, mientras el otro sonreía y la chequeaba con sus ojillos oscuros, como si se preguntara qué hacia una mujer como ella en un lugar como aquel.
Él buscó su mano sobre la mesa y la encerró en la suya, dejando bien claro qué era lo que hacía y con quién estaba, por si había alguna duda.
El mensaje fue claro. El hombre dio un par de pasos atrás y, cuando concluyó la conversación con el otro, se marcharon. Habían conversado sobre una contrariedad que sufría uno de sus hijos, por lo que le pedía ayuda. Él les habló con dureza, quedó en estudiar el problema y, al verlos marchar, la miró con fijeza. Todavía conservaba el aire feroz que había esgrimido ante aquellos dos que parecían dos forajidos, y Lara comprobó que siempre prevalecía su naturaleza implacable sobre la tierna y amistosa que mostraba con ella. Era imposible deshacerse de la personalidad del despiadado ranchero que comentaban que fue un día, por lo que comprendió lo que Laura le decía sobre la sensación de vértigo mortal que provocaban los Cruz cuando se tenían del lado contrario.
—Vamos a bailar. —La sorprendió mirándolo. La condujo de la mano hacia una pista redonda, donde otras parejas se movían abrazadas al son de unas guitarras y agregó—: En realidad, es una excusa para abrazarte. —La pegó a él con fuerza —. Aquí todos bailan para abrazarse.
Ella se dejó llevar en la suavidad de sus brazos. El roce de sus labios en el cuello al hablarle, el sonido susurrante y grave de su voz, su olor inconfundible y sus manos apretándola contra él eran demasiadas emociones juntas para asimilarlas al mismo tiempo. De una cosa estaba segura, jamás se había sentido más protegida, ni más vulnerable, en los brazos de un hombre.
Unas trompetas comenzaron a acompañar a las guitarras y las luces bajaron en intensidad, sumiéndolos en una tenue oscuridad.
—Van a cerrar —advirtió ella con la voz tomada, como si acabara de salir de un sueño.
—Todavía no. —Sonrió él deslizando una mano por su espalda hasta posarla en su trasero. La cerró, presionando levemente, y Lara se estremeció de nuevo—. Ahora, señorita Martí, nadie podrá malinterpretar lo que ocurre entre el juez Cruz y esta mujer extranjera.
—Te burlas de mí —replicó ella.
—No me burlo, te voy a besar. Otra vez.
—Por fin —musitó, ascendiendo las manos por sus hombros para atraerlo.
Gonzalo la estrechó con fuerza y al inclinar la cabeza para besarla vio una ráfaga de emociones reflejada en sus ojos verdes. Miedo, impaciencia, deseo. Lara lo deseaba. Quizás estuviera asustada con lo que sentía, pero lo deseaba de verdad. Igual que él a ella.
De repente, sintió necesidad de mucho más, y apretó la dureza larga de su excitación contra la suavidad de sus muslos, sin dejar de acariciarla con delicadeza por encima de la ropa. La besó de mil maneras diferentes, una y otra vez. Besos largos, lentos, profundos, calculados para robarle el aliento. Aunque también tuvieron para él un efecto devastador, porque se quedó sin aire y cegado de necesidad.
Ella se los devolvió, ferozmente, y después se apartó un poco para reírse.
—Dios mío, esto es una locura.
—Tú me vuelves loco, Lara. Quiero más de ti, mucho más.
Ella iba a reír de nuevo, pero el sonido se le quedó atrapado en la garganta cuando la miró a los labios. Ambos tenían la respiración pesada. Se acercó más, como si fuera posible que sus cuerpos se fundieran. Quería que sintiera su calor envolviéndola, que fuera consciente del deseo y la lujuria que colisionaban en su interior.
—Será mejor que nos vayamos —le pidió ella, juiciosamente.
Él apretó los dientes, provocando que le palpitara un músculo en la mejilla. Adivinaba todo lo que pasaba por su preciosa cabecita. Lara estaba a tiempo de poner tierra por medio, solo tenía que pedirle que se detuviera y la llevara a casa. Allí podría correr a su habitación para seguir observándolo en la distancia durante días; él fingiría que no lo sabía. O también podía hacerle el amor durante horas en cualquier lugar que decidiera.
—¿Adónde quieres ir? —Ella se tensó en sus brazos, como si supiera lo que pensaba. Un destello de peligro en sus ojos verdes le dio la respuesta—. Iremos a casa —añadió en tono conciliador.
«Aquel dolor de huevos le iba durar una semana».
El regreso a la mansión se hizo en un ambiente un poco más tenso que cuando salieron a cenar, al menos eso es lo que Lara pensaba mientras observaba correr el paisaje nocturno por la ventanilla. Una cosa era soñar con él mientras lo veía a hurtadillas por los ventanales, imaginar escenas eróticas y sensuales que solo sucederían en su cabeza, y otra diferente que con solo decir sí pudieran materializarse.
Ya era cerca de medianoche y la luna se mostraba fulgurante en el horizonte, sobre el océano, como si estuviera dibujada en una postal marinera. Afortunadamente, cuando llegaron a la propiedad, no tuvo que buscar una excusa para escapar de su propio anhelo, porque había dos coches enormes de color negro estacionados frente a la escalinata de piedra.
Él frunció el ceño sin disimular que no esperaba visita, y menos a aquellas horas.
—Me desharé enseguida de ellos, Lara. Quiero verte antes de que te vayas a la cama —le dijo al reunirse con ella fuera del coche.
«Aquella petición implicaba muchos matices».
Ella no pudo contestar. La puerta se abrió de golpe y un haz de luz que provenía del interior los deslumbró durante un instante.
Varios hombres trajeados se encontraron cara a cara con ellos. Eleonora los acompañaba a la salida y su rostro rechoncho pareció relajarse nada más ver al juez llegar.
—Aquí lo tiene, señor Paltrow. Ya le dije que no tardaría mucho en llegar.
Ella conocía a aquel hombre alto de pelo gris y amplio abdomen, era John Paltrow, le había sido presentado en la fiesta de los Cruz como el fiscal del distrito y, en teoría, era el mismo que había cancelado su cita para cenar con el juez aquella noche.
—¿Qué te trae a estas horas por aquí, John?
—Hombre, si no me hubieras plantado para cenar lo sabrías.
—Te dejé un recado.
Los otros dos hombres se mantenían apartados, como si su objetivo solo fuera acompañarlo. Eleonora estaba roja como un tomate, y David tenía cara de pocos amigos.
—Lo escuché, pero necesito que hablemos, Cruz. —Realmente parecía apurado—. Perdona que te asaltemos en tu casa, pero llevo varias horas queriendo contactar contigo, tienes el teléfono apagado y tu ama de llaves no ha soltado prenda de dónde encontrarte.
—¿Tan importante es? —gruñó.
El fiscal la miraba sin disimulo, como si se preguntara si ella era también tan importante.
—En efecto, Cruz, lo es —contestó.
Laura cruzó hacia las escaleras en ese momento, dándole a ella la excusa perfecta para escapar a la soledad de su dormitorio, lo que llevaba un buen rato anhelando.
Gonzalo la retuvo por la mano cuando musitó una disculpa para alejarse. Hizo las presentaciones oportunas, saludó al fiscal y, después de estrecharle la mano, alegó que estaba cansada y se retiraba a su cuarto.
Sabía lo que aquel hombre de rostro enjuto estaba pensando a verla de la mano del juez.
«¡Dios, la historia no podía repetirse!».
—Te veo después en tu habitación —le recordó él, dando a entender que su conversación no había terminado.
Todos habían escuchado sus palabras, sobre todo, había quedado muy claro que iría a su dormitorio. Quería morirse allí mismo.
—Mejor nos vemos mañana —Lara se retiró el pelo de la cara con gesto nervioso, evitando mirarlo a los ojos, buscando una vía de escape segura—, buenas noches.
No se detuvo a escuchar el buenas noches que corearon los demás. Corrió escalera arriba y hasta que no se supo a solas en su cuarto no respiró tranquila. Lo que no imaginaba era que él la siguiera en su carrera y llamara a la puerta, dándole un susto de muerte.
—¿Qué quieres? —inquirió sin abrir.
—Vamos, no seas infantil. Quiero saber qué diablos te ocurre para reaccionar así.
—Déjame, favor —le suplicó apoyada en la madera que los separaba.
—Abre la puerta. —Fue todo cuanto dijo, aunque esta vez su tono fue más suave.
Ella decidió que con su actitud solo llamaría la atención de los demás, de modo que descorrió el cerrojo y abrió lentamente.
Él la miró sin querer entrar, como si le diera el espacio que necesitaba. Cuando se apartó para que entrara, lo hizo muy despacio.
—Lara, dime cómo puedo ayudarte y lo haré.
—No sé a qué te refieres —mintió descaradamente.
Él cerró por fin y se cruzó de brazos, observándola. Se sentía pequeña, débil y tan sola… Necesitaba irse de allí.
—Mañana me marcharé a un hotel. Mario ya está mucho mejor y quiero estar cerca de él, en la ciudad.
—Y lejos de mí. —Al ver que ella afirmaba con el silencio, añadió—: Mira, tú me gustas, yo te gusto, es algo que salta a la vista y no somos unos críos para jugar al ahora sí, ahora no. Pero no soy un insensible, por Dios, sé que hay algo que te paraliza, y no son los prejuicios por quién soy, sino por lo que significa lo que soy.
Ella se estremeció. Jamás nadie había visto tanto de ella con solo observarla.
—No quiero que vuelva a ocurrir. —Se giró para esconder la cara. Estaba a punto de echarse a llorar y no lo iba a permitir.
—¿Qué no debe ocurrir? —Apenas fue un susurro y sonó tan cerca de ella, a su espalda, que sintió un escalofrío.
—Déjalo, Gonzalo, no me presiones, por favor.
—Jamás haría algo así.
—Déjame.
—Lara, si te preocupa que haya cancelado la cita con el fiscal por cenar contigo es que todavía no me conoces. Yo no…
—No lo entiendes. —Se giró con violencia, como si así pudiera disuadirlo de seguir intentando convencerla de que se equivocaba.
Él la miró en silencio durante unos segundos.
—Voy a deshacerme de él y me vas a contar qué es lo que no debe pasar.
—No estaré aquí, Gonzalo. Me marcho.
Acababa de decidirlo.
—¿Cómo que te marchas? —La sujetó por los hombros para obligarla a mirarlo.
—No me toques, Cruz. —Se zafó de sus manos al tiempo que retrocedía—. No dejas de ser un Cruz.
Él se irguió como si acabara de recibir un puñetazo.
—No sé como lo haces, pero siempre consigues sacar lo peor de mí.
—Gonzalo… —Se le quebró la voz.
Pero él no quiso escucharla. Dio media vuelta y abandonó la habitación tras un soberano portazo.
Todavía se quedó parada en el centro de la habitación, como si él fuera a regresar para que pudiera pedirle disculpas. Pero no fue así. Los minutos transcurrieron lentamente, hasta que escuchó el motor de un coche, después el otro, y supo que el fiscal y sus acompañantes se habían marchado cuando la casa quedó en un silencio absoluto. Tan rotundo que hacía daño en los oídos.
Se dejó caer de espaldas en la cama, dispuesta a dar rienda suelta a todo el dolor que guardaba desde hacía mucho tiempo y que, como una jugarreta del destino, regresaba a ella.
«¿Es que no había sido suficiente una muerte en su pasado?».
Todo se repetía, un hombre influyente en el mundo judicial, un malentendido, un accidente… aunque ahora la atracción era real.
Dejó de lamentarse por su mala suerte cuando escuchó unos pasos en el pasillo. Aguantó la respiración, sabiendo que era él el que caminaba hacia su dormitorio, que estaba al otro lado del pasillo. Las pisadas se detuvieron. Un segundo, dos, tres. No sabía qué haría si llamaba. Estaba perdida. Sí, lo estaba porque si tocaba a la puerta ella abriría y se lanzaría en sus brazos. Pero no… los pasos se reanudaron hasta que se dejaron de escuchar.
Se dejó caer de nuevo en la cama y se cubrió la cara con las manos.
Tal vez era mejor así. Solo de imaginar que él hubiera entrado, ya había tirado al traste su decisión de marcharse.
Dos semanas más tarde, las cosas habían cambiado. Al menos en lo que a Gonzalo y ella se refería. La rutina que imperaba días antes, se había convertido en otra más rígida. Ella procuraba no estar en la casa cuando él llegaba a las cinco en punto, se quedaba con Mario en el hospital hasta que anochecía, y cuando regresaba a la mansión, él ya se había retirado a descansar o simplemente no estaba. Ambos parecían haber llegado a un acuerdo tácito. Procuraban mostrarse cordiales en los momentos en los que raramente coincidían, interviniendo en las conversaciones que entablaban Laura y su esposo pero nunca dialogando entre ellos. Si alguno de los habitantes de la casa se había dado cuenta de lo que ocurría, no hizo ningún comentario.
Gonzalo estaba herido y merecía una explicación. Él no era culpable de que ella estuviera hecha un lío, ni de que se estuviera enamorando como una tonta de él.
Aquellas mismas palabras eran las que había dicho a Joana, su secretaria y confidente, cuando la llamó para interesarse por la evolución de Mario y la de «sus cosas con el juez», como titulaba a su extraña relación. Echaba de menos los días en que bromeaban por teléfono, cuando solo pensaba en disfrutar de unas breves vacaciones y acababa de conocer en la playa a un hombre impresionante.
Por eso se despidió de su amiga con el firme propósito de que hablaría con él, le contaría por qué se comportaba como una tonta que lo estaba volviendo loco.
—Señorita Lara —la interceptó Eleonora cuando se dirigía hacia el vestíbulo—, necesito que me haga un favor.
—Claro, dígame, ¿en qué puedo ayudarla?
—Se trata del juez Cruz —carraspeó. Parecía bastante incómoda—. El señor David y su esposa salieron temprano de compras porque esta noche ofrecerán una cena en el jardín para unos amigos.
—¡Oh, sí, algo de eso escuché anoche!
—Pues el caso es que no regresarán hasta la tarde, me he quedado a cargo del niño, y… —La miró con ojos suplicantes—. El juez Cruz necesita unos documentos muy importantes que están en su despacho, pero el chofer tiene el día libre… —Trató de sonreír y añadió con voz chillona—. Los llevaría yo misma, pero no quiero dejar a Toni solo en casa ni llevarlo al juzgado, por otro lado no me parece apropiado enviar esos documentos tan importantes con alguien del resto del servicio.
—No le dé más vueltas. ¿Quiere que lleve los documentos?
—Si no es problema para usted. O para él.
—¿Por qué habría de serlo? —Fingió no saberlo.
«Claro que era un problema. Volver a verlo y sin las barreras que ellos mismos habían alzado».
—Bueno, como el juez y usted se evitan, aunque se buscan cuando creen que no se ven… —dejó caer con fingida inocencia.
—Eso son imaginaciones suyas, Eleonora, cómo se le ocurre algo así —aseveró, azorada—. Yo llevaré los documentos, por supuesto.
La mujer salió disparada hacia el despacho y no tardó ni un segundo en regresar con dos carpetas de color marrón.
—Le he pedido también un taxi. Así llegará antes que si conduce usted. A estas horas el centro de la ciudad estará intransitable. —Le entregó los documentos—. Muchas gracias, señorita —concluyó con una sonrisa de oreja a oreja.
Más tarde, el taxi la dejó en la misma puerta del Palacio de Justica. Afortunadamente, aquella mañana se había vestido más elegante que el resto de los días. En el mundo en el que se movía era imprescindible que su presencia infundiera seguridad a sus clientes, y aunque esta vez solo iba de visita, no se hubiera sentido cómoda vestida con unos vaqueros y unas deportivas. Llevaba un vestido veraniego de color crema que mostraba sus piernas bronceadas por las horas que había pasado en la playa con Laura y el niño. Unas sandalias de tacón, un bolso a juego y la melena recogida en un moño alto le daban aquel aire de ejecutiva convincente que siempre mostraba. También se había maquillado suavemente, era como si el destino hubiera escogido aquel día para que visitara al juez en su lugar de trabajo sin parecer fuera de lugar.
Subió la empinada escalera de la entrada del Palacio de Justicia y pasó algunos dispositivos de seguridad; después, fue conducida por un oficial enorme hasta el despacho del juez Cruz, donde un joven vestido de traje se presentó como uno de sus secretarios, se hizo cargo de las carpetas y le comunicó que tardaría bastante porque se encontraba punto de comenzar una audiencia.
Le sugirió que lo acompañara a la sala y ella aceptó. Se había imaginado muchas veces cómo sería ver a Gonzalo en todo su esplendor, y aunque había escuchado rumores de sus juicios rápidos, sabía que no sería lo mismo que verlo en primera persona.
Nunca había estado en una sala de las cortes del segundo distrito de California, o de las cortes superiores, como les llamaban normalmente. Allí se juzgaban en primera instancia casos de los más variopintos, tanto civiles como penales, o reclamaciones menores y apelaciones.
Se sentó en una de las sillas numeradas que le indicó el secretario, delante del público y de los periodistas.
La sala no tenía nada que ver con las pequeñas y poco llamativas de los juzgados de su ciudad. Todo estaba al más puro estilo americano que mostraban las películas. Por un momento, creyó que aparecería por un lateral Dennis Farina, de la serie de televisión, Ley y orden, y sonrío por la ocurrencia. Pero quien sí entro cuando el alguacil alzó la voz para pedir que se pusieran en pie, fue Gonzalo.
Su presencia imponía, con la toga y su mirada lobuna barriendo la sala detalladamente. Estaba realmente atractivo. Con el pelo recio y negro, peinado hacia atrás, con ese aire tan serio y varonil que convertía sus piernas en gelatina. Sus vivaces ojos se movieron por el público al acecho, alerta. Supervisó las caras de todos los presentes hasta que se quedaron fijos en los suyos. Un músculo latió en su mejilla al apretar los dientes, y a ella se le erizó el vello de la nuca al sentir su mirada de hielo.
—El honorable juez Cruz preside la audiencia.
Se escuchó la voz fuerte y clara del alguacil en inglés.
Era un privilegio poder asistir a uno de los juicios del juez Cruz, de los que tanto había oído hablar en España pero, sobre todo, era imposible apartar la mirada de aquel hombre que escuchaba atento, con el mentón ligeramente apoyado en los nudillos de la mano. A menudo, desestimaba o anulaba alguna pregunta, lo que causaba un gran revuelo y murmullos por toda la sala. El fiscal Paltrow lo censuró en más de una ocasión con un movimiento de cabeza, pero eso parecía no afectarle.
Gonzalo hacía honor a su fama de hombre implacable.
Casi una hora después, anunció que hacía un receso de treinta minutos y, con un gesto que solo ella apreció, le indicó que quería verla.